LOS HERMANOS MACMASEN (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 27/08/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 390
Visitas: 103249
Capítulos: 57

"FANFIC TERMINADO"

 

Tres hermanos, tres guerreros, unidos no solo por sangre sino  por una fuerza más poderosa, por culpa de una malvada hechicera, Durante trescientos años, han permanecidos alejados del mundo, ocultando al vengativo dios que llevan prisionero en sus almas, pero muy pronto las cosas cambiaran, una épica guerra entre el bien y el mal se avecina, Edward, Emmett y Jasper deberán luchar no solo contra el mal que los ha asechado toda su vida, sino también contra el amor y la pasión que se encontraran en el camino

Todo el poder, la pasión y la magia de los legendarios guerreros de Escocia atados al juramento de luchar por la victoria en la batalla y en el amor.

 

 

adaptacion de los personajes de crepusculo con el libro "Serie Highlander la espada negra de Donna Grant"

 

 

 

 

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Capítulo 24: UNO "EL PERGAMINO OCULTO"

"EL PERGAMINO OCULTO"

EMMETT MACMASEN

EMMETT MACMASEN

 

 

Emmett MacMasen posee los dones que cualquier guerrero desearía: fuerza feroz e inmortalidad. Desgraciadamente, eso pone en peligro a todo aquel a quien ama. Solo cuando capturan a su hermano Jasper, Emmett abandona su reclusión para pedir ayuda al rey. Y aunque cualquier mujer de la corte estaría dispuesta a rendirse a sus pies, es la mirada de la preciosa y misteriosa Rosalie Hale la que provoca un deseo incontrolable en él. Rosalie, al igual que Emmett, busca el modo de derrotar a la malvada Tanya, que quiere sembrar el caos en la Tierra.

A pesar del miedo, ella se rinde a una pasión que sacude a ambos con gran intensidad. Pero Rosalie es la protectora de un secreto que podría hacer que su apasionado amor por el guerrero se volviera en su contra para siempre...

 

 

 


CAPITULO UNO

 

Verano de 1603

Castillo de Edimburgo

Emmett estaba de pie en el pasillo justo a la entrada del gran salón, con los puños cerrados a ambos lados de su cuerpo mientras luchaba por mantener la respiración tranquila. Los sonidos que venían del interior del salón eran ensordecedores. Solo llevaba en el castillo de Edimburgo unas pocas horas, pero la necesidad de salir corriendo de inmediato para refugiarse en su castillo en la costa oeste de Escocia lo consumía.

Tranquilo, tranquilo.

La imagen de sus hermanos le atravesó la mente y entonces recordó por qué había dejado el seguro refugio de su hogar por aquel nido de serpientes.

Estoy aquí por Edward y su mujer, Isabella. Estoy aquí por Jasper. Estoy aquí por nuestro futuro.

Emmett se humedeció los labios y se obligó a abrir las puertas y entrar en el gran salón. Tan pronto como cruzó el umbral, se dirigió hacia un rincón en la sombra para observar. Su mirada recorrió todo el salón, el techo con sus trabajadas vigas y los candelabros repartidos por toda la estancia, cuya luz se sumaba a la que arrojaba el sol que entraba por las ventanas de ambos lados.

El castillo de Edimburgo era enorme y su gran salón no era diferente. Al contrario que el salón de Emmett, el del castillo de Edimburgo desprendía una opulencia que solamente podía provenir del propio rey. Todo estaba resplandeciente.

A Emmett se le encogió el pecho al ver la gran cantidad de personas que había dentro. Estaba acostumbrado a tener su propio espacio e incluso, a veces, todo el castillo para él solo. No le gustaba la multitud ni lo cerca que se movía aquella gente a su alrededor, rozándose con él como si aquello fuera lo más natural.

Le sorprendió que no tuvieran ni idea de lo que era, de lo que había en su interior ni de lo que podía dejar libre en cualquier momento y hacerlos trizas. Para ellos, él era simplemente un hombre. Pero él sabía de la muerte y la destrucción de que era capaz el dios primitivo que llevaba en su interior.

 

 

El corazón le palpitaba con violencia en el pecho. Si no se concentraba, acabaría huyendo del salón y haciendo que su estancia en el castillo se prolongara más todavía. Con ese horrible pensamiento, se obligó a respirar profundamente y se apoyó sobre la pared de piedra mientras escrutaba la habitación con la mirada.

El castillo de Edimburgo era una fortaleza, una magnífica obra de arte. Sobre su rocosa ubicación, dominaba la ciudad. Mucho tiempo atrás, una tribu celta había construido una fortaleza en lo alto de la colina sabiendo la ventaja que suponía la ubicación sobre aquella roca. Los futuros reyes de Escocia también habían sabido apreciar esa ventaja.

—Parece que no os encontráis bien, señor.

Emmett se tensó y observó al escuálido y pálido hombre que había justo a su lado. Era alto, y tenía una cara larga, una nariz aguileña y unos labios tan finos que apenas se podía decir que existieran.

Cuando Emmett respondió, el hombre cambió de pierna el apoyo del peso de su cuerpo.

—Soy el barón Iver MacNeil.

—Barón —repitió Emmett con una pequeña inclinación de cabeza. No tenía tiempo para aquellos idiotas pomposos, especialmente para aquel insignificante ser que estaba a su lado.

Emmett dibujó una sonrisa en sus labios ante la idea de poder partir al barón por la mitad con su dedo meñique. No era de extrañar que Emmett no hubiera encontrado ningún fiero guerrero de las Highlands en el castillo; ellos preferían quedarse en sus tierras y gobernar su clan. Eran los hombres zafios y toscos los que estaban más interesados en satisfacer sus propias ambiciones, los que preferían estar tan cerca del rey como fuera posible.

Aquello molestó tanto a Emmett que sintió unas enormes ganas de acabar con todos. La rabia le nubló la vista. Notó un fortísimo picor en la piel, signo de que estaba a punto de perder el control y liberar a la bestia que contenía.

—¿Habéis venido a ver al rey? —Preguntó Iver, desconocedor del torbellino que había provocado en el interior de Emmett.

Emmett tragó saliva y luchó por no poner los ojos en blanco. Solamente con el simple deseo de hacerlo, consiguió calmar su furia.

—Sí. Hay algo que necesito que atienda inmediatamente.

—Ya sabéis que el rey no está en el castillo —dijo Iver con una sonrisa—. Ya casi no visita Escocia.

Aquello no era lo que Emmett quería oír.

—¿No está aquí?

—En estos momentos no, pero he oído rumores de que está de camino.

Mierda.

—Gracias por la información.

Iver soltó una risita socarrona, lo suficientemente fuerte como para que llegara a los oídos de Emmett.

—Yo estoy muy cerca del rey. Si queréis, podría ayudaros. ¿Quién sois, amigo?

—Dudo que podáis ayudarme. Y me llamo Emmett MacMasen.

Justo como esperaba, Iver abrió los ojos sorprendido.

—¿MacMasen?

—Sí, habéis oído bien.

Iver se pasó la lengua por los labios nervioso.

—Las tierras de los MacMasen hace tiempo que desaparecieron. Se repartieron entre diversos clanes hace siglos.

Como si Emmett no lo supiera ya.

—Lo sé.

—¿Qué quiere vuestro jefe? ¿Acaso cree que el rey James puede devolverle las tierras?

Emmett volvió la cabeza para mirar directamente a los ojos a aquella comadreja. No confiaba en Iver y sabía que aquel insignificante hombrecillo, en realidad, no podría ayudarlo. Sin embargo, Emmett sentía un perverso placer al ver cómo se retorcía.

—Yo soy el jefe, y aunque nuestra familia haya perdido las tierras, el castillo sigue en pie. Y es mío.

—Ah, ya veo —observó Iver con una sonrisa nerviosa. Volvió a pasarse la lengua por los labios y miró a su alrededor—. Yo podría ayudaros con vuestra petición.

Emmett decidió morderse la lengua por si Iver pudiera servirle de ayuda. Cruzó los brazos sobre el pecho y pensó en sus hermanos, en su hogar, en la paz que quería más que nada en este mundo.

Había dejado a su hermano menor, Edward, y a la nueva esposa de este, Isabella, en el castillo de los MacMasen. Él estaba en Edimburgo para asegurarse de que ese castillo les fuera devuelto. El único de la familia que no estaba en el castillo era Jasper, el más joven de los tres.

Una oleada de dolor recorrió el cuerpo de Emmett al pensar en su hermano pequeño. Aunque solo hacía algo más de un mes desde que sus vidas cambiaron tan drásticamente, parecía que hubiera pasado toda una eternidad.

Emmett todavía se acordaba de cuando encontró el fragmento de pergamino metido entre unas piedras rotas de la pared de la almena. Supo sin leerlo quién lo había escrito. Tanya.

Se le hacía un nudo en la garganta cada vez que pensaba en aquella depravada bruja. Tanya formaba parte de los drough, una secta de los druidas que habían hecho un ritual de sangre y se habían entregado al mal y a la magia negra. Era la magia negra lo que había liberado al dios que Emmett y sus hermanos llevaban dentro, un dios que les otorgó la inmortalidad y los poderes para masacrar a los confiados mortales.

Al menos eso era lo que Tanya, la drough más poderosa, pretendía en su lucha por la dominación. Los primeros en los que liberó al dios fueron Emmett y sus hermanos hacía ya trescientos años. Todavía recordaba el atroz dolor que sintió cuando su piel empezó a quemar y sus huesos se salieron de sus articulaciones como si el dios de su interior estuviera estirándolo.

Él era un guerrero, descendiente de los primeros guerreros que aceptaron a los dioses primitivos en su interior para expulsar a los romanos de Bretaña. Los druidas, en aquel tiempo seres con mucho poder, se habían dividido en dos grupos: los drough, que preferían la magia negra, y los mié, druidas que utilizaban su magia solo para el bien.

Fue la amenaza de Roma y su dominación lo que había conseguido unir de nuevo las dos sectas de druidas. Habían combinado su magia para crear un conjuro que convocaría a los dioses antiguos enterrados en los infiernos, olvidados durante siglos.

Su plan funcionó. Los guerreros elegidos por los dioses eran los mejores de las tribus y, con el poder que les confirieron los dioses, los hombres se convirtieron en guerreros. Una fuerza imparable que salvó Bretaña.

Durante un tiempo.

Cuando los romanos abandonaron las tierras británicas, los druidas fueron incapaces de sacar a los dioses de los hombres como habían esperado. El único recurso que les quedó a los druidas fue dormir a los dioses. De nuevo, drough y mié combinaron su magia.

Nadie, al menos ninguno de los druidas, sospechó que los dioses pasarían de padres a hijos como herencia de sangre a lo largo de las generaciones, poseyendo al más fuerte de cada linaje hasta que pudieran ser despertados de nuevo.

Los MacMasen habían sido una de esas familias.

Emmett había luchado contra lo que era. Fue Tanya la que los había encontrado, Tanya la que había destruido todo su clan, Tanya la que había arruinado su vida.

Todavía no estaba seguro de cómo él, Edward y Jasper habían podido escapar de Tanya y de su montaña hacía tanto tiempo, pero una vez lo hubieron hecho, se habían mantenido escondidos. Durante más de trescientos años habían vivido como fantasmas en las ruinas de su castillo, escondiéndose del mundo, escondiéndose de ellos mismos, pero luchando contra Tanya en su intento de conseguir la supremacía.

Entonces Isabella apareció en sus vidas. Ninguno de ellos hubiera podido imaginarse lo que les sucedería a los hermanos MacMasen el día que Edward entró en el castillo con el cuerpo inconsciente de Isabella entre sus brazos.

Una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Emmett al pensar en lo protector que era Edward con su esposa. Edward, que había sido su sostén y el de Jasper durante aquellos horribles años, se merecía el amor y la felicidad que había encontrado.

Habían descubierto demasiado tarde que Tanya perseguía a Isabella por su sangre de druida. Se había producido una gran batalla, pero ni una sola vez pensó ninguno de los hermanos en abandonar a Isabella para salvarse. Y de todos modos, Edward nunca lo habría permitido.

Aquella noche y aquella batalla cambiaron a Emmett casi tanto como cuando su dios fue liberado. Ya no era el hombre que siempre tenía una botella de vino en la mano para aplacar la voz del dios que había en su interior.

Él había intentado ignorar al dios, negar lo que era, así que cuando llegó el momento de salvar a Isabella, no estuvo seguro de poder hacerlo. Sin embargo, el dios escuchó su llamada y lo convirtió en el guerrero, en el monstruo, al que había temido durante tanto tiempo.

Al hacerlo había sido capaz de ayudar a salvar a Isabella. Los MacMasen habían conseguido frustrar las intenciones de Tanya de nuevo. O al menos eso era lo que creían.

Hasta que Emmett encontró el fragmento de pergamino.

Había memorizado las palabras. Aquellas palabras lo perseguían en sus sueños y durante sus horas de vigilia, al igual que el rostro de Jasper.

Algo le dio un pinchazo en las palmas de las manos. Bajó la vista y se dio cuenta de que sus manos se habían convertido en garras y que se estaba clavando las uñas en su propia carne. Miró a Iver, pero aquel estúpido estaba demasiado ocupado observando los turgentes pechos de una sirvienta y hablando sin parar sobre su fortuna y su título como para darse cuenta. Emmett cogió aire profundamente para calmar su temperamento y no lo dejó salir hasta haber conseguido hacer desaparecer al dios.

Siempre pasaba lo mismo cuando pensaba en cómo Tanya había capturado a Jasper. Ella lo tenía preso en su fortaleza, la montaña Cairn Toul, esperando a Emmett y a Edward. Aquella bruja sabía que ellos no permitirían que mantuviera preso a su hermano. Ella quería que fueran a buscarlo.

Y así sería.

Emmett estaba ansioso por retorcerle aquel delgado cuello con sus propias manos. Apretaría fuerte hasta oír como cedían los huesos de su cuello, hasta que se le saltaran los ojos, hasta que la vida abandonara su cuerpo. Solo entonces estaría satisfecho. Viviría el resto de su vida en paz como el monstruo que era. Todo lo que necesitaba era saber que aquel mal que intentaba dominar el mundo había desaparecido.

—Parece como si quisierais arrancarle la cabeza a alguien —dijo Iver con una risita intranquila.

—Tranquilo, no sois vos. Todavía.

Iver suspiró y se acercó más a Emmett.

—Según lo que estéis dispuesto a darme a cambio, puedo conseguir que se os devuelva parte de vuestras tierras. Si, evidentemente, podéis probar que sois un MacMasen. Si queréis que os sea sincero, tenía entendido que no quedaba ninguno con vida.

—Supongo que habéis oído la leyenda sobre mi clan.

Aunque Emmett odiaba tener que hablar de ello, de lo que le había sucedido a su clan, el miedo y la curiosidad podían jugar a su favor en este caso.

Los malvados ojos negros de Iver se abrieron llenos de interés.

—Oh, sí, MacMasen, todo el mundo conoce la historia. ¿Es cierta? ¿Fue todo vuestro clan masacrado?

—Sí, todo hombre, mujer y niño fue asesinado.

Al ver el rostro de satisfacción de Iver, Emmett tuvo que contenerse para no partirle la boca.

—¿Qué sucedió? —Preguntó Iver—. La leyenda dice que no sobrevivió nadie.

—Sobrevivieron tres. Tres hermanos para ser exactos. Emmett, Edward y Jasper.

—Emmett —susurró Iver—, lleváis el nombre de vuestro antepasado.

Emmett no lo corrigió. Dejaría que aquella comadreja pensara que era un descendiente. De todos modos, Iver no iba a creer la verdad.

—Soy el legítimo jefe del clan MacMasen.

—Sí, lo sois. Y os merecéis vuestras tierras. —Iver se frotó las manos, la expectación hacía que le brillaran los ojos—. Le enviaré una misiva al rey de inmediato.

Pero Emmett no era estúpido.

—Gracias, pero prefiero ver al rey yo mismo. ¿Estáis seguro de haber oído que estaba de camino hacia Edimburgo?

—Sí —confirmó Iver—. Por eso ha venido tanta gente al castillo de Edimburgo. Hace años que el rey no viene a Escocia.

Emmett arqueó una ceja. Le gustaría decir muchas cosas al respecto, pero pensó que sería mejor no hablar mal de un rey cuando estaba a punto de pedirle a ese mismo rey que le fuera devuelto su castillo.

—Muchas gracias por la información —dijo Emmett, y se retiró antes de que Iver pudiera decir nada.

Mientras se dirigía hacia otra esquina y se posicionaba para ver si podía escuchar alguna cosa más sobre la llegada del rey, la multitud a su alrededor se disipó y pudo ver un destello de color. Volvió la cabeza y se descubrió mirando al otro lado del salón hacia un rostro de incomparable gracia y belleza. Un rostro que estaba seguro de no poder olvidar nunca, incluso aunque viviera toda la eternidad.

Era tan impresionante que se había apartado de la pared y se dirigía hacia ella sin darse cuenta de lo que estaba a punto de hacer. La necesidad de estar cerca, de poseer aquella belleza, se apoderó de él como lo hacía el dios con su ira.

Emmett mantuvo los pies bien clavados al suelo haciendo acopio de toda su voluntad, pero no podía apartar la mirada de aquel cautivador rostro ovalado. Ella se movía con elegancia y dignidad, una noble de nacimiento.

Alguien tropezó con ella por detrás, y de pronto pudo ver un sutil destello de alerta en su rostro, que solo un guerrero comprendería, que solo un guerrero podría notar.

Cada vez estaba más intrigado. Pese a que las mujeres de las Highlands eran famosas por su fuerza y su coraje, no eran guerreros.

Tan pronto como la dama se repuso del pequeño incidente, la perfección volvió a instalarse en ella.

Emmett dejó que su mirada recorriera aquella visión. Había pasado tanto tiempo desde que posara sus ojos en algo tan... impresionante. Sus labios eran carnosos; tenía una sonrisa fácil y contagiosa cuando hablaba con los que la rodeaban.

Tenía unas mejillas marcadas y una nariz pequeña que se elevaba casi imperceptiblemente en la punta.

Su oído extremadamente desarrollado captó una conversación que lo hizo detenerse.

—Es increíble, ¿verdad? —Susurró un hombre—. Es lady Rosalie Hale. No hay hombre en el castillo que no la quiera en su cama y que no matara por ella si se lo pidiera.

Emmett comprendió que debían de estar hablando de la mujer a la que no podía dejar de mirar. Quería oír más, pero también quería estar más cerca de ella.

Incapaz de contenerse, empezó a caminar entre la multitud por el perímetro del gran salón. Se situó más cerca de Rosalie Hale, admirando la elegancia de su vestido color burdeos y el modo en que se adaptaba a las curvas de sus senos antes de ceñirse en su cintura. Tenía las manos juntas posadas en su regazo con los largos y delgados dedos entrelazados mientras escuchaba a una anciana con una nariz protuberante.

A través del espacio que había entre dos hombres, Emmett observó a lady Rosalie. Su piel era color crema y llevaba su reluciente cabello rubio artificiosamente recogido. Tenía unos ojos grandes y expresivos que capturaban la atención de cualquiera que los mirara y una boca que no podía evitarse desear besar.

Estaba fascinado e intrigado por aquella mujer.

La sangre de Emmett subió de temperatura, su corazón se aceleró y, que los dioses lo ayudaran, sus testículos se tensaron. El deseo se agitaba en su interior, pidiendo que probara aquella inmaculada piel que se le antojaba tan dulce.

Entonces Rosalie se giró y lo miró directamente con unos ojos de un azul tan oscuro y turbio que parecía que estaban viendo lo que él era en realidad. Emmett inspiró profundamente para tranquilizarse. Ella hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza, su cabello dorado era un faro en aquel salón.

Tan pronto como apartó la mirada, él se perdió de nuevo en la multitud y se refugió en las sombras de una esquina. Reconoció el anhelo que brotó en su interior. Lo reconoció... y lo temió.

Él estaba allí para asegurarse de que su castillo siguiera siendo suyo, no para satisfacer sus deseos debajo de las faldas de una mujer. A pesar de lo hermosa que fuera esa mujer.

Los MacMasen habían perdido sus tierras después de la masacre y luego Jasper había desaparecido, pero Emmett estaba dispuesto a luchar contra todo lo que fuera necesario para asegurarse de que el castillo fuera suyo eternamente. Ni él ni sus hermanos volverían á esconderse ni a vivir como fantasmas. Era el momento de dar un paso adelante, y si los demás descubrían lo que eran e intentaban hacerles algún daño, se encontrarían con que se estaban jugando la vida.

Emmett se pasó una mano por la barbilla ante la repentina sed de vino, cualquier cosa que le ayudara a calmar el dolor del deseo en sus entrañas. Si James VI tuviera su residencia aquí en lugar de en Inglaterra, Emmett podría regresar pronto a su castillo. Pero la verdad era que el rey de Escocia prefería vivir en Inglaterra y gobernar ambos reinos desde allí.

El rumor de que James estaba de camino a Escocia era simplemente eso, un rumor, pero Emmett tenía que descubrir si era cierto o no.

No había tiempo para viajar hasta Londres y pedir audiencia, a pesar de su poder para viajar cientos de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos. Emmett solo podía utilizar su poder para saltar a lugares en los que ya había estado. Como nunca había estado en Londres, corría el riesgo de acabar apareciendo en un campo y con la mitad de su cuerpo incrustado en una pared.

Emmett dedicaría el resto del día a recoger más información sobre si era cierto que el rey estaba camino de Edimburgo. Si era así, se quedaría. Si no, Emmett regresaría al castillo de los MacMasen y hablaría con Edward sobre si tenían tiempo para que él viajara hasta Londres o no.

A pesar de la ausencia del rey, el castillo de Edimburgo estaba lleno de nobles y gente que buscaba intercambiar favores con señores poderosos. Puede que Iver tuviera razón y la gente estuviera acudiendo al castillo porque el rey estaba de camino.

Emmett recordaba claramente el día en que su padre, justo antes de la masacre, lo llevó a Edimburgo para presentarle ante el rey y la nobleza como futuro jefe del clan que sería.

Su padre le había dicho con frecuencia que era importante para él conocer a todo el mundo, en especial a aquellos que tenían alguna influencia, fuera del tipo que fuera, sobre el rey. Eso no quería decir que Emmett les diera su apoyo, pero un jefe tenía que conocer los entresijos de la nobleza y la realeza para mantener su clan a salvo.

Su padre tenía razón. Fue una pena no haber sabido nada de la bella y malvada drough que lo destruiría todo justo un año después.

Furioso consigo mismo, con su deseo y con aquel destino que tan vilmente se la había jugado, Emmett se dio la vuelta y salió del salón. No podía soportar el movimiento de la gente ni el olor a sudor que se respiraba en el aire. Echaba de menos las vistas desde las torres de su castillo: las olas rompiendo contra los acantilados mientras escuchaba los pájaros gorjear y los veía dejarse llevar con las corrientes de aire.

Volvió a sus aposentos, un sudor frío le empapaba el rostro y se reclinó contra la puerta cerrada. Le temblaban las manos, pero en la soledad de su habitación no tenía que esconderlas.

Su mirada se posó en la botella de vino que siempre llevaba consigo para recordarle lo que había estado ignorando, lo que casi había perdido y la guerra que tenía ante sí.

Edward había asumido todo el peso de la responsabilidad mientras Emmett se había perdido en el olvido que le proporcionaba el vino día tras día. Fue Edward el que se había enfrentado a los ataques de ira de Jasper, fue Edward el que había arreglado y acondicionado el castillo para hacerlo habitable. Como el hermano mayor que era, Emmett debería haber sido el que se encargara de todas aquellas cosas.

Emmett había abandonado a sus hermanos. Jasper, que había perdido a su mujer y a su hijo en la matanza de su clan, no había sido capaz de controlar su ira, lo que alimentaba al dios que llevaba dentro. Era extraño que alguna parte del guerrero que era no asomara en Jasper. No podía controlar su cólera y por lo tanto no podía controlar al dios que habitaba su interior.

En lugar de ayudar a sus hermanos, los había abandonado, concentrado en su propio dolor, en su propia rabia.

Emmett tropezó con la mesa y cogió la botella de vino con una mano aún temblorosa. Su padre estaría avergonzado de él. No había sido el líder que su padre le había dicho que era y para lo que había sido educado. Había sido un cobarde, temeroso de afrontar la verdad de su futuro y de aprender a controlar al dios como había hecho Edward.

Pero ahora tenía la oportunidad de reparar su error.

Después de luchar contra su voluntad, Emmett dejó el vino sobre la mesa y se apartó. Su castillo estaba siendo reconstruido poco a poco. Puede que no volviera a brillar con la gloria de antaño, pero volvería a ser un hogar. Allí tenía un futuro que lo esperaba.

Ya no estaban solo los hermanos. Estaban Isabella y los otros cuatro guerreros que habían aparecido para prestarles su apoyo cuando Tanya los atacó. Y también estaba otra druida, Sonya, a la que los árboles le habían dicho que tenía que ayudar a Isabella a descubrir sus poderes.

El castillo MacMasen estaría abierto a cualquier druida o guerrero que quisiera enfrentarse a Tanya y al mal que ella representaba. Aunque fuera lo último que hiciera, Emmett estaba dispuesto a conseguirlo.

 

Capítulo 23: EPILOGO (FIN PRIMERA PARTE) Capítulo 25: DOS

 
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