LOS HERMANOS MACMASEN (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 27/08/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 390
Visitas: 103242
Capítulos: 57

"FANFIC TERMINADO"

 

Tres hermanos, tres guerreros, unidos no solo por sangre sino  por una fuerza más poderosa, por culpa de una malvada hechicera, Durante trescientos años, han permanecidos alejados del mundo, ocultando al vengativo dios que llevan prisionero en sus almas, pero muy pronto las cosas cambiaran, una épica guerra entre el bien y el mal se avecina, Edward, Emmett y Jasper deberán luchar no solo contra el mal que los ha asechado toda su vida, sino también contra el amor y la pasión que se encontraran en el camino

Todo el poder, la pasión y la magia de los legendarios guerreros de Escocia atados al juramento de luchar por la victoria en la batalla y en el amor.

 

 

adaptacion de los personajes de crepusculo con el libro "Serie Highlander la espada negra de Donna Grant"

 

 

 

 

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Capítulo 2: UNO "EL BESO DEL DEMONIO"

"EL BESO DEL DEMONIO"

EDWARD MACMASEN

 

EDWARD

 

Edward MacMasen es una leyenda entre los guerreros, y uno de los más feroces de su clan. Durante trescientos años, se ha mantenido apartado del mundo, escondiendo al vengativo dios que se encuentra atrapado en su alma. Pero entonces una joven a la que salva durante una fuerte tormenta despierta sus impulsos más primitivos…

 

Isabella no cree en los rumores sobre el castillo de los MacMasen hasta el día en que el majestuoso guerrero de las Highlands se cuela en su vida, atrayéndola entre sus poderosos brazos hacia su mundo de magia y druidas. Una guerra épica entre el bien y el mal se avecina. Edward debe luchar contra su absorbente atracción hacia Isabella, o rendirse ante las llamas de un amor que amenaza con destruirlos a ambos…

 

Por primera vez en su vida el audaz y apasionado Edward MacMasen, uno de los tres hermanos malditos por toda la eternidad por la magia negra, se ve arrastrado por el deseo hacia una mujer a la que no se atreve a poseer…

 

 

 

 

 

Oeste de las Highlands de Escocia.

Primavera de 1603

 

—definitivamente, te has vuelto loca.

Isabella se colgó la cesta del brazo. El fresco viento del mar le sacaba los mechones de la trenza y los sacudía caprichosamente contra sus ojos. Se los puso detrás de la oreja y le sonrió a Angus. A este solo le quedaba un diente en toda la boca, y el poco pelo que tenía lo llevaba todo de punta, bailando al ritmo del viento salvaje del mar.

—No pasa nada, Angus. Las mejores setas de toda Escocia están a solo unos pasos de aquí.

—No te acerques al castillo, muchacha. Está lleno de fantasmas. Y de monstruos.

Levantó un retorcido dedo hacia ella. Sus cejas blancas y suaves se fruncieron bajo su arrugada frente.

No era necesario que se lo recordara. Todos en el clan de los MacBlack sabían la historia del castillo de los MacMasen. Durante siglos, las historias sobre cómo todo el clan de los MacMasen había sido masacrado habían ido pasando de generación en generación. Se conta­ban historias sobre fantasmas que deambulaban por las tierras y por el castillo para asustar a los niños.

Pero no solamente asustaban a los más pequeños. Los adultos también juraban haber visto movimientos en las sombras del castillo de los MacMasen.

Nadie se atrevía a aventurarse cerca de las viejas ruinas por miedo a ser devorado vivo. Tampoco ayudaba que extraños y frenéticos soni­dos, casi como aullidos, se oyeran emanar de la antigua fortaleza al caer la noche.

Isabella aspiró profundamente y giró la cabeza para mirar el castillo. Se levantaba oscuro y amenazante sobre las siniestras nubes que se acerca­ban. La hierba, de un verde brillante en un tiempo cada vez más cálido, rodeaba las piedras que se alzaban en el horizonte, mientras el mar, de un intenso azul oscuro, servía como telón de fondo al castillo. El castillo tenía dos torres interconectadas que en algún momento sirvieron de entrada, pues la puerta había ardido durante la masacre, sin dejar ningún rastro tras de sí.

La muralla, que podía medir fácilmente casi cuatro metros de ancho, todavía seguía en pie. Sus piedras estaban oscurecidas por el fuego y muchas de sus puntiagudas almenas y pilastras estaban rotas y hechas pedazos. Había seis torres circulares que se levantaban hacia el cielo, de las cuales solo una mantenía intacto el tejado.

Isabella siempre había querido atravesar aquellas murallas y entrar en el castillo, pero nunca había sido lo suficientemente valiente. Su miedo a la oscuridad y a las criaturas que la habitaban la mantenía alejada de la fortaleza.

—Son solo piedras convertidas en escombros —le dijo a Angus—. No hay fantasmas ni monstruos.

Angus avanzó para situarse a su lado.

—Hay monstruos, Isabella. Escucha lo que te digo, muchacha. No te acerques a las ruinas o no volveremos a verte nunca.

—Te prometo que no entraré en el castillo, pero tengo que acercarme para coger las setas. La hermana Abigail las necesita para sus ungüentos.

—Entonces deja que la buena hermana vaya a recogerlas ella misma. No es una de las nuestras. Tú sí lo eres, Isabella. Ya conoces las historias sobre los MacMasen.

—Está bien, Angus. Lo sé.

No le importaba hablar de sus raíces MacBlack. Ella era una Sinclair, aunque nadie lo supiera. Era uno de los secretos que escondía al clan que la había acogido cuando solo era una niña perdida en el bosque.

No, no era una MacBlack, pero no corrigió a Angus, uno de sus únicos amigos. Se sentía bien perteneciendo a algo, aunque solo fuera en su mente. Ni siquiera las monjas que la criaron consiguieron hacerle sentir que pertenecía a aquel lugar. La habían querido, a su manera, pero no era lo mismo que el amor paterno.

No es que maldijera a nadie de los MacBlack por no haberle abierto sus casas. Cuando las monjas la encontraron, llevaba días sin comer. Estaba mugrienta, descalza y todavía aturdida; tan aturdida por la muerte de sus padres que se negaba a hablar. No creía que a nadie le interesara saber todo lo que sus padres habían sacrificado para salvarla a ella, su única hija.

Como la mayoría de los habitantes de las Highlands, los MacBlack eran una gente supersticiosa y temían a Isabella y a lo que podía haberla alejado de su hogar. Era la misma superstición que los mantenía alejados de las ruinas del castillo que se levantaba sobre el acantilado. Con una última mirada a Angus y a sus cejas fruncidas, se levantó las faldas y se dirigió hacia las viejas ruinas, ignorando el escalofrío de terror que le recorrió la espalda.

La brisa y el canto de los pájaros pronto se tragaron sus palabras. Isabella mantenía un ojo clavado en las amenazantes nubes que se acercaban. Con un poco de suerte, estaría de vuelta en el convento antes de que cayera la primera gota.

Se puso a andar disfrutando del viento primaveral y el sonido de las alcas que anidaban en los acantilados. Desde el equinoccio de primave­ra, en su decimoctavo año de vida, habían empezado a sucederle cosas extrañas. Sentía una especie de... cosquilleo en los dedos. La necesidad de tocar algo la abrumaba. Pero temía esa sensación, así que mantenía las manos pegadas al cuerpo y hacía lo imposible por ignorar esa necesidad que la apremiaba. Ser más diferente de lo que ya era aún le complicaría más las cosas con los MacBlack y con las monjas.

La aldea de los MacBlack había sido levantada a poca distancia de la antigua comunidad del castillo de los MacMasen. Después de la masacre, los demás clanes no tardaron en repartirse las tierras de los MacMasen, y los MacBlack fueron de los primeros.

Era una historia triste, y cada vez que miraba al castillo no podía evitar preguntarse qué había sucedido en realidad. Los MacMasen habían sido un gran clan, temido y respetado, pero había sido destruido en una sola noche. Y nadie se había declarado responsable de la aniquilación.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar los aullidos de animales y los gritos que oía algunas noches. Ella les decía a los niños del convento que solo era el viento que subía desde el mar y que corría entre las ruinas. Pero en su interior, muy adentro, sabía la verdad.

En el castillo había algo vivo.

Cuanto más se acercaba al viejo castillo, más se le erizaba el vello de la nuca. Se puso de espaldas a las ruinas, maldiciéndose a sí misma por dejar que el miedo se apoderara de ella. No había nada por lo que preocuparse. Era de día. Solo la oscuridad de la noche conseguía despertar el auténtico miedo en ella.

Cerró los ojos con fuerza e intentó calmar el temor que la invadía. Un grito ahogado se le escapó entre los labios cuando el colgante que siempre llevaba escondido se calentó contra su piel.

Se sacó el colgante por fuera del vestido y observó el frasco, que estaba envuelto en un nudo de plata. El colgante había sido de su madre y fue lo último que le dio a Isabella antes de morir.

Isabella soltó el colgante y dejó escapar un tembloroso suspiro. Su madre le había pedido que siempre lo llevara con ella y que protegiera el frasco. Isabella no podía pensar en la noche en que sus padres murieron. Se sentía demasiado culpable, sentía demasiada ira al pensar que la gente que la había querido, que la había cuidado, había dado su vida para que ella viviera.

Bajó la vista y vio las setas que se suponía que había ido a coger. Nadie sabía por qué solo crecían a lo largo del sendero que conducía al castillo, e incluso había quien decía que las cultivaban los fantasmas. Otros decían que era la magia la que las hacía crecer allí, y aunque Isabella nunca lo admitiría delante de nadie, ella pensaba que bien podría tratarse de magia. Esta vez ella se había ofrecido voluntaria para ir a recogerlas porque la hermana Abigail las necesitaba para calmar la fiebre de la pequeña Mary.

A Isabella le encantaba ayudar a las monjas con los niños. Eso daba sosiego a una parte de su corazón que sabía que nunca tendría sus propios hijos. Su decisión de convertirse en monja había sido muy comentada. Pero había veces que se sentía... incompleta. Siempre le sucedía cuando veía a una pareja por la aldea. Se preguntaba cómo sería que un hombre la tocara, cómo sería traer a sus propios hijos al mundo y mirar a su amado esposo a los ojos.

Ya basta, Isabella.

Sí, tenía que parar. Seguir pensando en eso solo podía aportarle melancolía por lo que nunca sería y rabia por la muerte de sus padres.

Empezó a recoger setas y a disfrutar del tiempo que tenía para estar a solas, cosa que raramente sucedía en el convento. Dejó correr su mente libre, como solía hacer mientras recogía las setas del suelo.

Hasta que no tuvo la cesta casi llena y una enorme nube tapó la luz del sol, no levantó la vista. Entonces se dio cuenta de que se había acercado a las ruinas del castillo más de lo que había imaginado. Había estado tan concentrada en las setas y en sus fantasías que no había prestado ni la más mínima atención a lo lejos que había ido ni al tiempo que había estado paseando.

Pero ahora que estaba en el castillo se sintió intrigada y olvidó la tormenta que se avecinaba. Incluso después de trescientos años, toda­vía podían verse en las piedras las cicatrices de la batalla y del fuego.

El corazón de Isabella se encogió de dolor por todos los que habían muerto allí. Nadie había descubierto nunca por qué el clan había sido masacrado. Quienquiera que hubiera lanzado el ataque no había dejado a nadie con vida, ni a un bebé. Todo el clan MacMasen había sido exterminado en una noche.

Se estremeció como si pudiera oír los gritos y el crepitar de las llamas a su alrededor. Todo estaba en su mente, lo sabía, pero eso no evitaba que el terror se apoderara de ella. La sangre se le heló en las venas y el miedo se apoderó de ella instándola a correr.

Y, sin embargo, no podía moverse.

Parpadeó y se obligó a apartar la mirada del castillo para calmar su acelerado corazón, y entonces el colgante volvió a calentarse. Quemaba tanto que se lo quitó y se enrolló la tira de piel entre los dedos. Nunca antes había tenido miedo del colgante, y menos aún se lo había quitado desde que su madre se lo puso alrededor del cuello. Sin embargo, ahora había algo muy extraño en él, y todo había empezado en el equinoccio. Tenía el mismo aspecto, pero ella sabía lo que había sentido.

De pronto el viento se hizo más fuerte y empezó a revolotear alrededor de Isabella. Ella intentó coger aliento y soltó la cesta en un intento por apartarse el pelo de los ojos.

—¡No! —gritó cuando el colgante de su madre le fue arrancado de las manos.

Isabella siguió el querido vínculo con sus padres mientras este salía volando hacia el rocoso paisaje para aterrizar cerca del borde del acanti­lado.

Con el corazón en un puño y con el mismo extraño cosquilleo en las manos, Isabella se lanzó hacia el colgante mientras la primera gota de lluvia aterrizaba en su brazo. De pronto, el viento hizo bajar la temperatura. Isabella alzó los ojos hacia la tormenta y vio que se había acercado más de lo que había imaginado. Con el viento empezando a ulular, se acercó para coger el colgante.

Un luminoso rayo cruzó el cielo antes de que las nubes se abrieran y descargaran la tormenta sobre ella. Después de varios días de lluvia constante, la tierra ya estaba empapada y era incapaz de absorber más agua.

Isabella se puso a cuatro patas, sin pensar en el barro que empapaba su ropa, y se arrastró hacia el colgante. Las lágrimas le cubrían el rostro.

Por favor, Señor, por favor. No dejes que pierda el colgante.

No debería habérselo quitado; no debería haber temido a lo único que su madre había llevado siempre junto al corazón. Una imagen de sus padres cruzó su mente, trasladándola a casa, pero haciéndole recordar lo sola que estaba, lo sola que siempre estaría en el mundo.

—¡No me iré de aquí sin el colgante! —le gritó al viento. Su madre le había confiado el cuidado del frasco, rogándole que lo vigilara. No le fallaría a su madre. Ni ahora ni nunca.

 

 

Edward MacMasen estaba observando el paisaje que tanto había amado desde que había descubierto su existencia cuando era un muchacho. Apoyó su antebrazo contra la esquina de la estrecha ventana de su habitación del castillo, la cual miraba al sur y le ofrecía unas vistas del acantilado y del mar.

Nunca se cansaba de la belleza de las Highlands, las olas que rompían contra el acantilado. Había algo asombroso en el olor del mar mezclado con el olor del brezo y el cardo. Aquella tierra calmaba, como ninguna otra, la ira que llevaba dentro.

Eran las Highlands. Sus Highlands. Y las amaba.

Lo que no amaba era estar atrapado, y eso era, básicamente, lo que había pasado desde que él y sus hermanos habían vuelto a casa hacía doscientos años.

Aquella era su vida ahora. Y la odiaba.

¿Cuántas veces se había enfurecido por la imposibilidad de dejar el castillo? ¿Cuántas veces se había sentado en su habitación mientras lo consumía la furia por lo que les había pasado a él y a sus hermanos? ¿Cuántas veces le había rogado a Dios encontrar un modo de salir de allí, de liberarse del oscuro tormento que amenazaba su alma?

Pero Dios no escuchaba. No escuchaba nadie.

Estaban destinados a esconderse del mundo, observando como el tiempo lo cambiaba todo a su alrededor, mientras ellos permanecían allí. Solos. Solos para siempre.

Cerró los ojos con fuerza y recordó cómo era todo antes de que sus vidas se desgarraran. Hubo un tiempo en el que él observaba a su clan desde las ventanas y escuchaba la risa de los niños que se levantaba por encima del sonido de las olas. Ahora aquel tiempo le parecía un sueño, un sueño que se iba apagando con cada día que pasaba, con cada latido de su corazón.

Como hijo del líder del clan, a Edward nunca le había faltado de nada. Ya fuera comida, bebida o la compañía de una mujer. Las mujeres siempre habían ido detrás de él y él siempre había estado dispuesto a aceptarlas.

Él disfrutaba con sus caricias, sus sonrisas y sus cuerpos. Ahora todo lo que quería era sentir a una mujer bajo su cuerpo. Había olvidado lo que era tener las suaves curvas del cuerpo de una mujer contra su piel, tener su húmeda pasión rodeándole mientras él penetraba en su interior.

Había habido momentos en los que su necesidad había sido tal que había pensado en dejar el castillo y salir en busca de una joven. Pero había bastado una simple mirada a sus hermanos para recordar por qué se habían encerrado allí y por qué no querían ser vistos.

Edward y sus hermanos eran peligrosos. No para ellos mismos, pero sí para cualquier otra persona. Allí fuera estaba el mal, y ese mal quería utilizarlos.

Más de dos siglos de confinamiento en el castillo. Pero ¿qué otra cosa podían hacer? No podían ser vistos, no tal y como eran, no como los monstruos en los que se habían convertido. Como hermano mediano, siempre había estado allí para mantener la paz entre sus otros hermanos. Una roca, sólida y fuerte, para mantenerlos a todos unidos, era lo que decía su madre de él. No se permitía pensar en qué se estaban convirtien­do él y su propia alma.

Emmett, en el pasado, se había tomado muy en serio el papel de heredero del clan. Todo lo que hacía, todo lo que pensaba, era por su clan. Pero cuando ya no hubo ningún clan, no supo qué hacer con su vida, ni con aquella bestia siempre queriendo hacerse con el control. Como no había ningún modo de cambiar lo que había sucedido, se había dado a la bebida.

Por lo que respectaba a Jasper, casi se había dejado conquistar por la bestia. Edward lanzó un gruñido. Bestia era un nombre que no hacía honor a aquello. No había ningún monstruo dentro de ellos. Era un dios primitivo desterrado a las profundidades del infierno. Apodatoo, el dios de la venganza, vivía en el interior de cada uno de los hermanos MacMasen. Un dios tan antiguo que no había ningún escrito ni ninguna historia sobre él. Y era mucho peor que cualquier otra bestia.

Cada vez que aquel sentimiento de desesperación se apoderaba de Edward, como solía pasar cuando llovía, se encerraba en su habitación, lejos de sus hermanos. Ellos tenían sus propias preocupaciones. No necesitaban verlo enfrentarse a sus demonios internos. Si lo deseaba, podía pasarse todo el día auto compadeciéndose. Pero no lo haría. Sus hermanos lo necesitaban.

Edward respiró profundamente y empezó a alejarse de la ventana cuando algo captó su atención. Aguzó la mirada hasta que descubrió una escena que lo dejó sin aliento. Era una mujer, una mujer joven y muy hermosa, que se había atrevido a acercarse lo suficiente al castillo como para que él pudiera ver los encantos de las líneas de su rostro. Deseó poder ver el color de sus ojos, pero ya bastaba con poder ver sus carnosos labios, que pedían ser besados, y sus pómulos rosados por el viento.

Y la oscura trenza que le colgaba por la espalda hasta la cintura. Haría lo que fuera por ver aquellos cabellos sueltos cayendo por sus hombros. Cerró los puños y se imaginó acariciando aquel pelo con sus dedos.

Llevaba un vestido liso y gastado, pero que no ocultaba su estrecha cintura ni sus redondos pechos. Se movía con la soltura de alguien que disfrutaba estando al aire libre, alguien que se deleitaba con la belleza que la rodeaba. La suave curva de sus labios encendió algo en su interior cuando levantó el rostro para mirar al mar. Como si buscara la libertad de echar a volar entre las corrientes de aire.

Ella recogía las setas con cuidado, las sostenía suavemente entre los dedos para dejarlas en la cesta. Cuando miró al castillo, pareció como si le doliera, como si supiera lo que había sucedido allí.

Algo en el interior de Edward se revolvió, instándolo a querer saber más sobre aquella mujer. Cuanto más la miraba, más intrigado estaba.

Nadie se había atrevido a acercarse tanto al castillo y mucho menos a mirarlo con aquella curiosidad. Si Edward hubiera sabido que tal belleza vivía en las cercanías, habría abandonado el castillo para ir en su búsqueda.

No hizo caso del viento que soplaba con fuerza y entrecerró los ojos para ver a través de la fuerte lluvia. De pronto ella lanzó un alarido y se abalanzó sobre el borde del acantilado. Se oyó un trueno y un rayo iluminó el cielo del atardecer. Ya había llovido mucho los días pasados.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó su hermano pequeño, Jasper, mientras entraba en la habitación y se acercaba a Edward. Jasper miró por la ventana.

—¡Por Dios!, ¿es que está loca?

Edward negó con la cabeza.

—Estaba recogiendo setas y de pronto se abalanzó sobre el borde del acantilado.

Jasper emitió un gruñido. Su ira nunca lo abandonaba.

—Muchacha estúpida. Caerá por el acantilado.

Edward se alejó de la ventana rápidamente mientras su desarrollado sentido del oído escuchaba los latidos de su corazón. No perdió ni un momento en apartar a su hermano, salir corriendo de la habitación y recorrer el pasillo antes de saltar la barandilla del tercer piso para aterrizar en el suelo de la planta baja. Cayó de pie en el gran salón, con las rodillas flexionadas y los dedos apoyados en el suelo para mantener el equilibrio. Sentía un hormigueo por todo el cuerpo, pues el dios se revolvía en su interior.

—¿Edward?

No había tiempo para explicarle a Emmett, el mayor de todos, lo que Edward planeaba. La vida de la chica estaba en peligro. Salió corriendo del castillo sin ser consciente de la lluvia y el viento que golpeaban su pelo y su ropa.

Estaba atravesando a toda velocidad lo que quedaba de la torre de entrada, cuando oyó el grito de la muchacha al notar que la tierra que había bajo su cuerpo cedía. Edward saltó y aterrizó a pocos centímetros de ella, justo cuando su mano se cerraba para coger un colgante y el suelo volvía a ceder.

Edward se arrastró y la cogió por la muñeca antes de que se precipitara a las rocas y el agua que había abajo. Ella se quedó colgando cogida del brazo, con los pies flotando en el aire y sus grandes ojos llenos de miedo.

—¡Aguanta! —le gritó en la tormenta.

Las manos de Isabella, llenas de barro, se resbalaban y sus pies buscaban un apoyo en las rocas del acantilado. Gritó. Las lágrimas se mezclaban con la lluvia.

—¡Por favor —gritó—, no me dejes caer!

Edward hizo uso de su fuerza y empezó a subirla, cuando de pronto la tierra se volvió a mover. Él seguía cogiéndola mientras iba resbalando por el borde. Justo en el momento en que ambos iban a caer, él pudo agarrarse a una roca.

Edward miraba desde el borde del acantilado a aquella mujer. Debía lanzarla hacia arriba, era el único modo de salvarla, pero si lo hacía... ella vería lo que realmente era.

—¡Me estoy resbalando!

No podía cogerla mejor sin antes soltarla, pero si no hacía algo pronto se le escurriría de la mano. La cogió más fuerte, pero cuanto más luchaba por no perderla, más se escurría ella.

Hasta que de pronto ya no cogió nada.

Su grito resonó en su interior, desgarrándole las entrañas. Pero, en un segundo, él liberó al dios que llevaba dentro, el monstruo que mantenía encerrado y alejado del mundo. En dos saltos se situó en la parte de abajo del acantilado, entre las rocas, con el tiempo suficiente para extender los brazos y cogerla al vuelo.

Él creía que ella se revolvería de miedo en cuanto viera su rostro, pero cuando la miró, descubrió que tenía los ojos cerrados. Se había desmayado.

Edward dejó escapar un suspiro. No había pensado en lo que podía suponer salvarla, pero ahora que la tenía en sus brazos no lo lamentaba. Habían pasado décadas desde la última vez que había tenido una mujer en sus brazos, y sus exuberantes curvas y su suave cuerpo hicieron que sintiera una erección repentina y un gran deseo.

La lluvia continuaba golpeándoles, pero Edward no podía dejar de mirar su rostro ovalado y sus pómulos; la suave curva que tenía su cuello al apoyar la cabeza en él.

—Mierda —murmuró, y dio un salto para subir el acantilado.

Aterrizó lo más suavemente que pudo para no alterar a la muchacha y descubrió a Jasper observándolo con los ojos entrecerrados, llenos de ira y de odio. Era una mirada a la que se había acostumbrado con el transcurrir de los trescientos años.

—Muy bien, hermanito —dijo Jasper entre dientes—. ¿Qué es lo que nos has estado escondiendo?

Edward se abrió paso apartando a su hermano de su camino y se dirigió al castillo bajo la insistente lluvia. Ya habría tiempo para preguntas más tarde.

Jasper lo alcanzó.

—¿Pero qué demonios crees que estás haciendo? No puedes llevarla al castillo.

—Tampoco puedo dejarla aquí con este tiempo —respondió Edward—. ¿Quieres llevarla a la aldea así? Además, se ha desmayado y tampoco sé dónde vive.

—Es un error, Edward, escucha lo que te digo.

Puede que fueran monstruos, pero eso no significaba que tuvieran que actuar como tales. Durante demasiado tiempo se habían escondido en el castillo, observando el mundo a través de las ventanas de su casa en ruinas. Esa era su única oportunidad de hacer algo bueno, y no iba a dejarla escapar.

No cuando tengo esta deliciosa sensación con ella en mis brazos.

Edward maldijo su cuerpo e intentó alejar cualquier otro pensamiento sobre los pechos de aquella mujer contra su cuerpo o su perfume a brezo y tierra, que embriagaba sus sentidos. La tela empapada de su vestido le permitió vislumbrar uno de sus pezones endurecidos por el frío.

Tragó saliva, deseoso de poner sus labios sobre el pequeño pecho y chuparlo. Notó la rigidez de sus testículos y su sangre ardió de deseo.

De una patada abrió la puerta del castillo y se dirigió al gran salón. Emmett estaba recostado en el banco que había en el centro de la habitación y se sentó con una mirada interrogante.

—Edward, estoy borracho, pero no lo suficiente como para no darme cuenta de que hay una mujer en tus brazos, en el castillo. Lo que no está permitido, debo añadir.

Edward hizo caso omiso a su hermano y subió las escaleras de dos en dos hacia su dormitorio. Era uno de los pocos en suficientemente buenas condiciones para dejar a la muchacha. Emmett nunca utilizaba su dormi­torio y Jasper había destruido el suyo durante sus muchos ataques de ira. El resto ni siquiera los habían visto.

Tampoco los habían necesitado.

Una vez Edward la hubo dejado sobre la cama, encendió el fuego para ayudarla a entrar en calor e intentó calmar su ansioso cuerpo. La necesidad y la sed que sentía por ella lo habían alarmado. Cuando se puso en pie, no se sorprendió de ver a Emmett y a Jasper junto a la puerta.

—¿No deberíamos quitarle la ropa? —dijo Emmett con los ojos fijos en la muchacha—. Parece que está empapada.

—Lo está.

Pero Edward no estaba dispuesto a ponerse a prueba a sí mismo con tal tentación. No hasta que no consiguiera calmar su sed. Cerró los puños al pensar en quitarle la ropa húmeda del cuerpo y perderse en la visión de su blanca piel. ¿Serían sus pezones tan oscuros como su pelo?

Jasper dio un paso adelante y alargó sus garras.

—Yo le quitaré el vestido.

A la velocidad del rayo, Edward se interpuso entre su hermano y la cama, en el lado opuesto de la habitación. La chica era responsabilidad suya. Si la dejaba en manos de Jasper, acabaría partiéndola en dos con su cólera, y Emmett se olvidaría de ella en cuanto cogiera la próxima botella de vino.

—Deja que yo me encargue —dijo Edward.

Jasper soltó un gruñido.

—Todos estos años me has estado dando lecciones sobre cómo yo había dejado que el dios que llevamos dentro se apoderara de mí. Pues bien, hermano, tú has hecho lo mismo.

Emmett se pasó una mano por la Isabella y cerró sus ojos enrojecidos.

—¿De qué estás hablando, Jasper?

—Si no te hubieras dedicado tanto al vino lo sabrías —respondió Jasper.

La oscura mirada de Emmett, como la de su padre, se posó sobre Jasper.

—El vino es mejor que en lo que tú te has convertido.

Jasper se rió, con una risa triste y vacía.

—Al menos yo sé qué día es hoy. Dime, Emmett, ¿te acuerdas de lo que hiciste ayer? ¡Ah, espera! Lo mismo que el día anterior y que el día anterior a ese.

—¿Y qué es lo que has hecho tú aparte de destrozar todo lo que Edward construye?

Los ojos de Emmett se llenaron de fuego y un músculo de su mandíbula se tensó por la ira.

—No eres capaz de controlar la bestia ni para aguantar una broma.

Jasper sonrió con suficiencia.

—Veámoslo.

—¡Ya basta! —gritó Edward cuando ambos dieron un paso hacia delante—. Salid de aquí si vais a pelearos.

Emmett soltó una carcajada; el sonido, vacío.

—Ya sabes que no voy a luchar con él.

—Así es —dijo Jasper. El resentimiento llenaba su voz—. No vaya a ser que el gran Emmett MacMasen tiente a su dios.

Emmett cerró los ojos y se apartó, pero no sin que Edward pudiera ver la desesperación en los ojos de su hermano mayor.

—Todos tenemos que arrastrar nuestras desgracias, Jasper. Deja a Emmett tranquilo.

—Yo puedo cuidarme solo —dijo Emmett, y se giró para mirar a Edward. Emmett miraba a la chica y a Edward.

»¿En qué estabas pensando al traerla aquí? Ya sabes que ningún humano puede entrar en nuestros dominios, Edward.

La muchacha se removió en la cama y los tres se quedaron quietos mirando si se despertaba. Al no hacerlo, Edward soltó un suspiro y les indicó que se marcharan.

—Bajaré enseguida —les prometió.

Cuando ya se habían ido, le quitó los zapatos llenos de barro. Tenía que quitarle la ropa o cogería un buen resfriado, pero no confiaba en su propio cuerpo, o en sus manos, para que se mantuvieran alejadas de sus curvas.

Sus cabellos, de un hermoso color castaño, se habían oscurecido con la lluvia. Cogió un mechón de pelo que tenía en el pómulo y se maravilló con el suave tacto de su piel. Lo cautivó su rostro, hermoso e inocente, con aquella frente y su delicada estructura.

Aunque la única visión que había tenido de sus ojos era cuando los tenía llenos de miedo, los recordaba del marrón más profundo que jamás hubiera visto. Ahora se dio cuenta de las largas y oscuras pestañas que abanicaban sus mejillas mientras dormía. Edward no se había atrevido a tocar a una mujer desde aquel fatídico día hacía tanto tiempo. No confiaba en sí mismo ni en el dios. Pero ahora había una mujer acostada en su cama, durmiendo, tentadora. Tardó un momento en decidirse a tocarla.

Con un dedo, recorrió su rostro hasta sus carnosos labios. El perfume a cedro lo embriagó. Su perfume. Dios, había olvidado lo suave que podía ser la piel de una mujer, lo dulce que podía ser su perfume.

Incapaz de detenerse, recorrió sus labios con el dedo pulgar. Deseaba inclinarse y posar sus labios sobre los de ella, deslizarle la lengua en la boca y escuchar sus gemidos de placer. Deseaba saborearla.

Puede que hubieran pasado siglos desde la última vez que tuvo a una mujer entre sus brazos, pero todavía recordaba lo que se sentía al tener sus senos contra su pecho desnudo, y los gritos de placer cuando entraba dentro de ellas. Todavía recordaba lo que se sentía cuando una mujer le acariciaba los hombros y hundía sus dedos entre su pelo.

Lo recordaba demasiado bien.

El cuerpo de Edward se estremeció de necesidad mientras se imaginaba quitándole la ropa a aquella muchacha, cogiéndole los pechos con las manos y jugueteando con sus pezones. Se alejó de ella de un salto, por miedo a ceder a la sed que lo consumía. Entonces fue cuando descubrió que los labios habían empezado a ponérsele azules.

Se maldijo a sí mismo mil veces. Él no podía morir, pero ella, definitivamente, sí que podía. Alargó una de sus garras y le hizo pedazos el vestido hasta la cintura. Luego se lo quitó, lo lanzó a un lado y se apresuró a quitarle las medias mojadas.

Sus manos se estremecieron cuando entraron en contacto con su piel, tan suave como había imaginado. Le dejó puesta la combinación y fue a buscar una manta. Tuvo que utilizar toda su concentración para no desgarrar la fina combinación y dejarse embriagar por sus seductoras curvas.

Cuando empezó a arroparla con la manta, vio que tenía la mano cerrada y que entre sus dedos colgaba una tira de piel. Aquello debía de ser lo que buscaba en el acantilado. Frunció el ceño al sentir algo extraño. Solo le costó un momento reconocerlo como magia.

—¿Quién demonios eres? —murmuró.

Edward se permitió mirar su cuerpo. Piernas delgadas, caderas anchas, una cintura tan estrecha que podía abarcarla con sus manos, e hinchados pechos con pezones duros.

Sus manos y su boca deseaban tocarla.

Se tragó el deseo que crecía en su interior. Sus testículos, tensos, a la expectativa. Pero Edward no iba a permitir que sucediera. No podía. La arropó con la manta y se dio media vuelta para salir. La muchacha había estado en peligro y él la había salvado.

Eso era todo.

Eso era todo lo que podía haber.

Capítulo 1: EL COMIENZO Capítulo 3: DOS.

 
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