LOS HERMANOS MACMASEN (+18)

Autor: lololitas
Género: Aventura
Fecha Creación: 27/08/2013
Fecha Actualización: 17/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 390
Visitas: 103261
Capítulos: 57

"FANFIC TERMINADO"

 

Tres hermanos, tres guerreros, unidos no solo por sangre sino  por una fuerza más poderosa, por culpa de una malvada hechicera, Durante trescientos años, han permanecidos alejados del mundo, ocultando al vengativo dios que llevan prisionero en sus almas, pero muy pronto las cosas cambiaran, una épica guerra entre el bien y el mal se avecina, Edward, Emmett y Jasper deberán luchar no solo contra el mal que los ha asechado toda su vida, sino también contra el amor y la pasión que se encontraran en el camino

Todo el poder, la pasión y la magia de los legendarios guerreros de Escocia atados al juramento de luchar por la victoria en la batalla y en el amor.

 

 

adaptacion de los personajes de crepusculo con el libro "Serie Highlander la espada negra de Donna Grant"

 

 

 

 

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Capítulo 13: DOCE

Isabella se quedó mirando el lugar donde había estado Edward. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y con la luz de la luna que entraba por la ventana lo había visto todo perfectamente. Sin embargo, no había estado preparada para verlo con el dios liberado. Había sido aterrador y un poco... excitante.

Verlo cambiar así, ante sus ojos, había sido asombroso. Su piel había pasado del oscuro bronceado dorado al negro en un abrir y cerrar de ojos. Las garras ya se las había visto antes, pero cuando sus ojos se habían vuelto de color negro obsidiana y sus dientes se habían alargado, le quedó claro lo peligroso que era.

Peligroso, sí, pero ella también sabía que no le haría daño. Se lo había demostrado de muchas maneras distintas.

Aquello también la enfureció porque sabía que él la deseaba, pero su miedo a cómo reaccionaría ante él lo hacía echarse para atrás. Isabella siempre había creído ser piadosa e inocente, pero con un beso de Edward MacMasen se convertía en una libertina que no podía dejar de pensar en el roce de sus manos y su boca contra su cuerpo.

Lo de hacerse monja era algo que ahora ya no quería ni podía hacer. No había forma de pensar en aquella vida, no después de sentir el deseo que todavía ardía en su cuerpo.

Era la segunda vez en una noche que Edward había llevado su cuerpo a un estado de necesidad enorme y se había marchado. Ella tembló pero no tenía ni idea de cómo sosegarse. Saber que Edward también lo estaba pasando mal tampoco la tranquilizaba. De hecho, la exasperaba todavía más.

Se paseó por el dormitorio con los puños cerrados mientras intentaba ralentizar su respiración y calmar su cuerpo ardiente. Tardó más de lo que le habría gustado porque seguía pensando en Edward, en sus emocio­nantes besos y caricias, que la dejaban sin aliento.

Fue solo entonces cuando se dio cuenta de que había estado de pie en la oscuridad. Sola. Isabella se detuvo de golpe y echó un vistazo por todo el dormitorio.

Se hundió en la cama y sonrió. Hacía mucho tiempo que no se enfrentaba a la oscuridad con tanta valentía. No estaba segura de si lo podría volver a hacer, o de cuánto tiempo podría estar en la habitación sin luz, pero estaba asombrada de estar allí.  Y tenía que agradecérselo a Edward. Había sido él quien había intentado decirle que todo iría bien, que él estaba allí para protegerla. Ella no lo había escuchado, pero cuando él la había besado toda su atención se había centrado en él y había olvidado todo lo demás.

Si los guerreros hubieran asaltado el castillo ella no se habría enterado. Mientras ella estuviera en los brazos de Edward todo lo demás no importaba. Parecía cruel que ella hubiera encontrado cierto grado de paz y seguridad justo en el hombre que no se consideraba digno de dárselo.

Si había alguien que podía protegerla, ese era Edward.

Volvió a apoyarse contra la cabecera y tiró de las mantas para taparse. Edward le había dicho que se quedara allí hasta que uno de ellos fuera a buscarla. Ella deseaba que fuera Edward, porque pensaba demostrarle que todavía le quería, con dios y todo.

Pero no tuvo oportunidad. Se puso en pie y se preparó para el día, después de ver que el sol rompía por el horizonte. Los ojos le picaban por la falta de sueño y la cabeza le dolía de pensar en Edward y en lo que podía acecharla en la oscuridad.

Temió por él. Temió por los tres hermanos, porque a pesar del poderoso dios que tenían dentro, no estaban preparados para la batalla que se avecinaba. Jasper quería luchar, eso era obvio, pero su furia sacaría lo mejor de él.

Emmett estaría dispuesto a empuñar su espada y ayudar a sus hermanos, pero eso no era lo que necesitaban. Necesitaban que Emmett liberara a su dios, que se convirtiera en un guerrero. 

Y Edward. Suspiró. Edward intentaría ser todas las cosas para todos, porque era lo que él hacía. Querría estar al lado de Jasper y guardarle la espalda mientras entrara de cabeza en la batalla. Querría quedarse con Emmett porque entendía por qué Emmett no liberaba al dios. Y querría quedarse al lado de ella para protegerla.

Lo mirara como lo mirara, Edward moriría. No estaría concentrado, su mente pensaría en demasiada gente como para protegerse a sí mismo y luchar contra los guerreros.

Era posible que Isabella no supiera muchas cosas, pero entendía que aquellos guerreros habían aceptado al dios de su interior y sabía que eran muy poderosos.

Durante más de trescientos años los hermanos MacMasen habían renegado de lo que había en su interior. Renegaban de ello y rehusaban descubrir cuáles eran sus límites. Si querían derrotar a Tanya eso tenía que cambiar.

Isabella soltó un suspiro y estiró la cama. Una vez hecho aquello, ya no había ninguna razón para quedarse en el dormitorio. Miró por la ventana, pero la aldea apenas se veía.

Isabella salió de la habitación y se dirigió a la cocina a prepararse algo para desayunar. No sabía dónde estaban los hermanos, pero tenía que hacer algo. Ya no podía quedarse esperando más tiempo.

Cuando llegó a la cocina se sorprendió al ver lo limpia y ordenada que estaba. Había tres hogares en los que se podía cocer carne con uno de los grandes calderos, o asarla. En un rincón vio un gran ciervo encadenado esperando a ser sacrificado. Gracias a la caza y al mar, que estaba repleto de peces, los MacMasen tenían comida de sobra.

Isabella se acercó a una de las ventanas y miró al exterior. Todavía se podía ver dónde había estado el jardín. Las malas hierbas lo habían inundado. Las pocas macetas que había al lado del castillo estaban rotas, destrozadas durante el ataque al castillo muchos años atrás. Empezó a sentir un hormigueo en los dedos y algo le dijo que fuera al jardín. Isabella torció el gesto ante el montón de tierra. Se necesitarían meses para limpiar el jardín y, antes, ella tenía que hacer otras cosas. Apretó los puños y le dio la espalda a la ventana.

En una mesa cercana vio algo envuelto en papel y se acercó. Antes de abrirlo ya sabía que era pan.

Angus les había proporcionado a los hermanos pan y, seguramente, cualquier cosa que había podido conseguirles. Pensó en las velas que había encendido sin preguntarse de dónde habrían salido. En el castillo no había nadie que hiciera velas. Habían salido de la aldea, estaba segura. Ahora, cuando se acabaran no habría nadie que hiciera más.

Isabella se estremeció ante su egoísmo. La hermana Abigail le decía que tenía que pensar más en los demás, que con frecuencia se ponía a ella misma en primer lugar. Cuando se trataba de la oscuridad no tenía elección a causa de su miedo.

Aun así, había estado sentada en la oscuridad durante horas. Había estado aterrada, pero Edward la había tranquilizado. Le había prometido que no había nada en las sombras esperando para atacarla.

Había sido lo más difícil que había hecho jamás, estar sentada en la oscuridad, pensando en un montón de posibilidades. Pero tampoco podía poner en peligro a los hermanos. Edward no habría apagado las velas si no hubiera habido peligro. Ella lo entendía, y por él se había enfrentado a sus demonios.

Parpadeó y se centró en la cocina. Después de rebuscar un poco encontró platos y cogió unas galletas de avena y el último trozo de queso que descubrió, y se sentó en el gran salón. Hasta que volvió de la cocina con una jarra de agua no vio a Emmett de pie al lado de la mesa mirando la comida.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. ¿Os guardabais el queso?

Emmett negó con la cabeza.

—Hace mucho tiempo que no me sirve una mujer.

—Siéntate —le dijo ella—. Haría un poco de pan o sopa para cenar, pero en la cocina hay pocas cosas.

—Casi todo nos lo traía Angus. Él y Jasper tenían una relación especial.

Ella miró hacia la puerta esperando ver a Edward. Un latido, dos, y Edward aún no había aparecido.

—Isabella... —dijo Emmett.

Ella lo miró y sonrió forzadamente.

—¿Solo estaremos nosotros dos esta mañana?

Él la observó un momento, captándolo todo con sus grandes ojos verdes.

—De momento sí. Jasper está en la aldea intentando descubrir algo.

Ella rehusó preguntar por Edward, pero la pregunta quemaba en su interior. En lugar de eso le ofreció a Emmett una galleta de avena y le llenó la copa de agua.

—No nos faltaba de nada —dijo él después de coger un trozo de queso—. En las laderas había muchas ovejas y pescábamos en el mar. Mi madre cultivaba un rico jardín lleno de hierbas medicinales y flores. Siempre que queríamos teníamos a nuestra disposición leche, agua y vino. Hacía tanto tiempo que no tomaba leche que había olvidado qué sabor tenía.

—Tus hermanos y tú sobrevivisteis cuando otros habrían vuelto con Tanya.

Él se encogió de hombros.

—Es posible. Edward ha sido quien nos ha mantenido unidos. Si solo hubiéramos estado Jasper y yo, ya haría años que cada uno habría tomado su propio camino.

—Eso no lo sabes. Jasper te quiere. Eres su único vínculo con su pasado, y aunque esté lleno de ira, eso no lo olvidará.

Emmett inclinó la cabeza hacia un lado.

—Y ¿qué hay de mí, Isabella? ¿Cómo me ves?

Ella se sentó, cogió un trozo de galleta de avena y lo masticó, dándose tiempo para pensar. Lo último que quería hacer era enfadar a Emmett, pero él le había preguntado. Se encogió de hombros al tiempo que se tragaba la comida.

—Creo que tienes miedo del dios, miedo de lo que podrías hacer. Creo que quieres hacer lo correcto, que quieres estar ahí para tus hermanos, como hacías antes, pero has olvidado cómo.

Emmett sonrió.

—¿Cómo es posible que solo lleves aquí unos días y veas las cosas con tanta claridad?

—No lo sé.

Isabella bajó la mirada y le dio la vuelta a la galleta.

—¿Qué ves en Edward?

Ella había temido que Emmett se lo preguntara.

—Nada.

—Creo que mientes. A Jasper y a mí nos ves como somos. Creo que a Edward también lo ves como es.

—Edward es un buen hombre —dijo ella.

—Sin lugar a dudas, es el mejor.

Ella levantó la mirada hacia Emmett.

—Él... él teme decepcionaros o fallaros a vosotros. Tiene muchas cosas escondidas para poder manteneros unidos a los tres.

La frente de Emmett se arrugó.

—¿Qué es lo que tiene escondido?

—Sus sentimientos, sus deseos, sus anhelos.

Emmett suspiró y se agachó para coger la botella de vino que había dejado en el suelo. Se la llevó a los labios y bebió un trago largo.

—Lo hemos echado todo a perder, ¿verdad?

—Habéis hecho todo lo que podías con lo que teníais.

Isabella se levantó. Había pensado que quería compañía, pero Emmett había hurgado demasiado hondo en sus propios sentimientos.

—Voy a dar un paseo.

—Ten cuidado. Hay lugares en el castillo que no son seguros.

Ella asintió.

—Lo tendré.

Edward echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra las piedras cuando Isabella salió del gran salón. Se había colocado cerca del techo, entre las sombras, donde otra escalera solía llevar a una zona diferente del castillo que había quedado reducida a escombros.

No se había dado cuenta de que Isabella los había visto exactamente como eran. Sus palabras habían dejado las cosas muy claras. Sin embargo, él todavía no se fiaba de quedarse a solas con ella.

¿A solas? Ni siquiera comerías con ella y Emmett, pensó.

Era verdad, que Dios le ayudara. Quería sentarse al lado de ella, oler el brezo de su piel, pero si lo hacía, querría tocarla. Y eso no podía hacerlo. Nunca más.

Miró a Emmett y vio que lo estaba observando.

—Tú también deberías venir y comer —dijo Emmett.

Edward negó con la cabeza.

—Voy a ver qué hace Jasper. Échale un vistazo a ella.

No esperó a que Emmett respondiera; Edward sabía que su hermano mantendría a Isabella a salvo. Edward saltó al suelo y salió a grandes zancadas del gran salón. Jasper hacía mucho que se había ido.

 

 

Jasper se escondió detrás de una de las casas y escuchó lo que decían los hombres. Habían llegado veinte MacBlack más, y habían empezado a reunir los cuerpos. Discutían sobre si los enterraban o los quemaban. Como había unos cincuenta cuerpos, la votación se decantaba por quemarlos.

Oyó movimiento detrás de él y miró por encima del hombro para ver que Edward se movía lentamente hacia él, por la hierba.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Edward.

Jasper se encogió de hombros.

—Sobre todo mascullan sobre que quieren encontrar a los bastardos que han hecho esto —susurró—. Me pregunto si nosotros teníamos el mismo aspecto cuando encontramos a nuestro clan.

—¿Quieres decir consternados, furiosos, aturdidos y resentidos? Sí, hermano, seguro que teníamos el mismo aspecto que ellos.

—Tanya obtuvo un placer malsano con esto.

Edward resopló.

—Nunca entenderé que algo tan bello pueda ser tan malvado.

—Nunca he visto a nadie con irnos cabellos como los de ella —dijo Jasper, recordando—. Le llegaban hasta el suelo y eran tan blancos como la nieve.

—Sí. Lo recuerdo. Y recuerdo que me ahogaba con ellos.

Jasper hizo una mueca.

—Eso lo había olvidado. Es como si su magia pudiera controlar sus cabellos.

—Lo sé.

Jasper casi sonrió ante el tono seco de Edward. No había sido él mismo desde que había llevado a Isabella al castillo. Jasper había pillado a su hermano observando a Isabella, con la mirada fija, como si intentara memorizar cada detalle. Debería decirle a Edward que no se molestara, que no funcionaría, pero decidió callarse.

—¿Quién es esa? —preguntó Edward.

Jasper se inclinó hacia un lado para ver a quién se refería Edward. Cuando Jasper vio a una pequeña mujer con el pelo más negro que la brea, se encogió de hombros.

—No ha dicho una palabra. Llegó con ellos, pero nadie habla con ella y muy pocos la miran.

—No parece asustada.

—Y tampoco parece cómoda —dijo Jasper—. No estoy seguro de cuál es su papel.

Edward se dio un golpe en la barbilla.

—¿El hombre alto y fornido es el terrateniente MacBlack?

—Sí.

—Quizá ella sea su mujer.

Jasper los observó un momento.

—Él siempre la tiene a su lado, pero no la toca. Es casi como si tuviera miedo de ella. Una extraña manera de tratar a una esposa.

Edward solo respondió con un gruñido.

Jasper estaba acostumbrado a los silencios de Edward. Siempre había sido el pensador de los tres, el que esperaba, observaba y formulaba un plan, el de la cabeza fría. Era lógico que fuera él quien los mantenía unidos y quien había controlado al dios de su interior.

Jasper siempre había envidiado el control que tenía Edward sobre sus emociones. Pero ni siquiera el tranquilo hermano de Jasper podía esconder el hecho de que algo lo perturbaba, y Jasper sabía que ese algo tenía el cabello castaño, los ojos negros y esperaba en el castillo.

—¿Qué? —gruñó Edward cuando pilló a Jasper observándolo.

Jasper negó con la cabeza.

—Nada. ¿Quién está con Isabella?

—Emmett.

Pero Jasper había visto como Edward se había puesto tenso al pronun­ciar su nombre. Sí, Isabella perturbaba a Edward, y Jasper descubrió que a Edward le gustaba. Ya era hora de que Edward sintiera algo. Llevaba demasiado tiempo encerrado en sí mismo.

—Emmett cuidará de ella —dijo al cabo de un momento—. Confío en él.

—¿Qué ocurrirá cuando vengan los guerreros? Tanya también podría venir.

Edward suspiró y se pasó una mano por la Isabella.

—Emmett no dejará salir al dios.

—Con los tres dioses seríamos más fuertes. Hasta tú lo sabes.

—Lo sé —admitió Edward—. Pero tienes que entender el miedo de Emmett.

Jasper apartó la mirada, su ira salía a la superficie. Sintió como sus garras se alargaban y sus dientes se afilaban. Era la misma ira que sentía cada vez que pensaba en que Emmett se negaba a hacer aquello que más les ayudaría.

A pesar de que Jasper quería estampar su puño contra algo, tenían que permanecer en silencio mientras observaban. Así que volvió su atención, y sus pensamientos, a los MacBlack.

—Van a quemar los cuerpos.

—Ya.

Se sentaron y escucharon mientras el terrateniente MacBlack reunía a sus hombres a su alrededor. Su voz era profunda y enérgica. Edward y Jasper no tuvieron que moverse de detrás de las casas para oír que el terrateniente estaba enviando a sus hombres a preguntar a otros clanes sobre lo sucedido en la aldea.

—Esta tierra está maldita —dijo un hombre—. Los MacMasen fueron masacrados en ella. Justo allí, en el castillo.

Todos los ojos se volvieron a mirar el castillo. Hasta Jasper se volvió a mirar las ruinas de su casa. No había movimiento en los restos que quedaban, nada que pudiera despertar el interés de los MacBlack.

—Cálmate, Alian —gruñó el terrateniente—. La tierra no está maldi­ta. No esparzas mentiras.

Alian negó con la cabeza y dio un paso atrás.

—Lo está, señor. Si no, ¿por qué una aldea en la tierra que solía ser de los grandes MacMasen moriría de la misma manera que los MacMasen?

—No sabemos si es la misma. La masacre de los MacMasen es una leyenda.

—Una leyenda que empieza con la verdad —dijo una mujer.

Su liso pelo negro, sin trenzas ni adornos, se levantaba con la brisa constante del mar. Recorrió el círculo de hombres con la mirada.

—¿Qué estás diciendo, Isla? —preguntó el terrateniente.

Jasper le dio un golpecito a Edward con la mano.

—La he visto antes.

—¿En la aldea? —preguntó Edward.

—No. Antes, Edward.

No tardó mucho en darse cuenta de que Jasper hablaba de antes de que se desatara al dios.

Los labios de Edward se tensaron.

—¿Dónde?

—No lo recuerdo.

—¿Estás seguro que no recuerdas a una mujer que se parecía a ella? Muchas mujeres tienen el pelo negro.

Jasper asintió. Solo le había visto la Isabella un instante, pero en ese momento había estado seguro.

—Sí, pero ¿cuántas mujeres tienen los ojos de un azul tan pálido?

La mirada de Edward se dirigió hacia la mujer. Se movió y se colocó entre dos casas para estar más cerca.

Jasper fue tras él. No recordaba dónde había visto a Isla, pero sabía que la había visto. Si pudiera acordarse de dónde... Y cuándo...

Isla giró la Isabella, carente de expresión, hacia el terrateniente MacBlack.

—Digo que Alian tiene razón. Los MacMasen fueron masacrados aquí. Igual que vuestra gente.

El terrateniente MacBlack apretó los puños, y Jasper no sabía si le iba a pegar a Isla o no.

—Basta.

—Enviar a vuestros hombres es insensato —continuó Isla como si no lo hubiera oído—. Mantenedlos cerca, señor.

Jasper detuvo a Edward cuando iba a acercarse más. Isla se dio la vuelta y se alejó del grupo de hombres. Se detuvo y, de repente, se dio la vuelta y miró por encima del hombro hacia el castillo, y por primera vez su Isabella tenía una ligera mueca de emoción. Era odio.

Isabella se apartó rápidamente de la ventana, su mano apretaba su garganta. La mujer del cabello negro como el azabache la había visto, estaba segura. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, pues estaba segura de que aquella mujer tenía el mal en la mirada.

—¿Isabella?

Ella dio un salto con el sonido de la voz de Emmett.

—¿Qué haces aquí arriba? Edward me matará si te haces daño.

Ella no podía apartar la mirada de la mujer del cabello negro; sus mechones largos y lisos ondeaban al viento. Emmett recorrió las piedras y maderas rotas y agarró el brazo de Isabella.

—Isabella.

—Mira, Emmett —dijo, y señaló.

Él miró por la ventana y maldijo entre dientes.

—¿Te ha visto?

—Sí.

—¿Cómo?

Isabella apartó la mirada de la mujer.

—No lo sé. Me quedé en las sombras. Solo quería ver qué ocurría en la aldea. No hice ningún ruido, no me moví.

—Te creo. ¿Conoces a esa mujer?

—No la había visto nunca, pero tiene algo que... me resulta familiar.

Emmett entrecerró sus ojos de color verde oscuro.

—No vuelvas a subir aquí. Podrías caer entre las tablas.

—Tuve mucho cuidado.

Isabella se dio la vuelta para mirar el camino que había recorrido. Había sido mucho más fácil cruzar los escombros de camino a la ventana, ya que la mayor parte de las piedras hacían de escalones. Luego había caminado por encima de una tabla. Su mirada había estado en la aldea, de manera que no había visto el enorme agujero que la tabla cubría, o lo hondo que caería si tropezaba.

—Edward me arrancará la cabeza —farfulló Emmett entre dientes.

Ella había confiado demasiado en su habilidad para subir por las piedras en su deseo de llegar a la ventana. Ahora no estaba tan segura de poder volver.

—¿No se puede ir por otro sitio?

Emmett negó con la cabeza.

—No, solo por éste.

—Ya veo.

—Yo iré delante, así me aseguraré de que todo está estable antes de que cruces tú.

Isabella asintió, no del todo preparada para caminar sobre el agujero. Nunca había tenido miedo a las alturas, pero después de su caída del acantilado las veía de otra manera.

Emmett caminó por encima de la gruesa tabla con los brazos extendidos. Si hubiera sido Edward habría saltado por encima del agujero. Pero Emmett no liberaría a su dios ni siquiera para eso.

Hubo un fuerte crujido en el silencio. Isabella se quedó paralizada, con su mirada en la tabla. Emmett se quedó quieto un momento y luego saltó al otro lado. Aterrizó en las piedras, y sus botas resbalaron hacia el agujero. Sus manos se agarraron a las piedras mientras se apresuraba a detener el resbalón.

Cuando se puso en pie, comprobó la tabla y asintió.

—Es segura.

—¿Se romperá?

Él se humedeció los labios y tendió su mano.

—El agujero no es tan grande. Llega hasta el medio y yo te cogeré la mano y tiraré de ti.

Parecía un buen plan, excepto por el hecho de que ella tenía que llegar hasta el medio sin que se rompiera la madera. Ya se había enfrentado a la oscuridad. Aquello también podía hacerlo.

Puso un pie sobre la tabla. Tras inspirar profundamente, puso el otro pie delante del primero.

—Bien —dijo Emmett, y le sonrió.

—Cuando sonríes estás muy guapo.

Él se rió.

—¿Eso crees? ¿Quieres decir que debería sonreír más?

—Digo que deberías intentarlo.

—Lo intentaré. Sigue así.

Ella no se había dado cuenta de que había dado varios pasos más hasta que él lo mencionó, pero ahora se negaba a detenerse. Las piernas le temblaron, haciendo que se tambaleara.

—Lo conseguirás —dijo Emmett—. Mírame a mí, Isabella. No dejes de mirarme.

Ella lo intentó, pero ¿cómo iba a saber que sus pies no se salían de la tabla si no la miraba? Miró hacia abajo y gimió cuando su mirada cayó por el agujero. Había una gran caída. Cinco pisos, para ser exactos.

—¡Isabella! —gritó Emmett.

Ella levantó la mirada hacia él. Ya estaba casi en el medio. La mano de él estaba casi a su alcance. Solo... un... poco... más...

Ella chilló cuando la tabla crujió antes de partirse. Isabella sintió como caía, vio como los ojos de Emmett se abrían. Y con la misma velocidad que había caído, se paró. Cuando miró hacia arriba, a los ojos verde mar de Edward, tenía ganas de llorar.

—En nombre de todo lo sagrado, ¿qué estás haciendo? —gruñó Edward.

La sacó del agujero y la dejó de pie a su lado. La tenía abrazada, manteniéndola cerca. Ella estaba aferrada a él, con todo el cuerpo temblando.

—Es la segunda vez que te rescato en una caída —le susurró él en el pelo.

—Lo siento mucho —dijo ella, con la Isabella contra su pecho—. Solo quería ver la aldea.

Ella oyó piedras rodando mientras Emmett llegaba hasta ellos.

—Vine a por ella —dijo.

—Y habrías dejado que muriera —bramó Edward.

—No —dijo Isabella, y le puso una mano en el pecho mientras se apartaba de él—. Si hubiera hecho lo que Emmett me dijo no me habría pasado nada.

—Si hubieras hecho lo que te dije, no habrías subido aquí arriba —dijo Emmett.

Ella le dirigió una mirada desafiante y luego volvió a mirar a Edward.

—Gracias, otra vez.

Él le hizo un gesto seco con la cabeza y la cogió la mano. Edward fue delicado mientras la ayudó a salir de la habitación y a recorrer el pasillo. Mientras, detrás de ellos, Emmett refunfuñaba que tendrían que haber sellado el pasillo, pero que hasta el tonto del pueblo habría sabido que no debía subir hasta allí.

Isabella fue debidamente reprendida y se alegró de que Edward volviera a tocarla. Era la primera vez que lo veía en toda la mañana. No se había dado cuenta de cuánto ansiaba verlo hasta que no habían estado juntos.

Ella se aferró a su mano y lo siguió hasta el gran salón. Pero una vez allí, él le soltó la mano y se fue sin decir palabra.

Isabella miró a Emmett detrás de ella, que también estaba mirando a Edward. La comprensión de que Edward en realidad no la quería, que era algo que podía arreglar como sus hermanos, hizo que le ardiera la garganta.

—Ha pasado mucho tiempo desde que la vida de Edward se volvió del revés —dijo Jasper desde la mesa—. A mí me gusta así.

—Jasper —lo reprendió Emmett mientras pasaba por delante de ella—. No le hagas caso a Jasper, Isabella.

Ella se frotó las manos. La hermana Abigail decía que unas manos ociosas eran el trabajo del demonio.

—Tengo que hacer algo.

Jasper se levantó y desenfundó una daga que llevaba en la bota. Se la tendió a ella por el mango.

—Estaba a punto de despellejar el ciervo y limpiarlo.

Isabella cogió la daga, agradecida por tener algo que hacer.

—Te ayudaré.

Ella y Jasper se pusieron a trabajar enseguida, y aunque tenía las manos ocupadas, su cabeza deambulaba. Edward. Ella no conocía bien a los hombres, pero estaba segura de que Edward la deseaba. Lo veía en la manera en que la miraba y en sus besos. O por lo menos, ella había creído que lo veía. Ahora ya no estaba segura de nada.

Su vida volvía a ser un caos, y todo por culpa del Beso del Demonio. La sangre de su madre. Su sangre. ¿Por qué era tan importante? No había nadie vivo que pudiera decirle a Isabella la verdad. Tendría que guardarse la pregunta hasta que Tanya la encontrara.

Porque Isabella no tenía ninguna duda de que, a pesar de los esfuerzos de Edward, Tanya la acabaría capturando. Con qué fin, Isabella no estaba segura.

La muerte, seguramente.

Ella soltó la daga y observó la sangre que empapaba sus manos y sus antebrazos.

—Tengo que irme.

Jasper hizo una pausa de rodillas y levantó la Isabella hacia ella, con el ceño fruncido.

—Solo es sangre. Se quita cuando te lavas.

—Tengo que irme. Allá donde voy, la gente muere. Mis padres y ahora la aldea. Si me quedo aquí, tú y tus hermanos también moriréis.

Jasper se sentó y la contempló.

—Somos inmortales, Isabella.

—Pero sí que podéis morir, me lo dijo Edward.

Los labios de Jasper se torcieron con ironía.

—Y seguro que Edward te dijo que con nosotros estarás más segura.

—Vosotros tenéis vuestra propia batalla con Tanya. Si ella no hubiera venido buscándome a mí vosotros aún estaríais seguros.

—Quédate, Isabella. No tienes ni idea de lo que hay ahí fuera.

Ella rió, un sonido crispado para sus oídos.

—Yo creía que vivir en el convento y entregar mi vida a Dios me mantendría a salvo del mal.

—Nadie está a salvo. Nadie. El mal ataca donde sea.

Ella se tragó las lágrimas.

—Tienes razón, por supuesto. Voy a quitarme esta sangre.

—Sigue el camino —le dijo Jasper mientras señalaba la puerta de la cocina—. Te llevará al mar.

Ella no sabía cómo él se había dado cuenta de que necesitaba estar un momento a solas. Le hizo un gesto con la cabeza y salió lentamente de la cocina. No quería que Jasper supiera lo que estaba planeando. Todavía no. El camino hacia el mar era empinado. Muchas veces tuvo que agarrarse a las piedras para que sus pies no resbalaran debajo de ella. Sería un camino de regreso peligroso, pero ella no tenía ninguna intención de volver al castillo.

Había intentado explicárselo a Jasper, había intentado que lo enten­diera. Ella no podía quedarse allí. No podía quedarse más tiempo. No eran solo sus sentimientos hacia Edward. Era porque no quería que ellos murieran. Habían sobrevivido mucho tiempo. No merecían morir.

Y sabía que no podía quedarse con Edward y ver su rechazo hacia ella. Le dolía demasiado.

Isabella nunca había estado en aquella parte del mar. Nadie conocía aquel camino desde el castillo, ya que nadie se acercaba a las ruinas, y con el acantilado, los habitantes de la aldea tenían que coger otra ruta cuando querían pescar. Lo que significaba que aquella bahía había estado aislada durante trescientos años.

Se arrodilló al lado del agua y se lavó las manos. Cuando hubo acabado tenía los zapatos y el dobladillo empapados, pero no le importó. Su mente estaba pensando en la manera de marcharse de allí sin que la vieran.

Jasper estaba ocupado con el ciervo. Emmett estaba ocupado con su vino. Y Edward seguramente estaría observando la aldea. Era el momento perfecto para desaparecer.

Miró hacia el mar, observando cómo llegaban las olas. El movimiento repetitivo del agua siempre la había tranquilizado. Respiró profunda­mente y miró a su alrededor. El acantilado era demasiado alto para escalarlo, y las rocas que sobresalían por la bahía serían imposibles de cruzar con el vestido que llevaba puesto. Su única opción era volver por donde había venido y encontrar otra ruta al otro lado del castillo.

Isabella se levantó las faldas y empezó a volver hacia el castillo. Estaba a mitad de camino y sin aliento, con los pulmones ardiendo, cuando vio otro sendero que salía hacia la izquierda.

Con una mirada al castillo, lo cogió. La senda no era tan empinada, y se alejaba del castillo, llevándola a lo largo de la costa. Isabella se levantó las faldas hasta las rodillas y alargó las zancadas hasta que estuvo corriendo.

Cuanto más lejos estuviera de los MacMasen, más posibilidades ten­drían de sobrevivir. Cuando el dolor del costado se hizo insoportable, se detuvo y apoyó las manos en las rodillas. Miró por encima del hombro, sorprendida de haber puesto tanta distancia entre ella y el castillo.

Una parte de ella quería volver, quería que Edward se enfrentara a la atracción que había entre ellos. Pero no podía. Prefería alejarse de él y que estuviera a salvo, a arriesgar su vida.

Levantó la mirada al sol. Era casi mediodía. Tenía que darse prisa si quería estar lejos antes de que anocheciera.

—Adiós, Edward MacMasen.

Con una última y prolongada mirada al castillo se cogió las faldas y corrió.

 

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NOOOOOOO ME MATENNNNN!!!!!!!!, ENTIENDAN LOS MIEDOS DE ISABELLA, CADA UNO A SU FORMA TIENE MIEDO, EMMETT NO QUIERE DEJAR SALIR AL DIOS DE SU INTERIOR, JASPER SIEMPRE CON SU FURIA, CULPA Y DESCONTROL, EDWARD CON SU MIEDO DE HACER DAÑO A BELLA Y ELLA AL FINAL TIENE MIEDO POR LOS TRES, DEPUES DE TODO ELLOS ESTUVIERON OCULTOS DURANTE TRECIENTOS AÑOS Y ELLA CREE QUE POR SU CULPA CORREN PELIGRO, AAAAAA SOLO ESPEREMOS VER QUE HACE EDWARD CON ESTO JAJA DUDO MUCHO QUE LA DEJE IR ASI DE FACIL.

 

BUENO GUAPAS BESITOS.

Capítulo 12: ONCE Capítulo 14: TRECE

 
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