Los paseantes iban ataviados con sus ropas de domingo: él llevaba un traje negro y un abrigo a juego, y ella lucía un jersey rosa y una falda de punto de alpaca.
-Buenas tardes -saludó el hombre.
-Buenas tardes -respondieron los dos al unísono.
La pareja pasó renqueante. Bella ya había empezado a relajarse, cuando la señora se volvió para guiñarles un ojo. Perpleja y preocupada, Bella se quedó un rato mirando a los ancianos. Al darse, por fin, la vuelta para mirar a Edward, se lo encontró sonriendo de oreja a oreja. Aquella estampa hizo que le entrara la risa y antes de que pudieran ponerle remedio estaban los dos riéndose a carcajadas.
Cuando se calmaron, Edward se inclinó para besarle los labios con ternura.
-Gracias -le dijo.
-Gracias a ti -respondió ella.
-No, va en serio -insistió él-. Es uno de los mejores regalos que me han hecho en la vida. Tenía que decírtelo -volvió a besarla-. Nunca lo olvidaré.
Bella se sintió colmada por la felicidad.
-Vámonos a casa -propuso él tomándola del brazo.
Y juntos, agarrados, caminaron hacia la salida del Jardín Botánico.
*********
El lunes por la mañana Bella se despertó a las cinco y media entrelazada en el cuerpo de Edward, que permanecía profundamente dormido y ni siquiera se enteró cuando ella se escabulló de la cama. Se detuvo un momento a mirarlo. Bañado por aquella luz tenue del alba, Bella sintió el deseo de acariciarle la frente. El día anterior había considerado la posibilidad de acabar enamorándose de él. Hoy lo sabía ya con certeza. «Lo quiero y vamos a disfrutar al máximo del tiempo que pasemos juntos.» Por miedo a despertarlo, Bellano cedió a la tentación de tocarlo y se dirigió al salón para ir al otro cuarto de baño.
Aunque la noche anterior había preparado espaguetis y albóndigas, no había comido mucho; el sexo parecía estar robándole el apetito de cualquier otra cosa. Después de cenar habían ido a dar una vuelta en el coche de Edward-sin rumbo fijo, sólo para estar sentados y charlar-. El le había contado que soñaba con montar su propia empresa de seguridad algún día. Dentro de unos doce años, a los cuarenta y seis, podría jubilarse como policía y calculaba que para entonces ya tendría ahorrado el dinero suficiente para hacer despegar el negocio.
Esta confidencia animó a Bella a explicarle que ella siempre había querido escribir novelas. Le contó que ya había escrito varios relatos en los que desarrollaba argumentos de cuentos de hadas en el mundo actual. Edward le pidió que le dejara leer alguno, pero al ver que ella se mostraba algo reacia a compartir con él sus creaciones, no insistió.
Hablaron de todo: de sus películas favoritas, de cuántos hijos quería tener cada uno...
Aquella mañana, al reflexionar sobre las conversaciones que habían mantenido, Bella se dio cuenta de lo atípico que era Edward. Se sentía cómodo hablando de sus sentimientos y de las cosas que eran importantes para él.
Bella lanzó una mirada al reloj que había en la repisa del baño: las seis menos veinte. Tenía que estar en el trabajo a las ocho y cuarto, y la reunión de Edward era a las nueve. Mientras se duchaba fue repasando mentalmente las opciones para el desayuno: en casa sólo había huevos y tostadas. Tendría que pasar por el supermercado al volver del trabajo, de modo que empezó a elaborar mentalmente una lista de la compra con todo lo que necesitaba. Al salir de la bañera se envolvió en una toalla, se cepilló el cabello y se maquilló. En cuanto hubo terminado, abrió la puerta del baño y se topó con una oleada de aroma de café. Enseguida se asomó y vio a Edward en el rincón de la cafetera. Estaba dando un sorbo a su taza mientras leía los titulares del periódico.
Llevaba el pelo mojado, el torso descubierto y los pies descalzos.
A Bella le dio un vuelco el corazón. Estaba tan sexy allí plantado y tan... en casa. Edward debió de notar el peso de su mirada porque levantó la cabeza.
-Buenos días, ¿te sirvo el café?
Algo avergonzada, asintió.
Él desapareció en la cocina y volvió con una humeante taza de café.
-Voy a hacerme unos huevos revueltos. ¿Cómo quieres los tuyos?
-Ya lo hago yo -se ofreció Bella al coger la taza.
-Yo ya estoy casi vestido, y tú no. Para cuando estés arreglada, tendrás listo el desayuno, ¿los quieres revueltos tú también?
Bella no discutió. Aquella situación resultaba tan natural, tan cotidiana, tan agradable... Se dirigió al dormitorio absolutamente enternecida.
********* A las seis menos cuarto de la tarde, Bella atravesaba su portal y se dirigía al buzón para comprobar si había recibido correo. Encontró una nota de color amarillo que avisaba de la llegada de un paquete.
El vigilante de turno era Frampton. Bella se acercó hasta su mesa con el papel en la mano.
-¿Ha llegado algo para mí?
-Sí, señorita Swam. Está aquí -el conserje le entregó un enorme jarrón con flores de colores.
-¡Son preciosas!
-Sí que lo son. Vienen con tarjeta.
No quiso abrirla delante del vigilante.
-Ya la leo arriba -dijo, y cogió el jarrón y se dirigió al ascensor.
Mientras subía a su piso, hundió la nariz en el ramo para aspirar la fragancia de las flores.
Eran muy bonitas: amarillas, naranjas y de un tono marrón rojizo, muy otoñales. «¿Cómo se podía ser tan encantador?»
Cuando llegó a su puerta, agarró el ramo con un brazo mientras la abría. Atravesó la habitación y puso las flores en un jarrón que colocó en la mesa de desayuno. La tarjeta venía en un pequeño sobre de color blanco, que Bella abrió para leer el mensaje. Se quedó paralizada.
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