La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90609
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 10:

Hola a tod@s espero k esteis pasando un buen verano, yo esta septiembre no puedo salir de Sevilla por mi trabajo asi k estoy pasando mucho calor ajajajaja.

Lo siento mucho por no a ver actualizado antes mi pc esta vacaciones xb y lo puedo cuando me escapo al ciber, pero lo estoy arreglando, es k tengo un notebook un poco tonto no me deja comentar, ni subir el fic en esta pag.

Bueno aki os dejo con otro capitulo espero k os guste y por fiiiii es kien me lea dejeme comentarios y votos os kiero conocer lectores ajajaja.

AHHH k no se me olvide muchisimas gracias por siempre leerme y comentarme nelda.

BESOS Y GRACIAS A TODOS

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Tanya Denaly lo vio en cuanto entró en el salón y apartó rápidamente la vista. El archidiácono de Canterbury parecía partir por la mitad a la multitud mientras caminaba.

La joven llevaba por aquel entonces varios meses en la corte, desde que cumplió dieciséis años, y lo prefería mil veces a la existencia rutinaria que llevaba en casa de su madrastra en el centro de Kent o en una de sus propias haciendas de Essex. En aquellos momentos la corte estaba en Londres, en la torre, donde no había lugar para el aburrimiento. Siempre estaba llegando gente; algunos pretendían hacerse con el favor de su soberano, y otros hacerle llegar sus mensajes o peticiones. Allí, en medio de la alegría y el libertinaje, la intriga y el escándalo, entre elegantes cortesanos y sus enjoyadas damas, Tanya se sentía como en casa.

Cuando se casara con Edward de Cullen tenía intención de pasar la mayor parte del tiempo en la corte. Como era habitual, estaba rodeada de admiradores. Una docena de hombres, algunos jóvenes, otros mayores, unos poderosos, otros no, intentaban llamar su atención. No se cansaba de las divertidas anécdotas, de los bellos cumplidos ni del descarado coqueteo. Cuando así lo decidía, recompensaba a sus favoritos con una sonrisa y una mirada seductora. Pero Tanya no tenía que mostrarse coqueta para excitar a los hombres; ninguno podía mirarla y permanecer inmune a su belleza morena y sensual. Era muy consciente de ello desde que tenía doce años.

Sin embargo, a veces pensaba que su prometido era inmune a su atractivo. Habían conversado exactamente en tres ocasiones, pero Edward de Cullen no había coqueteado con ella ni la había halagado, y si el día que se conocieron no hubiera visto cómo miraba sus senos y sus largas piernas, se habría preguntado si le resultaba indiferente. Aquella única vez la había tranquilizado. Sin embargo, si no hubiera estado tan segura de su encanto, pensaría que no la deseaba. Y aquello, sencillamente, era imposible. Tanya bajó la barbilla y le dedicó otra mirada con sus grandes y oscuros ojos al archidiácono de Canterbury.

El pulso le latía con fuerza en la garganta, los senos y los pliegues de su feminidad. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida, y desde luego había visto bastantes. Dios, qué hermoso era. Su rostro ovalado estaba tallado con perfecta precisión. Tenía la nariz fina y recta, y los ojos de un azul penetrante. La mandíbula fuerte y apretada, y los pómulos altos y marcados. Su ligero bronceado lo hacía aún más atrayente. Tanya se dio cuenta de que en cuanto entró en el gran salón todo el mundo se percató de su presencia, incluidos los hombres.

Era alto, delgado y de hombros anchos. La joven se preguntó cómo sería su cuerpo, escondido ahora bajo el largo hábito.

También desprendía fuerza. No era ningún prelado consentido, mimado e indulgente consigo mismo. De hecho su historia, una historia bien conocida, era la mejor prueba de su determinación, su brillantez y su ambición. Tanya sabía que lo habían enviado a criarse en los ásperos pantanos galeses con Marcus de Montgomery mucho antes de que se convirtiera en conde de Shrewsbury. Montgomery era uno de los generales más hábiles y poderosos del rey William I, igual que Carlisle de Cullen. Y durante aquellos años los dos hombres fueron amigos, no rivales. Al decidir enviar a su segundo hijo a Gales, Carlisle estaba optando por un territorio todavía sin conquistar, devastado por las revueltas y las rebeliones. Riley no se arredró. Era bien sabido que había ganado sus espuelas a los trece años, el mismo año que las dejó a un lado y se enclaustró.

Al pensar en ello, Tanya se estremeció. ¿Qué muchacho de esa edad tomaría semejante decisión?

Su auge había sido espectacular porque era el protegido del arzobispo de Canterbury, hombre de confianza de William el Conquistador y amigo también de su padre. Pero no hubiera podido ascender como lo hizo si no hubiera sido brillante en los estudios. En sólo tres años consiguió formar parte del personal de Lanfranc como asistente suyo. Cuando su mentor murió, era el ayudante más capaz y de más confianza del arzobispo. Su nombramiento como archidiácono le llegó pocas semanas antes de la muerte de Lanfranc.

Tanya tragó saliva, se humedeció los labios secos y cambió de postura, incómoda. La mayoría de los archidiáconos eran ordenados sacerdotes, pero no Riley de Cullen. Aunque no era un caso tan excepcional. El último obispo de Swanter no era capaz de leer ni de escribir en ninguna lengua, y mucho menos en latín. Y cuando murió, se negó a recibir los sacramentos. Muchos miembros de la Iglesia se escandalizaron, al igual que muchos legos. Esos mismos clérigos eran los que desaprobaban a Riley de Cullen a pesar de que era un hombre devoto y de amplios conocimientos.

La joven estaba convencida de que había jurado los votos acostumbrados de castidad cuando entró en el claustro. Pero, ¿los habría respetado? No lo parecía, porque también exudaba virilidad. Tanya se sonrojó. Sabía que ella sólo era una más de las muchas mujeres presentes que lo estaban mirando, codiciándolo, y que lo encontraban fascinante. No le importaban las demás. No tenía rival, ni en la corte ni en ningún sitio. Pero el archidiácono no había mostrado jamás el menor signo de que la encontrara deseable. Tanya se preguntó, y no por primera vez, si a Riley, al igual que el rey, no preferiría a los hombres.

Suspiró. Nunca lo averiguaría. Estaba prometida a su hermano, Edward de Cullen, uno de los más grandes herederos del reino, y ella nunca pondría en peligro su inminente matrimonio.

Estaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que tenía la vista clavada en él hasta que el archidiácono giró bruscamente la cabeza para observarla a su vez. Durante un breve instante sus miradas se cruzaron. Una sombra, tal vez de disgusto, cubrió el rostro de Riley, que apartó rápidamente la vista y le dio la espalda.

Tanya estaba confundida y sin aliento. Sus ojos se habían encontrado durante tan breve espacio de tiempo que pensó incluso que lo había imaginado.

—¿Estáis bien, milady? —le preguntó con los ojos entornados Henry Ferrars, señor de Tutberry.

La joven sintió deseos de pellizcarse por comportarse como una niña. Intentó serenarse y se las arregló para dar una respuesta adecuada, pero no tenía la cabeza ni en Ferrars ni en ningún hombre de su círculo de admiradores.

Riley de Cullen no le había dirigido jamás la palabra; ni siquiera un saludo educado, a pesar de que desde que ella llegó a Londres varios meses atrás, sus caminos se habían cruzado media docena de veces debido a su compromiso con su hermano. Se le ocurrió pensar entonces que tal vez la estuviera evitando, tal vez sí la deseara como todos los demás.

Su hermanastro, Marcus, que era tan rubio como morena era ella, se abrió paso entre la gente que la rodeaba y la llevó a un aparte.

—Tus pensamientos son de lo más obvio.

—Tú siempre tan agradable, milord —le espetó, soltándose.

—¿Qué está haciendo aquí el archidiácono? —preguntó Marcus fulminándola con la mirada—. He oído que lo han llamado. Y también que su hermano venía con él.

Tanya abrió aún más los ojos y se quedó paralizada.

—No me refiero a tu prometido, sino a Jasper.

La joven se tranquilizó. Prefería que Edward no estuviera en la corte. Volvió a posar los ojos en al archidiácono, pero al observar la expresión de su rostro se quedó inmóvil una vez más.

—Algo está ocurriendo —dijo Marcus. Su rostro reflejaba tensión—. El rey ya no me cuenta nada. ¡Tengo que recuperar su favor!

—Entonces tendrás que dedicarte a ello, ¿no es así, Marcus?

—¿Y a qué te dedicarás tú, querida hermana, cuando yo me de la vuelta?

Tanya ignoró la pregunta y sonrió a su hermanastro.

—Pronto no tendrás que preocuparte del poder de Carlisle de Cullen ni de sus hijos —aseguró con voz ronca—. Pronto seré la esposa de Edward y estaré al tanto de cualquier cosa que ocurra.

Marcus clavó su oscura mirada en la de ella y de pronto la agarró por el codo y la atrajo con fuerza hacia sí. El salón estaba tan abarrotado que nadie se dio cuenta. Pero aunque así hubiera sido, a Marcus Denaly, duque de Kent, no le hubiera importado.

—Pero, ¿podré confiar en ti, hermana?

Furiosa, Tanya se zafó de las garras de su hermano.

—El tiempo lo dirá, ¿no crees?

Una expresión desagradable cruzó el rostro de Marcus.

—No tenemos tiempo, Tanya. Mi instinto me dice que algo está ocurriendo. ¿Por qué está aquí el clérigo? ¿Por qué lo ha convocado el rey en audiencia privada? ¿Por qué han enviado a Edward al norte? ¿Se está gestando otra guerra... y yo estoy fuera?

Tanya miró de nuevo a su futuro cuñado, lo que provocó que Marcus frunciera el ceño.

—Pareces fascinada por él. —Ella sabía que no se refería a su prometido—. ¿No es así?

A la joven le latía el pulso a toda velocidad.

—Todas las mujeres de esta sala están fascinadas por el archidiácono.

—Pero tú no eres como todas las mujeres —dijo Marcus.

—Averiguaré qué está pasando, querido hermano.

—Ten cuidado —le advirtió él con amabilidad—. No cometas ninguna indiscreción. Tanya echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su largo y esbelto cuello, y se rió.

—Yo nunca soy indiscreta, querido, y tú deberías saberlo mejor que nadie.

Riley informó a los ujieres del rey de su presencia, aunque para entonces Rufus estaría sin duda al tanto de ella, ya que el rey tenía una buena cantidad de espías trabajando para él. Buscó un sitio en la mesa del salón para esperar a que el monarca lo llamara, pero no había ninguno. Cansado del largo y duro viaje, se acercó a un rincón solitario. No estaba de humor para charlas banales, y mucho menos para que le intentaran sonsacar nada. Su aparición en la corte había levantado muchas especulaciones; casi todo el mundo sabía que sólo se presentaba allí cuando lo convocaban. Como estaba agotado, sus pensamientos se dirigieron hacia la noche que se avecinaba. Su padre tenía varias propiedades en Essex, y una de ellas estaba justo al otro lado del Támesis. Riley tenía intención de pasar la noche allí en lugar de regresar directamente a Canterbury.

Su segunda y más importante razón para estar en Londres era hablar con su padre e informarle de todo lo que había ocurrido en Alnwick, una necesidad urgente ahora que Edward había concertado su matrimonio con la princesa Isabella. La intención de Riley era hablar con su padre antes de retirarse aquella noche a Essex. De hecho, ya le había enviado un mensaje privado. Soñaba con una cama caliente. Un segundo después, una mujer tropezó con él, se tambaleó y el archidiácono la agarró sin pensarlo. En el momento en que la ayudó a incorporarse y su cuerpo suave se apoyó un instante en el suyo, más duro, supo quién era. No necesitaba verla para saberlo. Pero la sintió, la olió, y su cuerpo respondió en consecuencia. Ella se dio la vuelta entre sus brazos, y, al verlo, soltó un gritito de sorpresa que Riley no se creyó ni por un instante.

La sujetó durante un segundo más de lo que requería la cortesía. De cerca era todavía más bella que de lejos. Su piel poseía una tonalidad dorada, debido tal vez a sus ancestros mediterráneos. Las cejas eran como dos alas negras que coronaban sus ojos almendrados. Tenía la boca carnosa y grande y un lunar encima de la comisura del lado derecho. Era muy alta, sus ojos estaban casi a la altura de los suyos, y tenía un cuerpo lujurioso de grandes pechos que sabía lucir con aquel vestido de seda que se le ajustaba como un guante. Por fin, Riley soltó a Tanya Denaly, la mujer a la que su hermano estaba todavía oficialmente prometido.

—Gracias —musitó ella con voz ronca. Su aroma no era sólo fuerte sino también almizclado. Despertaba imágenes de noches ardientes y cuerpos sudorosos entrelazándose—. Habéis evitado que me tuerza un tobillo.

—¿De veras? —preguntó sin devolverle la sonrisa.

Su tono desconfiado provocó un sonrojo en la piel aceitunada de Tanya.

—Los suelos son muy duros, milord. Sin duda me habría hecho daño si no llegáis a sujetarme.

Riley se cruzó de brazos, apoyó la espalda contra el muro y la observó detenidamente. A aquella distancia vio cómo sus pezones se endurecían contra el vestido de seda roja y no pudo evitar desearla. ¿Es que nunca iba a ser capaz de controlar su cuerpo? Pero, ¿qué hombre podría hacerlo al tener delante a Tanya Denaly? Era el sueño de cualquier hombre, la encarnación del eterno femenino, de la tentación pecaminosa y la provocación. Cautivado, se mantuvo en silencio.

—Es una sorpresa veros aquí —dijo la joven sonriendo y rozándole levemente el brazo.

Riley alzó una ceja y Tanya se acercó un poco más. Su sonrisa resultaba infinitamente seductora.

—¿Estáis aquí por algún asunto de la Iglesia, milord? —Volvió a rozarlo.

—¿Os interesan los asuntos divinos, lady Denaly?

—Me interesan todos los asuntos, milord —afirmó, batiendo las pestañas.

Riley contuvo la respiración. Podía imaginar perfectamente a qué asuntos se refería. Se alegraba de que Edward no se casara con aquella joven. Él mismo estaba decidido a mantenerse alejado de ella, antes de dejarse llevar por su deseo.

—Si me permitís... —susurró al tiempo que se daba la vuelta bruscamente.

Aunque luchaba contra su cuerpo en una batalla interminable, al final siempre perdía. Cuanto antes regresara a Canterbury, mejor. Se sumergiría por una única noche en el cuerpo maduro de Tarn, una viuda abierta, sincera y amable. No era una oscura seductora, no utilizaba engaños, no pedía nada.

Pero Tanya Denaly lo agarró de la muñeca y le clavó suavemente las largas uñas en la piel.

—¡Esperad! —Riley apretó la mandíbula y se giró hacia ella—. ¿Tenéis noticias de Edward?

—¿Cómo iba a tener noticias de él?

—¿No venís del norte?

—Estáis bien informada, milady —comentó con frialdad.

Tanya se sonrojó.

—No es ningún secreto que Jasper ha estado en el norte, y si los dos habéis llegado juntos... Lo lógico es pensar que... —Riley volvió a alzar una ceja—. La verdad es que... —Le temblaba la voz. Los senos le subían y bajaban, y el archidiácono se maldijo por no apartar la mirada—. Tal vez pudierais concederme un instante a solas. Podríais... Podríamos... Tengo que confesar mis pecados.

Riley sonrió sin ganas. Sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, a qué pecados se refería exactamente.

—No parecéis arrepentida, lady Denaly. Lo que sí parece es que necesitáis que os salven.

Lo mismo le ocurría a él.

—¿Queréis... queréis salvarme?

—Lady Denaly, creo que no nos entendemos.

—Entonces debemos comunicarnos mejor —susurró ella acariciándole con la mano desde el codo hasta la muñeca.

Riley estaba paralizado, duro como una roca a causa del deseo. No cabía duda respecto a lo que quería decir. Le estaban prohibidas todas las mujeres, pero aquélla, una seductora redomada que buscaba a conciencia verlo caer, era la peor de todas... y mucho más tentadora. No quería ni imaginarse lo que sería poseerla.

Cuando por fin fue capaz de sonreír, lo hizo con malicia.

—Ya sabéis dónde está la capilla. No me cabe duda de que el padre Gerard estará encantado de escuchar vuestra confesión, si de verdad os arrepentís de vuestros pecados.

Ella clavó los ojos en los suyos y se humedeció los labios con la punta de la lengua. No era un gesto nervioso y Riley lo sabía.

—Estoy arrepentida. ¿No queréis escuchar mi confesión?

La sonrisa masculina se desvaneció. También se imaginaba perfectamente cómo sería su confesión. Se sentía muy cerca de sucumbir a su seducción.

—Yo no confieso, lady Denaly —dijo con brusquedad.

Estaba furioso. Con ella, y como siempre, consigo mismo.

Tanya fue consciente de su rabia, y, antes de que Riley pudiera marcharse, se acercó más, bloqueándole la salida. Las puntas erectas de sus senos le rozaron el pecho.

—Sólo estaba intentando daros las gracias por haber evitado que me cayera, milord.

Él se rió con aspereza mirándola de frente. La joven seguía agarrándole el antebrazo. No se movió, no fue capaz. Entre ellos se había desatado una corriente de deseo.

—Ambos sabemos que no os he salvado, aunque lo hubiera hecho en caso necesario. Y también sabemos que no tenéis intención de darme las gracias. No caeré en vuestra seducción, milady.

—Os estáis confundiendo conmigo. —Los ojos negros de Tanya brillaron.

—No me confundo con vos, lady Denaly. Eso sería imposible.

Toda la seducción que la joven había desplegado se transformó ahora en rabia.

—Al parecer soy yo la que se ha confundido. —Riley no respondió porque sus palabras eran falsas. Tanya había reconocido su inapropiada y enorme lujuria, y había visto que, en cierto modo, ambos eran exactamente iguales—. ¡Te he tomado por un hombre a pesar del hábito! Pero no lo eres, ¿verdad? ¡Seguro que te gustan los niños!

Olvidándose de que estaban en un lugar público, el archidiácono la agarró de las muñecas y la atrajo hacia sí. Los ojos negros de Tanya se abrieron de par en par cuando sintió su rígida erección y luego se convirtieron en una pantalla de humo.

La obvia invitación que vio en ellos devolvió a Riley a la realidad. La soltó, se apartó de ella dando un paso atrás y sonrió con desprecio.

—No vuelvas a poner en duda mi inclinación por las mujeres.

—Lo cierto —susurró la joven—, es que nunca he dudado de ella.

Pero Riley ya se estaba alejando. Cuando la escuchó gritar su nombre, apretó el paso e hizo un esfuerzo por mantener su determinación. Estaba temblando.

Menos de una hora después, el conde de Masen fue llamado a los aposentos reales. Igual que todos sus hijos, exudaba masculinidad y las mujeres lo perseguían con la esperanza de llevárselo a la cama, pero él las ignoraba porque amaba profundamente a su esposa.

Su aura de poder era incuestionable. Era el poder de un fabricante de reyes; de hecho así era como lo llamaban a sus espaldas, tanto sus amigos como sus adversarios. Él encontraba el apodo en cierto modo divertido, pero la verdad era que en el fondo le complacía. Hubo un tiempo en el que no fue más que un mercenario, y nunca olvidaría aquella época.

Los aposentos del rey eran los más amplios de la torre; eran casi tan grandes como el gran salón y estaban dominados por una cama con dosel de madera labrada cubierta de pieles y terciopelo. Cofres y arcas, repletas con las posesiones más preciadas y valiosas del soberano, inundaban la estancia.

Carlisle se acercó y se arrodilló ante Rufus. El rey era un hombre alto. En su momento había sido musculoso e incluso atractivo a pesar de su pelo color naranja; ahora los excesos habían afeado su aspecto y habían añadido más de una capa de grasa a su constitución. Durante un instante, permaneció sentado indolentemente en una silla lo suficientemente grande como para soportar su tamaño y peso e incluso le dio otro sorbo a su vino tinto francés. Tenía el rostro sonrojado por sus efectos y no parecía tener prisa por saludar a su vasallo, pero finalmente dijo:

—Levanta, Carlisle.

El conde obedeció e ignoró a Demetri, que estaba sentado al lado del rey mostrando gran interés.

Demetri había crecido en la corte con Rufus. Había más soldados, pero estaban inmersos en una conversación al otro lado de la estancia. Carlisle se dio cuenta de que Marcus Denaly no estaba presente. Al parecer todavía tenía que recuperar el favor del rey.

—¿Cómo está tu hijo Edward? —preguntó Rufus con naturalidad. Sus ojos entornados contradecían el tono de voz. Carlisle sabía que el monarca se moría de curiosidad.

—Edward está bien, como siempre.

—Riley me ha pedido audiencia —comentó Rufus dando otro sorbo de vino.

El conde estaba al tanto de aquello, del mismo modo que también conocía la razón.

—Mi hijo está deseando mostraros sus cuentas —murmuró Carlisle.

Lo cierto era que Riley y él no habían hablado del tema, pero Carlisle no podía decir otra cosa.

—Si está deseando mostrarme sus libros, entonces es que se ha transformado en un hombre al que no conozco —señaló William Rufus con ironía.

—El archidiácono es vuestro leal vasallo, milord —repuso Carlisle con una sonrisa.

—Sólo es leal porque no puede vencerme.

El conde decidió no responder. Conocía a William Rufus desde que era niño. Cuando Carlisle luchó en Hastings al lado de William el Conquistador, Rufus tenía diez años y físicamente se parecía mucho a su progenitor, de quien era el favorito. Se esperaba que fuera también como su padre en su interior, pero había quedaba claro que Rufus nunca llegaría a ser el hombre que fue William. Sí, era despiadado y fiero en la batalla e igual de astuto para la política, pero tenía carencias en muchos otros ámbitos.

El joven acosador se había convertido en un rey acosador. Acosaba a sus nobles y a su pueblo. Sus leyes y su sentido de la justicia eran duros e ilógicos, y fomentaban el descontento y la oposición. Los impuestos, que subía a su antojo para financiar sus numerosas guerras, resultaban opresivos. Incluso había tenido lugar una rebelión en 1088 al este de Inglaterra poco después de que Rufus subiera al trono. Había contenido aquella revuelta con una represión militar brutal y muchas promesas de buen gobierno, bajada de impuestos y cambio de las duras leyes del bosque. La victoria fue muy rápida. Los rebeldes perdieron sus tierras y se desvanecieron para siempre. Uno de los sublevados había sido el primer duque de Kent, y gran parte de sus tierras le fueron entregadas como recompensa a Marcus Denaly, junto con el título, porque Denaly había jugado un papel vital sofocando la rebelión, igual que Masen. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que se descubriera que las promesas de Rufus eran falsas: las leyes permanecieron igual a lo largo y ancho del país.

Carlisle simpatizaba con los rebeldes, pero siempre había sido caballero del rey. Primero del Conquistador, y ahora de Rufus. Y si vivía para ver el día, también lo sería del hijo de Rufus. Pero su lealtad estaba basada en razones mucho más importantes que su estricto código de honor y su sentido del deber.

William Rufus necesitaba la guía de Carlisle, quien no se cansaba de conducir al monarca hacia el camino de una administración más justa y equitativa para sus súbditos y para el reino. De hecho, durante los cuatro años que habían transcurrido desde la muerte del arzobispo Lanfranc, la tendencia de Rufus a la arbitrariedad y la decadencia se había acrecentado. Lanfranc, igual que Carlisle, había intentado guiar moralmente al rey mientras vivió. El conde sabía que si se apartaba del rey, Rufus quedaría bajo la influencia de sus amigos, hombres iguales o peores que él.

Y por supuesto, Carlisle siempre protegía los intereses de su familia y de Masen; intereses que ahora pretendía ampliar como nunca antes.

Rufus despidió a Demetri y a los demás soldados. Ninguno de ellos fue capaz de disimular su curiosidad; todos y cada uno estaban decididos a descubrir lo más rápidamente posible qué era aquello tan importante de lo que tenían que hablar el rey y Carlisle de Cullen en privado.

Al marcharse, Demetri clavó en Carlisle una mirada asesina. El conde se preguntó qué pensaría si supiera que su hermanastra Isabella estaba prisionera en Alnwick. Cuando por fin se marcharon y cerraron la puerta, Rufus se rió.

—Son unos buitres, ¿no es cierto? Todos se mueren por saber qué noticias traes. Temen que te congracies todavía más conmigo y yo te recompense con algo de incalculable valor. El pobre y querido Demetri está al borde de la histeria, porque sabe que todo gira alrededor de sus tierras. —La mirada del rey se volvió dura—. Así que dime, Carlisle, ¿por qué nos hemos quedado a solas? ¿Qué está ocurriendo?

—Edward tiene bajo su poder a la hija de Charlie Swan, mi rey.

Rufus se ahogó con el sorbo de vino que acababa de tomarse.

—¡Dios! —El conde guardó silencio dejando que el monarca asimilara aquella importante noticia. Rufus comenzó a sonreír. Sonrojado, se frotó las manos con codicia—. Menuda suerte. ¡Ah, Edward, qué bien lo has hecho! —se burló—. Encontraré la manera de recompensar a tu hijo. Ahora Charlie tendrá que pagar. ¿Qué podemos pedir?

Carlisle no dijo nada.

—Contesta, ¿qué podemos pedirle?

—Una dote.

—¿Y quién será la afortunada novia?

—Si Edward se casa con la hija de Swan, será posible una paz real y duradera. ¿Qué mejor manera de recompensar a mi hijo? Y si hay paz en el norte, vos podréis dedicaros por completo a Normandía.

Rufus sonrió sin ningún atisbo de humor.

—¿Quieres la paz, Carlisle, o más poder? ¿Es que no te basta con lo que tienes?

—¿Os he traicionado alguna vez? ¿No os he apoyado en los momentos de mayor necesidad?

—¿No te he dado más que a ningún otro? —replicó Rufus.

—Mi intención es protegeros a Inglaterra y a vos, mi rey.

La sonrisa del monarca era amarga y burlona.

—Te conozco bien, Carlisle, y nunca me has engañado como han hecho muchos otros. Confío en ti más que en nadie. En este cenagal que llamamos corte, rodeado de tanta codicia y ambición, tú sólo buscas proteger el legado de mi padre. ¿No es así?

—Mi intención es protegeros a Inglaterra y a vos, milord; nunca dudéis de ello —repitió Carlisle con firmeza.

—¡Maldición! —dijo Rufus irritado—. ¡Me hubiera gustado humillar a Charlie!

—Ya ha sido humillado, milord. No puede estar contento con el giro que han dado los acontecimientos.

—Edward está prometido a la hermana de Denaly —apuntó entonces el monarca.

—Los compromisos pueden romperse —respondió Carlisle con voz pausada.

—¿Y cuando muera Charlie?

—Cuando muera, Masen apoyará a Inglaterra, como siempre.

—¿Y cuando tú mueras?

—Mi compromiso es el compromiso de Edward.

—Así que volvemos a Edward —murmuró Rufus—. Crecimos juntos, como tú bien sabes, pero no nos tenemos mucho cariño —reconoció con ironía.

—El cariño no significa nada; el honor, todo. ¿Estáis dudando del honor de mi hijo?

—¡No! —Rufus se puso pesadamente de pie—. No, no lo pongo en duda. Ningún hombre sería tan estúpido como para cuestionar el honor de Edward. ¿Hay algún hombre que tenga más que él? Lo dudo.

Carlisle lo observó. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz suave e hipnótica.

—Siempre os he sido fiel, alteza, tal y como lo fui con vuestro padre. Sí, confieso que quiero una paz duradera en la frontera. Confieso que quiero a esa princesa como novia de mi hijo mayor. Pero vos, vos obtendréis Normandía.

William Rufus se quedó quieto y guardó silencio.

—Lo que ocurrió hace cinco años volverá a suceder. —Carlisle continuó utilizando el mismo tono seductor—. Tenéis muchos vasallos con Intereses en Normandía, como Odo de Bayeux o Robert de Mortain, vasallos que no os pertenecen sólo a vos sino también a vuestro hermano Robert. Es una situación insufrible. Esos barones quieren tener un solo señor, no dos. Deben tener uno, y ese debéis ser vos.

A Rufus le ardió la mirada.

—¿Crees que no sé de qué estás hablando? Hay muchos que aún conspiran para colocar a mi hermano Robert en mi trono.

—Y muchos otros que saben que es demasiado débil para ser rey de Inglaterra. Robert nunca podría unir Inglaterra con Normandía.

Transcurrieron varios minutos mientras se medían con la mirada. Finalmente, Rufus se sentó y se reclinó en la silla. Tenía el rostro endurecido y sombrío. No era ningún misterio el enorme poder que la alianza propuesta otorgaría a Masen, ni el potencial desastre que tendría lugar si los de Cullen apoyaran a Escocia. Tampoco cabía duda de que Carlisle hablaba con sinceridad. Y él debería estar libre para dedicarse a recuperar Normandía... si quería seguir siendo rey de Inglaterra.

—Dime —dijo Rufus de pronto—. ¿Es bonita?

—¿La princesa? —La pregunta del rey resultaba extraña.

—Sí, la hija de Swan. ¿Es bonita?

—No lo sé —respondió Carlisle con calma, preguntándose a dónde querría llegar Rufus.

El monarca se encogió de hombros súbitamente.

—No hay mujer más bella que Tanya Denaly, y Edward no estaba entusiasmado con ella.

Carlisle guardó silencio. No había nada que decir. Si su hijo encontraba bonita a su novia o no, resultaba completamente irrelevante.

—Ya es suficiente. La idea me gusta... y pensaré en ella —le aseguró Rufus con una sonrisa.

El conde asintió y se inclinó ligeramente.

—Eso es todo lo que os pido, señor.

Pero cuando salió de los aposentos sonreía. Y un poco más tarde, envió un jinete al norte con un mensaje para Charlie Swan.

 


Capítulo 9: El juramento Capítulo 11: No puedo, lo siento pero no puedo

 
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