La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 23: Atrapada

Lo prometido es deuda aqui teneis el segundo cap.

_________________________

 

 

Isabella huyó. Le dio la impresión de que la suave risa de Henry la seguía, pero dado su estado de nerviosismo no podía estar segura. Se precipitó por los escalones de la escalera de caracol y se cayó. Por suerte estaba en el último peldaño cuando ocurrió, pero fue suficiente para que se quedara un instante quieta antes de levantarse, jadeando.

Se llevó la mano al abdomen. Por todos los santos, ¿qué estaba haciendo? ¡Debía tener cuidado! Si perdiera su bebé por falta de precaución o torpeza, nunca se lo perdonaría. Debía empezar a contenerse por el bien de su hijo. Con cuidado, se puso en pie. Le latía la cabeza pero hizo un esfuerzo por pensar. No dudaba de las palabras de Henry... Ojalá fuera así. Pero conocía a su padre. Nunca dejaría que una trasgresión no obtuviera su castigo. Isabella gimió. ¡Había que detenerlo! No quería ni imaginar la guerra que se desencadenaría para todos: Los escoceses, los normandos, Charlie, Edward, ella misma...

—¿Isabella? —La joven se giró al escuchar el sonido de la voz de su esposo y se quedó mirándolo como si fuera un desconocido Estaba de pie en el estrecho y oscuro pasillo sujetando un candil. De pronto, Isabella fue consciente de que estaba pegada a la pared; no se había movido del escalón en el que había caído—. ¿Estás bien? ¿Te has caído?

Su preocupación era evidente. Exhalando un pequeño grito de alivio, la joven se arrojó a sus brazos. ¡Edward sentía algo por ella! Lo necesitaba tanto... Necesitaba que fuera su aliado en aquellos tiempos oscuros y aterradores, necesitaba consuelo y esperanza, necesitaba su fuerza. Para su disgusto, él no la abrazó sino que la apartó firmemente de sí con el rostro serio, como si no quisiera tocarla.

—¿Te has caído? —repitió—. ¿Te has hecho daño?

—Estoy bien —respondió ella apretando los puños para no volver a lanzarse a sus brazos. Tal vez estuviera preocupado, pero aún no la había perdonado y sin duda todavía le reprochaba la visita de Michael.

—¿Es cierto? ¿Charlie tiene intención de comenzar una guerra? ¿Planea invadir Masen? ¿Es inminente?

Edward entornó los ojos.

—¿Y cómo te has enterado de la noticia, si se me permite la pregunta?

Isabella estaba convencida de que Henry había dicho la verdad, pero a pesar de todo soltó un grito de angustia cuando las duras palabras masculinas se lo confirmaron. Aun así, no se le escapó el amargo sarcasmo de su esposo.

—¡No te he espiado! —gritó. Estaba temblando—. Tu querido amigo Henry me lo contó. ¡Piensa en ello!

Se apartó bruscamente de la pared y pasó por delante de Edward. Él reaccionó de inmediato agarrándola del brazo, llevándola a rastras a su habitación y soltándola únicamente para poder cerrar la puerta. La joven se acercó al fuego con la intención de calentarse y le dio la espalda; temblaba de rabia y de absoluto terror. Pero sabía que Edward la observaba y terminó girándose para enfrentar su sombría mirada.

—Me lo ha contado Henry —repitió—. Todavía está en la muralla. Pregúntale si dudas de mí.

—No dudo de ti. Esta vez no —dijo Edward con voz pausada—. El príncipe cree que todos los que están a su alrededor somos marionetas y que puede manejarnos a placer. Aunque en este caso no sabe qué movimientos harán esas marionetas. Creo que eso es lo que más le divierte.

—¿Y aun así lo consideras amigo tuyo?

—Todo lo amigo que puede ser alguien que no es de la familia —le explicó—. A Henry le divierte causar problemas y esta noche ya ha provocado suficientes. ¿Y ahora qué? ¿Vas a llorar y a suplicarme que evite la guerra?

—Si mi padre invade tus tierras, debes defender lo que es tuyo.

Isabella se estremeció al imaginar aquellos dos poderosos ejércitos enfrentándose el uno al otro, el sonido del metal contra metal, los gritos de angustia y muerte.

La joven se quedó de pronto paralizada. Un horrible presentimiento, una premonición de desastre, de muerte, se apoderó de ella. ¿Quién? ¿Quién podría ser? ¡Edward no! Por favor, Dios, Edward no. Tragó saliva y por fin pudo hablar.

—Pero no tiene por qué ocurrir. Aún no es demasiado tarde. Mi padre todavía no ha llevado a cabo la invasión. ¡Por favor, Edward, debes ir a verlo!

—¿Me envías a las fauces del enemigo la víspera de una guerra?

—¡Esta guerra puede evitarse! —exclamó tomándolo de las manos.

—¿Estás loca? ¿O acaso crees que lo estoy yo? —Edward se soltó.

—¡No lo comprendes! —gritó. La cabeza le daba vueltas, el pulso le latía en los oídos. Suplicaría si fuera necesario, se pondría de rodillas. Había mucho en juego. No podría soportar una guerra entre su padre y su esposo. La premonición de que alguien iba a morir, alguien muy querido, era muy fuerte. Pero no ocurriría si aquella horrible confrontación no llegaba a tener lugar.

—Oh, vaya, ya te entiendo, milady —dijo Edward con frialdad.

Isabella se detuvo bruscamente.

—No creerás que quiero enviarte a una trampa ¿verdad?

—¿Serías capaz de semejante traición?

—No, Edward, no me has entendido... una vez más.

Le temblaba la voz. Pero comprendió por qué su esposo pensaba así: el día anterior se había reunido en privado con Michael.

—¿Qué historia vas a contarme ahora?

—¡Debes negociar con mi padre! —gritó, cercana a la histeria—. ¿Es que no lo ves? Las palabras, Edward, las palabras podrían restablecer la tregua y evitar una catástrofe.

—No creo que seas tan ingenua como para pensar que hablar con tu padre evitaría el enfrentamiento. Me envías a la muerte o a una vida en prisión. No me gusta. —Sus últimas palabras surgieron como un gemido sordo.

Isabella tenía las manos extendidas a modo de súplica y él se las apartó.

—No —susurró ella, tambaleándose por el empujón—. Soy sincera.

—¿Sincera? ¿Esperas que crea que eres sincera? —Sus ojos estaban oscurecidos por la ira—. Te has enfrentado a mí desde la primera vez que nos vimos, has despreciado todo lo mío, especialmente mi apellido y mi país. Incluso luchaste contra nuestro matrimonio hasta el final. Y pocos días después de pronunciar tus votos matrimoniales, los rompiste sin dudar. —Edward sonreía con frialdad—. Ah, y no olvidemos que tu hermano estuvo ayer aquí.

Isabella se apartó de Edward, que se alzaba amenazante sobre ella con las facciones marcadas por la ira.

—¡No! —gritó.

Pero era consciente de que parecía culpable. La visita de Michael había sido el golpe de gracia. Edward no podía pensar que se tratara de algo inocente con la guerra en ciernes, la derrota de Swanter y su supuesta traición. Para él, la visita de su hermano no era una mera coincidencia sino un acontecimiento premeditado. Por eso su súplica parecía un engaño, una trampa.

—No, Edward, estás equivocado.

—Estoy cansado de tus juegos, milady —dijo con extrema frialdad al tiempo que se erguía—. Escúchame bien. Mañana iré a la guerra y nada podrá evitarlo.

—¡Edward, por favor, esta vez tienes que confiar en mí!

Él le dio la espalda y un instante más tarde salió de la habitación.

Cuando Isabella se despertó al día siguiente tras una larga noche casi en blanco, su esposo todavía no había regresado. Transcurrieron muchas semanas antes de que volviera a verlo.

Isabella no se atrevió a pensar en dónde podría haber dormido Edward la noche anterior. Ocupó su mente atormentándose con las consecuencias que traería la guerra para aquellas tierras. Charlie había invadido Inglaterra en cuatro ocasiones, y en todas ellas había sido derrotado y obligado a jurarle fidelidad al rey inglés. La joven no veía razones para creer que en aquella ocasión fuera a ser diferente. Pero para ella sí sería distinto, porque se encontraba al otro lado de la frontera escocesa. No esperaría noticias con su madre en Edimburgo, rezando y suplicando de todo su corazón que Escocia consiguiera la victoria. Cualquier victoria sería una tragedia para Isabella. Si su padre, milagrosamente, ganaba, Edward perdería. ¿Cómo iba a alegrarse ella de eso? Pero si Charlie volvía a perder, también sufriría. Nunca sería insensible a la derrota de su país. En la guerra que iba a tener lugar habría un vencedor. Pero no sería Isabella; ella ya había perdido.

No, pensó con determinación. No había perdido todavía. No lo haría si se ocupaba personalmente del asunto. Después de todo, tal vez se había equivocado al suplicar a Edward que fuera a pedir al rey escocés la paz. A pesar de la boda, eran enemigos. Pero, ¿y si ella, la mismísima hija de Charlie, iba en su lugar? De pronto, se sintió invadida por una emoción paralizante. Y con ella llegó el miedo.

Supondría la mayor apuesta de su vida y lo sabía muy bien. Aunque Edward no hubiera salido todavía de Alnwick no le habría pedido permiso. No creería en sus buenas intenciones, sino que volvería a sospechar de traición. Tendría que salir de la fortaleza sin su permiso y sin su conocimiento.

No quería pensar en lo que ocurriría si salía de Alnwick para ir en busca de su padre y no lograba convencerlo para que ordenara el regreso de sus tropas. Era demasiado aterrador. Debo haberme vuelto loca, pensó mientras planeaba la escapada, ¿quién soy yo para evitar esta guerra?

Pero no podría vivir consigo misma si no lo intentaba. Ansiaba la paz como nunca antes. Paz en aquellas tierras y paz en su matrimonio.

Cuando la joven se levantó de la cama y se vistió, Edward y todos los de Cullen ya habían iniciado la marcha. Ella se despertó al amanecer cuando los sintió partir. Una vez más, los hombres de Masen iban a la guerra. Esta vez, sin embargo, eran menos. Atrás quedaban muchos soldados. ¿Para defender Alnwick? Isabella sabía que no cabía otra explicación. Sin embargo, no estaba muy convencida. ¿Considerarían el conde y Edward el asedio como una posibilidad, aunque fuera remota? Eso parecía, ya que dejaban el castillo al cuidado de más de cuarenta hombres. Al instante, se sintió horrorizada. No porque fuera cobarde, sino porque le resultaba difícil imaginarse a su padre asediando el castillo de su esposo, sobre todo con su propia hija viviendo allí.

No debía pensar en un hecho tan terrible. En su lugar, la ágil mente de Isabella supuso que si Edward se había marchado tan deprisa, la noche anterior debía haber enviado a algunos jinetes con la intención de reunir a los vasallos para la guerra. Lo que significaba que la invasión de Charlie era inminente, tal y como Henry había dicho, y ella no tenía tiempo que perder.

Henry había partido hacia Swanter, como estaba planeado. Pero ahora Isabella comprendía sus verdaderas intenciones, que no pasaban por relevar a las tropas que había allí sino reforzarlas y prepararse para la batalla. ¿Cómo podía Charlie pensar en vencer a semejante ejército? ¿Por qué no podía poner su gran determinación al servicio de la paz en lugar de buscar siempre la guerra?

Sintió otra terrible premonición y procuró desviar la atención al asunto que tenía entre manos. Decidió disfrazarse de campesino, salir del castillo y robar en el pueblo un asno o un caballo si conseguía encontrar uno. Tendría menos problemas para viajar sola bajo la apariencia de un muchacho. Y en cuanto estuviera a salvo, revelaría su identidad y conseguiría un buen caballo y una escolta escocesa.

Alnwick estaba en plena actividad cuando Isabella descendió por las escaleras e hizo su entrada en el gran salón. Se trataba del tipo de actividad que acrecentaba sus miedos y afianzaba su determinación. Se estaban llevando a cabo preparativos para el supuesto de un asedio. El conde no sólo había dejado tras de sí muchos valerosos caballeros para defender el castillo, sino que también había ordenado que se prepararan para lo peor. Isabella se estremeció. Por lo que ella sabía, Alnwick era impenetrable. Sin embargo, el conde sabía lo que hacía; era un militar con amplia experiencia y un brillante estratega. Sin duda, el tipo de guerra que se cernía sobre ellos tenía unas dimensiones que la joven no había presenciado en toda su vida.

Sin aliento, consciente de que debía conseguir que Charlie abandonara su propósito, Isabella mantuvo la esperanza de cruzar el gran salón y salir al exterior sin que nadie se diera cuenta. Probablemente sería fácil debido al bullicio que había dentro.

Pero la condesa la vio de inmediato y la saludó. Ocultando su reticencia, Isabella acudió a su llamada.

—Me alegro de que te hayas levantado tan temprano; hay muchas cosas que hacer —dijo lady Esme sin rodeos—. Tú estarás a cargo de reunir todo lo que necesitemos para atender a los heridos. Si tiene lugar un asedio habrá muchos.

La condesa enumeró rápidamente la lista del material que había que llevar dentro del castillo. La joven escuchó y asintió con la cabeza, consciente de que no iba a reunir sábanas limpias ni pan mohoso, y sintiéndose una traidora por ello. Pero si conseguía disuadir a Charlie, entonces no sería una traidora... sería una heroína. Aquella idea la dejó muda. Salvaría muchas vidas y por fin demostraría su inocencia ante Edward.

Estaba tan inmersa en sus pensamientos que apenas escuchó a la condesa cuando la envió a ponerse manos a la obra tras darle una palmadita en el hombro. Acababan de darle la excusa perfecta para salir de la torre.

Corrió hacia la parte fortificada del castillo, donde los sirvientes iban y venían de un lado a otro arrastrando grandes toneles de agua potable hacia el interior, así como sacos de grano y comida. Otros llevaban bidones de aceite en dirección a los muros. Si finalmente sufrían un asedio, pondrían el aceite a hervir y lo colocarían en la parte más alta para arrojárselo a los asaltantes cuando intentaran escalar los muros. Nadie le prestó atención.

Pensó que seguramente podría salir del castillo a través del puente levadizo, que se había bajado debido al constante ir y venir tanto de personas como de carros. Pero había demasiado en juego como para arriesgarse a que la reconocieran y la obligaran a detenerse. Isabella corrió hacia la parte de atrás del castillo, al lugar donde se ubicaban las cocinas y las despensas, donde trabajaban varios muchachos de su estatura. Uno de los chicos estaba introduciendo un saco de maíz en la cocina. Isabella lo apartó a un lado de inmediato; le convenció para que le diera su ropa a cambio de un penique, y le entregó una capa para que se cubriera. Se llevó todo lo que él tenía puesto: los zuecos, las calzas, la vasta túnica de lana y el cinturón de cuerda. Y lo más importante, la desgastada capa con capucha. Le tranquilizó que el chico le asegurara que no tendría problemas para reemplazar su vestimenta.

Con la ropa debajo del brazo, Isabella salió corriendo, dejó atrás las cocinas y dobló la esquina. Necesitaba intimidad absoluta para ponerse el disfraz. Un carro vacío se la concedió... O eso creía ella. Acababa de terminar de vestirse y estaba ocultando cuidadosamente su propia ropa en el carro bajo unos sacos vacíos, cuando Elizabeth dijo:

—¿Qué estás haciendo, lady Isabella?

A la joven le dio un vuelco el corazón. Sonrojada, se incorporó para enfrentarse a Elizabeth, que tenía los ojos abiertos de par en par y observaba cada detalle de su aspecto.

—La capucha es demasiado grande —observó.

Isabella agarró a su cuñada y la arrastró hacia las sombras que proyectaba el carro. El corazón le latía salvajemente. ¿Qué explicación razonable podía darle a aquella inteligente muchacha para explicar su absurda manera de vestir? Tan sólo podía apelar al sentido de la aventura de la niña y confiarle la verdad.

—Desde lejos —preguntó en voz baja—, ¿parezco un muchacho?

Elizabeth dio unos pasos hacia atrás y la observó muy seria.

—Tal vez si te ensucias la cara y las manos... ¿Qué estás haciendo?

Isabella volvió a atraerla hacia sí.

—Necesito tu ayuda, Elizabeth. Necesito que me prometas que mantendrás un secreto.

—¡Te has disfrazado para poder escaparte! —La expresión de Elizabeth se volvió acusadora.

—¡Sí, pero no por la razón que estás pensando!

—¿Huirás ahora de todos nosotros, de Edward? ¿Nos abandonas? ¡Creí que eras mi amiga! —afirmó, pálida.

—¡Por favor, escúchame! —Isabella estaba desesperada—. ¡No estoy huyendo! —La niña la escuchó con atención—. ¡Voy en busca de mi padre para suplicarle que no participe en esta guerra!

—¿Y Edward no lo sabe? —preguntó sorprendida.

—No. Se marchó antes de que se me ocurriera este plan. Pero aunque lo supiera, no me dejaría ir. Los hombres no permiten que sus esposas hagan cosas así.

No podía decirle a la niña que su hermano no confiaba en ella y que pensaría, igual que le había sucedido a Elizabeth, que Isabella tenía la intención de huir.

—Vaya, si puedes detener a Charlie los bardos contarán historias sobre ti y los juglares te compondrían canciones. ¡Ya no hablarán sólo de tu belleza, sino también de tu coraje! Y Edward dejará de estar enfadado contigo. ¡Volverá a amarte! —A la niña le brillaron los ojos de ilusión.

La joven guardó silencio. El corazón se le desgarraba al escuchar las palabras de la niña, palabras que reflejaban a la perfección sus propias esperanzas. ¿Qué era lo que Elizabeth sabía? Y lo que era más importante, ¿hasta qué punto lo entendía? Parecía cornos si la niña comprendiera la situación de Isabella. ¿Cómo podía alguien tan joven ser tan astuto?

—Entonces, ¿me ayudarás guardando silencio?

—¿Volverás? —le preguntó mirándola con aprensión.

—Por supuesto —aseguró al ver que Elizabeth vacilaba—. Amo a tu hermano.

Los ojos de la niña lanzaron un destello de alegría.

—Está bien. Te ayudaré a parar esta guerra y a recuperar el amor de Edward.

Aquel mismo día, mientras el crepúsculo caía sobre la tierra, Isabella se acercaba al campamento del ejército de su padre circundando el ejército enemigo..., el ejército de su esposo.

Iba escoltada por un único jinete, un fuerte muchacho escocés que se había mostrado deseoso de ayudarla en cuanto desveló su identidad, tanto a él como a sus compañeros de una pequeña granja situada al este de Cheviot Hills. No era ningún secreto que el gran ejército de Charlie estaba acampado en los llanos justo al norte de Liddel, como tampoco lo era que las fuerzas normandas tenían su base en las suaves colinas del sur de Swanter. Tras dejar la granja, se dirigieron directamente hacia el oeste siguiendo el camino que tomaban los venados. Pronto se desviaron hacia el sur. Habían necesitado tomar algunas precauciones. Los dos ejércitos estaban firmemente asentados y a muchas millas al sur de allí, normandos armados y caballeros ingleses, vasallos o aliados de su esposo, cruzaban el territorio para unir sus fuerzas a las suyas. No se atrevieron a utilizar la vieja calzada romana, sino que siguieron los caminos de las colinas situadas justo encima. En dos ocasiones, Isabella y Jamie tuvieron que poner al galope a sus viejos caballos y salirse del camino para ocultarse tras un grupo de árboles o un barranco. Se habían agachado tras sus monturas muertos de miedo mientras un peligroso y amenazante ejército de caballeros normandos montados en sus grandes corceles avanzaban con rapidez y los dejaban atrás. Si Isabella no había sido consciente con anterioridad de lo peligroso que era su plan, se dio cuenta en aquel instante. Si la atrapaban, ninguno de aquellos hombres creería que era la esposa de Edward. No quería ni pensar en el destino que correrían Jamie y ella.

Qué gran ironía. Las tropas del esposo al que tanto quería se habían convertido en una amenaza para ella.

Cuando el sol comenzó a caer y la luz se desvaneció volviéndose gris, llegó el momento de dejar atrás la vieja calzada romana. El río Tyne se bifurcó hacia el sur y los dos jinetes se dirigieron hacia el oeste, adentrándose en los bosques y buscando el campamento de Charlie. No muchas millas más adelante se encontraba Swanter.

Jamie tenía una mente despierta que había utilizado a lo largo de todo el día para mantener a Isabella distraída del peligro que corrían. Pero ahora había desaparecido su sonrisa desdentada y, a pesar del frío, el sudor le perlaba la frente. Isabella también sudaba al tiempo que el corazón retumbaba con fuerza en su pecho. El ejército escocés no estaba lejos, pero tampoco el normando, y sin duda habría muchas patrullas durante la noche. Tanto ella como el muchacho estaban aterrorizados ante la perspectiva de que los descubriera una patrulla normanda. Si la capturaban significaría que su misión había fracasado... cuando estaba tan cerca de triunfar.

Diez minutos después de haber abandonado la calzada los detuvo una patrulla. El marcado acento de las Tierras Altas dejó claro al instante que los exploradores eran escoceses. Jamie y Mari rieron aliviados. ¡Lo habían conseguido! De alguna manera se habían deslizado entre cientos de soldados normandos, evadiendo sus patrullas y habían conseguido alcanzar territorio escocés.

En cuanto Isabella se quitó la capucha la reconocieron al instante a pesar del disfraz, por lo que no fue necesario revelar su identidad. Aquellos altos y fornidos soldados, que iban a pie vestidos con mantos escoceses, parecían incrédulos. Nadie le preguntó qué estaba haciendo allí, pero su incredulidad había dado paso a sonrisas complacidas. La joven sabía lo que estaban pensando: creían que volvía a casa, que estaba traicionando a su esposo.

La noche caía rápidamente, pero Isabella veía todavía lo suficiente como para quedarse impresionada ante el tamaño del campamento de su padre. Jamie había fanfarroneado de su amplitud, un alarde basado en rumores, y la joven no lo había creído.

—¡Mi padre debe haber reunido al menos quinientos hombres! —exclamó girándose hacia uno de los soldados que caminaba al lado de su agotado caballo de tiro—. ¡Puedo distinguir a más de una docena de clanes! Veo los colores de los Jacoblas, de los MacPhillss y también de los Ferguson. Ni siquiera puedo recordar el tiempo que hacía que no nos apoyaban.

El fornido escocés al que se había dirigido sonrió y luego le guiñó un ojo.

—Esta vez el rey lo tiene todo a su favor. En esta ocasión ganará, podéis estar segura.

Isabella no estaba segura, pero la derrota no parecía una posibilidad. Se preguntó qué les habría ofrecido Charlie a aquellos clanes a cambio de su apoyo, y lo que ocurriría cuando el ejército escocés se encontrara con el normando. Estaba asustada. La destrucción no conocería límites; la pérdida de vidas humanas alcanzaría unas cotas imposibles de imaginar. Ahora entendía por qué Alnwick se estaba preparando para un asedio. El ejército escocés era lo suficientemente grande y amenazador para intentar prevenir un suceso a priori tan impensable.

No era momento para ser egoísta, pero Isabella no pudo evitar sentir un repentino nudo en la garganta. Se imaginó a sí misma refugiándose en la sala de Alnwick con las demás mujeres mientras asaltaban la fortaleza con piedras, metales, fuego griego, y embestían los muros con poderosos arietes. Si no conseguía disuadir al rey para que no fuera a la guerra, ¿se vería en aquella tesitura? ¿Intentaría su padre destruir Alnwick, el hogar de su esposo, aunque ella permaneciera dentro de sus muros?

No debía pensar de forma tan negativa. La joven parpadeó dos veces para aclararse la visión y miró hacia el paisaje formado por una enorme cantidad de tiendas sucias a causa de las inclemencias del tiempo, que estaban desplegadas por los suaves y verdes campos que tenía delante. La tienda de rey, ni más grande ni más alta que las demás, estaba colocada sobre una pequeña ondulación del terreno. Isabella lo vio al instante. Su padre estaba apoyado sobre sus talones delante del fuego, rodeado de poderosos terratenientes y de Michael, Erick y Edgar.

Isabella se olvidó de su escolta, Jamie y los exploradores, y urgió a su caballo para que avanzara más deprisa. Edgar, que fue el primero en verla, se la quedó mirando con asombro. Luego corrió hacia ella al tiempo que gritaba de alegría. Isabella desmontó y se lanzó a sus brazos.

Edgar no la abrazó. Se limitó a zarandearla.

—¡Por todos los santos! ¿Qué estás haciendo aquí, Isabella? ¿Por qué no estás con tu esposo?

—¡Yo también me alegro de verte! —bromeó ella dándole un abrazo.

Él se soltó. Nunca había demostrado su afecto con gestos, porque lo consideraba algo poco masculino.

—Espero que tengas una buena razón para estar aquí y no en Alnwick, el lugar al que ahora perteneces —la reprendió.

Ante aquellas palabras, ella observó con atención su rostro joven y serio. Edgar nunca había sido crítico con ella; se habían pasado la vida desafiando juntos a la autoridad y defendiéndose el uno al otro. Sin embargo, ahora pensaba que estaba traicionando a Edward.

—Sólo he venido a cruzar unas palabras con nuestro padre. Tengo intención de regresar a Alnwick esta noche.

Su hermano se quedó boquiabierto. Tenía una expresión tan infantil, tan propia del antiguo Edgar, que Isabella sonrió. Él intentó decir algo, pero sus otros hermanos ya los habían alcanzado.

—¿Isabella? —Michael tampoco daba crédito—. ¿Cómo diablos has llegado hasta aquí?

—Y lo que es más importante, ¿por qué ha venido? —la interrogó Erick.

Isabella los observó y fue consciente de la preocupación de Michael y de la desconfianza de Erick.

—Tengo que hablar con nuestro padre.

—¿Traes un mensaje de tu esposo? —preguntó Erick con escepticismo—. ¿Ese bastardo se esconde ahora detrás de las faldas de una mujer?

—¡Él nunca se escondería de nadie, y menos de gente como tú! —exclamó furiosa.

—Entonces dinos de una vez por qué has venido —gruñó Erick.

Ella se sonrojó. Había defendido a Edward de forma instintiva, pero no diplomática.

—No traigo ningún mensaje de mi esposo. Él no sabe que estoy aquí.

Su declaración hizo que Erick alzara una ceja con gesto escéptico.

—Dios santo, Isabella, ¿por qué estás aquí? ¡No tendrías que haber venido! Hoy ha habido varias escaramuzas; ya hemos perdido tres hombres y la lucha no ha comenzado todavía. ¡Podrías haberte visto envuelta en alguna de ellas! —exclamó Michael preocupado.

—Tenía que venir —aseguró Isabella con obstinación—. Debo hablar con nuestro padre.

—¿Y qué es eso tan importante que te ha hecho viajar hasta aquí para verme sin pedirle permiso a tu esposo? —preguntó Charlie en tono gélido.

Isabella se giró. El rey escocés estaba detrás de ella con el rostro cincelado en piedra. Nunca antes se había dirigido a su hija de aquel modo. Su frío comportamiento hizo que la joven ahogara un grito de alegría y se quedara paralizada en vez de lanzarse a sus brazos.

—¿Padre?

—Te he hecho una pregunta.

—¿Podemos hablar a solas? —preguntó irguiéndose. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué sucedía?

—¿Por qué? ¿Tienes algo que esconderles a tus hermanos?

—¿Por qué me tratas con tanta frialdad? —inquirió Isabella temblando—. Hablas como si estuvieras lleno de ira... ¡Como si me odiaras!

—¿Acaso no tengo motivos? —rugió Charlie. Su profunda voz rasgó el aire de la noche de tal forma que los hombres de las otras tiendas se giraron para mirarlos—. ¡Me has desobedecido gravemente! ¿Acaso no te expliqué por qué permití en un principio que te casaras con ese bastardo? ¡Podría haberte enviado a Francia! ¡Podría haberte casado con algún terrateniente viejo y pobre del norte! Pero era la oportunidad perfecta. Tendría a mi propia hija casada con uno de mis peores enemigos. —Isabella estaba petrificada—. No me advertiste de la invasión de Swanter y la perdimos por culpa de tu traición. —La joven no podía respirar. Sentía que iba a desmayarse. Quería morirse en aquel momento, allí mismo—. Di lo que tengas que decir deprisa —siguió Charlie—. Ahora no tengo tiempo que perder. Pero si has venido aquí como ha sugerido Erick, para pronunciar las palabras que tu esposo debería decir, no te molestes. Ya no habrá más conversaciones entre nosotros. El tiempo de las palabras ya ha pasado. Ahora es el momento de que hablen las espadas.

—Yo no te he traicionado —consiguió decir finalmente Isabella. La oscuridad que se iba apoderando de la tarde le nublaba la visión. ¿O eran lágrimas?—. Juré obedecer a mi esposo, padre. No estuvo bien por tu parte pedirme que rompiera mis votos. Y estuvo peor todavía que accedieras a este matrimonio pensando que me convertiría en una espía desde el principio.

Charlie alzó la mano y Isabella gritó. Al instante, Michael y Edgar saltaron sobre su padre para impedir que la golpeara. Tras un momento, el rey se recobró y, resollando, dejó caer el puño.

—Ya no eres mi hija —sentenció con voz ronca.

—¡Padre! —gritó Isabella.

—¿Me has oído? —explotó él—. ¡Ya no eres mi hija!

—¡Pero yo te quiero!

Charlie la ignoró, furioso.

—¡Mi hija es una muchacha escocesa leal y valiente, no alguien como tú! ¡Tú no eres mi hija!

Hasta aquel momento, la joven había llorado en silencio, sin embargo, en aquel instante, sus ojos se quedaron secos y se irguió orgullosamente. Por dentro se sentía muerta. Muerta y mayor... muy mayor. Pero su mente estaba muy viva y ahora sus pensamientos estaban centrados en la poderosa imagen de su esposo. Su padre se equivocaba al repudiarla, pero ahora no importaba. Pertenecía a otro hombre, a Edward de Cullen.

—Pronuncié mis votos ante Dios —susurró.

Isabella se escuchó a si misma y le sorprendió hablar con tanta calma y dignidad cuando tenía el corazón roto en mil pedazos.

—¡Los votos que se juran ante el enemigo hay que romperlos! Sobre todo los que se pronuncian ante Edward de Cullen. —Charlie hizo un esfuerzo por calmarse. Su duro rostro estaba sonrojado. Respiró hondo y se inclinó amenazante sobre la hija a la que acababa de repudiar—. Y ahora, milady, ¿qué es lo que tienes que decir? Habla rápido y márchate.

Isabella alzó ligeramente la barbilla.

—He venido a suplicarte que acabes con esta locura. Por favor, retírate. Retírate antes de que mueran cientos de hombres, antes de que esta frontera se inunde con sangre inocente.

—¡Te ha enviado tu esposo! —exclamó incrédulo—. ¿Es un cobarde, después de todo? ¿Tiene miedo de enfrentarse a mí en el campo de batalla? —Charlie se rió—. ¡Sabe que esta vez no puedo perder! ¡Esta vez ganaré! ¡Nunca antes había existido un ejército escocés tan poderoso! ¡La victoria será nuestra!

—Pero, ¿a qué precio? —murmuró Isabella.

—¡Ningún precio es demasiado alto! —declaró su padre.

La joven se dio la vuelta; lágrimas de plata resbalaban por sus sonrojadas mejillas. Alguien, Michael, le pasó el brazo por los hombros y se la llevó de allí. Isabella se dijo a sí misma que no debía llorar. Había fracasado en su intento de evitar la guerra. Había cometido una locura al pensar que podría evitar que Charlie luchara.

¡Cuánto necesitaba a su Edward en aquel momento! Debía regresar a casa inmediatamente. Debía volver a su hogar antes de que él llegara a averiguar que se había marchado... Antes de que pensara lo peor.

—Me voy —dijo Isabella vacilante algo más tarde. Tenía una sonrisa tan triste que los ojos de Michael se llenaron de lágrimas—. Ha sido una locura creer que podría apartarlo de su trayectoria. ¿Puedes proporcionarme un caballo y un escolta?

Su hermano le levantó la barbilla y luego le agarró suavemente los brazos.

—Isabella, no habla en seria No puede comprender ni aceptar que ahora le debas primero lealtad a de Cullen, pero lo superará con el paso del tiempo.

—¡Me ha repudiado! —exclamó mirando a su hermano sin una lágrima en los ojos.

Michael suspiró. La mirada de Isabella, demasiado brillante, y su tono de voz casi normal le angustiaban más de lo que lo harían los gritos y los llantos. Conocía a su valiente hermana pequeña y sabía que nunca mostraría su debilidad. Pero de pronto, se le ocurrió pensar que apenas la conocía ya. Cuando se escapó de Liddel para encontrarse con Jacob Black no era más que una muchacha audaz. La valiente mujer que ahora lo miraba con un corazón roto que trataba de ocultar, era justo eso, una mujer con un coraje incomparable.

—Cambiará de opinión, estoy seguro. —Michael se aseguró de que su hermana no pudiera verle los ojos, porque no estaba en absoluto convencido de lo que acababa de decir.

Isabella se mordió los labios y guardó silencio durante unos instantes.

—Ya no sé quién es.

Michael le acarició el brazo.

—Siempre lo has visto como a un dios, pero lo cierto es que nuestro padre no es más que un hombre. No es un mal hombre, Isabella, pero tiene sus defectos, igual que todos.

Ella lo miró sintiendo que se ahogaba.

—Si lloras te sentirás mejor —le aseguró su hermano estrechándola entre sus brazos.

—No. No lloraré. —Lo apartó y respiró hondo—. No importa. Lo único que importa es que he fallado. La guerra seguirá su curso y morirán muchos hombres. Tal vez incluso... —Su voz se rompió—. Por favor, Dios —susurró—. Edward no.

—Es un gran soldado, Isabella, no temas por él.

—No puedo evitarlo. —Su hermana lo miró, temblorosa—. ¿Y qué ocurrirá después? No hay esperanza de futuro ni de paz para nuestras familias cuando esta guerra comience.

El silencio se impuso unos momentos, hasta que Michael habló.

—Yo creo en el futuro, Isabella. Creo que está en nuestras manos, en las de los hijos, rectificar los errores de los padres y desafiar al pasado.

—¿A qué te refieres? ¿Crees que algún día, cuando tú seas rey, se detendrá esta sangrienta guerra de fronteras?

—Así lo creo.

—¡Tú sabes algo que yo no sé! ¡Lo veo en tus ojos! ¿De qué se trata? —preguntó aferrándose a su hermano.

—Hay esperanza —contestó él tras un instante de vacilación—. Pero sólo en el caso de que Edward sea un hombre de palabra. ¿Lo es?

—Sí.

—Yo también lo creo.

—¿Qué te ha prometido? —A Isabella le faltaba el aire.

—Algún día, cuando llegue el momento, Edward me apoyará en mi lucha por el trono de Escocia. —Se detuvo, y luego añadió—: Si Dios quiere.

La joven no pudo articular palabra.

Su hermano sonrió y le dio una palmadita en la mano.

—Así que no te sientas tan mal, hermanita. No todo está perdido. Cuando llegue el momento, tu esposo y yo nos convertiremos en aliados.

—¿Cuándo se formó esta alianza? —gritó Isabella—. ¿Cómo es posible que no se me haya informado?

—¡Ésta es mi Isabella! —Se rió—. Hermana, ¿por qué deberíamos decirte nada respecto a un juramento formulado en secreto?

—¿Lo sabe Charlie?

—Lo sabe, pero cree que Edward no mantendrá su palabra y está demasiado furioso por lo de Swanter como para preocuparse por el futuro. —El tono de Michael resultaba sombrío y triste—. Ése fue el precio que se pagó por tu boda, Isabella.

—¡Oh, cielos! —gimió, cubriéndose la cara con las manos.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Michael preocupándose de inmediato. Normalmente Isabella resultaba indomable, pero aquella noche... Aquella noche tenía la impresión de que estaba muy lejos de ese estado. Su fragilidad lo asustó.

—Sabía que yo era un sacrificio político —confesó finalmente en un susurro acongojado—. Pero siendo por ti no me hubiera importado. Es sólo que me hubiera gustado saber la verdad antes. Pero ahora ya no cambia nada.

Su hermano no supo qué decir. La alianza secreta no cambiaba el hecho de que Charlie hubiera repudiado con tanta crueldad a su hija aquel día; un hecho que Michael se temía que fuera irrevocable. Su padre no era precisamente un hombre razonable cuando le guardaba rencor a alguien.

—Tú amas a tu esposo, y eso es lo único que importa ahora, Isabella. —Ella alzó la mirada antes de volver a deshacerse de nuevo en lágrimas—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa? No se trata sólo de nuestro padre, ¿verdad?

—Tengo que volver a casa. —Su voz adquirió un tono agudo—. Debo hacerlo antes de que sea demasiado tarde.

—Isabella —comenzó a decir él sin saber muy bien por donde seguir.

Ella lo interrumpió agarrando sus manos y apretándolas con fuerza.

—¿Puedes arreglar lo del caballo y el escolta, Ed? ¡Tengo que irme ahora mismo!

—No puedo, Isabella.

—¿Qué?

—Escúchame —le dijo con urgencia. Ella estaba pálida por la impresión. Si la hubiera abofeteado no habría sido peor—. Te arriesgaste demasiado viniendo aquí como lo hiciste, montada en un caballo de tiro y escoltada por un granjero cuya única arma era un cuchillo oxidado. ¡Reflexiona, Isabella!

—Tenía que intentarlo —replicó ella con voz débil.

—Es demasiado peligroso regresar ahora. La batalla dará comienzo mañana al alba. —Vaciló sólo un instante, pero Isabella estaba tan angustiada que no se dio cuenta, por lo que Michael decidió no contarle nada respecto a los planes que Charlie tenía para Alnwick—. Tienes que confiar en mí. Es demasiado peligroso y no te mandaré de regreso.

—Ya veo. —La voz de la joven apenas fue audible. A Michael le preocupó que estuviera a punto de desmayarse, una hazaña de la que nunca la hubiera imaginado capaz. Pero no se desmayó. Se quedó de pie, vacilante—. Lo comprendo. —Trató de sonreír pero no lo consiguió—. Es sólo un retraso. Cuando todo haya terminado, volveré a casa.

—Sí —respondió su hermano mirándola de manera extraña; se le encogía el corazón aunque supiera que estaba haciendo lo que debía—. Cuando todo haya terminado podrás volver a casa. —Tembló sin poder evitar sentirse triste. Isabella ya no pertenecía a Escocia.

—De pronto me siento muy cansada. ¿Puedo dormir en tu tienda?

—¡Claro que no! Me temo que no vas a dormir esta noche, Isabella. No permitiré que te quedes en nuestro campamento. Te voy a mandar a Edimburgo. Allí estarás a salvo.

Al oír aquello Isabella palideció como una muerta.

Varias horas más tarde, a sólo unas millas de allí, Edward estaba tumbado en su camastro, incapaz de dormir. Pronto amanecería, sin embargo, acababa de acostarse porque su presencia era necesaria en el consejo de guerra que había tenido lugar aquella noche. Su padre y hermanos eran parte de los doce líderes que guiarían a las tropas normandas. Como de costumbre, la experiencia militar de Carlisle resultó muy valiosa. Riley estaría al mando de las fuerzas de Canterbury, y Jasper sería el capitán de las tropas reales. También había acudido el príncipe Henry; lo habían convencido para que se presentara con sus mercenarios normandos en nombre de su hermano, el rey. Y Rufus, que a su vez era un general perspicaz, había acudido hasta allí para comandarlos a todos en aquellos tiempos de guerra.

Todos estaban perfectamente al tanto de que el ejército al que se iban a enfrentar al día siguiente era el más poderoso que Charlie había conseguido reunir jamás. La guerra que iba a tener lugar sería la más sangrienta de todas las llevadas a cabo hasta aquel momento, y tal vez, sólo tal vez, no consiguieran la victoria.

Edward se preguntó si la paz que tanto ansiaba reinaría alguna vez en la frontera. En aquel momento su deseo sólo parecía un sueño. Y lo peor era que su decepción estaba teñida de un tinte amargo, porque si la paz no llegaba a la frontera, tampoco llegaría nunca a su matrimonio.

¡Maldición! Su relación no debería depender de la guerra o la paz. Su esposa le debía lealtad y amor tanto si luchaba o no, e independientemente de a quién se enfrentara. La necesitaba. Nunca antes en su vida se había permitido sentir una necesidad semejante por nadie. Era un simple mortal, en absoluto invencible. Necesitaba que su esposa estuviera a su lado tanto en los asuntos cotidianos como en los importantes. Pero no estaba a su lado, sino detrás de él... con una daga apoyada en su espalda.

Isabella había intentado enviarlo al enemigo, a una trampa. Haría falta más de una vida para olvidarlo. Realmente lamentaba haberle dado la oportunidad de que lo traicionara. Dios, lo lamentaba. Lamentaba haberse enamorado de ella. Lamentaba amarla en aquellos instantes.

¿Cómo había llegado su vida a aquel punto? No era un hombre fuerte, y ése era su más oculto secreto. Era débil, estaba enamorado de una mujer que había intentado engañarlo y traicionarlo. ¿Cómo podía existir tanto dolor cuando había amor? ¿Cómo iba a soportar aquel tormento durante el resto de su vida?

Si al menos... No era hombre que malgastara su tiempo en sueños vanos, pero aquella frase volvía a su mente una y otra vez. Si al menos Isabella fuera lo que parecía... Podría perdonarle todo si pudiera al menos confiar en ella.

Pero sabía que no podía.

Edward se rió en voz alta. Aquel sonido lleno de dolor resonó ásperamente en el silencio sepulcral de la noche. La noche anterior había estado a punto de creerla. Había deseado creerla. Y por eso Isabella se había vuelto tan peligrosa. Quería creer que era sincera. Y durante un instante lo creyó.

Lo cual era una locura.

Y todavía deseaba poder confiar en ella. El normando cerró los ojos. Tal vez, sólo tal vez, debiera considerar una vez más la remota posibilidad de que Isabella hubiera hablado con la verdad la noche anterior. Edward sabía que ella veía a Charlie como debía hacerlo una hija, como un héroe, no como el hombre que realmente era. Ignoraba que su padre era un mentiroso despiadado y un tramposo ambicioso. No podía saber que incumplía su palabra con la misma facilidad con la que el viento cambiaba de dirección. No podía saber que el rey escocés amaba la guerra y la venganza mucho más de lo que nunca llegaría a apreciar la paz. Confiaba de corazón que Isabella nunca llegara a descubrir la verdad.

Y aunque Edward conocía muy bien cómo era Charlie, lo respetaba. Era un adversario peligroso, porque era un hombre inteligente y un líder fuerte. Si no hubiera sido despiadado, deshonesto y egoísta nunca hubiera unido a los eternamente enfrentados clanes escoceses bajo el signo de una única nación, ni los hubiera mantenido bajo su mando durante treinta y cinco largos años. Charlie era un excelente rey.

Pero un líder semejante nunca escucharía los deseos de paz de su hija, sobre todo si salían de boca de su peor enemigo. Edward apretó los puños. Allí estaba el verdadero peligro que Isabella suponía para él. Sabía que su intención no había sido enviarlo con Charlie para convencerlo de que buscara la paz en lugar de la guerra, lo sabía en lo más profundo de su alma, y sin embargo estaba despierto en plena noche, sucumbiendo a su encanto incluso en la distancia. Estaba a punto de optar por pensar lo mejor de ella en lugar de lo peor.

Si continuaba por aquel camino, algún día, sin duda, ella lo destruiría. Intentando no seguir pensando en Isabella, se levantó y salió al exterior de la tienda. Hacía una noche muy fría, y al respirar soltaba bocanadas de vaho. Agradeció el frío. La oscura masa de nubes impedía ver la luna y era probable que al día siguiente en lugar de llover nevara. Se frotó las manos para calentárselas. Ya no pensaría más en su esposa. Le resultaba demasiado doloroso.

De pronto, se quedó inmóvil y escuchó. Su padre se acercaba entre las sombras. Era muy temprano para que Carlisle estuviera levantado, ya que el conde, guerrero consumado, era capaz de dormir profundamente antes de la batalla. Sólo podía traer malas noticias.

Al detenerse a su lado Carlisle habló.

—Acabo de recibir un mensaje de Alnwick. —Edward apretó la mandíbula. No podía tratarse de nada relacionado con su esposa, se dijo. No—. Tu esposa se ha marchado.

—¿Se ha marchado?

El conde le explicó que Isabella se había disfrazado de aldeano para escaparse de la fortaleza. Su hijo se llevó una impresión tan grande que no quiso escuchar nada más e incluso se tambaleó, obligando a su padre a sujetarlo para que no perdiera el equilibrio. Pero Edward no era consciente de la presencia de Carlisle. Isabella lo había dejado. Había huido a Escocia para reunirse con su familia. Lo había dejado en la víspera de la guerra, demostrando su traición de manera definitiva.

Su esposa lo había abandonado. Algo murió dentro de su corazón, pero otra cosa, también poderosa y arrolladora, cobró vida.

—¿Edward? —lo llamó Carlisle.

Él no respondió. No podía. Edward sintió llegar la furia y la recibió con los brazos abiertos.

 


Capítulo 22: Una visita inesperada Capítulo 24: Batallas y muertes

 
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