La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 15: Un regalo

Hola de nuevo espero k os guste. XFAAAA DEJEN SUS COMENTARIOS

 

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Edward deambuló entre los puestos y los vendedores de Cheapside intentando sortear a los mercaderes que lo paraban continuamente. Todos ellos sabían reconocer a un señor poderoso y potencial comprador en cuanto lo veían.

Habían transcurrido varios días desde que su prometida y él llegaran a la corte, pero pocas cosas habían cambiado. Ella no disimulaba la hostilidad que sentía hacia él, hacia su matrimonio y hacia el rey. La compasión de Edward por su angustia se había evaporado hacía tiempo y su enfado amenazaba con convertirse en una explosión de rabia. ¿Qué mujer se negaba a resistirse a su destino? Sólo Isabella podía ser tan audaz y obstinada.

Su unión seguía siendo objeto de curiosidad en la torre. Las especulaciones proliferaban. Edward sabía que los lores y damas de la corte esperaban que enseñara a Isabella una lección cuanto antes, aunque eso significara darle una paliza. Incluso estaban empezando a reírse por lo bajo de lo poco manejable que resultaba su novia.

Sin embargo, Edward no tenía ninguna intención de pegarle. Por mucho que lo enervara, le resultaba admirable su increíble sentido del honor. Si alguna vez conseguía ganarse su lealtad, sería ciertamente un hombre afortunado. Pero no quería engañarse con vanas esperanzas; dudaba mucho que llegara a ver semejante día. Y durante un instante, sintió una gran amargura. Algo en su corazón le dijo que podría llegar a amarla, que quizá ya la amara. ¿Por qué continuaba persiguiéndole la imagen de Isabella con los brazos extendidos y una sonrisa en los labios esperándolo a la entrada de Alnwick?

Sacudió la cabeza y se dijo a sí mismo que se estaba volviendo estúpido. Era un caballero curtido en la batalla y algún día sería conde, uno de los grandes señores del reino. Se las había ingeniado solo desde que tenía seis años y podría seguir haciéndolo hasta que cumpliera los sesenta. Si su esposa se negaba a darle apoyo, ni siquiera se pararía a pensar en ello. No quería tener ninguna debilidad. En aquel mundo sólo sobrevivían los fuertes. No le haría ningún bien anhelarla de aquel modo.

Cuando estuvo prometido a Tanya Denaly, no había pensado en ella de un modo tan ridículo ni tampoco había sentido el deseo que ahora lo mortificaba constantemente. De hecho, sólo había pensado en su dote. La mera presencia de Isabella hacía que la anhelara en su cama. No sería fácil, pero hasta que estuvieran casados, seguiría ignorando aquel anhelo. Puede que su futura esposa le proporcionara pocas alegrías fuera de la cama, pero dentro superaba con creces sus más salvajes expectativas.

No, jamás le pegaría. Se la ganaría con suavidad, como amaestraría a un halcón salvaje. Hoy le compraría un regalo y le haría una oferta de paz. Aquella disputa había durado ya demasiado.

Mientras se aventuraba entre los mercaderes, tuvo el impulso de comprar varios objetos para su prometida; en especial una delicada cajita de madera tallada tan pequeña que sólo serviría para mirarla, un broche con un granate que parecía tener forma de corazón y varios metros de lana fina de Flandes de un brillante rojo escarlata.

Venció el sentido práctico y escogió la lana al imaginarse a Isabella vestida con ella. Pero cuando iba a marcharse, en lugar de subirse al caballo, se dio la vuelta, volvió sobre sus pasos y compró también la caja y el broche.

Cuando Edward regresó a la torre era ya muy tarde; había pasado varias horas entre los mercaderes tomando sus decisiones. Subió corriendo las escaleras en dirección al cuarto que Isabella compartía con otras damas, pensando en la sorpresa y la emoción que mostraría cuando le entregara aquellos regalos tan cuidadosamente escogidos.

Rufus había apostado a uno de sus centinelas para que custodiara a la princesa día y noche... y Edward había hecho lo mismo. Saludó a los dos soldados con una inclinación de cabeza y golpeó con fuerza la puerta. Le abrió la propia Isabella. A Edward le sorprendió ver que estaba con Tanya Denaly, quien se encontraba sentada en una de las tres camas de la habitación. Su prometida se sonrojó al verlo. ¿Qué andaría maquinando ahora? ¿O era angustia lo que reflejaban sus ojos chocolates?

—Pareces disgustada de verme.

—Por supuesto que estoy disgustada —respondió ella con la intención de molestarlo, como hacía con frecuencia aquellos días—. Estaba disfrutando de no tenerte a mi lado.

Desde que habían llegado a la corte, Edward apenas la había perdido de vista. De hecho, por las noches dormía en un camastro de paja en el pasillo, no muy lejos de su puerta.

—Me imagino tu alegría. —Edward la tomó del brazo y ella se puso tensa. Aquel contacto también lo sacudió a él, a pesar de saber que su deseo no se apaciguaría hasta la noche de bodas—. ¿Qué estás ocultando, Isabella?

—Nada. Yo... Estoy cansada. Por favor... —rogó, negándose a mirarlo.

Tanya se acercó a ellos, balanceando sus sinuosas caderas provocativamente.

—Buenos días, milord —murmuró con voz sensual.

Edward no le devolvió la sonrisa. ¡Malditas fueran!, ¿sería posible que estuvieran conspirando contra él? Su instinto le decía que así era.

Tanya le tocó audazmente el brazo y dejó allí un instante la mano.

—Le he estado explicando a tu prometida el orden de la ceremonia. No está familiarizada con las costumbres normandas.

Edward clavó la vista en Tanya, cuya mirada resultaba decididamente seductora.

—Muy generoso por tu parte una vez más, lady Denaly.

Tanya se encogió de hombros y se giró hacia Isabella, apartando por fin los ojos de él.

—Creo que tu prometido desea estar un momento a solas contigo, princesa. Tal vez podamos terminar la conversación en otro momento.

Isabella miró a Tanya, luego a Edward y otra vez a ella.

—Sí, gracias.

Tanya salió de la habitación rozando a Edward deliberadamente y éste se dio cuenta de que Isabella parecía muy infeliz. Incluso furiosa.

—Qué interesante. Os habéis hecho amigas muy deprisa.

La joven palideció antes de encontrar las palabras para responderle.

—Pero no tan amigas como tú y ella.

Edward le tomó la mano y se la apretó con más fuerza de la que pretendía.

—¿Celosa, querida?

—¡Por supuesto que no! —trató de soltarse la mano pero no lo consiguió.

El normando estaba a punto de atraerla hacia sí para que pudiera comprender la envergadura de su frustración, pero ella tenía la mirada clavada en la evidente manifestación de su deseo, que la túnica no conseguía ocultar, y eso lo excitó todavía más. Haciendo un esfuerzo, la soltó. No sentía deseos de torturarse con lo que no podría tener hasta dentro de tres semanas.

—¿Qué me estás ocultando?

Ella volvió a palidecer.

—¡No te estoy ocultando nada! Tanya ha dicho la verdad. Se ha ofrecido amablemente a ayudarme a preparar las nupcias. —Los ojos de su prometida se habían llenado de lágrimas.

—He vivido casi diez años en la corte y reconozco la intriga con facilidad en cuanto la veo. Tanya Denaly es como la mayoría de las damas que habitan la torre: banal, egoísta y ambiciosa en extremo. ¿Qué estáis tramando, Isabella?

Ella apretó los labios sin decir nada, y Edward supo que estaba tratando de buscar una salida. Cuando habló supo que mentía y, aunque lo había esperado, le quedó un regusto amargo en la boca.

—¡Llevo casi una semana encerrada en esta tumba asfixiante! Soy la única mujer escocesa entre cientos de normandos y todavía te atreves a criticar que entable amistad con alguien. ¡No puedes separarnos!

—Ella no es de naturaleza generosa, Isabella. No es amiga de nadie a no ser que le beneficie. Recuerda mis palabras. Si crees que es tu amiga, te equivocas. De hecho, en este tipo de vida no existe la amistad. —Ella lo miró entre desafiante y temblorosa—. Sea lo que sea lo que estés planeando —le advirtió Edward con brusquedad—, te sugiero que lo des por terminado.

—Tienes una imaginación portentosa —replicó ella apretando los labios—. Te aseguro que no estamos planeando nada.

—Sospecho que lo veremos muy pronto —aseguró con rotundidad—. ¿Vas a bajar a comer conmigo?

—No —dijo Isabella—. No puedo. Tengo un terrible dolor de cabeza.

Edward no aceptó la noticia con elegancia y sintió cómo la irritación y la ira iban endureciendo una a una sus facciones. Isabella bajó la cabeza y se dio la vuelta, pero él la detuvo sujetándola del hombro.

—Espera.

Hizo un gesto, y uno de sus hombres, que lo había seguido por las escaleras, se adelantó con el paquete que contenía la lana de Flandes, envuelta en un lino barato e incoloro. Edward tenía el gesto torcido. No le hacía ninguna ilusión entregarle aquello. Ninguna en absoluto.

—¿Qué es esto? —preguntó Isabella asombrada.

—Es un regalo —respondió él con sequedad—. Espero que se te pase pronto la migraña.

No se veía con ánimo de darle el resto de los presentes. Al parecer, la guerra no había terminado todavía.

Riley avanzó a grandes pasos por el gran salón con el rostro congestionado por la rabia, una rabia que debía ocultar a toda costa. El rey lo había mandado llamar por tercera vez en tres semanas y en aquella ocasión no le había hecho esperar. Esta vez lo había ido a buscar la mismísima escolta real, que lo escoltó a toda prisa de vuelta a Londres y que incluso lo acompañó a ver al monarca.

Los centinelas que hacían guardia en los aposentos reales se pusieron firmes y se echaron a un lado. Riley entró a toda prisa y sólo entonces los dos caballeros que le acompañaban se apartaron de su vera. Atravesó la estancia y se acercó a Rufus, que estaba sentado en una réplica exacta del trono que había en el gran salón. Casi se detuvo al ver que con él había tres hombres presentes: Demetri, Montgomery, y su padre, Carlisle de Cullen.

Los ojos del conde de Masen brillaron a modo de advertencia.

—Cómo nos complace ver que has acudido a nuestro lado con tanta premura, querido archidiácono —dijo Rufus.

Riley empezó pensar con rapidez. No se le ocurría ninguna razón para que lo hubieran llamado que no fuera ponerlo a prueba: el rey iba a exigirle los caballeros que le debía.

Se arrodilló un instante y se puso en pie cuando el rey se lo ordenó.

—¿Señor?

—Ha llegado el momento de que tomes partido —dijo Rufus sonriendo, como si acabara de preguntarle sobre el tiempo que hacía.

A Riley se le aceleró salvajemente el corazón y luego volvió a latirle con normalidad.

—¿Le jurarás fidelidad a tu rey, archidiácono, frente a estos tres hombres y con Dios como testigo?

El interpelado palideció. Se había equivocado. El rey no le estaba reclamando sólo sus servicios sino mucho más. Le estaba exigiendo que le jurara fidelidad delante de testigos. Recientemente, algunos hombres de la Iglesia habían asegurado que ningún clérigo debía jurar lealtad a su rey, que se debían sólo a Dios, y por lo tanto, al Papa. Aquellos reformistas se negaban en su investidura a jurar fidelidad al soberano inglés y Roma apoyaba su negativa. Esos prelados también cuestionaban el poder del monarca para escoger e investir clérigos.

Hasta el momento, Rufus seguía los pasos de su padre exigiendo y ejerciendo sus derechos sobre la Iglesia cuando era necesario, como cuando nombró a Anselm arzobispo de Canterbury. Ahora le exigía a él que pronunciara unos votos que comprometerían su fidelidad.

—¿Y cuándo tendrá lugar ese acto? —preguntó Riley. Tenía la boca seca y sudaba.

—Hoy. Aquí y ahora.

Riley se obligó a salir de su asombro y a pensar. No tenía tiempo para maniobrar y salir de aquel dilema. El rey le exigía fidelidad en aquel instante. Normalmente, el archidiácono era un prelado de escasa importancia. Sin embargo, desde que Riley se había hecho con el mando de Canterbury tras la muerte de Lanfranc, había adquirido una prominencia y un poder sin precedentes. Durante los últimos cuatro años, en ausencia de un arzobispo, había combatido desde Canterbury la influencia de la corona. Pero ahora Rufus estaba propiciando la batalla final, porque Riley tenía tan sólo dos opciones: sí o no. Y no le cabía duda de que una negativa le llevaría directamente a las mazmorras. El monarca había hecho cosas peores con aquellos que lo habían desafiado.

—Estás vacilando —señaló el rey. Su sonrisa ya no era amable—. Entonces, ¿eres un fanático?

Riley apretó la mandíbula y tensó todo su cuerpo.

—No soy ningún fanático. —Hizo un esfuerzo por sonreír—. Como deseéis, majestad.

Se puso de rodillas y oyó que alguien, tal vez Montgomery, carraspeaba. El archidiácono no era ningún fanático pero su causa era la Iglesia. Apoyaba la mayoría de las reformas sugeridas y los derechos del Papa contra las exigencias reales y seguiría haciéndolo. Sin embargo, los últimos cuatro años le habían demostrado que no podía vencer al rey en una guerra abierta. ¿Para qué habían servido todos sus esfuerzos? El último informe presentado ante el monarca había terminado con otra rapiña a los fondos de la sede de varios cientos de libras.

Había llegado el momento de cambiar de táctica. ¿No podría convertirse en aliado de la corona y continuar defendiendo de forma soterrada los intereses de la Iglesia y de Dios?

—Has escogido con sabiduría —murmuró Ruñas. Luego su voz se volvió severa—. ¡Terminemos con esto cuanto antes!

Ante los testigos reunidos, Riley juró obediencia y lealtad a su señor, el rey William de Inglaterra, en todos los sentidos y en todo momento. A cambio, Rufus lo sorprendió recompensándolo con una pequeña pero extremadamente rica propiedad situada al sur. El archidiácono besó la rodilla del rey y éste le permitió levantarse. Sus miradas se cruzaron. No cabía duda de la satisfacción del monarca.

—Demuéstrame que eres digno de la confianza que deposito en ti y llegarás lejos —le aseguró el rey.

A Riley no se le escapó lo que quería decirle. La prueba no había terminado todavía. Si continuaba sometiéndose a la voluntad real, obtendría muchas más beneficios. Pero él sólo era archidiácono y Rufus había hecho referencia claramente a un puesto más significativo. Riley no se sentía precisamente eufórico. De hecho, tenía un nudo en el estómago y experimentó un momento de pánico. La elección que acababa de realizar no era nada comparada con la que tendría que hacer si el rey declaraba sus verdaderas intenciones.

Carlisle se le acercó y lo agarró del brazo. Su sonrisa resultaba tranquilizadora pero no del todo franca. Se disponía a marcharse, cuando el rey lo llamó.

—Espera, querido archidiácono, espera.

Riley se dio la vuelta muy despacio.

—Me temo que tu trabajo no ha hecho más que empezar —le dijo Rufus con una sonrisa—. Esta misma mañana Anselm ha renegado de mí, declarando que no reunirá los caballeros que me debe. Se niega, dice, a utilizar el poder de Canterbury para contribuir a mi sangrienta ambición. —Sus siguientes palabras sonaron a pregunta—. Tú, sin embargo, sí me proporcionarás los vasallos que se me deben.

Era la primera prueba. Riley no vaciló, no quería pensar en lo que podría suceder a la larga.

—¿Cuándo y dónde?

—Dentro de dos semanas avanzaremos sobre Swanter.

Riley se tambaleó. A su lado, el conde observaba al rey con asombro. Entonces, padre e hijo, que eran como dos gotas de agua, intercambiaron una mirada en la que se reflejaba la misma alarma.

Rufus sonrió y unió las manos en gesto gozoso.

—Charlie nunca sospechará de nuestros planes estando tan cerca la unión de su amada hija con nuestro querido Edward —alardeó Rufus—. ¡No podemos fallar! ¡El escocés por fin está perdido!

Isabella no había podido dormir. Durante la cena, Tanya le había dado la señal que habían acordado. Se sentía desesperada. Si se atreviera a analizar sus pensamientos con más profundidad, podría descubrir que en realidad no deseaba escapar de su prometido. Pero debía hacerlo. Tenía que evitar aquel espantoso matrimonio. ¿Cómo iba a casarse con él ahora, después de todo lo que había sucedido? ¿Acaso no le había destrozado la vida?

La joven se puso de lado en la cama. Habían sonado ya los maitines y el cielo se volvería enseguida gris. Pronto tendría que llevar a cabo el intento de huir de todo lo que le resultaba aborrecible. Por alguna extraña razón, un sollozo amenazaba con abrirse paso en su pecho. Pero se lo tragó. La imagen de la magnífica lana roja, el regalo que Edward le había llevado, volvió a llenar sus pensamientos. Su paje se había asegurado de que supiera que su señor había cabalgado hasta Cheapside para comprarlo él mismo.

Isabella se puso boca abajo. Se sentía perdida. No podía imaginar por qué le había llevado aquel regalo después de que ella le hubiera arrojado a la cara todo el odio que sentía hacia él. Se sentía llena de desasosiego porque aquella noche le devolvería el regalo con una traición.

La imagen de Edward apareció ante sus ojos, diciéndole que no debía confiar en Tanya, que la amistad en la corte no existía. Era un hombre solitario. Isabella lo veía ahora con total claridad. Sin duda necesitaba una amiga, una compañera, una esposa. Pero no sería ella. El normando le había arruinado la vida y nunca podría perdonarle por ello.

Las sienes le latían con fuerza; le ocurría con frecuencia desde que llegó a la corte y descubrió que su padre no pretendía llevar a cabo ningún ardid, sino una verdadera alianza. Isabella cerró los ojos y las lágrimas rodaron muy despacio. Aunque su intención era escapar, ¿qué sería de ella cuando llegara a su casa? ¿La recibiría su padre con los brazos abiertos o la enviaría de vuelta?

Si era el hombre que ella pensaba que era, le daría una cálida bienvenida y se sentiría orgulloso de cómo había engañado al enemigo normando. Seguro que le habían obligado a abandonarla. Isabella había meditado sobre ello y todavía no había encontrado ninguna ventaja que su matrimonio pudiera aportarle a Escocia, aparte de la paz. Y Charlie se mofaba de la paz, inclinado como estaba a ampliar sus fronteras hasta que Escocia fuera lo que una vez fue.

La joven no estaba segura de poder pasar por aquello. Seguía recordando las palabras que Charlie había pronunciado aquel día en el páramo: «Black me proporciona un gran apoyo. ¿Tú qué me ofreces?»

Cuando cerraba los ojos seguía viendo a Edward tal y como lo había visto por última vez aquella tarde, con el rostro ensombrecido por la desilusión cuando ella no fue capaz de darle las gracias por el regalo.

—¡Isabella! —le susurró Tanya al oído—. ¡Es la hora, debes marcharte!

No era el momento de replantearse nada. Isabella se levantó de la cama temblando y clavó la mirada en Tanya. Los ojos azules de la heredera brillaban triunfantes. Pronto tendría a Edward para ella, tal y como había planeado.

Edward de Cullen suponía la peor amenaza para el plan que Tanya había diseñado. Era demasiado astuto y sospechaba lo que estaban tramando. Aquella noche, durante la cena, la escocesa había seguido la sugerencia de Tanya y le había puesto unas gotas de adormidera en el vino. El normando se tomó varios vasos de borgoña aderezado con narcótico, y Isabella observó que se iba adormeciendo más y más. Cuando la dejó en la puerta de su dormitorio, Edward parpadeaba y se le caían los párpados. Sin duda en ese instante estaría profundamente dormido, y así seguiría durante muchas horas más.

Tanya le dio un empujón. Isabella no podía seguir retrasándose. En el exterior de la estrecha ventana, a través del exquisito vidrio de colores, la noche estaba dejando paso al alba. La escocesa se puso rápidamente la ropa que había dejado preparada y la heredera volvió a la cama, observándola desde allí como una gata. Las demás mujeres que había en el cuarto no se movieron. Había tanto silencio que Isabella podía escuchar su propia y acelerada respiración. Sin perder tiempo, se puso los zapatos y, sintiéndose como una ladrona, robó la capa de una de las damas.

Tanya le hizo un gesto furioso con la mano para que se apresurara y Isabella salió de la habitación cuando la primera luz gris del alba comenzaba a filtrarse por la ventana. Los guardias le preguntaron dónde iba y ella les explicó que necesitaba utilizar el cuarto privado para hacer sus necesidades, estremeciéndose como si tuviera frío para explicar que llevara capa. En un momento de debilidad, deslizó la mirada hacia Edward. El rincón en el que había colocado su camastro estaba muy oscuro y le resultaba imposible distinguirlo con claridad, pero ni siquiera roncaba. Al menos no tendría que preocuparse por él, ya que parecía seguir bajo los efectos de la adormidera. Con los nervios a flor de piel, la joven siguió a uno de los guardias hacia el oscuro y vacío salón, se deslizó hacia el cuartito donde se hacían las necesidades ignorando los infectos olores, y esperó. Entonces cayó en la cuenta de que no volvería a ver nunca a Edward... a menos que Charlie la enviara de vuelta. Dios, ¿qué estaba haciendo?

Isabella dio un respingo al escuchar un ruido sordo y se atrevió a salir. El guardia estaba tirado en el suelo como si estuviera muerto. Otro hombre, con el rostro enmascarado, lo miraba. Después clavó sus ojos semiocultos en ella, le hizo un gesto airado y salió corriendo por las escaleras de atrás.

Isabella no se atrevió a detenerse ni tampoco a pensar, limitándose a rezar para que el guardia no hubiera muerto por su culpa. No se encontró con nadie mientras descendía a toda prisa las escaleras de atrás siguiendo la estela del hombre que había contratado Tanya, y salía de la torre por las cocinas.

Una vez fuera, comenzó a correr. Si alguien la vio cruzar como una flecha el patio abierto en dirección al establo, nadie gritó. No esperaba que nadie lo hiciera. Con la capucha de la capa cubriéndole el rostro podría ser cualquier mujer, y sin duda los guardias habían visto más veces de las que podían recordar a alguna mujer cruzar furtivamente el patio. La joven rodeó el establo y salió a través de una puerta al muro exterior. Bajó unos escalones de piedra, atravesó un estrecho corredor y fue a dar a otra puerta. Ya estaba fuera, al otro lado de los muros del castillo, en el muelle. Lo había conseguido. ¿Por qué no se sentía triunfante?

El día comenzaba a desperezarse y el sol naciente se difuminaba sobre el horizonte brumoso. Hacía un frío terrible y, durante un instante, Isabella se quedó allí de pie buscando al remero que se suponía tenía que ir a buscarla. Se sintió extrañamente eufórica al pensar que no había venido. Entonces vio un pequeño bote que se aproximaba al muelle y el corazón le latió salvajemente. La suerte estaba echada. Si quería marcharse, debía hacerlo en aquel instante.

Se detuvo al borde del muelle, temblando ante la difícil decisión que debía tomar. Una decisión que creía ya firmemente asumida. Pero se dio cuenta de que no era así. Estaba llena de dudas, de vacilación. Se acercó a la orilla con los puños apretados, rezando en silencio para que Dios la guiara. La imagen de Edward la perseguía. De pronto se resistía a marcharse. En el transcurso de una semana, el normando se había convertido en el centro de su vida.

El bote de remos se acercó muy despacio y Isabella empezó a llorar. Al principio no fue consciente de ello, pero luego sintió las mejillas húmedas. ¿Realmente era culpable Edward de todo lo que había pasado? La joven se metió el puño en la boca para no gritar y alertar a los guardias que vigilaban desde la torre. Era la misma persona que se había escapado de Liddel disfrazada contra toda lógica para encontrarse con Jacob. La misma que se había negado a revelarle su identidad a Edward, perdiendo a cambio su virtud. Y Charlie era el mismo que la había arrojado en brazos de Edward sin proporcionarle siquiera una palabra de consuelo, sin esperar al menos a saber si estaba esperando realmente un hijo.

Edward no era responsable de todo lo que le había ocurrido, pero era más fácil responsabilizarlo a él que a sí misma. O peor todavía, que culpar a Charlie.

La joven se cubrió la cara con las manos aterrorizada de sus propios pensamientos. Ella no era más que un sacrificio político. Se dio cuenta con reveladora claridad de que podría escapar, pero no volver a casa. Nunca podría volver a su hogar. No tenía hogar.

Consumida por la pena, no escuchó al hombre que se acercó a ella por detrás y le puso una mano en el hombro. Durante un brevísimo instante pensó que era Edward, que después de todo no estaba drogado y la había seguido desde el castillo para evitar que se escapara. Isabella se dio la vuelta, no para gritar su inocencia, sino aliviada de no tener que huir.

Entonces, un hombre enmascarado la empujó violentamente y Isabella cayó en medio de un grito. El tiempo pareció detenerse mientras flotaba en el aire. Durante el instante interminable en el que caía, la joven se dio cuenta con horror de que la habían arrojado al Támesis y que moriría ahogada.

Al principio no se pudo mover de la impresión. El agua estaba congelada. Un intenso deseo de sobrevivir la sacó de su estado de asombro, pero la capa y las faldas se enredaban en sus piernas atrapándola mientras se hundía rápidamente en la oscuridad. El pánico se apoderó de ella cuando sintió los efectos de la falta de aire y comenzó a luchar por salir a la superficie, pero sólo consiguió enredarse todavía más en la ropa, hundiéndose a mayor profundidad.

Iba a morir sin haber vuelto a ver a los que amaba, sin haberse despedido de ellos. Los rostros de sus seres queridos aparecieron ante sus ojos: su madre, sus hermanos, su hermana pequeña, Angela, Charlie... y Edward. Edward, al que había traicionado gravemente. Su corazón se llenó de remordimientos.

No quería morir. Era demasiado joven para morir. Todavía no había vivido. La vida le había dado la oportunidad de experimentar una nueva vida como esposa de Edward y debía aprovecharla. Pero no tenía fuerzas y notaba cómo se iba hundiendo más y más. El cuerpo le latía dolorosamente a causa de la presión de la corriente. Comenzó a toser y el agua anegó sus pulmones de tal forma que pensó que le iban a estallar.

Por último, unas esquirlas de de luz se desprendieron de su cerebro y, justo antes de caer en una total oscuridad, Isabella supo que ya era demasiado tarde.

 

 

 

Capítulo 14: NOTA Capítulo 16: Una traición

 
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