La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 26: el nombramiento

 

 

 

Tanya no había visto a Riley de Cullen desde su boda con Henry Ferrars, pero pensaba poner fin a esa situación aquel mismo día.

La litera en la que viajaba se había detenido. Como tenía las cortinas abiertas, pudo ver que había llegado a su destino. Aunque seguía rodeada por dos docenas de los mejores caballeros de su esposo, distinguió la catedral de Canterbury alzándose orgullosa hacia el cielo azul apenas una docena de pasos delante de ella.

Llevaba mucho tiempo sin ver a Riley y le había resultado duro. Su boda se había celebrado el uno de febrero y ya estaban en el mes de abril. Era un terrible desperdicio. Su esposo se había afincado aquellas últimas semanas en Tutberry, muchas millas al oeste de Essex, donde ella se encontraba sola y cada vez más desesperada. Tanya le había enviado a Riley numerosas misivas... Pero él no había acudido.

La joven no hizo amago de salir de la litera. Sentía tantas emociones concentrándose en la boca del estómago que no podía moverse, todavía no. Estaba furiosa, muy furiosa ante su obvio rechazo. Y tenía miedo. Ella, la mujer más codiciada del reino, tenía miedo de que su amante se hubiera cansado de ella.

Su relación había sido complicada desde el principio. Tras la boda de su hermano, Riley había seguido viéndola durante varios días hasta que lo llamaron para formar parte de la invasión de Swanter. Pero cuando acabó la guerra no regresó a su lado, como Tanya confiaba que hiciera. Esperó y esperó que apareciera, pero nunca lo hizo.

Angustiada, comenzó a enviarle misivas. Al principio intentando persuadirlo, luego urgiéndolo, y finalmente exigiéndole que regresara. Las respuestas de Riley eran cortas. Sus asuntos lo retenían; Tanya debía entretenerse con sus propios intereses.

Ella no sólo tenía miedo de que se hubiera cansado de ella, también estaba indignada. Le parecía claro que le estaba sugiriendo que tomara otro amante. Pero ningún otro hombre podría interesarle en aquellos momentos. Y lo más importante, estaba herida... Pero se negaba a identificar aquel sentimiento.

Mientras tanto, su boda con Ferrars, un hombre de mediana edad, se acercaba. Y entonces, justo dos semanas antes de aquel evento que tanto temía, Riley le mandó un mensaje solicitándole un encuentro. Habían transcurrido diez largas e interminables semanas desde su último encuentro y su tono era apremiante. Tanya adivinó la naturaleza de su premura. Tenía la intención de negarse, hacerse la interesante, torturarlo, castigarlo por su negligencia. Pero cuando Riley llegó, se arrojaron el uno en brazos del otro como dos animales ávidos. En cuestión de segundos él le había desgarrado la ropa con su puñal y la estaba penetrando. Ambos alcanzaron el éxtasis inmediatamente, pero él no la dejó, sino que la tomó una y otra vez. Como siempre, se mostró experto e insaciable. Y por primera vez en su vida, Tanya se quedó después agotada... y satisfecha. Entre ellos no se habían acabado las cosas.

Se sintió todavía más complacida cuando Riley la buscó al día siguiente y todos los días de aquella semana. La víspera de su boda yació en los poderosos brazos del archidiácono, saciada y sin asomo de arrepentimiento.

Sabía que él no era feliz. Lo veía en sus ojos, en cada rasgo de su rostro. Tanya estaba encantada. Me ama, pensó feliz. Tiene el corazón destrozado porque voy a casarme con otro.

Al día siguiente pronunció sus votos matrimoniales. Juró honrar y obedecer a su esposo y ser casta. Riley estuvo en la misa pero no en el banquete nupcial. Salió pronto de la ceremonia, negándose a mirarla ni una sola vez... Y desde entonces no había vuelto a verlo. Tanya todavía estaba enfadada porque la hubieran entregado a Ferrars. No le importaba lo hábil que su esposo fuera en el campo de batalla o lo leal que fuera a la corona. Por lo que a ella se refería no era más que un arribista de baja cuna, y nada podría cambiar nunca ese hecho.

Ferrars era un hombre ardiente. Tanya sabía que estaba tan contento con aquel matrimonio como disgustada se hallaba ella. Tal vez incluso se hubiera enamorado de su bella esposa. La joven no tenía ninguna intención de desafiarlo ni de ponerlo en evidencia independientemente de lo que sintiera hacia él. Nunca había sido un estúpida. Si su destino era convertirse en lady Ferrars, entonces haría todo lo posible para que su esposo la venerara. Aunque se trataba de un hombre poderoso, no conservaba nada de aquel poder en lo que a Tanya se refería. En menos de una semana lo tenía en la palma de su mano. Tal vez fuera un gran estratega tanto con sus amigos como con sus enemigos, pero no podía manejar a su esposa.

Muy al contrario de lo que ocurría con Riley, al que Tanya apenas podía controlar. Por no decir que no lo controlaba en absoluto. Pero ahora, ahora aquello iba a cambiar.

Tanya deseaba al archidiácono desesperadamente. Tenía que verlo. Estaba completamente convencida de que no podría vivir sin él. Se había convertido en una obsesión tal que ni siquiera había vuelto a tomar un amante. Cuando estuvieran juntos, cuando volvieran a yacer el uno en brazos del otro, se daría cuenta de que sus miedos eran absurdos. Él la amaba; estaba convencida de ello. Y como no había ido a verla... Era ella quien se había atrevido a ir a buscarlo. Además, tenía algo que decirle, algo que cambiaría su relación para siempre, algo que no podía esperar. Y después de decírselo, Riley no podría volver a evitarla nunca más; los uniría un lazo que nunca podría desatarse.

Riley no podía estar más sorprendido. Se detuvo al tiempo que se inclinaba sobre una larga mesa cubierta de pergaminos, para mirar al joven diácono que estaba en el umbral de la puerta. Se encontraban en una de las cámaras de la catedral de Canterbury, donde se resolvían la mayoría de los asuntos de la sede.

—¿Cómo dices?

—Está aquí una tal lady Ferrars, milord, y desea hablar con vos.

Furioso, Riley se irguió. Aquello era intolerable. Por fortuna, Anselm se encontraba en Londres. ¡Maldita fuera!, ¿es que Tanya no había comprendido el significado de su negativa a acudir a su llamada?

Y no es que no quisiera verla. Su lujuria por ella no había desaparecido en absoluto. Pero ahora Tanya estaba casada y Riley no podía engañar a un hombre al que por cierto respetaba. Otros no tendrían reparos en hacerlo, pero él no era como los demás. Nunca lo había sido. De hecho, aquel factor añadido significaba que por fin resultaría victorioso en su particular guerra contra sí mismo.

—Hazla pasar —ordenó irritado.

Cuando la joven hizo su aparición, Riley se tensó al instante. A pesar de su firme determinación, pensó que Tanya estaba arrebatadora con el manto de lana roja que vestía.

—Milord —susurró ella haciendo una reverencia.

Riley murmuró un saludo incongruente y no la ayudó a incorporarse. Por desgracia, el diácono se había marchado dejándolos a solas.

—Lady Ferrars, veo que el matrimonio os sienta muy bien —dijo Riley con brusquedad.

Cuanto antes se marchara, mejor. Después de todo, no confiaba plenamente en sí mismo.

A Tanya se le oscureció la mirada y se le borró de la cara su característica sonrisa sensual.

—Por supuesto que sí —consiguió decir.

—¿Cómo está vuestro esposo?

Ella clavó su ardiente mirada en la puerta abierta, pero Riley ignoró su gesto.

—Henry está en Tutberry —dijo finalmente Tanya—. Lleva allí varias semanas.

—Eso he oído —respondió él con ironía. La joven le había enviado una docena de mensajes, recordándole en todos y cada uno de ellos que estaba sola—. ¿En qué puedo ayudaros, lady Ferrars?

Ella le miró con una súplica muda en los ojos.

—Voy camino de la hacienda de mi hermano, en Kent, y deseo pasar la noche muy cerca de aquí, milord, en la abadía de San Agustín.

Riley estaba furioso. Las peticiones de ese tipo eran comunes y no podía negarse a acogerla, ya que los viajeros tenían garantizada una cama y algo de comer en todas las abadías por las que pasaran.

—Estáis hablando con el hombre equivocado, milady —murmuró—. El abad se encargará gustoso de instalaros.

¿Qué pretendía conseguir Tanya con aquello?, se preguntó. No podría deslizarse entre las puertas de la abadía cuando oscureciera. ¿O acaso esperaba disfrutar por la tarde de un encuentro en algún claro del bosque? Conociéndola como la conocía, no le parecía descabellado. Y muy a su pesar, consciente de lo que aquel encuentro prometía, su miembro se endureció.

—Estoy muy cansada —dijo Tanya—. Pensé en detenerme aquí primero y descansar.

Riley guardó silencio para que su tono de voz no revelara ninguna señal de excitación.

—Por supuesto, lady Ferrars, como deseéis.

Ella cerró los ojos.

—Lo cierto es que no me encuentro muy bien. Creo que tendré que quedarme aquí varios días antes de seguir mi camino hacia el sur. —Riley estaba a punto de hacer un comentario cuando se dio cuenta de que Tanya se estaba acariciando el abdomen bajo el manto—. Tal vez ni siquiera deba viajar.

No era asunto suyo preguntárselo, pero aquel gesto resultaba inconfundible. Riley se dirigió a la puerta a buen paso y la cerró antes de girarse para mirarla con desconfianza.

—Si estás esperando un hijo, lady Ferrars, no deberías andar por los caminos.

—Entonces he hecho mal —susurró ella con voz ronca y sonrisa triunfal.

Riley estaba paralizado. Tanya esperaba un hijo. ¿Sería suyo?

—Me siento muy débil —murmuró ella mientras se tambaleaba.

Él la agarró antes de que se cayera y Tanya se apoyó en sus brazos. Una décima de segundo más tarde sonreía mirándolo a los ojos.

—Al fin —musitó con voz profunda sin hacer ningún amago de esconder su excitación.

Durante un instante, Riley deslizó la mirada desde sus húmedos labios a su escote. Se había abierto el manto, y al ir desnuda bajo la fina túnica de seda, sus erectos pezones resultaban claramente visibles, al igual que el resto de su voluptuosa figura.

Riley no vio ninguna señal de embarazo y la apartó de sí con brusquedad. Ella regresó al instante a sus brazos.

—¡Tenemos que vernos!

Él la agarró de las muñecas, obligándola a soltarlo.

—No, Tanya, se ha terminado.

—¡Te mataré! —le amenazó respirando profundamente y retorciéndose como una salvaje.

El archidiácono la sujetó contra la pared mientras Tanya luchaba con todas sus fuerzas, arañando y escupiendo como una gata. Finalmente consiguió sujetarla, pero ella había sentido la rigidez de su excitación y se reía, exultante.

—¡Me necesitas! ¡No puedes negarlo!

Riley no quería ser cruel, pero ella estaba jugando con él al hablar del niño y no podía permitirlo.

—Sólo quiero el cuerpo de una mujer, Tanya, y no tiene por qué ser necesariamente el tuyo.

Ella estuvo a punto de ahogarse por la ira.

—¡Y yo sólo he echado de menos tu enorme miembro, hijo de perra! —gritó.

Riley estaba demasiado agitado para reírse.

—Qué palabras tan delicadas, Tanya.

Ella se quedó paralizada. Después lo rodeó con sus brazos, gimiendo y apretando su cuerpo tembloroso contra el suyo.

—No, Riley, ya sabes que eso no es verdad. Por supuesto que te he echado de menos —aseguró con voz ronca—. Eres el único hombre para mí, lo juro.

—Lo dudo —respondió él muy serio al tiempo que se zafaba de su abrazo. No tenía ninguna gana de que entrara alguien y los pillara solos y abrazados. Las repercusiones serían inmensas. Sobre todo ahora, si sus espías estaban en lo cierto.

Tanya se acercó a él como una tigresa amenazante y peligrosa, y le acarició la mejilla con una de sus largas y afiladas uñas.

—Ninguno es tan bueno como tú.

—Se ha terminado, Tanya. Entiéndelo de una vez. Se ha terminado.

Ella emitió un gemido sordo de descontento y Riley le agarró el brazo antes de que le clavara las garras en la cara.

—¿Hay alguien más? ¿De quién se trata? —gritó.

—No hay nadie más.

—¡No te creo! —exclamó agarrando de improviso su endurecida entrepierna—. O tal vez sí.

Riley la apartó de un manotazo.

—Es obvio que no estás cansada y que tampoco te encuentras enferma. Haré que te escolten a la abadía. Si montas una escena, ambos pagaremos un precio terrible, Tanya. Acepta que se ha terminado.

—No. ¡Nunca se terminará! —exclamó con una sonrisa triunfante.

Riley tuvo entonces un mal presentimiento y sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—Es cierto que estás embarazada, ¿verdad?

Ella soltó una carcajada ronca.

—Será un niño. Me lo dijo una gitana la semana pasada. —Mirándolo fijamente, añadió—: Henry estará encantado.

Riley tenía el rostro tirante y respiraba con dificultad.

—¿Podría ser mío? —Su tono de voz resultaba peligroso.

La joven rió encantada y luego se encogió de hombros.

Riley se abalanzó sobre ella. Tanya le había dado la espalda, como si fuera a marcharse, pero la obligó a darse la vuelta.

—¿De quién es el niño?

—¿Qué conseguiré si te lo digo? —preguntó, jugando con él.

Riley nunca había pegado a una mujer, pero estuvo a punto de hacerlo en ese momento.

—¿Cuándo nacerá el niño, Tanya? ¡Contéstame antes de que te mande al infierno!

—Dentro de siete meses —confesó, pálida.

—Entonces podría ser de Ferrars... o mío —calculó.

Tanya lo miró con una sonrisa entre la cautela y la excitación.

Riley se apartó de ella. Tenía los hombros rígidos, los ojos de un azul ártico. Temblaba. ¿Sería él el padre? Que él supiera, no tenía hijos. No era ninguna sorpresa, considerando que, aunque no era precisamente célibe, luchaba contra sus inclinaciones sexuales lo mejor que podía. Pero había estado por primera vez con una mujer a los trece años... ¿No debería haber engendrado un hijo a aquellas alturas? No podía saberlo con seguridad. Nunca había pensado en ello. En su posición, un hijo sería un problema y una vergüenza. Un hijo podría arruinar todo por lo que había luchado y destruir su futuro.

Pero, ¡cómo ansiaba tener un hijo! ¡Cómo deseaba que el bebé que esperaba Tanya fuera suyo! A pesar del hecho de que no podría reclamar nunca abiertamente aquella paternidad y de las consecuencias que tendrían lugar si se desvelaba la verdad, quería que aquel niño fuera suyo.

Riley miró a Tanya y observó furioso que sonreía con satisfacción.

—Si sigues jugando conmigo lo lamentarás.

La sonrisa femenina se desvaneció.

—Es tuyo. Lo sé.

—¿Cómo puedes estar segura? Estuvimos juntos dos semanas, pero inmediatamente después te casaste con Ferrars. ¿Cómo puedes estar segura?

—¡Lo estoy!

Riley sabía que no podía creerla. Era imposible que estuviera segura, ¿no? En aquellas circunstancias, tanto él como Ferrars podrían ser el padre, y la fecha de nacimiento del niño no demostraría nada, porque podría nacer antes de lo previsto o después.

Y a menos que el niño guardara un parecido inconfundible con alguno de los dos supuestos padres, tampoco demostraría nada. Y aunque lo hiciera, pasarían todavía muchos años hasta que el niño se adentrara en la edad adulta.

—Tú eres el padre —le aseguró con tono seductor colocando una mano sobre su hombro—. Estoy segura de ello. Tu simiente es poderosa y potente, como tú.

Riley apenas la escuchaba. En aquel instante se dio cuenta de que con toda probabilidad nunca conocería la verdad. Y fue también entonces cuando supo que aquel niño lo ataría para siempre a Tanya de un modo mucho más fuerte de lo que nunca los uniría la lujuria.

Y durante un instante, un instante de locura, aun conociendo a Tanya como la conocía, deseó que fuera su esposa.

—Haré que te escolten hasta el abad. Si lo deseas, le enviaré una breve misiva.

—¡Riley!

—El niño no cambia nada, Tanya. Todo ha terminado entre nosotros —afirmó con frialdad.

—Pero yo te amo —gritó ella, delatando con su sonrojo que sus palabras eran ciertas.

—Entonces lo lamento —dijo Riley—. Lo lamento de veras. Más de lo que nunca sabrás.

Tanya no era una mujer que llorara con facilidad. Habían transcurrido muchos años desde que lo hiciera por última vez, y entonces era una niña de diez años que acababa de enterarse de que unos forajidos habían asesinado a su madre, dejándola huérfana. No lloró dos años después cuando su hermanastro, Marcus Denaly, la violó. Pero aquella noche, tendida sola sobre un duro camastro de la abadía de San Agustín, lloró con el corazón destrozado.

Ahora que había pronunciado las palabras supo que eran ciertas. Lo amaba. Riley era poderoso, amable y bueno... No como ella. Era la personificación de lo que debía ser un hombre, y a pesar de no guardar celibato, era virtuoso de un modo que Tanya apenas lograba comprender pero sí admirar.

Por primera vez en su vida, Tanya deseó ser una mujer virtuosa. Deseó ser otra persona, alguien digno de Riley de Cullen, una mujer a la que él quisiera tener no sólo en la cama sino también como esposa. Por primera vez se lamentó de su naturaleza, de sus aventuras, de todo. Pero no podía lamentarse de haber estado con él.

Sabía que el niño era suyo. No podía ser de Henry. ¡Su instinto le decía que tenía que ser suyo! En caso contrario, lo había perdido de verdad Tanya dejó de llorar de pronto. Desde la muerte de sus padres, se había enfrentado sola al mundo, intrigando para poder sobrevivir. Y no sólo sobrevivir, sino vivir bien. No había perdido ninguna batalla en aquel periodo de tiempo... Y no iba a perder ahora. La noticia del niño no había dejado indiferente a Riley. Aquella separación podría no ser definitiva. Quería recuperarlo. Le pertenecía.

Ya era hora, decidió por fin, de secarse las lágrimas. Como ya había decidido hacía mucho tiempo, suponía una suerte que Riley perteneciera a la Iglesia, porque no tenía que temer por otra mujer. No le asustaba su virtud. Él seguía deseándola y Tanya era una experta en seducción. Al día siguiente volvería a intentarlo. Al día siguiente tendría éxito. Y si no era al día siguiente, volvería a intentarlo en cualquier ocasión que se le presentara.

Nunca se rendiría.

El joven diácono llevó a Tanya hasta la cámara donde el archidiácono estaba trabajando. Aunque la anunciaron, él no se movió. Estaba de pie al lado de una de las ventanas abiertas, bañado por el sol. Su hermoso y dorado perfil resultaba duro, amenazante. Tanya se quedó paralizada. Algo no iba nada bien.

Riley giró lentamente la cabeza hacia ella. Su mirada parecía no tener vida.

—¿Y ahora qué, Tanya?

Se le notaba cansado y la joven se moría de ganas de abrazarlo. Entonces se dio cuenta de que tenía un pergamino en la mano con el sello roto. Tanya se puso tensa al reconocer el sello real. Riley debía haber recibido nuevas instrucciones del rey, y ella era muy consciente de cómo había luchado el archidiácono contra Rufus para controlar asuntos pertenecientes tanto a la corona como a la Iglesia. Había deseado advertirle muchas veces de que cesara aquella absurda guerra contra el monarca. Pero se había contenido porque no quería que supiera de la profunda pasión que sentía por él.

—¿Qué ocurre?

Los labios de Riley se curvaron ligeramente.

—Acabo de conseguir todo lo que siempre he deseado.

Su tono resultaba extrañamente burlón y consiguió que a Tanya se le erizara el vello de la nuca.

—Cariño —susurró, olvidando que la puerta estaba abierta—. ¿Qué ha pasado?

Justo en ese instante los ojos de Riley brillaron y le cambió la expresión. Apretó la mandíbula, como si acabara de cruzar un umbral, como si hubiera tomado una decisión.

—Rufus me ha nombrado obispo de Ely.

—¡Obispo de Ely! —exclamó emocionada—. ¡Dios mío, eso es maravilloso!

Riley no dijo nada. Permanecía erguido y sin moverse, con los ojos brillantes pero opacos.

—El rey y tú lleváis luchando desde que murió Lanfranc —comentó Tanya, frunciendo el ceño—. ¿Por qué te nombra ahora para un cargo de tanta importancia y poder?

—¿No lo ves? —preguntó él con sequedad—. Me están comprando, Tanya. El rey cree que así me quita de en medio.

La joven miró al orgulloso, frío e indomable hombre que amaba, y se estremeció de miedo. Conocía a su amante. El rey esperaba que el próximo obispo de Ely le mostrara una lealtad inquebrantable, pero Riley no era el tipo de hombre que comprometiera su causa.

Y su causa era la Iglesia.

El miedo de Tanya aumentó. La sutil guerra que habían estado manteniendo el archidiácono y el rey no sería nada comparada con lo que ocurriría si Riley, una vez investido, continuara con su actual trayectoria. ¡Sería un suicidio!

—¡No debes cometer ninguna locura una vez que se haya aprobado el nombramiento! ¡Tienes que cesar en tu obstinada confrontación con la corona!

Riley la miró.

—Me asombras. ¿Es posible que sientas algún aprecio por mí fuera del dormitorio?

Tanya se estremeció. Su tono de voz la asustaba. No pudo evitar mirar de reojo hacia la puerta abierta, pero no había nadie al acecho que pudiera escucharlos. Sin embargo, Riley no había sido nunca tan poco cuidadoso.

—Sabes que así es. —Él alzó la ceja mostrando su escepticismo y Tanya tuvo todavía más miedo—. Riley, ¿qué te pasa? Por el amor de Dios, acabas de recibir un gran honor del rey, un nombramiento por el que otros hombres morirían,

engañarían y robarían... Pero tú lo has conseguido honestamente. ¡Y sin embargo no pareces contento!

—Estoy contento. —Sonrió, pero sin atisbo de alegría—. ¿Cómo no iba a estarlo?

La joven pensó de pronto que quizá alguien podría impedir aquel nombramiento. Riley tenía muchos enemigos. Así se lo había dicho él mismo.

—Aceptarás el nombramiento, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. Esta mañana he recibido otra misiva, en este caso de Anselm, que me anuncia que vendrá mañana a ordenarme. Me promete todo su apoyo, lo que significa que está asegurada la elección de la sala catedralicia. La investidura será una mera formalidad.

Tanya no podía respirar con normalidad. Estaba encantada con su nombramiento. Estaba hecho a su medida. Ella se sentía feliz y al mismo tiempo consternada, porque Riley parecía remoto y distante. El poder que había percibido en él desde el principio se veía ahora magnificado, emanando de su ser de forma clara y fría.

La joven sintió que la recorría un escalofrío. Riley de Cullen la miraba desde el otro lado de la cámara con sus ropajes largos y oscuros y su pesada cruz de oro, exudando virilidad. Rubio, con los ojos azules e increíblemente apuesto. Tanya estaba impactada. Era uno de los primeros prelados del reino, uno de los vasallos más poderosos del rey. Era el obispo de Ely, y ni siquiera había cumplido aún los veintitrés.

Incluso ella estaba maravillada.

Capítulo 25: El castigo Capítulo 27: La oportunidad

 
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