La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 2: El encuentro

 

 

Cercanías de Swanter, 1093

Isabella no pudo evitar sonreír mientras salía a toda prisa del castillo, con cuidado de que no la vieran. Aquél sería su primer encuentro con su prometido y la emoción la embargaba.

Había cambiado su fina túnica con joyas incrustadas en las mangas, por una ruda camisola de lana como las que utilizaban los campesinos. En lugar del fajín castaño se había puesto un cinturón de cuero trenzado. Y también sustituyó sus zapatos puntiagudos de seda por unos zuecos de madera. Había sido lo suficientemente inteligente como para tomar prestados un par de calcetines de lana gorda de la lechera, y un velo de lino viejo le cubría su rubio cabello. Aunque iba a encontrarse con su futuro esposo, un encuentro clandestino era algo absolutamente impensable para cualquier dama, y mucho más para ella, así que estaba decidida a que no la descubrieran.

La sonrisa de Isabella se amplió. Estaba inmersa en la visión de su prometido estrechándola entre sus brazos para darle el primer beso de su vida. Su matrimonio se celebraría por razones políticas, por supuesto, así que era consciente de la suerte que tenía por haberse enamorado de Jacob Black, el hombre designado para casarse con ella y al que conocía desde la infancia.

El sonido de una conversación hizo que la joven disminuyera el paso. Durante un instante creyó que Jacob tenía compañía, pero entonces se dio cuenta de que aquellas voces no hablaban en gaélico ni en inglés. Conteniendo un gemido de miedo, corrió a situarse tras el tronco de un gran roble y se agachó sobre la hierba. Miró a su alrededor, y durante un instante fue incapaz de moverse, paralizada por la incredulidad.

Un grupo de soldados normados ocupaba el claro que había delante de ella.

La joven se agachó todavía más. El corazón le golpeaba contra las costillas y todos los pensamientos sobre su encuentro con Jacob volaron.

¡Si hubiera dado sólo un paso más para salir del bosque en dirección al claro, habría entrado directamente en un campamento enemigo!

Tenía miedo incluso de moverse. Su padre siempre la había considerado una persona muy inteligente, y ahora utilizaba esa inteligencia para llegar a sus propias conclusiones. ¿Qué hacían unos soldados normandos en suelo escocés? ¿Estarían al corriente de la boda del heredero de Liddel, que iba a celebrarse al día siguiente? Liddel era un puesto fronterizo importante para su padre, Charlie, que dominaba Swanter y aquella zona de la frontera de Escocia, poniéndola a salvo de los ambiciosos y traicioneros normados. La paz reinaba en aquellas tierras desde que el rey escocés le jurara fidelidad una vez más al rey normando, William Rufus el Rojo en Abernathy, hacía dos años. Entonces, ¿habrían descubierto los normandos que Liddel estaría inmerso en las celebraciones de la boda y por lo tanto podrían acampar sin ser vistos y espiar... o algo peor? Isabella sintió una oleada de rabia. Debía informar inmediatamente a su padre.

Las rodillas comenzaron a dolerle por haber estado escondida tras el árbol, así que se incorporó ligeramente para echarle otro vistazo a los normandos. Estaban montando un campamento a pesar de que todavía faltaban varias horas para que oscureciera. Al observar el grupo de hombres que tenía delante, Isabella entendió al instante la razón de todo aquello. Uno de los normandos estaba herido en una pierna y dos caballeros le ayudaban a desmontar de su silla. La joven no podía soportar la visión de la sangre, pero no apartó la mirada. No podía. Estaba viendo a un hombre al que sólo había visto una vez pero cuyo recuerdo le quemaba el alma. De pronto sintió que le costaba trabajo respirar. Sentía como una losa en los pulmones y se le había secado la boca. Si al menos hubiera podido olvidarlo... Dos años atrás, en Abernathy, aquel hombre estaba detrás de su malvado rey, William Rufus, destacando por encima de la cabeza pelirroja del monarca. Su rostro era una máscara formada por duros y marcados rasgos, mientras que su rey se mostraba pagado de sí mismo. Y debajo de Rufus, de rodillas en el polvo, estaba su padre, Charlie, rey de Escocia, obligado a punta de espada a jurar fidelidad al rey de Inglaterra.

Isabella fue la única doncella presente. Había acudido disfrazada, ya que las mujeres no eran bienvenidas en ese tipo de eventos. Se trataba de una reunión de ejércitos tras otro intento por parte de Charlie de conquistar Masen. La joven estaba rodeada de gran parte del ejército escocés, leal en su totalidad a su padre. Sin embargo, su número resultaba ridículo en comparación con las fuerzas que tenían delante; las más brutales de aquellas tierras, las del conde de Masen. Aquel hombre del que no podía apartar la vista era el heredero bastardo del conde, Edward de Cullen.

Él no se fijó en su pequeña figura en aquel momento. Isabella estaba detrás de su hermano, vestida como si fuera el paje de Edgar, y se cuidó mucho de no atraer la atención sobre ella. No quería ni que su propia familia la reconociera, porque le caería sin duda más de un rapapolvo. Edgar había participado a regañadientes en aquella aventura, conocedor de lo mucho que se enfadaría su padre por aquello si llegara a enterarse.

La joven se había quedado cautivada por el heredero bastardo, y lo miró en todo momento por encima del hombro de su hermano. En una ocasión, sus miradas se cruzaron por pura casualidad. El instante duró menos de un segundo.

Mientras contemplaba ahora al bastardo de Masen, Isabella apretó los puños. Era uno de los peores enemigos de su padre y esperaba que aquella herida le arrancase la vida.

Pero el normando no parecía estar a las puertas de la muerte. Aunque la herida debía producirle mucho dolor y debilidad a causa de la pérdida de sangre, su expresión era muy parecida a la que tenía en Abernathy: dura e inescrutable. La joven sabía que era despiadado. Nunca había mostrado ninguna clemencia hacia los escoceses. ¿Sería incapaz de sentir? ¿Acaso era inmune también al dolor físico?

Habían instalado una gran tienda negra a campo abierto, y la bandera de Masen ondeaba ya a su lado. Era una bandera llamativa. Estaba formada por tres bandas diagonales en colores negro, blanco y dorado, y en el centro destacaba una rosa roja brillante de tallo corto.

Isabella observó cómo los caballeros que sujetaban al bastardo le ayudaban a entrar en la tienda. Asustada, se desplomó sobre el suelo. Estaba sudando y tenía la boca completamente seca. Aquello era peor, mucho peor de lo que le había parecido en un principio. Edward de Cullen no sólo era despiadado, sino también un gran militar, igual que su padre, y su valentía era legendaria. También era ambicioso. El impresionante ascenso de la familia partiendo de una base sin riquezas ni tierras era bien conocido, y en todo el reino se temía la ambición de los Cullen. ¿Qué estaría haciendo allí, en Escocia? La joven era consciente de que debía regresar al castillo y pedir audiencia con su padre. Pero le daba terror moverse, ya que si aquellos hombres la descubrían sería una catástrofe.

No podría haber nada peor. A pesar de su miedo, tenía que atreverse a retroceder e introducirse en la espesura del bosque hasta que pudiera darse la vuelta y correr.

Los hombres del campamento parecían muy ocupados. Habían desensillado los caballos para darles de comer y prendido un pequeño fuego sin humo. Las espadas, las hachas de guerra, las lanzas y los escudos estaban cuidadosamente colocados al lado de las sillas de cuero. Todo parecía indicar que se trataba de un grupo importante de guerreros. Si no conseguía escapar en ese momento, tendría que esperar a que se durmieran, y entonces habría guardias apostados vigilando.

Isabella se sentó sobre sus talones, negándose a dejarse llevar por el miedo. Una ramita crujió cuando cambió el peso del cuerpo, pero nadie lo oyó.

Dejó escapar una respiración profunda y dio un paso atrás sin apartar la vista del campamento. La suerte jugó en su contra ya que en aquel preciso instante se levantó un poco de aire que agitó las ramas de un roble por encima de su cabeza. Isabella se quedó paralizada y rezó.

Varios caballeros que había cerca del bosque, se giraron, miraron, en dirección al árbol tras el que había estado escondida y la vieron al instante. La joven no necesitó más estímulo. Se levantó las faldas y salió corriendo.

—¡Detente! ¡Detente ahora mismo, muchacha!

Isabella los escuchó atravesar el bosque a toda velocidad mientras corría todo lo rápido que podía. Había crecido con seis hermanos y era una buena corredora, pero no estaba acostumbrada a aquellos zuecos tan toscos. Tropezó de golpe y fue a caer sobre la hierba. Antes de recuperarse, oyó cómo un hombre se reía. Y cuando consiguió ponerse en pie ya lo tenía encima, con una mano en los pliegues de la túnica y la otra en la nuca.

Ella gritó cuando la atrajo hacia sí, e intentó golpearle en la entrepierna. El hombre se zafó sin dificultad y la inmovilizó abrazándola con fuerza mientras se reía con su compañero de sus intentos de resistirse.

Desesperada, Isabella se retorció, pero enseguida se quedó muy quieta e intentó recuperar el aliento. No había manera de escapar de aquel cerco.

—¿Qué es esto? —Cuando la miró, los ojos de su captor se abrieron de par en par y se quedó en silencio, al igual que su amigo.

Se le había deslizado el velo y podían ver claramente sus facciones. Los trovadores ambulantes cantaban con frecuencia odas a la princesa Isabella y su incomparable belleza. Tenía una complexión menuda y perfecta, una nariz pequeña y ligeramente respingona, los pómulos altos y un rostro intrigante en forma de corazón; sus ojos eran Marrones y almendrados, y sus labios estaban delineados a la perfección.

Sin embargo, Isabella tenía claro que la belleza física carecía de importancia. Su madre le había inculcado aquella idea desde que era pequeña, así que nunca le había importado su aspecto hasta que Jacob le había dicho el día anterior lo hermosa que le parecía, y hasta que la capturaron aquellos dos caballeros normandos cuyas intenciones eran tan obvias. La joven trató desesperadamente de pensar mientras sus ojos felinos reflejaban una mezcla de desafío y miedo.

—¡Mirad esto! ¡Mirad lo que he encontrado en el bosque! —La satisfacción se podía leer en el rostro de su captor.

—¡Will, la hemos encontrado los dos! ¡Es de los dos! —protestó su compañero.

Los demás hombres del campamento habían escuchado los gritos femeninos y comenzaban a agruparse en torno al trío.

—Normalmente no me importa compartir, Guy, pero esta vez no lo haré —replicó Will apretando con más fuerza los brazos de su prisionera.

Pero Isabella ya no se defendía. No tenía sentido gastar energía, sobre todo teniendo en cuenta que necesitaría conservar las fuerzas para resistirse a aquellos hombres. Los dos caballeros comenzaron a discutir sobre su suerte mientras otra docena de hombres los rodeaban, burlándose y mirándola con lascivia. La joven comenzó a desesperarse y las mejillas le ardieron. Por desgracia, entendía perfectamente el normando y no se perdió ni uno solo de sus comentarios obscenos. Angustiada, pensó con rapidez. La violarían a menos que desvelara su identidad. Pero si la revelaba, la mantendrían como rehén, lo que supondría un gran costo para su padre y para Escocia. Ambas soluciones resultaban inaceptables. Debía encontrar un punto medio.

Un destello apagado de plata llamó la atención de Isabella y dirigió su atención a un caballero que salía de la tienda del bastardo y que se acercaba hacia ellos. Tanto Will como Guy guardaron silencio mientras aquel hombre maduro se abría paso a codazos a través del círculo de hombres.

—¿Aqué viene este jaleo? Estáis molestando a Edward. —Sus fríos ojos grises se clavaron en la joven—. ¿Qué tenemos aquí? ¿La diversión para esta noche?

Isabella ya había tenido suficiente.

—¡No serviré de entretenimiento para gente como vosotros! —Había decidido conservar el disfraz de aldeana el mayor tiempo posible, así que habló haciendo resbalar mucho las erres—. ¡Cerdos normandos!

—Vamos, muchacha, ¿no te gustan los normandos? —El hombre mayor parecía estar divirtiéndose.

—¡Os odio a todos! ¡Iros al infierno! —espetó Isabella. Estaba temblando por dentro, pero nunca lo manifestaría. Echó un vistazo alrededor, y el corazón le dio un vuelco al ver que la entrada de la tienda aleteaba de nuevo y daba paso a Edward de Cullen.

Iba cojeando y se apoyaba pesadamente sobre un soldado. Tenía el rostro demacrado por el dolor y estaba muy pálido, pero le brillaban los ojos y la observaba con interés.

—¿Qué ocurre? —inquirió dirigiéndose al grupo.

La joven aspiró con fuerza. Era más alto de lo que recordaba. Más alto, más poderoso y más aterrador. Y estaba casi desnudo; se había quitado la cota de malla y la mayor parte de la ropa. Llevaba puesto sólo unos calzones, botas hasta la pantorrilla y una tela a modo de venda en la parte superior de uno de sus muslos.

Sus miradas se cruzaron.

Isabella tragó saliva. Había visto con anterioridad las piernas desnudas de un hombre, por supuesto, pero de hombres escoceses decentemente vestidos, con sus faldas a la altura de la rodilla y sus medias altas. Ruborizada, apartó la vista con rapidez.

—Al parecer, Will ha capturado nuestra cena de hoy, Edward —comentó Marcus, el hombre mayor.

La joven se puso tensa y alzó la vista. La mirada de Edward se convirtió en escrutadora. Ella sintió que el corazón se le paraba. No le gustaba el modo en que la estaba observando, y si su intención era acobardarla... lo estaba consiguiendo. Enfadada consigo misma, le devolvió una mirada furiosa.

—Entrégamela a mí, Marcus —ordenó Edward antes de desaparecer dentro de su tienda.

El aludido soltó una carcajada sorda, un sonido que iba acorde con su rostro cubierto de cicatrices de guerra y sus fríos ojos grises.

—Parece que el señor no está tan mal como aparenta. Y creo que ha puesto fin a vuestra discusión, muchachos.

Isabella estaba paralizada por el significado de las palabras de Edward de Cullen, pero el comentario del viejo caballero la devolvió a la vida.

—¡No! —gritó.

A pesar de sus protestas, Marcus la agarró del brazo y la arrastró hacia la tienda. Isabella era una joven menuda y esbelta, pero se resistió clavando los talones, retorciéndose, intentando con todas sus fuerzas patearlo. Él hizo caso omiso de sus esfuerzos y siguió tirando de ella con una facilidad insultante.

Se escucharon varias risas. Los hombres encontraban muy divertida su inútil resistencia y su inminente destino. La visión de Isabella se nubló con lágrimas mientras escuchaba las bromas obscenas que intercambiaban los hombres. No podía evitar entender lo que se estaba diciendo con tanta crudeza. Hacían referencias gráficas al poderío sexual y la dotación física del hombre al que iban a entregarla.

—Seguramente, el señor la matará —bromeó alguien finalmente.

El terror se apoderó de ella, pero ya era demasiado tarde. Marcus hizo que entrara en la tienda.

Dentro estaba oscuro. Isabella se tambaleó cuando Marcus la soltó, pero él mismo la sujetó para evitar que se cayera. Temblaba y apenas podía respirar mientras sus ojos se acostumbraban a las sombras. Por fin lo vio. Su enemigo estaba medio sentado en un camastro cubierto de mantas de piel, apoyado sobre su silla de montar. Parecía un gigante en la pequeña tienda, y una sensación de claustrofobia e inminente fatalidad se apoderó de ella.

Edward se incorporó un tanto.

—Puedes marcharte, Marcus.

—¡No! ¡No te vayas! —suplicó la joven. Pero el hombre ya se había marchado. Entonces, aterrorizada, se giró hacia Edward alzando sus pequeñas manos—. ¡No me toquéis!

—Ven aquí.

Ella se quedó paralizada. Sus palabras eran suaves, pero se trataba sin lugar a duda de una orden. El tipo de orden que hay que obedecer automáticamente, pero tanto su mente como sus pies estaban petrificados.

—Mujer, ven aquí ahora mismo.

Isabella observó su cara. No había nada en ella que le confirmara que su destino fuera una cruel y salvaje violación; un acto que, según había escuchado en el campamento, podía matarla. Sin embargo, estaba temblando.

Sus miradas volvieron a cruzarse. Edward la observaba con creciente impaciencia.

—¿Qué queréis de mí? —consiguió decir.

—¿Qué crees que quiero? —Él apretó los dientes—. Tengo dolores. Ven aquí y cuídame la pierna como es debido. Ahora.

La joven lo miró fijamente y luego experimentó una sensación de alivio.

—¿Es eso todo lo que queréis?—. No terminaba de creérselo.

—Estoy acostumbrado a que me obedezcan al instante, mujer. Ven aquí y haz lo que te han enseñado a hacer —masculló, apretando la mandíbula.

Isabella sabía que debía obedecer, porque estaba claro que se estaba enfureciendo por momentos. Pero si no llegaba con él a un acuerdo en aquel momento, cuando todavía tenía una pequeña parcela de poder, no lo haría nunca.

—Os atenderé de buena gana si me prometéis soltarme sin hacerme daño cuando haya terminado.

—Doy una orden... ¿Y tú me vienes con exigencias? —Estaba sorprendido y no lo disimulaba.

Isabella supo que no debía presionarlo más, pero a pesar de todo, dijo:

—Sí, así es.

Edward sonrió. Fue una sonrisa fría y peligrosa que la aterrorizó y que no alcanzó sus oscuros y brillantes ojos.

—Pocos hombres se han atrevido a desobedecerme, y menos todavía han sobrevivido para ver la luz de un nuevo día.

Isabella respiró hondo, incapaz de apartar la vista de la suya, incapaz siquiera de parpadear. De la imponente presencia masculina emanaba un poder que hacía que las rodillas le flaquearan y amenazaran con hacerla caer.

—¿Me estáis amenazando? —susurró con voz ronca.

—Sólo te libras por ser mujer.

Ella no tenía ninguna duda de que, si hubiera sido un hombre, para entonces ya estaría muerto. Aquel normando era el enemigo más odiado de su pueblo, de su familia, y de su padre, el rey. Su situación era desesperada pero no debía dejarse llevar por el pánico. Había llegado el momento de comportarse con honor y valentía.

—Entonces, ¿aceptáis mis condiciones? —preguntó irguiendo la espalda.

Él la miró fijamente.

—Creo que eres la muchacha más estúpida que he conocido en mi vida, o la más valiente.

Isabella le aguantó la mirada. No se sentía halagada y estaba demasiado asustada como para enfadarse.

—Me curarás y te soltaremos.

Isabella ahogó un grito. Había conseguido lo que buscaba, aunque no estaba convencida de poder confiar en él. Sin embargo, no tenía elección. Se adelantó a regañadientes, decidida a ver su herida, a atenderlo lo más rápidamente posible y, al mismo tiempo, rezando para que la dejaran en libertad y poder contarle de inmediato a su padre todo lo que había visto. Tragando saliva y evitando su mirada, se arrodilló a su lado.

—¿Qué os ha ocurrido?

—Un animal enloquecido. Mi caballo se rompió la pata justo delante de él y eso le dio la oportunidad de herirme. Lo maté, por supuesto.

La joven no respondió. Tenía la vista clavada en su muslo desnudo. El vendaje se había teñido ya de rojo brillante. La herida se había producido en la parte alta del muslo, cerca de los calzones. Durante un instante ella desvió la mirada hacia allí, hacia donde no tenía por qué mirar. Hacia las sombras oscuras que tenía entre las piernas.

Sintió un calor sofocante, le temblaron las manos y se agarró los pliegues de la falda.

De pronto, distinguió sólo un movimiento y al instante la poderosa mano de Edward le estaba agarrando la muñeca. Menos de un segundo más tarde aterrizaba con fuerza sobre su pecho duro como una roca. Cuando él habló, su respiración le rozó los labios.

—¿A qué estás esperando?

La mirada de Isabella abandonó sus labios y subió hasta sus ojos. Por primera vez vio en ellos el tremendo dolor que le producía la herida. Algo le llegó al corazón, una compasión en la que no quiso pararse a pensar. No debía considerar a aquel hombre como un ser humano. Debía considerarlo sólo como un monstruo, alguien capaz de matar a sangre fría y con sus propias manos a su gente, como correspondía a su naturaleza agresiva.

Incapaz de hablar, asintió. Sentía a Edward sólido y cálido bajo sus senos. Él la soltó y Isabella se apresuró a atender la herida.

Indecisa, tocó el vendaje y comenzó a desenvolverlo con cuidado. La herida estaba abierta, sangraba y tenía mal aspecto, pero no era muy profunda. Para limpiarla, habían traído agua y jabón de lejía.

—Os va a doler.

Él la miró a los ojos y no dijo nada. Bajo aquella luz tenue, sus ojos parecían tan oscuros como su cabello, y a aquella distancia eran incuestionablemente hermosos. Isabella apretó los labios, negándose a dejarse llevar por esos pensamientos.

Mientras trabajaba en la herida y trataba de no hacerle daño, era consciente de que vigilaba todos sus movimientos, haciéndola sentirse pequeña y vulnerable a su lado, disminuida por el poder que exudaba a pesar de estar herido y momentáneamente a su merced. Era una idea absurda. Aquel hombre nunca se sometería al dominio de nadie aunque estuviera muriéndose de dolor.

Cuando la herida quedó finalmente limpia, la joven se detuvo un instante, se humedeció los labios y lo miró.

—Necesita unos puntos.

—Detrás de ti hay aguja, hilo y lino limpio.

Isabella giró la cabeza y asintió, antes de agarrar la aguja con gesto vacilante.

—Tal vez queráis un poco de vino.

—Así que detrás de esos pechos tan bonitos hay un corazón —comentó alzando una ceja.

—¡No hay en él piedad para vos! —afirmó con voz tensa.

—Hazlo.

¿Qué le importaba a ella que sufriera todavía más en sus manos? Enfadada sin saber por qué y temblando de desasosiego, Isabella cogió la aguja. Había cosido heridas con anterioridad, pero no se acostumbraba a ello. El estómago le dio un vuelco. Se inclinó sobre él y trabajó con diligencia y precisión, consciente de que tenía la mirada clavada en su cabeza e incapaz de olvidar sus palabras. Cuando hubo terminado, le hizo un nudo al hilo y lo cortó con sus blancos y pequeños dientes. Entonces se incorporó, satisfecha por haber terminado.

Isabella esperaba verlo pálido, que su rostro fuera una máscara de dolor. Sin embargo tenía los ojos no sólo completamente lúcidos, sino que además brillaban peligrosamente. La joven se apresuró a coger un trozo de lino limpio y apartó la vista.

Y entonces se topó con una imagen que no quería ver, que no tenía derecho a ver. Sin darse cuenta, le había apartado los calzones a un lado para coserle los puntos, y ahora podía verificar que lo que habían dicho sus soldados sobre que estaba bien dotado, era más que cierto. Ruborizada, volvió a colocarle los calzones en su sitio. Pero aquellos hombres tenían razón. Si la violaba, la mataría. Sus manos, pequeñas, delicadas y blancas, que contrastaban vivamente con sus duras y poderosas piernas, temblaron cuando le ató a toda prisa el vendaje.

En el instante preciso en que terminó, la mano del hombre le sujetó el rostro, obligándola a alzar la barbilla y a mirarlo.

—Vas vestida como una bruja, pero te comportas como una dama. —Isabella se quedó petrificada. Él apartó la vista de la suya, deslizándola por sus facciones hasta detenerse finalmente en sus labios—. Nunca he conocido a ninguna aldeana con un rostro como el tuyo.

La joven se vio incapaz de decir nada en su defensa. Tenía la mente paralizada y sólo podía conjurar una imagen terrible: La de su captor aplastándola sobre el camastro.

Edward le soltó la cara, pero le agarró la mano y le dio la vuelta.

—Blanca y suave como la de una dama.

Muda y aterrorizada, consciente de que no tenía un solo callo, se sintió atraída hacia su brillante mirada y reconoció el deseo que había en ella aunque nunca se había visto en una situación semejante.

Edward alzó las comisuras de sus duros y atractivos labios, componiendo una expresión que no podía describirse ni siquiera como la semblanza de una sonrisa; más bien mostraba agresión, triunfo y una satisfacción primitiva. Isabella retrocedió un paso, pero tardó un segundo de más. Él ya le había deslizado el velo del cabello. Al verlo, se acercó más a ella y le dijo:

—Tu cabello está limpio y huele a flores. —Se irguió y la miró fijamente—. Creo que si mirara debajo de tus ropas encontraría una piel igual de limpia y fragante.

La joven se incorporó, tambaleándose, pero no llegó muy lejos. Él la agarró de la muñeca, obligándola al instante a arrodillarse de nuevo a su lado.

—¿Estoy en lo cierto?

—¡No! En absoluto. Os lo juro. —No pudo seguir hablando porque Edward le deslizó la mano por la pierna, bajo la ropa, y acarició con la palma dura y callosa su piel desnuda.

Isabella gritó, sorprendida por la violenta sensación que se había apoderado de su cuerpo. Él estaba mirando absorto su pierna desnuda, desde donde terminaban sus medias de lana en la pantorrilla hasta la parte superior del muslo, que acababa de dejar al descubierto.

—Lo que yo pensaba —comentó, y ahora su tono de voz había cambiado. Era un tono que Isabella reconoció al instante a pesar de su inexperiencia, un tono que le tensó cada fibra de su ser y que provocó que se le acelerara el pulso.

—Puedo... puedo explicarlo —susurró.

—Suave, muy suave, y limpia —dijo entrelazando la mirada con la suya una vez más. No cubrió su desnudez ni apartó la mano del muslo.

Tenía las yemas de los dedos peligrosamente a punto de rozar la unión entre sus piernas. Haciendo un rápido movimiento, acercó su rostro al de ella y sus labios le rozaron el cuello.

Isabella se quedó sin respiración. En el reducido espacio de aquella tienda no había aire que respirar. Edward movió la boca dejando una estela de calor en el lateral de su cuello y deslizó el dedo pulgar por su vello púbico. Isabella no pudo contenerse. Gimió. Su mente, que antes estaba llena de hostilidad, estaba ahora completamente en blanco, sólo receptiva a la increíble sensación que él le estaba provocando.

Edward tenía la boca apoyada en uno de sus lóbulos y el pulgar contra el otro, cuando susurró:

—¿Quién sois, milady? Y lo que es más importante, ¿sois una espía?

Capítulo 1: Prólogo Capítulo 3: ¿ Invitada ó Prisionera?

 
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