La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90606
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 9: El juramento

Hola a tod@s despues de un tiempo he podido actualizar pero no se cuando volver actualizar pero de mientras aprovechen es te capitulo espero k os guste.

besos

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Si Charlie Swan no hubiera llevado ondeando la bandera blanca, Edward no le hubiera permitido nunca flanquear la impenetrable seguridad de Alnwick. Mientras se acercaba a él a la cabeza de sus hombres con la bandera de la rosa ondeando sobre sus cabezas, se sintió presa de la emoción. Llevaba esperando aquel momento desde que supo la verdad sobre Isabella y decidió convertirla en su esposa.

Debía proceder con precaución y convencer a Charlie para que le entregara a su hija. Había mucho en juego. Por fin la paz parecía posible en un horizonte que hasta el momento había estado teñido de sangre, y nada debía impedirle alcanzarlo.

La aparición de Charlie no era ninguna sorpresa. Edward estaba esperando al rey escocés, y sus hombres estaban preparados para lo peor. A su espalda había dos docenas de sus mejores caballeros armados. Y detrás de ellos, los muros de Alnwick estaban cubiertos de arqueros que podrían provocar fácilmente una matanza en el ejército escocés si se atrevieran a llevar a cabo cualquier artimaña. Riley y Jasper cabalgaban a su vera.

El rey escocés lo esperaba al otro lado del foso, encabezando un poderoso ejército de varios cientos de hombres. Sólo un tercio de ellos contaban con caballos; el resto iban a pie, pero todos estaban preparados para la batalla con espadas, escudos y flechas. Cuando Edward atravesó el puente con sus hombres detrás, Charlie y tres de los suyos se separaron del ejército y se acercaron al trote a su encuentro.

Edward había estado en Abernathy dos años atrás, cuando Charlie le rindió homenaje a William Rufus. El rey escocés también le había jurado fidelidad muchos años atrás al padre de Rufus, el Conquistador, rompiendo el juramento una y otra vez cuando le había convenido. Sólo se inclinó ante William Rufus en Abernathy tras haber sufrido una grave derrota y fracasar en sus otros intentos de ampliar las fronteras por el sur. Era un hombre astuto y traidor, y no se podía confiar en él. El normando había meditado mucho sobre cómo manejar aquella entrevista. Aunque estaba decidido a casarse con la princesa, no sólo necesitaba el consentimiento de Charlie, sino también el de su propio padre y el del rey, algo que no conseguiría hasta que Riley llegara a Londres, hablara con su padre y éste, a su vez, hablara con el monarca. Estaba arrogándose una tremenda autoridad al negociar su matrimonio, pero tenía pocas opciones si quería conseguir su objetivo de tomar a Isabella como esposa. Estaba dispuesto a ofrecer al escocés cualquier cosa que le pidiera.

Su padre no le preocupaba; confiaba plenamente en que al conde le satisfaría aquel súbito giro de los acontecimientos. El rey William Rufus era mucho menos predecible.

¿Sería su padre capaz de convencer a su soberano? Al pensar en Rufus, la expresión de Edward se endureció y su mirada se volvió sombría. Era un vasallo leal, como exigía el deber, pero eso no significaba que le gustara su rey, a quien no le había perdonado nunca su traición. En cierto modo, aquel niño pequeño y solitario seguía vivo en las profundidades de su alma. El monarca no había cambiado en los años que habían seguido a la llegada de Edward a la corte como rehén para asegurarse el apoyo de su padre: era traicionero, astuto y arbitrario, y actuaba con demasiada frecuencia por capricho, buscando sólo su propio placer. Edward no estaba seguro de que William Rufus accediera a aquel matrimonio. Tal vez le divirtiera desbaratar los planes de los de Cullen, o mejor dicho, los de Edward. O tal vez vacilara, comprensiblemente, a la hora de unir Masen a su mayor enemigo del norte.

Los dos grupos de jinetes se detuvieron el uno frente al otro. El normando estaba flanqueado por Jasper y Riley. Este último desentonaba en el campo de batalla con su cruz y sus oscuros ropajes. El escocés iba montado en un magnífico corcel castaño y estaba rodeado por tres hombres que Edward reconoció como sus hijos.

Charlie llevó despacio su montura hacia delante y Edward hizo lo propio. El anguloso rostro del rey de Escocia parecía granito esculpido, pero sus ojos Marrones brillaban de rabia.

—¿Qué es lo que quieres, bastardo?

—¿Nada de formalidades? —preguntó Edward.

—¡No te burles! ¡Poco te importaron las formalidades cuando raptaste a mi hija, bastardo!

El normando no se inmutó. Era de esperar que sus enemigos siguieran llamándole «bastardo». Nada podía cambiar el hecho de su nacimiento. No era agradable, pero había aprendido a ignorar aquellos insultos desde que era un niño.

—Cuando me tropecé con tu hija vestía como una aldeana y me mintió diciendo que era la bastarda de un señor del norte.

Aquello dejó perplejo a Charlie durante un instante. Pero se recobró igual de rápido.

—¡Dios! Ella siempre me sorprende. ¿Qué quieres de mí, de Cullen?

—Una novia.

Todos los hombres que tenía enfrente se quedaron paralizados por el asombro, excepto Charlie, a quien le brillaron los ojos. De pronto uno de ellos se llevó la mano a la espada. Antes de que hubiera terminado de sacarla, Jasper había desenvainado también la suya y Riley blandió rápidamente la maza. Reaccionaron tan deprisa que se produjo un brillo simultáneo de metal. Entonces, cuando Edgar gritó: «¡Ensartadlo!», ambos ejércitos sacaron las espadas. La llanura se estremeció con el sonido metálico de cientos de espadas desenfundándose al mismo tiempo.

Sólo Charlie y Edward permanecieron desarmados, aunque ambos tenían la mano en sus respectivas empuñaduras y los nudillos blancos.

El sudor salpicaba la frente del normando. Un brillo similar manchaba el rostro de Charlie. La tensión vibraba visiblemente entre ambos ejércitos, haciendo temblar el páramo. Nadie se movía, nadie respiraba siquiera, y Edward sabía que si alguien lo hiciera, los dos ejércitos se lanzarían el uno contra el otro al instante.

—Paz —dijo el normando con firmeza, haciendo oír su voz—. Has venido en son de paz, y a mí me gustaría hablar en paz.

Ningún hombre envainó la espada, pero la tensión pareció aliviarse un tanto.

—El modo en que te llevaste a mi hija no fue precisamente pacífico —ironizó Charlie—. Y ahora, ¿quieres hablar de paz?

—Como te he dicho, iba vestida como una campesina. Fingió incluso el modo de hablar y la forma de comportarse, y hasta se atrevió a decirme que se apellidaba Sinclair.

—Tal vez te mate de todos modos... Hijo de perra —silbó el rey escocés entre dientes con los ojos brillantes.

Edward se apresuró a seguir hablando, aunque estaba claro que Charlie tenía más interés en luchar con él que en hablar de su hija.

—Tal vez ambos podamos sacar de esta circunstancia lo que siempre hemos deseado.

—Lo único que yo deseo es quitarte la vida y tu patrimonio —dijo el rey con una sonrisa.

Edward agarró con fuerza las riendas. Su corcel recibió aquel imperceptible mensaje y comenzó a moverse, preparándose para luchar. Pero el normando quería evitar a toda costa la batalla. Su objetivo no había cambiado. Pretendía conseguir que Charlie le entregara la mano de Isabella, y haría y diría lo necesario para conseguirlo.

—Terminemos con esta guerra y pensemos en el futuro. Unamos a nuestras familias para siempre. Permite que tome por esposa a Isabella, y algún día tu nieto estará al frente de Masen.

El rey lanzó un aterrador grito de guerra, levantó la espada y se lanzó contra su enemigo, provocando que sus enormes caballos chocaran. La gran espada del escocés, que levantó con las dos manos, golpeó el pesado escudo que el normando alzó rápidamente. El golpe resonó con fuerza. Charlie volvió a atacarle otra vez, y otra vez Edward detuvo su espada con el escudo sin hacer amago de alzar ningún arma contra él.

El sonido del metal al chocar recorrió el páramo. A ambos lados del campo de batalla, los hombres permanecían tensos y preparados. Blandiendo sin piedad la espada una y otra vez, el escocés fue obligando al normando a recular. Si Edward no hubiera sido uno de los guerreros más poderosos del país, no habría sido capaz de detener aquellos terribles golpes. Si el rey tenía éxito, una única embestida podía rajarlo en dos. Charlie quería matarlo.

Si se hubiera tratado de su hija, Edward también habría intentado matar a su captor. Pero sabía que el escocés quería acabar con él porque lo odiaba. Poco a poco, los golpes de Charlie se hicieron más lentos, como si la enorme espada que blandía se hubiera vuelto más pesada. Al normando le dolían los brazos, los hombros y la espalda por defenderse de cada ataque; incluso tenía las manos resentidas de sujetar con tanta fuerza el escudo. El sudor interfería su visión y también empapaba a Charlie, cuyo rostro estaba casi púrpura por el esfuerzo. Finalmente, el rey de Escocia intentó levantar la espada y falló. Sin fuerzas para sostener su arma, la dejó caer.

—¡Lucha, maldito seas! —jadeó el escocés.

—No lo haré. ¡Piensa, Charlie Swan, piensa! No permitas que tu odio interfiera en tu inteligencia. ¡Podemos unir nuestras familias y beneficiarnos ambos!

Con los brazos destrozados, sintiendo como si se los hubiera arrancado de las rótulas, Edward se colocó de nuevo el escudo al hombro sin dejar traslucir el súbito dolor que le atravesó. Tampoco se secó el sudor de la frente y de las sienes, ni intentó recuperar el aliento.

—El honor exige que me case con tu hija.

A Charlie no le sorprendió su confesión, ni Edward contaba con que lo hiciera. Estaba claro que había dado por sentada la ruina de su hija.

—Está prometida —dijo finalmente el escocés todavía sin aliento.

El normando sintió una salvaje satisfacción interior. El solo hecho de que Charlie discutiera sobre el asunto era una victoria... Una más.

—Los compromisos pueden anularse —aseguró Edward.

—Padre —gritó con el rostro enfurecido Michael, el hijo mayor de Charlie, al tiempo que adelantaba su montura—. Antes de seguir con esto, veamos a Isabella. Así sabremos si está ilesa... y viva.

Edward aplaudió en silencio la preocupación del joven por su hermana.

—¿Quieres ver a tu hija? —le preguntó a Charlie.

—Ve a buscarla —dijo asintiendo con la cabeza.

El normando no tuvo que decir ni una palabra; se limitó a girar un poco la cabeza. Riley ya se había dado la vuelta y se dirigía al puente levadizo, que comenzaba a bajarse para darle entrada.

El silencio se adueñó del lugar, se hizo más pesado, interminable. Los caballos pisoteaban el suelo y relinchaban; crujían las sillas de cuero y la brisa susurraba por encima de sus cabezas. El normando le mantuvo la mirada a Charlie, consciente de cuánto lo odiaba el escocés... Y de cuánto estaba disfrutando él de aquella confrontación.

Transcurrido un tiempo, Edward le lanzó una mirada de reojo a Jasper. No había señal de Riley ni de la hija del rey escocés. ¿Dónde estaban? Su impaciencia se transformó en aprensión. ¿Habría aprovechado Isabella la confusión para escapar?

—¡Tal vez esté muerta!

La mirada de Edward atravesó al joven que había hablado, un muchacho delgado algo mayor que Isabella que estaba pálido por la tensión y la angustia.

—Tu hermana no está muerta.

—¡Bastardo, te mataría con mis propias manos! —afirmó el joven con ira.

Michael le sujetó el brazo para contenerlo.

—¡Ya están aquí! —gritó Jasper con alivio.

Edward se giró en la silla y desmontó bruscamente, obligando al animal a recular. Riley se acercaba a ellos al galope sujetando firmemente a Isabella. Su largo y castaño cabello ondeaba como una bandera, estaba pálida de miedo y tenía los ojos abiertos de par en par. Edward era consciente de que su miedo no tenía nada que ver con la frenética galopada desde el castillo.

—Lo siento —se disculpó el archidiácono secamente—. Me ha costado trabajo encontrarla. No estaba en la sala, sino en la muralla.

El normando clavó la mirada en ella, pero la joven no podía apartar la vista de Charlie.

—¡Padre! —gritó antes de girarse hacia Edward. Parecía aturdida—. No lo has matado —susurró.

—Hija, no parece que estés herida —dijo Charlie—. ¿Sigues siendo virgen?

No parecía posible, pero Isabella, que apenas si tenía color en la cara, palideció todavía más.

—¿Hija? —El escocés la miraba con dureza.

—¿La has hecho venir para ver si está sana y salva... o para humillarla? —preguntó Edward furioso.

—¿Y bien? —Charlie acercó su montura a Isabella.

—No —respondió ella en una voz tan baja que apenas se oyó. Sus ojos estaban llenos de lágrimas no derramadas.

Charlie se giró hacia su enemigo con una sonrisa dura y peligrosa.

—Black me ofrece un gran apoyo. ¿Tú qué tienes para mí?

Edward se quedó tan sorprendido que durante un instante no pudo hablar. Cuando lo hizo fue con voz áspera.

—Puede que esté esperando un hijo mío. —No miró a Charlie sino a Isabella, que continuaba inmóvil detrás de Riley con el rostro convertido en una máscara de dolor.

El rey escocés permaneció impasible.

—Siempre puede enclaustrarse.

—¿Padre? —susurró la joven sin dar crédito.

—¡Ya es suficiente! —exclamó Edward lívido, haciéndole un gesto brusco a Riley—. Llévatela ahora mismo.

—¡No! —gritó Isabella. Pero ya era demasiado tarde. Riley se alejó al galope.

Edward estaba asombrado. Le pasaron por la cabeza los recuerdos de su propio cautiverio, pero los apartó de sí con decisión. No era el momento de obsesionarse con su amargo pasado. No en medio de una guerra de voluntades contra Charlie en la que el premio era su hija.

—No te dejes llevar por el odio, Swan. Hay mucho que ganar y tú lo sabes. Una alianza entre nuestras familias podría significar la paz.

—¿Tú me ofreces la paz? No la habrá hasta que haya recuperado lo que me corresponde legítimamente.

Edward sabía que estaba hablando de Masen, no de su hija.

—Te has pasado treinta años intentando conquistar esta tierra, una tierra que William el Conquistador le entregó a mi familia, una tierra que ahora nos pertenece. Nunca nos arrebatarás Masen y debes asumirlo. Casi eres un anciano. Tus hijos son jóvenes, pero, ¿de verdad crees que conseguirán lo que tú no lograste?

—Se te da bien hablar, normando. —Charlie esbozó una media sonrisa.

—A lo más que puedes aspirar antes de morir es a saber que algún día tus descendientes heredarán la tierra en la que una vez, muchas generaciones atrás, gobernaron los antiguos reyes de Escocia. —Edward hizo una pausa y añadió—: Piensa también en lo que te es más querido, y en el poder de Masen.

Charlie no dudó, lo que le dijo a Edward que el astuto rey ya había adivinado cuál iba a ser su oferta.

—¿Qué me ofreces —demandó Charlie—, además de la paz y tu patrimonio para mi nieto?

Para la mayoría de los hombres, aquello habría sido suficiente, pero no para el rey escocés, como Edward ya sabía. Había llegado el momento de mostrar sus cartas.

—Te prometo el apoyo de Masen para tu hijo mayor —dijo Edward con una sonrisa—. Juraré sobre lo que tú quieras que, cuando mueras, lo veré coronado rey de Escocia.

Edward meditaba en lo que había hecho mientras atravesaba la torre para entrar en el recinto del castillo. Había jurado sobre una santa reliquia, un saquito que contenía fragmentos de la Santa Cruz que el rey de Escocia llevaba en la empuñadura de la espada, que utilizaría su poder para convertir al hijo mayor de Charlie, Michael, en rey de Escocia. El juramento se había hecho en presencia de los tres hijos del rey y de sus propios hermanos. Todos habían actuado como testigos y jurado después mantener el secreto.

Edward no estaba muy seguro de que su progenitor hubiera hecho el mismo juramento. Pero por mucho que le doliera pensar en la muerte de su padre, nada podría evitar que algún día él se convirtiera en conde de Masen. Aquello le daba el derecho a escoger la política bajo cuyo marco actuaría en el futuro. Y aunque Charlie ya que tenía sesenta años, poseía el corazón y el alma de un hombre joven. Si no ocurría algún desgraciado accidente, Edward creía que el rey de Escocia podría vivir muchos años más. Cualquier acción que precisara llevar a cabo para cumplir con su compromiso no tendría lugar a corto plazo.

Sus pensamientos giraron hacia Isabella y tembló de rabia contenida. Estaba mucho más preocupado por ella que por la promesa que había hecho de convertir a Michael en el futuro rey de Escocia. ¿Cómo era posible que Charlie no hubiera mostrado la más mínima preocupación por su hija? El rostro pálido y aturdido de Isabella lo atormentaba.

Desmontó y entró en el castillo. Varios de sus hombres lo hicieron delante de él. Sus leales caballeros sonreían y se mostraban eufóricos por su éxito. Aunque su juramento era un secreto, su próxima boda no. Al oírlos, las damas salieron apresuradamente de la sala, precedidas por Elizabeth.

—¿Dónde está Isabella? —preguntó Edward.

—Está en la sala. No quiere salir —le informó su hermana—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se ha quedado muda de repente?

Edward apenas la escuchó mientras pasaba a toda prisa delante de Elizabeth. Se detuvo en el umbral de la sala y dirigió la mirada hacia su prometida. Estaba mirando por la ventana, con el cuerpo inmóvil y en tensión. Al normando se le encogió el corazón. Comprendía muy bien su sensación de traición e incredulidad.

—¿Isabella? —la llamó con suavidad.

Ella dio un respingo y giró lentamente la cabeza. Temblaba y tenía los ojos llenos de lágrimas que se negaba a derramar.

—¿Qué... qué ha ocurrido?

Edward vaciló. ¿Qué haría su pequeña y testaruda prometida cuando le contara cuál era su destino? No se engañaba; no pensaba que fuera a caer en sus brazos.

—Vamos a casarnos dentro de cuatro semanas —le informó con amabilidad.

—¿Dios mío! —gimió Isabella desplomándose.

Edward la sujetó antes de que cayera y la acunó entre sus brazos. Había visto su conmoción, su angustia y la entendía perfectamente. No estaba enfadado; estaba conmovido.

Al abrazarla, ella pasó de la fragilidad del dolor a un estado de rigidez y negación.

—¡No lo puedo creer! —exclamó enredando los dedos en la cota de malla y alzando la vista para mirarlo.

—Tu padre y yo estamos de acuerdo —aseguró Edward en voz baja.

—¡No te creo! —Isabella se apartó. Lo miraba horrorizada y respiraba con dificultad—. ¡Estás mintiéndome!

—Tú estabas allí. —Le dolía verla tan triste.

—¡Es mintiéndome! —repitió Isabella—. ¡Mi padre te odia a ti y a tu familia más de lo que puedas imaginar! ¡Desea Masen desde que yo puedo recordar! ¡Nunca me entregaría a ti, nunca!

Edward no podía enfadarse. Tenía claro desde hacía tiempo que Isabella idolatraba a su padre. Lo veía como a un dios, no como a un canalla. La joven no podía creer que Charlie hubiera consentido aquella unión. Y no sólo la había consentido, sino que lo había hecho por interés, para conseguir sus ambiciones; ni siquiera había preguntado una sola vez por el bienestar de su hija. Edward era un hombre que se enfrentaba a la realidad, pero en aquella ocasión quiso ahorrarle a Isabella la verdad.

—¿No es un engaño? —susurró desconcertada, temblando de pies a cabeza.

Lo único que él quería era estrecharla entre sus brazos y mantenerla allí como haría con Elizabeth, pero se limitó a rozarle la mejilla.

—Te aseguro que no, Isabella.

Ella no se apartó. Su rostro era la viva imagen de la desolación.

Queriendo ocultarle la verdadera naturaleza de su padre, Edward sonrió con amabilidad.

—Charlie quiso matarme por lo que había hecho, pero cuando supo que quizás estuvieras esperando un hijo mío no tuvo más remedio que ceder.

—¿De... de veras? —Había esperanza en su tono de voz.

—No es necesario que conozcas todos los detalles, pero esta alianza nos conviene a ambos. Haremos que este matrimonio funcione, Isabella. Sólo tienes que llegar a aceptarlo.

Ella no mostró ninguna emoción. Edward sonrió con sensualidad y se acercó más. Le alzó la barbilla con la mano y se inclinó para rozarle los labios con los suyos. Fue un beso tierno, pero el deseo se apoderó de él. Mientras se cernía sobre Isabella, los ojos se le oscurecieron y todos los pensamientos amables se disolvieron. Pero de pronto, la joven le apartó la mano y se apartó.

—¡No necesito tu compasión, normando!

—No siento compasión por ti.

—¡Ni tampoco necesito tu amabilidad! —Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras bajaba la vista y observaba la evidencia de su deseo—. ¡Sé de sobra la clase de amabilidad que albergas!

—Isabella. —Edward trató de tocarla de nuevo, pero ella lo rechazó llorando.

—Pensé que le ahorraría a mi padre el pago del rescate entregándote mi virtud, pero parece que lo único que he conseguido es entregarte a ti lo que más ambicionabas. ¡Nada ha cambiado! Esta unión te conviene a ti, no a mí.

Dicho aquello, se dio la vuelta, tropezó ligeramente y se marchó.

Edward hizo un esfuerzo por no ir tras ella. Él también sabía hacia dónde lo llevaría su amabilidad. Isabella era una experta en despertar a partes iguales en él la compasión y la rabia. Sin embargo, también había despertado una aletargada ternura en su corazón. Una ternura que no había experimentado desde que tenía seis años.

 


Capítulo 8: La verdad II Capítulo 10:

 
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