La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90593
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 22: Una visita inesperada

PERDÓN POR LA TARDANZA PERO NO HE TENIDO TIEMPO ACTUALIZAR ANTES, PERO COMO RECOMPENSA DEJARE DOS CAPÍTULOS ESPERO QUE OS GUSTE.

ESPERARE VUESTRO COMENTARIOS Y VOTOS, GRACIAS POR LEER ESTA HISTORIA.

BESOS

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Edward la escoltó fuera de las cocinas y cruzaron el patio en dirección al castillo. Isabella tuvo que correr para seguir sus pasos, largos y decididos. Él la agarró de la mano de modo que no pudiera mostrarse reacia a seguir caminando. No cabía duda de que estaba furioso, de que pensaba lo peor.

—¡Detente, por favor!

Se detuvieron en la puerta de atrás, la que utilizaban sólo los sirvientes para introducir rápidamente comida caliente en el salón, y se miraron. Isabella estaba desesperada y le costaba trabajo creer su mala fortuna. Michael no había podido ser más inoportuno. ¿Por qué no habría ido al mes siguiente, o al otro, cuando Edward estuviera ya convencido de su inocencia, o cuando al menos el recuerdo de lo que había hecho estuviera ya tan lejano en el pasado que casi lo hubiera olvidado? La joven creía que sus esperanzas no eran infundadas y que en cuestión de un mes su esposo estaría cercano a la capitulación, que terminaría por confiar en ella.

—¿No deseas saludar a tu hermano, milady?

—¡No! —Aquella palabra salió de la boca de Isabella antes de que tuviera siquiera tiempo de pensarla. Y en el instante en que la pronunció supo que si se negara a ver a Michael, se ganaría buena parte de la confianza de Edward. Si le daba la espalda a su familia, especialmente ahora y de un modo tan evidente, su esposo tendría que aceptar el hecho de que su lealtad le pertenecía sólo a él.

Pero no podía hacerlo. Su auténtica naturaleza se rebelaba ante aquella idea. Para empezar, era inocente de traición, estaba siendo la mejor esposa del mundo para su esposo y no quería cortar los lazos con su familia, ni ahora ni nunca.

Además, Michael podría traerle noticias de los suyos. Tras la batalla de Swanter, con tanta animadversión renovada entre su familia y la de Edward, por no mencionar los esporádicos actos de guerra que seguían sucediéndose a diario, no había tenido noticias de su familia.

—¿No deseas hablar con Michael? —preguntó Edward entornando los ojos.

A Isabella se le llenaron los ojos de lágrimas. Tenía la sensación de que se arrepentiría de su decisión.

—Debo hablar con él —susurró con voz quebrada.

Edward le hizo un gesto.

—Después de ti, milady.

Su tono resultaba burlón, amargo.

—No creas lo peor de mí. Por favor. No te traicionaré, milord.

—Eso lo veremos enseguida, ¿verdad? —replicó Edward con frialdad.

Furiosa, lo ignoró y se dirigió al salón ¡Con qué rapidez llegaba a falsas conclusiones!

Estaba desierto, algo poco habitual, con la excepción de su hermano, que estaba sentado en la larga mesa de caballete acompañado de Fergus, el caballero de más confianza de su padre. A Isabella se le enterneció el corazón a pesar de la situación. Quería mucho a Michael y hacía mucho que no lo veía. Sin pensarlo, corrió por la inmensa habitación a los brazos de su hermano mayor.

Al abrazarlo, gritó de alegría. Michael la quería. Desde el momento en que empezó a caminar había estado allí para rescatarla de sus travesuras, y la había defendido siempre que lo había necesitado. No sólo era su hermano mayor y una especie de héroe para ella, era también su más querido amigo, un amigo al que había echado mucho de menos, un amigo al que necesitaba con desesperación.

Finalmente Michael dejó que Fergus también pudiera abrazarla y Isabella se secó las lágrimas cuando aquel gigante pelirrojo la soltó. Se sentía feliz y desgraciada al mismo tiempo.

—Estás preciosa, hermanita —le dijo Michael en voz baja mientras la observaba con una sonrisa. Cuando sonreía era uno de los hombres más atractivos que Isabella conocía. Tenía los dientes muy blancos, la piel bronceada y el cabello de un caoba tan oscuro que a veces parecía casi negro—. El matrimonio te sienta muy bien.

Isabella estuvo a punto de reírse. Unos días atrás habría estado de acuerdo de todo corazón. Pero entonces recordó que Edward estaba justo detrás de ella, escuchando y observando en silencio.

—No lamento haberme casado —afirmó con una sonrisa.

Era la verdad y confiaba en que Edward lo comprendiera. Pero su esposo le dirigió una mirada tan manifiestamente hostil que Isabella estuvo a punto de apartarse de él.

—Disfruta de tu visita, milady. Como sin duda desearás estar un momento a solas, te dejaré para ocuparme de mis propios asuntos —comentó con una sonrisa burlona.

Edward se marchaba. Isabella se olvido de su hermano y corrió tras él.

—¡Espera! ¡Milord! —exclamó yendo hasta él—. Edward, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué quieres dejarme sola con él? ¿Por qué no te quedas con nosotros? —preguntó en un susurro rápido y bajo.

—¿No confías en ti misma, Isabella?

—¿Pretendes ponerme a prueba? —Ella parpadeó con asombro.

—Pretendo darte la oportunidad de que me vuelvas a traicionar —le espetó antes de salir de la estancia con la fuerza de un huracán. La pesada puerta de entrada del castillo hizo un ruido sordo al cerrarse tras él.

Isabella tembló. Edward no confiaba en ella en absoluto, y si no le hubiera dicho por qué la dejaba sola, habría pensado que se había vuelto loco. Pero no estaba loco. Porque en lugar de sentarse allí con su hermano y ella para no darle la oportunidad de planear una traición, la estaba dejando fría y deliberadamente a solas para que conspirara contra él si lo deseaba.

—No parece muy complacido con mi visita —comentó Michael—. Cuando nos estábamos abrazando tenía una mirada asesina. Y por desgracia me temo que no se debía a unos celos mal entendidos.

—No, desde luego que no está celoso de ti —consiguió decir ella.

—¿Te encuentras bien, Isabella? —preguntó su hermano mientras Fergus torcía el gesto.

—Pues claro que no —exclamó el fiel soldado con acento tosco y marcado—. Se ha casado con el mismísimo diablo. Deberíamos llevarnos a la muchacha de vuelta a casa con nosotros, Ed.

—¡No! —gritó Isabella, sinceramente espantada con la idea—. No es tan malo, Fergus, de verdad. —Respiró hondo para tranquilizarse—. Sólo me ha sorprendido que nos haya dejado solos.

Pero la sorpresa se iba desvaneciendo. ¿Pretendía tenderle una trampa para que ella se delatara? Edward nunca la dejaría a solas para conspirar contra él. Sin duda debía tener espías alrededor. Y como no era su intención traicionarlo, pensó con el corazón acelerado, sus espías no tendrían nada que contarle.

—¿Hermana? —Michael la agarró del brazo—. ¿De verdad no te arrepientes de haberte casado con él? —Habló en voz baja para que, en caso de estar siendo escuchados, no pudieran oír sus palabras. Su hermano también era muy astuto.

—No, no me arrepiento de ser la esposa de Edward. —Isabella habló con naturalidad. Que los espías escuchen esto, pensó con repentina satisfacción—. Pero no ha sido fácil. Verás, he estado intentando por todos los medios ganarme la confianza de mi esposo. Me ha acusado de traición porque me descubrió espiándolo.

—Isabella... ¿Le hiciste caso a nuestro padre? ¿Vas a espiar a tu esposo? —preguntó pálido.

—¡No! ¡No! ¿Padre te contó que me pidió que lo espiara? ¡Yo nunca le haría eso a mi esposo! Pero tenía curiosidad e hice algo que no debía. —La joven sintió cómo una lágrima caía por su mejilla—. No sabes cómo me arrepiento. Nuestro matrimonio iba muy bien hasta que Edward me descubrió escuchando. Y ahora que nos estábamos empezando a recuperar de aquel incidente y Edward estaba casi a punto de perdonarme, tal vez incluso de creer en mi inocencia, apareces tú. Me alegro de verte, de veras que sí, pero ahora mi esposo vuelve a pensar que soy una traidora; cree que has venido a que te facilite información o a conspirar conmigo contra él.

Michael suspiró y la guió hacia la mesa.

—Lo siento. Lo cierto es que nuestro padre me ha enviado para averiguar por qué no conseguiste advertirle de la invasión. Me encantará decirle que no tienes ninguna intención de romper tus votos matrimoniales. De hecho, conociéndote, le advertí que sería así. Isabella abrazó a su hermano.

—Gracias. —Quería preguntarle a su hermano cómo podía su padre pedirle algo tan terrible, pero el tema le resultaba todavía demasiado doloroso y no lo hizo. A cambio pensó en su esposo e imaginó el informe que le darían sus espías. De pronto, sintió alegría—. Y ahora, basta de política. ¿Cómo está Edgar? He oído que lo hirieron en Swanter.

Michael y Fergus se quedaron a cenar. Isabella se sentía casi feliz. Se reía a cada momento y sonreía sin cesar. ¡Lo que había comenzado como un golpe fatal para su matrimonio había terminado por convertirse en una maravillosa bendición! Los espías de Edward le informarían al detalle de la conversación que había mantenido con su hermano, y entonces sabría que nunca lo había espiado y que tampoco lo haría en el futuro.

Sin duda Edward todavía no había hablado con sus espías, porque no parecía muy complacido durante la comida. Ignoró a Isabella, y cada vez que ella se reía, él apretaba los labios con fuerza. A la joven no le importó. Pronto, muy pronto, se enteraría de la verdad y entonces no podría seguir ignorándola.

Al principio hubo mucha tensión entre Edward y su huésped, Michael. No era su primer encuentro; habían hablado en Londres, en la corte, tanto antes de la boda como durante la misma. La escocesa recordaba vagamente que se habían entendido muy bien entonces. Ahora, con tan poco tiempo transcurrido desde Swanter, Michael estaba muy serio y callado, y Edward, severo y disgustado. Como los intentos de Isabella por iniciar una conversación fueron firmemente rechazados por su esposo, le tocó a la condesa suavizar la situación.

Lady Esme era una experta en lidiar con facciones hostiles en encuentros sociales, y rápidamente guió a Michael y a Edward hacia una conversación inofensiva y agradable. Una vez rota, la tensión murió enseguida. Pronto quedó claro que los cuñados se caían bien a pesar de la reciente batalla de Swanter y del historial de guerras e intrigas que se abría ante ellos como un abismo insalvable. Comenzaron a conversar con una amabilidad que fue en aumento, evitando tocar asuntos políticos y siguiendo el camino trazado por la condesa, que se sentía obviamente satisfecha y se reclinó hacia atrás para observar en silencio el resultado de su trabajo.

Al observar a su hermano y a su esposo, la alegría de Isabella fue en aumento. No le cabía duda de que Michael sería algún día rey de Escocia y que eso redundaría en beneficio para Masen. Su hermano mayor era menos batallador que su padre, aunque no menos valiente. Las constantes batallas de la frontera del país disminuirían y podrían incluso terminar. Isabella podía imaginar el día en que reinaría la paz, imaginó incluso más comidas como aquélla, con su esposo y su hermano sentados a la misma mesa, ambos amistosos y con buena predisposición el uno hacia el otro.

Michael y Fergus se marcharon después de cenar. Habían llegado a Alnwick con una contingente considerable, y sus hombres habían estado todo aquel tiempo esperándolos al otro lado de las murallas. Isabella los vio partir desde el interior de la fortaleza, sintiéndose al mismo tiempo esperanzada y triste. Se preguntó cuándo volvería a ver a su hermano otra vez, y si sus sueños se harían alguna vez realidad.

Isabella recorrió su dormitorio de un lado a otro con impaciencia, hasta que por fin llegó su esposo. Había desaparecido tras la comida y no había vuelto a verlo desde entonces. Llevaba toda la tarde y toda la noche esperando ansiosa el momento de verlo. Para aquel entonces Edward ya estaría al tanto de su inocencia. Se acercaba la redención final de Isabella.

Él pareció sorprenderse al verla despierta, pero al instante su fría mirada la evitó y comenzó a desvestirse.

La joven estaba asombrada. ¿Acaso no iba a decir nada? ¿Era tan orgulloso que no podía admitir que había cometido un error? ¿O acaso ya no le importaba? No... eso era imposible.

—Deja que te ayude, milord —se ofreció avanzando hacia él.

—Puedo arreglármelas solo —le aseguró apartándole las manos del cinto—. Ve a la cama.

Isabella se quedó paralizada. Algo no iba bien.

—¿Edward? —Le puso la palma de la mano en la espalda, pero él se giró bruscamente evitando su contacto.

—No me molestes, Isabella.

—¿Qué... qué ocurre?

—¿Qué ocurre? —Se rió con desagrado—. Nada, querida esposa. Nada en absoluto.

—Pero, ¿no has hablado con tus espías? —le preguntó Isabella con asombro.

Edward la miró mientras dejaba caer la camisa al suelo. La luz del fuego jugueteaba en la desnudez de su ancho y musculoso pecho.

—¿Mis espías?

—¿No había espías escuchando mi conversación con Michael? —inquirió desesperada.

—No, Isabella, no los había. —Ella estaba tan decepcionada que no fue capaz de hablar y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Pareces disgustada.

Edward se sentó y se quitó las botas.

—¿Por qué? —susurró ella. Tenía la visión tan nublada que no podía verle claramente la cara—. ¿Por qué no?

—Precisamente por la razón por la que tú deseabas que hubiera espías presentes, milady. —Se puso en pie, desnudo, y se acercó a la cama ignorándola—. Mis espías no habrían averiguado nada importante porque tú no hubieras admitido nada que no quisieras que ellos escucharan.

Horrorizada, Isabella se apartó instintivamente de él. Había estado alegre todo el día, pensando que por fin demostraría su inocencia, soñando con la felicidad que regresaría de nuevo a su vida, imaginado el modo en que Edward la abrazaría, las palabras cariñosas que le susurraría al oído. Y ahora veía truncadas sus esperanzas.

—Nunca se me habría ocurrido hacer algo semejante —susurró.

Pero, ¿acaso no lo había hecho en cierto modo? ¿No había estado pensando en sus espías durante toda la conversación con su hermano?

—Vamos, Isabella, conozco tu inteligencia. No perdería el tiempo espiándote sabiendo que tú esperas que lo haga —afirmó fulminándola con la mirada antes de meterse en la cama.

Isabella se quedó mirando al fuego sin verlo realmente.

—No soy tan inteligente —susurró por fin. Luego se giró para mirar a su esposo, que estaba tumbado boca arriba con los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Furiosa, se abalanzó sobre él y lo golpeó con los puños.

Edward la agarró al instante, conteniéndola. Su expresión denotaba la ira que sentía.

—¿Qué haces?

—¡Te odio! —gritó ella, sintiendo que en aquel momento era cierto—. He intentado con todas mis fuerzas...

Edward la puso de rodillas, de modo que estuvieron frente a frente.

—¿Qué has intentado con todas tus fuerzas, Isabella? ¿Seducirme para que confiara en ti, para que olvidara el pasado?

—¡No! —Intentó zafarse pero no lo consiguió—. ¡He intentado con todas mis fuerzas convencerte de que nunca rompería mis votos!

—Si eso fuera cierto... —Edward la soltó—. Si tan sólo eso fuera cierto...

—¡Lo es, maldito seas! Te espié porque soy escocesa y estaba claro que estabas tramando una guerra contra mi país. Eso lo admito. Pero no intenté advertir a mi padre; ni siquiera pensé en ello.

—Pareces un ángel vengador —susurró, acariciándole fugazmente el cabello—. Un hombre tendría que estar loco para dudar de ti. —Ella, desconfiada, se quedó inmóvil y Edward sonrió como si le hubieran obligado a tragar bilis—. Un hombre tendría también que estar loco para creerte.

—¡Eso no es justo!

—¿Por qué iban a ser tan importantes para ti los votos matrimoniales, Isabella, cuando te has pasado la vida entera odiándome, odiando a los normandos, odiando a Inglaterra?

La joven se tomó un momento antes de responder con precaución; su respuesta suponía una dolorosa apuesta.

—He odiado a los normandos, sí. Pero a ti no. —Edward la miró. Ella se sonrojó y confió en que no se diera cuenta aunque el orgullo no le servía de nada ahora—. Nunca te he odiado, milord —confesó en un susurro.

Estaba pensando en la primera vez que lo vio, en lo poderoso e invencible que le había parecido, tan orgulloso, tan noble, tan fuerte y viril. Se había enamorado allí mismo y en aquel instante de él, en Abernathy, dos largos años atrás.

Tras una larga pausa, Edward habló con tono burlón.

—Y ahora viene la gran confesión... Vas a decirme que me amas.

—Haces que esto resulte muy difícil —musitó con voz ahogada.

Él se la quedó mirando en silencio.

—No mereces mi amor —dijo finalmente ella tras una larga pausa.

Sus crueles dudas, sus burlas, hacían imposible que le contara lo que sentía por él. Sencillamente no podía decirle que su amor por él le resultaba tan doloroso que había tenido que esconderlo tras un muro de odio. Abatida, Isabella se secó una lágrima con el reverso de la mano.

—Y sin duda no lo tengo —aseguró su esposo con acidez.

La joven se dio la vuelta, pero él la agarró, la tumbó y se colocó sobre ella. Sus oscuros ojos brillaban peligrosamente.

—Estás jugando con fuego, milady.

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Edward estaba furioso y ella aterrorizada, pero también súbitamente excitada y muy consciente de encontrarse debajo de su cuerpo y completamente a su merced.

—Si me amas —murmuró Edward con voz baja y ronca—, te sugiero que me lo demuestres.

Isabella se humedeció los labios.

—¿No te lo he demostrado ya, milord? —Su voz sonó ronca e irreconocible.

—Nunca podrás demostrarme tu amor en la cama, milady. No es de eso de lo que estoy hablando —le dijo con una sonrisa salvaje.

Se quedaron mirándose fijamente, y Isabella se dio cuenta de que en aquellos momentos no había pasión o deseo entre ellos. Edward se apartó de ella y no volvió a tocarla aquella noche.

El príncipe Henry hizo su aparición en Alnwick al día siguiente. No llegó solo; viajaba con un gran contingente de tropas. Su ejército había acampado justo al otro lado de los muros del castillo, cubriendo los páramos hasta donde alcanzaba la vista. El paisaje se había convertido en una aldea pequeña y ruidosa. Las doncellas del lugar se ocultaban por miedo a que las violaran y los granjeros locales se tragaban la rabia mientras su ganado era sacrificado para alimentar a las tropas por orden de Edward y también sin ella. Había llovido durante las semanas anteriores, pero aquel día lucía el sol. Algo que alegró a los mercenarios, hartos de las inclemencias del tiempo inglés. Se habían organizado combates amistosos y se perseguía a más doncellas; cualquier cosa con tal de que los hombres se divirtieran.

Isabella se alegraba de que sólo fueran a pasar allí una noche. Una de las sirvientas de la cocina había sufrido a manos de aquellos hombres y Isabella había tenido que atender a la llorosa muchacha. Cierto que no le resultaban extraños los actos de los soldados recién llegados de la batalla, pero los mercenarios de Henry eran los más fieros y salvajes que había visto nunca.

Aunque estaba muy trastornada por los sucesos de la noche anterior y se hallaba lo suficientemente enfadada como para desear ignorar a su esposo del mismo modo que él hacía con ella, no pudo contenerse. Lo fue a buscar para protestar firmemente por la presencia de aquellos indisciplinados normandos y para averiguar cuál era el propósito de Henry al viajar tan al norte.

—Sólo se quedaran esta noche —le dijo Edward—. El príncipe no podría contenerlos aunque quisiera, y créeme, no quiere.

—Pero tú no permites que tus hombres devasten las tierras, hieran y violen a placer —le espetó Isabella, mirando a su esposo temblando de rabia, una rabia que iba mucho más allá del tema que estaban tratando.

—Mis hombres no son mercenarios —replicó él antes de despedirla para evitar más preguntas.

Ella no había contado con que Edward fuera capaz de rectificar la situación. No volvería a protestar y se limitaría a cuidar de su gente lo mejor que pudiera. Ordenó a los guardias de la torre fortificada que permitieran la entrada al castillo a todos los lugareños que escaparan de los caballeros normandos, y, al hacerlo, fue muy consciente de la ironía de la situación. Edward la veía como a una forastera, pero su casa y su gente ya tenían un lugar en su corazón. Isabella sentía la obligación de proteger Alnwick y a los suyos. Confiaba en que su esposo no se enterara de los esfuerzos que estaba haciendo por él, y si lo hacía, no creía que fuera tan bárbaro como para cancelar sus órdenes.

Pero, ¿qué diablos estaba haciendo el príncipe allí? Aunque los rumores apuntaban a que se dirigía a Swanter para relevar a la guarnición que estaba allí, Isabella temía que su presencia significara mucho más que eso.

Henry la ponía nerviosa. De hecho, la inquietaba mucho más que sus amenazantes tropas. No confiaba en él. Tenía unos ojos astutos e inquietos, unos ojos que miraban y veían demasiado. Pero, en cualquier caso, la escocesa era muy consciente de que debía ser amable con él.

Apenas había dormido la noche anterior. Había tratado de seducir a Edward, consciente instintivamente de que debía recuperar con rapidez el terreno que había perdido aquel día; un terreno que había ganado la semana anterior. No podía permitir que su matrimonio se precipitara hacia el abismo. Pero había sido firmemente rechazada. Su obvio desaire, que no se molestó siquiera en disimular, había sido el golpe final. Isabella se había encogido en la cama a su lado, sintiéndose por primera vez en su vida desconcertada y derrotada.

Aquella mañana, cuando se miró en el espejo de Elizabeth, observó que las oscuras ojeras que circundaban sus ojos le daban un aspecto enfermizo. Después se había tenido que preparar para recibir a Henry. Su mirada penetrante se había deslizado por su cuerpo, recorriéndolo por entero y haciéndola sentir extremadamente incómoda. Isabella tenía la sospecha de que la encontraba deseable. No quería pensar en ello, pero dado que Edward la había iniciado tan hábilmente en el terreno de la pasión, podía imaginar qué quería decir con sus miradas el hermano del rey.

Durante la cena, el príncipe se sentó en el estrado entre su esposo y su suegra. Isabella se alegró de que Edward hiciera de escudo para ella, al menos con su presencia física. Si Henry se acercaba demasiado a ella durante mucho rato, su esposo sospecharía que algo no iba bien. La conversación resultó en general bastante escasa y banal. El príncipe expresó de forma abierta que relevaría a las tropas de Swanter y que después regresaría a sus dominios en Normandía. A Isabella no le interesaba lo que ocurriera en Francia siempre y cuando no afectara a Masen o a Escocia, pero sabía, como casi todo el mundo, que William Rufus codiciaba el ducado normando de su hermano Robert y que algún día iría a la guerra para conseguirlo. ¿Volvería el príncipe Henry otra vez a pelear a favor de un hermano en contra del otro? Y en caso afirmativo, ¿a qué hermano apoyaría esta vez?

Después de la cena llegó el entretenimiento habitual, un trovador, un bardo, juglares y un bufón. Isabella se disculpó y se levantó de la mesa aludiendo un sincero cansancio. Pero en lugar de irse a la cama, fue en busca de un instante de aire fresco en los muros exteriores.

Daba toda la impresión de que el día siguiente traería más lluvia, ya que en el cielo no había ni una estrella. Los vigilantes la saludaron cortesmente y luego la ignoraron, dejándola a solas con sus pensamientos. Isabella se había arropado con una capa ribeteada de piel y se arrebujó dentro de ella, observando cómo se extinguían los fuegos de campamento que había repartidos por el páramo. Le llegó el sonido de las canciones y las risas, algunas femeninas, y la triste y lenta melodía de una cítara. No tenía ninguna prisa por entrar, por ir a la habitación que compartía con Edward. Sospechaba que él se quedaría levantado hasta tarde, conspirando y trazando planes con Henry. Los dos se llevaban muy bien; incluso parecían amigos de verdad. Isabella no podía comprender la razón. El príncipe tenía un cierto magnetismo, pero era cruel, algo que su esposo no era, y la asustaba. Era poderoso, igual que Edward; pero al contrario que él, era el hijo menor y su padre no le había dejado en herencia tierras. Sin embargo, había adquirido por sí mismo lo que necesitaba y ahora tenía un gran poder.

Tal vez la amistad de Edward con Henry fuera más política que personal. Por desgracia, Isabella no lo creía así. Aquella noche no quería pensar más en su esposo. No si podía evitarlo. Tratando de distraerse, miró hacia el páramo oscurecido por la noche. Aquel paraje austero se veía ligeramente iluminado por pequeñísimos fuegos. Se le encogió el corazón al darse cuenta de que estaba mirando hacia el norte, hacia Escocia. Hacía mucho tiempo que no sentía nostalgia por su hogar.

¿Qué me está ocurriendo?, se preguntó. Amo a mi país, pero ya no es mi casa. ¿Cómo ha ocurrido algo así, y además tan rápido? Alnwick se ha convertido en mi hogar. Hoy quería matara los hombres que le han hecho daño a mi gente... Mi gente. Dios Santo, tal vez me esté volviendo una inglesa después de todo.

Pero, ¿sería eso tan malo? Su destino era ahora Masen; algún día sería su condesa. Y ella era mitad inglesa, ya que su madre era nieta de un rey sajón; un hecho que había ignorado durante la mayor parte de su vida. Isabella sonrió con tristeza. Siempre se había sentido completamente escocesa, pero en cierto modo había asumido por fin la otra parte de su sangre al aceptar su matrimonio y su nuevo hogar. De hecho, experimentaba una lealtad auténtica, un cariño sincero por aquel lugar y su gente. Además, todos la aceptaban, desde el más importante de los vasallos hasta el siervo más bajo. No, pensó al instante con una punzada terrible, no todos la aceptaban. Su señor no la aceptaba, la seguía viendo como una forastera, y lo que era peor: como una vil traidora.

En un instante su matrimonio había vuelto a hacerse añicos, a pesar de que Isabella le había confesado de diferentes maneras que lo amaba. Sin embargo, Edward se había burlado de ella acusándola de mentir. Deseaba con todas sus fuerzas odiarlo, pero no podía.

De pronto alguien colocó una mano en su espalda y Isabella dio un respingo, asustada.

—No pretendía sobresaltarte —dijo el príncipe con una sonrisa.

La mirada de la escocesa pasó por encima de él y vio acongojada que su esposo no acompañaba a Henry. El príncipe y ella estaban a solas. Por un instante sintió un escalofrío de pánico. No, pensó con decisión, no estaban solos. Aliviada, miró a los dos guardias que custodiaban los muros.

Henry le leyó el pensamiento.

—No tengas miedo, milady, tu reputación está a salvo. —Como era habitual, había ironía en su tono de voz.

—No estoy preocupada, milord. ¿Por qué iba a estarlo? —preguntó, esbozando una sonrisa.

Henry también sonrió y se apoyó contra la pared, mirándola con interés. Isabella se puso tensa. No le gustaba el brillo de sus ojos.

—Imagina mi sorpresa —dijo él en voz baja—. Salgo un momento a tomar el aire y te encuentro aquí.

Arrebujándose en su capa, la joven pensó que había sido una coincidencia desafortunada, pero no lo expresó en voz alta.

—¿Se ha ido Edward a acostar?

—No —susurró él con una sonrisa que probablemente aceleraría del corazón de más de una dama—. Está abajo, contemplando el fuego.

—Tal vez debiera ir con él.

Si a la joven le quedaba alguna duda, Henry se la disipó por completo. La encontraba atractiva y su actitud resultaba francamente depredadora. No creía que corriera peligro real, no allí, en el castillo de su esposo, pero no le gustaba el modo en que la estaba mirando. Despreciaba su actitud, no sólo porque resultaba intimidatoria sino también porque sospechaba que le divertía jugar con ella.

Decidida, se movió para pasar por delante de Henry, pero él se lo impidió agarrándola de un brazo y esgrimiendo una sonrisa burlona y confiada.

—¿Me tienes miedo, Isabella?

—Lady Isabella —le corrigió sin aliento. No le había soltado el brazo. Casi no se podía creer que se tomara tantas libertades, pero se veía obligada a fingir que nada indecoroso estaba ocurriendo—. Y en cuanto al miedo, ¿por qué habría de tenerlo?

—Creo que estás disimulando —comentó riendo complacido. Luego se calló y la miró a los ojos—. Parece que has pasado una mala noche. ¿Va todo bien?

—Por supuesto —mintió.

Isabella volvió a moverse con la esperanza de zafarse discretamente de su sujeción pero él permaneció firme. Ambos se movían en terreno peligroso. Isabella no quería protestar abiertamente, y Henry conocía su temor de que aquello no acabara bien; fingía educación, como si tener colocada su mano sobre su brazo fuera algo casual. Él sabía que no iba a exigir que la soltara, porque si lo hiciera y desenmascarara aquel encuentro amistoso como la farsa que era, ambos se verían expuestos a una abierta hostilidad.

—La última vez que te vi, Isabella, brillabas. En pocas ocasiones he visto una mujer más bella. Está claro que el matrimonio te sentó bien. —La joven no fue capaz de sonreír. Henry estaba hablando en pasado—. Sin embargo, ahora pareces cansada y afligida. ¿Ha dejado tu esposo de complacerte?

La escocesa no pudo seguir mordiéndose la lengua ni un minuto más.

—¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Por supuesto que me complace!

—No estoy hablando de la cama, querida —aclaró riéndose—. No pongas esa cara. Conozco a Edward desde que éramos niños; hemos ido juntos con mujeres en muchas ocasiones y sé de lo que es capaz.

Isabella dejó de fingir y se soltó de su agarre.

—Cómo te atreves —susurró. Supo entonces, con una mezcla de furia, horror e indignación, que Henry había fantaseado con ella y con su esposo haciendo el amor. Sintió como si de hecho hubiera estado dentro de su habitación, espiándolos—. ¿Cómo te atreves a entrometerte entre nosotros de esa manera?

—¿Me he entrometido? —Seguía riéndose mientras simulaba una mirada de inocencia—. ¿Porque conozco bien a Edward? ¿Porque lo conozco incluso mejor que tú en ciertos aspectos? —La joven se mantuvo en silencio a pesar de que estaba a punto de estallar—. ¿Te ha perdonado, Isabella? ¿Lo hará? No lo creo. —Henry seguía sonriendo—. Has sido muy estúpida, y él también. No me puedo creer que te permitiera quedarte a solas con tu hermano cuando vino a visitarte. No pongas esa cara de sorpresa. Estoy al corriente de cualquier cosa importante que suceda en este lugar.

—¿Tienes un espía aquí? —La joven se quedó sin aire.

—Sin duda no ignoras que los hombres poderosos tienen espías en todas partes, Isabella. ¿Acaso no estás aquí en calidad de espía de tu padre?

Intentó abofetearlo, pero él le agarró la mano, lo que hizo que su capa cayera y que de pronto se viera aprisionada entre el áspero muro de piedra y el cuerpo duro de Henry.

—Suéltame ahora mismo o Edward te matará.

Sin embargo, no gritó. Henry sabía al igual que ella que los guardias estaban al otro lado de los muros dándoles la espalda, y por tanto ajenos a lo que estaba ocurriendo.

—O yo lo mataré a él. —El príncipe se rió mientras Isabella lo miraba horrorizada—. Pero no le hablaré de nuestro encuentro si tú tampoco lo haces.

La joven tenía ganas de escupirle y arañarlo, pero él la sujetaba con demasiada fuerza. Sabía que no diría nada porque era el hermano del rey y un hombre peligroso, y no quería arriesgarse a que matara a su esposo.

—Relájate —dijo Henry con voz ronca—. Eres una belleza, de eso no hay duda, pero para serte sincero sólo estoy protegiendo a Edward... y mis propios intereses. No tengo ninguna intención de violarte, por mucho que me gustara sentirte debajo de mí. Sin duda es tu cuerpo lo que provoca que tu esposo tenga abandonado su patrimonio y a sí mismo. Admito que tengo mucha curiosidad. De hecho, si te me insinuaras, aceptaría el ofrecimiento.

Dicho aquello, la soltó, pero Isabella todavía estaba entre su cuerpo y la pared.

—¡Nunca conseguirás que sea tuya! —exclamó sintiendo un deseo abrumador de golpearlo y a la vez un terror que anidó en su estómago. Si los guardias no hubieran estado allí, Henry la habría violado en un instante y ella no hubiera podido impedírselo. Lo creía muy capaz de semejante comportamiento.

—Debajo de esa fachada frágil y en apariencia inocente se esconde una mujer de verdad, lo sé; lo percibí desde el momento en que nos conocimos. No puedes vivir sin un hombre y Edward no soportará tu traición durante mucho tiempo. Un día cometerás un error fatal, Isabella. Él nunca te perdonará y te enviará lejos, como debería haber hecho ya. Pero no tengas miedo. Yo no me olvidaré de ti. Aunque estés encerrada en un convento, no me olvidaré de ti.

Isabella se estremeció. La arrogancia y la confianza en sí mismo de Henry resultaban aterradoras. Y tampoco se le escapó la intención que se escondía tras sus palabras. Si la exiliaban, como él creía que sucedería pronto, Henry estaría al acecho. Que Dios la ayudara, pero si alguna vez la enviaban lejos no le cabía ninguna duda de que el príncipe llamaría a su puerta.

—Yo nunca le traicionaré.

Henry permaneció inmóvil, observándola.

—Qué extraño. Casi te creo.

—Edward se equivoca. No lo he traicionado y nunca lo haré.

—¿No? Tal vez me haya equivocado al juzgarte. Tal vez todavía no hayas traicionado a tu esposo. Pero, ¿y si te cuento cuál es el verdadero propósito de mi visita?

A Isabella comenzó a latirle con fuerza el corazón por el miedo.

—¿A qué te refieres? Sin duda buscabas una cama y un techo bajo el que dormir. ¡Nada más!

—¡Sé que no eres tan ingenua! —exclamó riéndose—. Ya se lo he contado a Edward y ahora te haré partícipe a ti de unas noticias que sin duda él se guardará para sí. Tu padre, tu ilustre señor, está formando el más grande ejército que haya conocido Escocia.

Isabella no podía moverse. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Tuvo que tragar saliva y humedecerse los labios primero.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz, a pesar de que ya conocía la respuesta.

—Por venganza, por supuesto. Charlie ha jurado que pondrá a Inglaterra de rodillas. La invasión de Masen es inminente.

 


Capítulo 21: Porque luchas? Capítulo 23: Atrapada

 
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