La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90615
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 8: La verdad II

 

 

Aquí os dejo el seguundo capitulo espero k os guste. Dejen su comentarios y votos.

besos.


:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::



—¿Cómo? —gritó la joven sin dar crédito.

—Voy a tomarte como esposa, Isabella.

Ella se apartó de Edward con ojos horrorizados.

—¡No! ¡Nunca!

Él la miró fijamente con los rasgos endurecidos, apoyando sus puños enguantados en las caderas.

—Tú no tienes nada que decir al respecto.

—¡No, yo no, pero mi padre sí! —gritó.

—Eso es cierto. Somos él y yo quienes tenemos que decidir sobre este asunto.

—Charlie nunca me entregará a ti. ¡Odia a los normandos, odia Masen! —Estaba aterrorizada.

Edward se quedó inmóvil, y después de una larga pausa, dijo:

—Tal vez cuando te calmes seas más racional. Podemos hablar de esta unión en Alnwick. —Se giró dando por concluida la conversación, pero no antes de que ella viera lo furioso que estaba.

—¡No! —Isabella corrió tras él, tropezando en su precipitación y agarrándole la túnica. El normando se detuvo de golpe y la joven chocó contra él. No le importó. Incorporándose, le preguntó violentamente:

—Y cuando él te rechace, ¿entonces qué? ¿Qué harás entonces?

Estaba claro que Edward estaba haciendo un gran esfuerzo para controlar la rabia; temblaba pero no la tocaba.

—No me rechazará, no cuando comprenda que podrías estar esperando un hijo mío.

—¡Voy a casarme con Jacob!

—Dudo mucho que él te acepte teniendo en cuenta que ya no eres virgen. —La rabia desfiguraba sus facciones—. ¡Nadie te aceptará en esas condiciones, a menos que desees ser la esposa de algún señor venido a menos, la señora de una choza inmunda llena de ovejas y cerdos!

Isabella se sintió como si la hubiera agredido físicamente.

—Entonces, que así sea —suspiró. Así de horrible era la verdad.

Edward le agarró la parte superior de la túnica y la atrajo hacia sí.

—¿Prefieres una vida de penurias a lo que yo te ofrezco? ¡Algún día serás la condesa de Masen!

—¡Nunca! —le gritó ella a la cara—. ¡Nunca seré tu esposa, porque Charlie rechazará tu petición! ¡Lo hará! ¡Te odia!

—Entonces me casaré contigo de todas maneras.

Isabella se quedó paralizada, y cuando por fin el corazón volvió a funcionarle con latidos largos y dolorosos, volvió a gritarle:

—¡Te odio!

—No me importa —le aseguró Edward con expresión sombría.

Dicho aquello, le dio bruscamente la espalda, se dirigió a su montura con zancadas firmes y largas, y le hizo un gesto a Riley, que se bajó del caballo y se acercó a la joven para sujetarla. Ella reaccionó revolviéndose como una loba enloquecida atrapada en una trampa, aunque ni siquiera consiguió que el archidiácono reaccionara. Pero cuando el normando se subió a lomos de su corcel, Isabella dejó de luchar y, casi sin aliento, exclamó:

—¡Eres exactamente como dicen! ¡No te importa nadie que no seas tú mismo, no te importa nada más que el poder! ¡Estás lleno de ambición!

Edward hizo girar a su montura de un modo tan brutal, que el animal reculó. Estaba pálido y tenía las mandíbulas apretadas. Clavó las espuelas al caballo para que avanzara y se acercó peligrosamente a los pies de Isabella, calzados con sandalias. Ella no se movió a pesar de que estaba temblando. Incluso Riley, que la sujetaba con firmeza, se puso tenso y la apartó un tanto, estrechándola más contra sí. El corcel bailó delante de ella, y sus cascos, grandes y herrados, le pasaron a escasos centímetros de los pies.

—Mi ambición ahora me dicta casarme contigo —le informó Edward con los ojos brillantes—. Una unión que tendrá lugar, princesa, a pesar de tu desagrada.

Abatida, Isabella se derrumbó sobre el pecho de Riley. Tenía la cara completamente pálida y los ojos clavados en el iracundo rostro de Edward.

Él tiró de las riendas de su caballo, haciendo girar al animal. Luego levantó la mano para hacerles una señal a sus hombres, y un instante más tarde la joven se vio subida a horcajadas en la montura de Riley en medio de una cabalgada tumultuosa, prisionera una vez más.

Isabella fue enviada a la sala de las mujeres en cuanto Edward la llevó de vuelta a Alnwick. Habían transcurrido varias horas desde su fallido intento de escapar y, a pesar del confinamiento, había llegado a sus oídos que un grupo de caballeros había dejado el castillo con la orgullosa bandera de Masen desplegada. La joven no albergaba ni la más mínima duda respecto a que habían enviado a aquellos hombres en una misión relacionada con su destino.

¿Los habían enviado a Escocia para hablar con Charlie? ¿Le informarían en algún momento de la noche de su paradero y le pedirían que la entregara en matrimonio a su enemigo? ¿Sería su destino convertirse en la esposa de Edward? No. Nunca ocurriría. Su padre odiaba a los de Cullen, y aunque pensara que había sido violada, jamás consentiría aquella unión.

Las sombras de la noche lo llenaban todo y el viento aullaba. Tal vez fuera el preludio de otra tormenta. Lagrimas ardientes se agolparon tras sus pestañas. Apoyó la mejilla contra el frío muro de piedra y una idea la hizo estremecer, ¿y si estaba esperando un hijo?

La angustia de la joven creció, pero cerró los ojos, negándose a llorar. No podía haberse quedado embarazada, y no debía recrearse en la imagen de sí misma acunando entre sus brazos a un recién nacido de cabello cobrizo.

El corazón le latió con más fuerza. Estaban en un juego muy parecido al ajedrez. Debía prever y anticiparse al próximo movimiento de su captor. Sabía cuál iba a ser. No tendría piedad en su intento de dejarla en estado. Si lo hacía, podría persuadir a Charlie para que accediera a la alianza. Isabella no creía que su padre permitiera que cargara con el estigma de un hijo bastardo.

Abrazándose a sí misma, se dijo que el bastardo la visitaría aquella noche y que seguiría haciéndolo hasta que se quedara embarazada. Recordó a la perfección su cuerpo rígido apoyado contra el suyo, penetrándola y haciéndola arder. ¿Sería capaz de resistirse a que le hiciera el amor ahora que conocía lo que estaba en juego?

Estaba nerviosa y abrumada por todo lo ocurrido, y los sonidos procedentes del salón del piso inferior no la tranquilizaban. Al parecer, un grupo de artistas ambulantes había llegado al castillo justo antes de que anocheciera y habían estado entreteniendo al señor y a su gente toda la noche con sus voces, sus laúdes y su alegría.

En un par de ocasiones, Isabella había escuchado el estruendo de la risa de Edward y se había puesto furiosa. No estaba preocupado, oh, no. Al contrario. Se mostraba complacido por el rumbo de los acontecimientos.

Se quedó un buen rato al lado de la ventana, abrazada al frío muro de piedra. Y cuando por fin se hizo el silencio en el salón, la joven sintió crecer la tensión en la boca de su estómago. Al poco rato, Elizabeth regresó a la habitación. No habló. Todavía estaba enfadada por haber sido utilizada y Isabella estaba demasiado disgustada como para acercarse a ella. La niña se quitó la ropa y se metió en la cama, ocupándola por entero cuando se suponía que debían compartirla.

La lluvia caía con mucha fuerza; era el único ruido que se oía en el castillo. Elizabeth parecía dormida. La joven no hizo ningún amago de encender las moribundas velas y siguió escuchando el ritmo inconexo y rápido de las gotas de lluvia al caer, un ritmo no muy distinto al de su corazón. También intentó escuchar pasos por encima de aquel sonido, pero sólo se oía la lluvia. Abatida, trató de pensar cómo sería su vida como señora de algún castillo pequeño y aislado del norte, donde los cerdos y las ovejas ocuparan el salón. Y se imaginó acudiendo a las fiestas locales, en las que se reunían los grandes clanes, con su esposo sin rostro a su lado y el corazón hundido. El orgullo era un pecado, pero ella no estaba muy segura de ser capaz de perder el suyo. La idea de semejante matrimonio la horrorizaba. Le resultaba mucho más fácil imaginarse como la próxima condesa de Masen, pero, asustada de sí misma apartó de su mente un pensamiento tan perturbador.

No supo cuánto tiempo estuvo al lado de la ventana, consumida por la consternación, el miedo y la rabia. Todo era culpa de Edward. ¡Cómo lo odiaba!

De pronto, escuchó el sonido de unos pasos y todo su cuerpo se puso tenso. Reconoció al instante las pisadas del normando aparentemente suaves y se quedó sin respiración. Con lentitud, se apartó de la ventana y miró a través de la oscuridad hacia la puerta.

Recordaba con demasiada claridad el increíble placer que había experimentado entre sus brazos; cada una de sus caricias manipuladoras, cada beso. Y, a su pesar, le temblaron las rodillas al rememorar lo que sintió al tenerlo dentro de ella, duro y caliente.

Pero él no entró.

Transcurrieron largos e interminables minutos, pero no entró. No iba a entrar. Isabella se juró que no estaba desilusionada. No se movió, no podía hacerlo hasta haber recuperado los sentidos y el control de las piernas. Finalmente avanzó tambaleándose por la habitación, agotada, y se arrastró hasta la cama que compartiría con Elizabeth. Se quedó en un extremo. La envergadura de sus preocupaciones la abrumaba. En la noche se materializaban los monstruos, monstruos de soledad, de impotencia y de miedo. Monstruos de deseo. Se colocó de costado en posición fetal apretando las piernas, y se llevó el puño a la boca. ¿Cómo era posible que por un lado se sintiera como una niña de la edad de Elizabeth, perdida y desesperada por encontrar el camino a casa, y al mismo tiempo como una mujer capaz de morir de deseo por un hombre?

Por último sollozó con suavidad.

Después de un tiempo se durmió, agotada. Sus últimos pensamientos fueron los de un castillo destartalado con una sola habitación, lleno de cerdos y ovejas. Y aunque no tuviera derecho a estar allí, también aparecía su secuestrador, Edward de Cullen.

—No parece que hayas pasado buena noche, hermano —señaló Jasper al ver entrar a Edward en el gran salón.

En efecto, el normando no había conseguido dormir. No tomó asiento en la larga mesa de caballete, sino en una silla que había frente al fuego del hogar.

—¿Por qué no estás en la capilla con los demás? —Su tono de voz era amargo.

—Sigo tu ejemplo. —Jasper sonrió y se colocó frente a él, apoyando una cadera contra el muro—. Además, esta mañana debo regresar a Londres, como sabes.

—No digas nada de la princesa —ordenó Edward—. Más adelante, si Rufus te pregunta, puedes alegar que te marchaste antes de que supiéramos su identidad.

—Será mejor para mí guardar silencio —acordó con gesto sombrío—. ¿Enviarás a Riley para que le cuente a nuestro padre la noticia de la captura de la princesa?

—Sí. Viajará contigo. —Edward dejó caer la cabeza entre las manos y suspiró. Estaba agotado, una sensación muy distinta al desaliento que con tanta frecuencia sentía en el alma y que parecía haber crecido durante la noche—. Ten cuidado —le advirtió a su hermano.

Jasper era uno de los caballeros de la casa del rey, y era importante que se mantuviera leal a su soberano como hacían los hombres de honor, sin poner en peligro los intereses de Masen. Caminaba por una peligrosa cuerda floja.

Riley informaría a su padre de la captura de Isabella y el conde procedería como pensara que era mejor.

—No te preocupes —dijo Jasper muy serio—. Nuestro padre estará de acuerdo en que es mucho mejor que te cases con Isabella en vez de con la heredera de Essex. Y si hay alguien que puede convencer al rey, ése es él.

—Ese punto no me preocupa mucho, aunque Rufus puede llegar a ser muy difícil —respondió Edward apretando los labios al pensar en el rey.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó su hermano en voz baja, con una sombra de inquietud en los ojos.

—Me va a volver loco —confesó en el mismo tono de voz, cruzando la mirada con su hermano.

—Eso me parecía. —Jasper sonrió entonces y le dio una palmada en el brazo—. No tengas miedo. Antes de lo que imaginas la tendrás en tu cama siempre que quieras.

—Eso es sólo parte del asunto —murmuró Edward—. ¿Te has dado cuenta de cómo me odia?

—Me atrevería a decir que en la cama no te odia.

—Por alguna razón, esa idea no me tranquiliza.

—Llegará a aceptarte. No tendrá opción.

—¡Tiene el sentido del honor de un hombre! Nunca había oído hablar de una mujer así. ¡Cree que le ha fallado a su rey!

—Sí, ya lo oí —admitió Jasper—. Tengo que reconocer que es algo poco habitual.

Una sombra cruzó el rostro de Edward.

—Estoy cansado de luchar contra intrigas y maquinaciones, hermano. Anoche caí en la cuenta: he escogido casarme no con una compañera, sino con una enemiga llena de odio.

—Eso cambiará cuando pronuncie los votos.

—¿Tú crees? ¿O será como tener para siempre una víbora entre nosotros?

—¿Has cambiado de opinión? —le preguntó Jasper en voz baja.

Edward dejó caer la cabeza hacia atrás y emitió un sonido amargo.

—¡Oh, no! Valoro mucho más la paz que ella puede traer algún día que la riqueza de la dote de Tanya Denaly. Pero Jasper, estoy tan cansado...

Su hermano lo miró con simpatía.

—Eres el heredero de nuestro padre y casarte con la princesa escocesa es la mejor alianza que puedes conseguir para Masen. —Jasper no dijo nada respecto a las contrapartidas. Estar cansado o que le doliera el corazón tenía poco que ver con el deber.

—Sé de sobra que tienes razón —dijo Edward finalmente.

Pero su sonrisa resultó poco convincente. No había verbalizado su mayor temor. Si Isabella se aferraba a su sentido del deber, sería siempre su cautiva. Y él recordaba demasiado bien lo que era estar a merced de hombres poderosos en circunstancias adversas. Recordaba demasiado bien lo que era sentirse indefenso y prisionero.

Isabella se despertó al amanecer. Elizabeth ya no estaba; sin duda se habría levantado temprano para acudir a la misa matinal con el resto de los habitantes del castillo. La joven sintió una punzada de culpa. Necesitaba la ayuda de Dios, y no le haría ningún bien perderse más misas.

No podía soportar seguir un instante más en aquella habitación ni quedarse a solas con pensamientos como los que había tenido la noche anterior. Había dormido vestida y se aseó lo más rápidamente posible, utilizando para ello una jarra de agua destinada a tal efecto. Luego se peinó. Cuando se preparaba para bajar las escaleras escuchó voces masculinas en el piso de abajo. La familia y el personal del castillo estaban entrando al salón para desayunar.

Isabella alzó la barbilla con los ojos brillantes. Había dormido algo y le había sentado bien. También le vendría bien enfrentarse a su secuestrador, que la desafiara incluso. Sería mucho mejor que permanecer sola en la habitación, dándole vueltas a un futuro oscuro y tenebroso o a la guerra sangrienta que decidiría su futuro.

Con ese pensamiento bajó las escaleras y entró en el salón. Su captor no estaba todavía en la mesa, pero muchos de sus vasallos se encontraban ya allí. Edward estaba frente al hogar, una chimenea tan grande que la repisa le llegaba a la barbilla. Al oírla, se giró bruscamente. Su oscura mirada hizo que Isabella se detuviera, incapaz de apartar la vista. Al ver que se acercaba a ella sintió que la tensión crecía en su interior. Iba vestido con calzas negras ajustadas y botas de media caña con espuelas, una malla marrón oscura y una elegante túnica negra encima. Ambas prendas estaban confeccionadas en lana de la mejor calidad, y tenían pequeñas bandas bordadas negras y doradas en los extremos, las mangas y el cuello. El cinturón era de cuero negro y pesado, y el único adorno lo constituía el cierre de oro rematado con unas cuantas piedras preciosas. La joven se dio cuenta de que a Edward no le importaba mucho su apariencia. Sin embargo, la sencillez de su vestimenta hacía que la gente no se fijara en la ropa, sino en el hombre.

—Buenos días. Me alegra que hayas decidido reunirte con nosotros para desayunar.

—No me gusta estar encerrada —repuso Isabella con sequedad.

—A nadie le gusta. —Edward la tomó del brazo, pero la joven se apartó al sentir su contacto y caminó hacia la mesa—. No estás encerrada. ¿Por qué no quisiste bajar anoche a cenar?

Isabella se puso tensa. Estaba disgustado, pero lo disimulaba bajo un barniz de educación.

—No tenía hambre, normando. ¿Quién puede culparme?

Él la miró fijamente y guardó silencio durante un largo instante.

—Veo que una noche de descanso no ha servido para domar tu espíritu.

—¿Creías que una sola noche me haría cambiar de opinión?

—Confiaba en que vieras que nuestra unión es inevitable.

—¡No tiene nada de inevitable! —le espetó.

—¿Estás segura? —Edward se había detenido.

Isabella sintió cómo le ardían las mejillas. Él deslizó la mirada por su cuerpo, desnudándola abiertamente con los ojos. La había tomado del brazo, y su mano, grande y cálida, le sujetaba con firmeza la muñeca. El aire entre ellos vibraba.

—Nadie puede desafiar al destino —aseguró su captor con suavidad.

La joven tiró una vez del brazo para zafarse, pero no lo consiguió.

—Tú no eres mi destino. ¡Qué arrogante eres para creer algo semejante!

La mirada del normando, oscura y enigmática, ponía a prueba la de la joven que, sonrojada, se vio obligada a apartar la vista.

—Si piensas —susurró cuando por fin consiguió hablar—, que haberme rendido en tu cama es una señal del destino, ¡entonces es que te has vuelto loco!

—Creo que has olvidado lo que se siente al estar debajo de mí —respondió Edward muy despacio.

Isabella se sobresaltó. No había olvidado lo que él le había hecho sentir en la cama, ni tampoco su propio comportamiento. Esta vez sí tuvo éxito al soltarse la mano.

—Cómo te atreves a hablarme de ese modo.

—Digo la verdad. No he olvidado la suavidad de tu piel, Isabella, ni tampoco su sabor —confesó en tono bajo e íntimo. La joven no podía moverse. Estaba paralizada por el recuerdo de su boca deslizándose por sus muslos, peligrosamente cerca del punto que los unía.

—Pronto te recordaré tu destino con algo más que palabras —le prometió él con una sonrisa.

A Isabella se le olvidó respirar. Abrió la boca pero no le entró aire. Se preguntó qué le habría impedido llevársela a la cama la noche anterior. No tenía sentido.

—Vamos —le dijo en tono seductor—. Ya hemos discutido bastante.

La joven se forzó a salir de su aturdimiento, le permitió que la guiara hasta la mesa y tomó asiento en el estrado como invitada de honor de Edward.

—¿Los prisioneros no comen en la mesa baja? —preguntó finalmente en un débil intento de enfrentarse a él.

—Tú no sólo formas parte de la realeza, sino que además pronto serás mi prometida y como tal se te tratará —indicó el normando con voz pausada antes de hacerse con una rebanada de pan blanco recién horneado y un trozo de carne fría de la noche anterior.

Isabella apenas veía la comida ni lo que estaba haciendo. Riley había tomado asiento a su lado y se sentía acorralada. Aunque no tocaba físicamente a Edward, sentía el calor de su pierna contra la suya.

—Ya te he dicho que mi padre nunca me entregará a ti —aseguró con brusquedad—. Me quiere demasiado como para sacrificarme así.

—¿De veras? —le preguntó después de una larga pausa.

Isabella se puso tensa. A juzgar por su tono, Edward dudaba de sus palabras, y eso la enfureció.

—¡Claro que sí! Así que recuerda lo que te he dicho, normando, por si acaso luego se te olvida quién tenía razón y quién estaba equivocado.

A Edward le brillaron los ojos. La joven se dio cuenta de que se había ido inclinando hacia él en su rabia y se apartó al instante. Reconocía el brillo de sus ojos. No tenía nada que ver con la furia, sino con su deseo por ella. ¿Por qué no había ido a buscarla la noche anterior?

—¿Todavía piensas en ganar esta batalla?

Edward tenía una daga en la mano, un puñal largo y letal que no estaba concebido para comer, y lo utilizó para cortar el pan con un rápido movimiento que ella no fue capaz de seguir. Luego pinchó la rebanada y se la ofreció.

—Si eso fuera posible... —dijo Isabella alzando la vista desde la daga hacia su rostro.

¿Cómo podía un hombre tan grande moverse con tanta agilidad! ¿Estaba acaso loca al pensar siquiera en enfrentarse a él?

—No podrás vencerme. Lo único que conseguirás será cansarnos a ambos. Vamos, toma lo que te ofrezco.

La joven apartó la vista de sus labios, algo fruncidos, y se fijó en la rebanada de pan que le tendía con la punta del cuchillo. Se negaba a aceptar su comida, del mismo modo que se había negado a aceptarlo a él. Pero le asustaba el hecho de que fuera tan poderoso. No podía imaginarlo fracasando en algo que decidiera emprender. Y ahora, ahora había decidido casarse con ella.

Pero Charlie también era poderoso. Isabella se estremeció al pensar en el encuentro que pronto tendría lugar entre ambos, un encuentro hostil que con toda probabilidad degeneraría en violencia. Y entonces, ¿qué pasaría con ella?

Me casaré contigo de cualquier manera, le había dicho.

—¿No te conformarías con un rescate? —se escuchó suplicar, invadida de una súbita desesperanza.

Edward no respondió al instante. Le estaba tendiendo de nuevo el cuchillo, ofreciéndole ahora un trozo de faisán frío. Isabella lo miró a los ojos. La estaba tratando como si fuera su prometida, su novia o su esposa. Pero peor que su desconcertante caballerosidad era la intensidad que presentía tras ella. La misma intensidad que reflejaban sus ojos. ¿Cómo iba a vencerlo alguna vez si él podía darle la vuelta con tanta facilidad a su astucia?

—No. No me conformaría. No puedo. —Edward suspiró y dejó el faisán a un lado.

Las palabras del normando permanecieron entre ellos durante un instante. La joven presentía su significado, pero tenía miedo a comprenderlo. ¿Acaso le importaría aunque fuera sólo un poco a aquel hombre? Sólo durante un instante, Isabella se permitió el lujo de sucumbir a sueños ilícitos.

—Comenzarás una guerra —afirmó, liberándose de aquel peligroso pensamiento.

Edward le acercó el cuchillo a los labios y las palabras de Isabella murieron en su boca. La punta era larga y afilada, y, antes de que supiera muy bien cómo lo había conseguido, tenía el faisán en la boca y lo estaba masticando, sin que él la hubiera cortado.

—No tengo ninguna intención de comenzar una guerra —murmuró el normando al tiempo que pinchaba un trozo de cordero frío—. He trabajado mucho para lograr esta paz.

Isabella, incrédula, soltó una amarga carcajada.

—¿Qué te parece tan gracioso? —Los ojos de Edward se oscurecieron.

—¡Como si no lo supieras! —exclamó ella en voz alta—. Tú... un de Cullen... interesado en la paz. Sin duda debes pensar que soy una estúpida.

—¿Cuáles son, según tú, mis intereses, aparte de tu dulce cuerpo?

Isabella se sonrojó. Edward parecía peligrosamente molesto.

—¿Por qué me pides que te diga lo que todo el mundo sabe?

—Habla —le ordenó sonriendo con desagrado. De pronto, movió el cuchillo y les lanzó a los perros el cordero, provocando que los animales se lanzaran gruñendo sobre la pequeña pieza—. ¿Qué sabe el mundo de Edward de Cullen? ¿Qué sabes tú?

—Sé de tu ambición —le espetó temblorosa, incapaz de resistir la tentación.

Los ojos de Edward se volvieron completamente negros.

—Ah, sí, mi espantosa ambición.

—¡Sí, es espantosa, porque rige todos tus actos! ¡Sé que la paz es la última de tus preocupaciones, y que si pudieras, colocarías a tu hijo en el trono de mi padre!

Edward lanzó la daga encima de la mesa al mismo tiempo que se ponía de pie de un salto. La hoja tembló y todos los presentes en el salón guardaron silencio. Isabella palideció pero se quedó donde estaba. Durante años, Charlie había acusado a Masen de codiciar más tierras escocesas de las que ya poseía. Sólo había dicho la verdad.

—Nuestro hijo —aclaró Edward con los ojos brillantes—. No sería mi hijo, sería nuestro hijo.

Lo único que pudo hacer Isabella fue humedecerse los labios resecos.

—No eres tan inteligente como crees, milady —le dijo inclinándose sobre ella—. No quiero tu despreciable tierra. Llenadla con docenas de clanes guerreros. Yo sólo busco la paz. —Isabella apretó los labios con disgusto—. No me importa lo que pienses, ni ahora ni más tarde, cuando seas mi esposa.

Ella se las arregló para no encogerse bajo su furiosa mirada. Edward bajó del estrado y llamó a su asistente, que acudió corriendo. Un instante después, había salido del salón como una exhalación.

Pasado el peligro, Isabella se permitió relajarse. ¿En qué estaba pensando para acusarlo de aquel modo? Enfurecerle era una invitación al desastre.

—Llegarías muy lejos con una sonrisa bonita y buenos modales, princesa. Pero provocar su enojo es sin duda una insensatez. —Isabella dirigió la mirada hacia Riley—. ¿Por qué quieres presionarlo hasta el límite? —le preguntó el archidiácono, serio pero amable al mismo tiempo.

—La verdad es que no lo sé —confesó.

—Tal vez deberías tomar en consideración el hecho de que Edward siempre consigue lo que quiere. Vas a convertirte en su esposa, porque nunca ha estado tan decidido a algo. No eres ninguna estúpida, princesa, así que, sabiendo eso, ¿por qué no dejas de enfurecerlo?

Isabella miró la daga de Edward, cuya hoja estaba hundida en la mesa hasta casi la empuñadura. La mayoría de las mujeres se darían cuenta de la locura que suponía desafiarlo, de lo inevitable de aquel matrimonio y actuarían en consecuencia. Pero ella no era como la mayoría de las mujeres.

—¿Cómo podría hacerlo —suspiró clavando los ojos en la intensa mirada azul de Riley—, cuando sé que mi padre, el rey, me exige fidelidad?

El archidiácono apretó los labios antes de que sonara una alarma, interrumpiéndolos.

Isabella se sobresaltó. Riley, Jasper y todos los soldados que había en el salón se pusieron al instante en acción. La joven había reconocido el toque de cuerno como una llamada de peligro y advertencia. Ahora lo seguía el frenético repicar de la campana de la capilla.

—¡A los muros! —gritó Jasper dirigiéndose a los hombres.

Los soldados salieron corriendo del salón. Isabella no se movió. Dos de las damas y la niñera de Elizabeth, conducían a la niña hacia la sala, donde sin duda esperarían a que terminara la crisis como solían hacerlo las mujeres.

—¡Quiero ir con mis hermanos! —exclamó Elizabeth, resistiéndose—. Soy lo suficientemente mayor. ¡Quiero saber qué está pasando!

—Vendrás conmigo en este instante, jovencita —gritó Edith, su niñera, arrastrándola.

Isabella tomó una decisión en un instante y corrió por el salón tras los hombres, sin hacer caso de los gritos que las damas proferían a su espalda.

Con las faldas levantadas hasta las rodillas, se precipitó hacia la parte exterior del castillo con la velocidad de una gacela. Llegó a los muros cuando Edward y sus hermanos se disponían a subir los escalones de la torre de vigilancia.

Había demasiado caos como para que alguien se percatara de que estaba allí. Pero Edward se giró de pronto en los empinados escalones, como si algo le hubiera alertado de su presencia. Al verla, su mirada se oscureció por el sobresalto.

—¡Por Dios! ¡Gerard, acompaña a la princesa al interior del castillo ahora mismo y asegúrate de que se queda allí! —bramó antes de desaparecer de la vista de la joven.

Unas manos fuertes agarraron a Isabella por detrás, levantándola del suelo. Ella gritó, revolviéndose salvajemente, pero la llevaron a rastras hasta llegar a la sala, donde estaban todas las damas reunidas. Allí la depositaron con brusquedad en el suelo.

Isabella se tambaleó, furiosa. Con sólo observar una vez la expresión sombría y molesta de Gerard supo que su causa estaba perdida. Jadeando, se giró hacia las mujeres. Todas y cada una de ellas, Elizabeth incluida, la miraban con estupor.

—¡Es mi padre! —gritó Isabella—. ¡Es Charlie Swan, rey de Escocia, que viene por fin a buscarme!

Capítulo 7: La verdad Capítulo 9: El juramento

 
14444770 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios