La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90590
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 17: Jacob

 

Hola de nuevo ya estoy de vacaciones jajajaja, podre actualizar mas seguido quiero dar las gracias a todos los lectores a los silenciosos y a los que comentan a todos vosotros os dedico este capítulo.

PD dejen sus comentarios ó votos,  besos para todos


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Isabella estaba muy nerviosa a causa de que sus padres habían llegado a Londres el día anterior. Edward le había sugerido que los visitara y, como no podía rehusar verlos, en aquel instante iban camino de la torre del rey. La joven había estado a punto de negarse ya que no quería enfrentarse a su padre el día anterior a su boda.

Habían transcurrido tres días desde que estuvo a punto de perder la vida. Era muy poco tiempo, pero había sido feliz. Aunque Edward pasaba muchas horas en la corte, había ido a verla todos los días. No habían vuelto a hablar de lo ocurrido el día que consumaron su unión, pero Isabella tenía la impresión de que habían alcanzado un nuevo y maravilloso entendimiento. Confiaba en él. ¿Cómo podía ser de otra manera? Jasper la había ido a visitar y le había contado cómo Edward, desesperado, había arriesgado su vida por ella y le había devuelto la vida. Oh, sí, confiaba completamente en él.

Y no había mentido cuando le prometió que no volvería a traicionarlo. Recordó cuánto se conmovió Edward con su promesa y estaba convencida de que también confiaba en ella.

A Isabella le asustaba encontrarse con su familia aunque fuera sólo durante un instante. Tenía miedo de lo que pudiera ocurrir, de lo que pudiera descubrir.

A medida que se acercaban a la torre y al temido encuentro con sus padres, la escocesa se dio cuenta de que su prometido pensaba que le estaba haciendo un gran favor por llevarla allí. Isabella no quería enfrentarse a sus propios sentimientos, así que no compartió sus miedos con él. Pero a cada paso que la acercaba a la torre, su estómago se encogía y le latía el corazón con más fuerza.

Se había enterado de que su padre había llegado a las puertas de Londres con un ejército considerable. Sin embargo, sólo le habían permitido la entrada a unas pocas docenas de hombres desarmados. William Rufus no quería arriesgarse ni lo más mínimo con su peor enemigo.

Mientras cruzaba Londres, la preocupación de la joven aumentó. Conocía bien a su padre. Sin duda, estaría furioso por haberse visto obligado a dejar atrás a su ejército. Isabella sabía lo rápido que respondía cuando estaba lleno de ira. ¿Rompería el rey escocés la alianza en el último momento? ¿Impediría incluso la misma boda? La joven tenía miedo. ¡Cómo había cambiado! No quería que nada interfiriera en su boda; ni siquiera su padre. Era muy cruel con sus enemigos, y sin duda todavía odiaba a Masen y a Edward.

De pronto, la torre del rey apareció ante sus ojos alzándose sobre los muros del castillo y reflejándose suavemente sobre la superficie del Támesis. Isabella había mantenido abiertas las cortinas de la litera. Edward marchaba delante a lomos de su corcel y, a su espalda, cabalgaba su abanderado llevando la rosa roja de Masen. Un grupo de caballeros fuertemente armados los escoltaban.

En cuanto cruzaron el puente y entraron al recinto amurallado, una partida real los acompañó hasta al castillo. Edward la ayudó a salir de la litera, rodeado no sólo de sus hombres sino también de los del rey. Isabella ya había pasado con anterioridad por una situación similar, y volvió a sentirse asustada e indefensa. No soltó la mano de su prometido y él se la apretó un poco para tranquilizarla. Ni siquiera el rey desbarataría su matrimonio a aquellas alturas. No se atrevería.

Mientras subían las escaleras hacia el castillo junto con la escolta, la joven se preguntó si siempre se sentiría incómoda en la corte inglesa, si siempre se consideraría una extraña entre enemigos. Era otro pensamiento negativo y trató de alejarlo de su mente. Lo único que ella quería era experimentar los nervios típicos de las novias y la auténtica felicidad en la víspera de su boda.

Cuando por fin la comitiva entró en el gran salón, las conversaciones se desvanecieron. Todas las damas y caballeros se giraron para observar al grupo con los ojos brillantes de curiosidad. Isabella lamentó haber intentado huir. A su prometido no le habría gustado que su desafío se hubiera aireado de modo tan público. Estaba convencida de que a muchos de aquellos envidiosos caballeros les había entusiasmado la breve humillación de un de Cullen. Mientras cruzaban el recibidor, Isabella lo miró. El heredero de Masen llevaba la cabeza alta, miraba al frente y su expresión era inescrutable. A la joven le pareció escuchar a alguien reírse por lo bajo y mencionar el nombre de Edward, pero cuando miró hacia la pequeña multitud congregada no pudo distinguir al culpable.

En su momento, pensó con convencimiento, todo el mundo se enteraría de su amor por Edward y de su lealtad hacia él.

Subieron directamente a los aposentos privados del monarca y, en cuanto entraron, Isabella vio que sus padres y tres de sus hermanos ya estaban allí. Charlie y Renee conversaban tensos con los condes de Masen cerca del estrado en el que Rufus estaba sentado sobre su trono. A la joven le sorprendió mucho ver a Jacob Black de pie entre Michael y Edgar, y cuando él la miró, ella apartó rápidamente la vista.

Le horrorizaba que estuviera allí. No entendía por qué había acompañado a sus padres. Además, le sobresaltó la certeza de que no le había dedicado ni un solo pensamiento desde el día que Edward la capturó. ¿Cómo podía pensar antes que estaba enamorada de él? ¿Cómo podría mirarlo a la cara ahora? Isabella observó a su prometido, pero él permanecía inmutable. Cayó entonces en la cuenta de que no sabía quién era Jacob y se sintió extrañamente aliviada. Lo conocía lo suficiente a aquellas alturas como para estar convencida de que no le gustaría saber que su antiguo prometido estaba allí.

Al ser consciente de que sus padres ya se habían percatado de su presencia, Isabella se aterrorizó. Había evitado mirar a Charlie tras dirigirle un primer vistazo, pero se las arregló para sonreírle a su madre, que parecía a punto de llorar.

Rufus los saludó cuando Edward y ella se acercaron al estrado en el que estaba sentado.

—Me alegra verte tan bien, princesa —aseguró con las mejillas coloradas y oliendo a vino. Tenía una expresión maliciosa—. No parece que hayas estado tan cerca de la muerte.

—Me he recuperado, señor.

—Nos alegramos mucho.

Pero Rufus no parecía en absoluto interesado por ella. Le estaba sonriendo a Edward, que no le devolvió la sonrisa.

—Señor —se limitó a decirle.

Isabella miró al hombre que tanto amaba y luego al rey. La expresión de Edward resultaba inescrutable, pero la del monarca era de alegría; incluso le brillaban los ojos. La joven no podía moverse, no podía apartar los ojos del semblante de William Rufus. Ahora reconocía aquella expresión. ¡El rey estaba enamorado de Edward!

Rufus la miró finalmente y, al sorprenderla observándolo, se le borró la sonrisa y la mirada se le volvió fría.

—Tu padre quiere saludarte, princesa.

Isabella se giró rápidamente, todavía impactada por lo que acababa de descubrir. No le cabía ni la más mínima duda de que era verdad.

Se obligó a mirar a Charlie y vio que le sonreía como siempre había hecho. A Isabella se le encogió dolorosamente el corazón y los ojos se le llenaron de lágrimas. La mirada de su padre era cálida y afectuosa. Parecía como si aquel terrible momento del páramo nunca hubiera tenido lugar, como si no hubieran negociado con ella como si fuera ganado, como si se alegrara de verla.

—Pa... padre —consiguió decir.

—Hija... estás tan guapa como siempre. ¿Te encuentras bien?

Isabella asintió con la cabeza, temblorosa. Se quedó mirando a su padre, deseando desesperadamente que la estrechara entre sus brazos. Por desgracia, Charlie no era un hombre que mostrara su afecto de manera tan obvia y la joven no esperaba que lo hiciera ahora.

Pero con aquella rápida mirada, Isabella supo que quería a su padre y que siempre lo querría. También supo que él la quería a ella. La había entregado a Edward por una cuestión política, pero aquél era el destino de todas las mujeres. Nunca había esperado casarse por amor y, sin embargo, gracias a un increíble giro del destino, así iba a ser. Su sensación de traición se había generado por las meras apariencias aquel día en el páramo. Pero sólo se trataba de eso, de apariencias. Charlie le había parecido brusco y extrañamente despreocupado por su bienestar, aunque tal vez se había mostrado tan duro porque estaba negociando con el enemigo, con el hombre que había raptado y deshonrado a su hija. Isabella no tenía manera de saberlo. Pero no importaba. Su padre la quería y ella le perdonaba de corazón. Con ese pensamiento, se giró hacia su madre, que abrió los brazos. La joven soltó un sollozo contenido y corrió hacia aquel abrazo amado y reconfortante. La reina de Escocia la acunó como si fuera un bebé y, cuando el abrazo terminó, Isabella sonrió a su madre a través de las lágrimas y vio que también lloraba.

—Te vas a casar —susurró la reina—. Mi pequeña arrogante se va a casar.

—Soy feliz, madre.

—¡Oh, gracias a Dios!

Volvieron a abrazarse, y entonces Edgar se lanzó sobre ella reclamándole un saludo. Se llevaban muy poco tiempo y eran inseparables desde niños. Era su hermano más querido. Edgar estaba muy serio, probablemente disgustado con su compromiso y preocupado por ella. Isabella recordó entonces la realidad política de aquella situación. Miró a Michael, su hermano mayor y el más práctico de todos; estaba acostumbrada a buscar en él sabiduría y consejo. Michael la había rescatado muchas veces de sus travesuras, la había tranquilizado cuando estaba disgustada y defendido cuando la reprendían. Él también estaba muy serio. Erick se mostraba abiertamente disgustado.

Se sintió muy incómoda, y de pronto, fue consciente del tenso momento que estaba teniendo lugar a su espalda. Se giró, y al ver cómo Charlie y Edward intercambiaban un saludo rígido y meramente cortés, sintió que se le encogía el corazón.

Se despreciaban mutuamente; no había ninguna amabilidad entre su padre y su prometido. Como mucho una cortesía fría, dura y llena de odio.

El recuerdo de un día de invierno blanco y frío, los árboles yermos y desnudos, el viento helado, le vino a la mente. Edward, firme y orgulloso, estaba detrás de Rufus en Abernathy mientras el rey de Escocia, cuyo rostro era una mascara de odio y furia, le juraba fidelidad al rey de Inglaterra de rodillas.

Nada había cambiado excepto que su prometido parecía detestar a su padre con igual fervor. Isabella se dijo a sí misma que podría conseguir unir a Edward y a Charlie. Antes ni se le hubiera pasado por la cabeza semejante posibilidad, pero ahora debía madurar la idea, luchar por la paz. Sin duda todos verían la lógica de una alianza entre su familia y la de Edward. Durante las dos últimas generaciones había habido un gran baño de sangre; ¿no era ya momento de tener una paz duradera? Se juró a sí misma que lo conseguiría, porque, en caso contrario, sería su matrimonio el que pagara el precio de la guerra.

Renee sonrió y le acarició la mejilla, interrumpiendo sus pensamientos.

—Vamos. Tenemos permiso para reunimos en la sala de al lado.

Sorprendida, Isabella miró a Edward, que asintió. Entonces se dio cuenta de que sólo su madre y ella disfrutarían de aquel momento privado; sin duda la reina creía que debía darle a su hija algún consejo maternal la víspera de su boda.

Se aseguró de no mirar a Jacob cuando pasó por delante de él y siguió a su madre a través de las puertas de roble, pero le dio la sensación de que él estaba al mismo tiempo decidido y desesperado. ¿Acaso no tenía ya suficiente? ¡Preocuparse por su antiguo prometido era lo último que necesitaba aquel día!

Renee no perdió el tiempo.

—¿Te encuentras bien, querida?

—Estoy perfectamente, madre.

—¿Estás embarazada?

—Todavía no lo sé, madre. Perdóname —musitó avergonzada.

Renee sonrió con ternura y compasión, pero dijo:

—No puedo, querida. Sólo Dios puede perdonarte. Dios y tú misma.

—Lo amo, madre —confesó casi con vergüenza.

La reina rompió a llorar y tomó a su hija de la mano.

—¡Qué contenta estoy! Es tan difícil casarse y encontrar el amor...

—Tú lo encontraste en tu matrimonio.

—Sí, amo a Charlie. —Renee le sujetó la barbilla—. ¿Tengo que recordarte las obligaciones de una buena esposa cristiana?

—Prometo obedecer, madre. A Edward y a Dios.

—No olvides tus obligaciones respecto a las personas que dependan de ti, Isabella. Recuerda que serás responsable de todos aquellos que sirvan a tu señor, tanto vasallos como aldeanos. Y no te olvides de los pobres y los enfermos, querida.

—No lo haré, madre.

Renee se suavizó.

—Por lo que puedo ver, Edward de Cullen es un buen hombre.

Isabella se sintió aliviada.

—¡Lo es, Madre! Si pudieras convencer a padre de que Edward no es el mismísimo diablo y que nuestras familias son ahora aliadas y no enemigas...

—Es difícil hacer cambiar de opinión a Charlie en asuntos de estado, querida —reconoció Renee con suavidad—. Sabes que a mí no me gusta interferir, pero lo intentaré.

—Gracias, madre —dijo con entusiasmo.

Hablaron unos minutos más y después regresaron juntas a la otra sala. Edward no estaba y Isabella se llevó una desilusión. Pero se giró hacia sus hermanos, satisfecha de tener la oportunidad de conversar con ellos. Sin embargo, se llevó una desagradable sorpresa cuando Erick le dijo al oído:

—¿Estás ya embarazada de su mocoso, hermanita? —Ella se apartó—. Es una pregunta importante. —Erick seguía mirándola fijamente.

—Vete al diablo —musitó ella furiosa dándole la espalda.

Michael agarró a su hermano, obligándole a darse la vuelta.

—¡Eres un patán! ¿No puedes al menos preguntarle si está bien?

—Ya veo que está bien —respondió el aludido.

—No empecéis, ahora no —susurró Isabella enfadada.

Había hecho de pacificadora muchas veces con sus hermanos, quienes bajo su implacable mirada finalmente se tranquilizaron.

—¿Isabella?

La joven se quedó paralizada al reconocer aquella voz a su espalda, una voz que hablaba con tono apremiante. Se giró de mala gana para ver a su antiguo prometido, a quien le hubiera gustado evitar. Cuando Jacob le agarró los brazos como si estuvieran solos, Isabella se puso tensa.

—Yo...

—Tenemos que hablar.

Ella estaba paralizada. La expresión del escocés resultaba intensa y forzada, y sus ojos mostraban una determinación salvaje.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? —Mientras hablaba, Isabella miró a su alrededor para asegurarse de que Edward no había regresado para ver cómo Jacob la agarraba de aquel modo. Aliviada, se liberó de sus brazos.

—Tuve que suplicarle a tu padre que me permitiera acompañarlo, Isabella —dijo su antiguo prometido en voz baja.

—No comprendo por qué has venido.

—¿Para qué he venido? ¡Para verte, por supuesto! —Parecía confuso.

La joven se sorprendió. ¿Sería posible que Jacob todavía sintiera algo por ella?

—Isabella... ¿Estás bien?

—Estoy muy bien.

—¿Te ha hecho daño? —inquirió con voz seca.

Isabella se preguntó si lo que quería saber era si Edward había abusado de ella.

—No, no me ha hecho daño.

El escocés se sonrojó, volvió a agarrarla de los brazos y se inclinó sobre ella.

—¿Estás esperando un hijo suyo?

Ella, nerviosa, se humedeció los labios.

—No lo sé —respondió, sintiendo que se ruborizaba.

Jacob compuso una mueca. Isabella esperaba que la reprendiera, pero no lo hizo.

—No me importa —dijo finalmente—. No me importa que estés embarazada de él. —Isabella estaba demasiado sorprendida como para responder—. ¿Todavía me amas? —le preguntó precipitadamente.

—¡Jacob!

—Isabella... Podemos huir esta noche a Francia. Todavía podemos casarnos. Yo me haré cargo de ese niño como si fuera mío. No es demasiado tarde.

La joven no podía articular palabra.

—Sólo dime que sí —gritó Jacob—, yo juraré esta noche mis votos ante ti. Tengo un plan, Isabella, y puede salimos bien.

—Jacob... —susurró horrorizada. Todavía la amaba lo suficiente para perdonarle que hubiera perdido la honra y aceptar el hijo de otro hombre, lo que ya era bastante abrumador, pero aquella sugerencia era todavía más descabellada—. ¡Debes estar loco! ¡No puedo fugarme contigo, no puedo!

—Isabella... Piénsalo.

—No tengo que pensarlo. Está todo arreglado, me voy a casar con Edward.

El escocés palideció, y la joven, adivinando lo que ocurría, se dio la vuelta para ver la fría sonrisa de su prometido.

Capítulo 16: Una traición Capítulo 18: Una boda y ¿una espía?

 
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