La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 12: Actuación

 

hola a tod@s espero que esteis disfrutando del verano y de las vacaciones quien las tengas jajaja yo todavía me quede un mes para mis vacaciones.

Bueno espero k os guste dejen votos y comentarios.


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—Es vuestro hermano, señor, el príncipe Henry. Solicita veros —anunció el centinela.

Ruñas frunció el ceño. Estaba a solas con su escudero en sus aposentos privados, a mitad de un cambio de ropa para la cacería real que tendría lugar aquella tarde.

—Despídelo. No estoy de humor para ver a mi hermano ahora.

De pronto, la puerta de los aposentos reales se abrió de golpe. Henry estaba en el umbral con el rostro descompuesto por la rabia y los ojos brillantes. Detrás de él, otros dos centinelas habían palidecido por aquella interrupción a la intimidad de su majestad.

Rufus miró fijamente a su hermano.

—¿Qué significa esta intromisión? No estoy disponible, querido hermano.

—Necesito hablar contigo —le espetó Henry entrando en la habitación.

Era alto y musculoso, como había sido su padre, y le sacaba a su hermano mayor más de un palmo. A diferencia de Rufus, que llevaba puesta una casaca roja ribeteada con piel de armiño y botas a juego, Henry iba vestido en tonos grises y azules. Tanto la túnica como el manto manchados de polvo hablaban de su precipitado viaje.

—He oído un rumor que no puede ser cierto.

Rufus suspiró e hizo un gesto con la mano. Al instante, los tres centinelas se marcharon, cerrando la puerta tras ellos.

—Tráeme el manto rojo, el que está ribeteado de piel de marta, y mi sombrero dorado y carmesí —ordenó a su paje.

El muchacho, que era joven y apuesto, desapareció de la habitación para obedecerlo.

—Dime que no es cierto —exigió Henry. Su atractivo rostro estaba desfigurado por una mueca—. Dime que no has permitido un compromiso entre Edward de Cullen y la hija de Charlie Swan.

—¿Estás celoso? —Rufus sonrió.

Henry respiró hondo y apretó los puños.

—¿Te has vuelto loco? ¿Has perdido la cabeza por completo? ¿Cómo puedes entregarle semejante poder a Masen?

—Un poder que me pertenece irrevocablemente a mí —le recordó Rufus, que ya no sonreía—. De Cullen está más en deuda conmigo que nunca.

—Carlisle sí. Pero, ¿y su hijo? Todos sabemos el aprecio que te tiene, hermano.

El príncipe se estaba burlando, sabedor como era de los secretos más oscuros de su hermano.

La sangre subió al ya de por sí enrojecido rostro de Rufus.

—No pienses que me temblará la mano con Edward de Cullen. Si demuestra ser un traidor, sufrirá como cualquier otro. Recuerda que tiene todo que perder, al contrario que tú, que no tienes nada.

Henry hizo un esfuerzo por controlar la rabia. Tenía el temperamento explosivo de su padre, William el Conquistador.

—Has ido más allá de mis palabras —consiguió decir finalmente—. ¿Quién ha hablado de traición? —preguntó encogiéndose de hombros.

Rufus sonrió, satisfecho por estar ganando aquella batalla.

—Señor —continuó diciendo Henry con frialdad—. Tienes que pensar en lo que estás haciendo. Es una locura entregarle a Masen semejante poder. Sobre todo teniendo en cuenta que la tierra que está en juego linda con Escocia. Edward gobernará pronto en sustitución de su padre. ¿Y si se alía con Charlie en contra tuya?

A Rufus volvió a subírsele la sangre al rostro.

—Vaya... ¿Así que ahora quieres proteger mis intereses? —se burló. Sin embargo, comenzó a preguntarse si no habría cometido un error.

—Así es.

—¡Já! —A pesar de su exabrupto, el rey no estaba divirtiéndose, porque ambos sabían que Henry era de hecho un hombre temible y un gran jefe militar, cuya lealtad era cuestionable. En más de una ocasión se había aliado con su hermano mayor, Robert, duque de Normandía, contra William Rufus. Enfrentando a hermano contra hermano había conseguido la ciudad fortificada de Domfront y el condado de Le Cotentin. Su creciente poder podría ser una ayuda o un estorbo, ya que la lealtad de Henry podía comprarse si se pagaba un precio alto. Aunque bien era cierto que se le podía recuperar exactamente de la misma manera. Rufus no era estúpido. Comprendía a la perfección la ambición de su hermano, y el dinero no era el problema.

Guardó silencio durante un instante y esperó a que su paje le colocara el manto.

—Ponme el broche de rubíes —le ordenó. Luego se giró hacia su hermano—. Sabes que valoro tu lealtad —dijo finalmente.

Henry guardó silencio mientras su hermano sonreía.

—Lo cierto es que pensé en casarme yo mismo con ella; después de todo, en algún momento tendré que casarme. Pero —suspiró dramáticamente—, al parecer Edward fue incapaz de contenerse. Puede que esté esperando un hijo suyo.

El príncipe no dijo nada y se limitó a mirarlo con semblante sombrío.

—Por supuesto, eso impide que considere siquiera la posibilidad de casarme con ella, ya que el heredero debe llevar mi sangre. —Rufus observó a su hermano—. Vamos, Henry, sé sincero. ¿Es la idea de mi heredero todavía no nacido lo que te molesta o se trata del compromiso? ¿Has venido para pedirme que te entregue a la princesa? —Hizo una pausa significativa y luego continuó—. Debo confesar que he pensado en ello. Después de todo, eres mi hermano. Un príncipe y una princesa harían una pareja perfecta, ¿no crees? Sin embargo, decidí optar por el heredero de Masen. A él lo conozco.

—Pero yo soy tu hermano —dijo Henry—. Puedes confiar en mí.

Rufus alzó una ceja, incapaz de resistirse a lanzar otra cuchillada.

—Tal vez te entregue a la hija de Fitz Albert.

—Es la hija de un barón. Apenas tiene un par de fincas.

El rostro de Henry estaba rígido, lo que hizo que Rufus riera en voz baja.

—Teniendo en cuenta que tú apenas tienes un par de insignificantes propiedades, haríais una pareja perfecta.

—Te arrepentirás de esto —afirmó Henry sin poder contenerse.

Muy a su pesar, el rey sintió un escalofrío de pánico; no confiaba en su hermano ni lo más mínimo. Se parecía demasiado a su padre. Había llegado el momento de aplacarlo.

—Hay otra hermana. Vive en un convento y todavía es demasiado joven para casarse.

Henry mostró interés de inmediato.

—El rey de Escocia nunca casará a sus dos hijas con normandos.

—Pero Charlie no vivirá para siempre. Y cuando ya no esté, su reino estará listo para ser invadido, igual que su hija Angela. El príncipe lo miró sin sonreír y Rufus sintió una punzada de arrepentimiento por ofrecerle algo tan grandioso a su hermano, que podía ser su mayor aliado o su más mortal enemigo.

El duque de Kent tenía una propiedad en el sur de Londres, a orillas del Támesis. Encalado en blanco brillante, el lugar era un claro ejemplo de la riqueza de los Kent. La inmensa puerta de entrada era de caoba y tenía grabado el escudo de la familia. No había un salón principal, sino dos, y muchas habitaciones, una lujosa capilla y edificios separados para las cocinas, despensas y bodegas. En el interior, tanto las escaleras como las mesas y los bancos estaban fabricados en fina madera ricamente labrada. La silla con aspecto de trono, reservada únicamente para el duque, estaba tapizada en terciopelo carmesí. En el piso de arriba, en los aposentos privados, exóticas alfombras de Persia cubrían los suelos y lujosos tapices de intensos colores adornaban las paredes.

Marcus Denaly se hallaba sentado indolentemente en un lujoso sillón de sus aposentos privados, saboreando un exquisito vino de Normandía, mientras su hermanastra se paseaba de un lado a otro delante de él recorriendo una alfombra de vividos tonos rojizos. El fuego de la chimenea arrojaba sobre su figura sombras largas y amorfas, y sus movimientos eran cualquier cosa menos tranquilos; de hecho estaban cargados de furia.

—¿No tienes nada que decir? ¿Nada en absoluto? —Tanya se detuvo con los brazos en jarras al tiempo que sus hermosos senos subían y bajaban.

—No alces la voz.

A pesar de que estaba convencido de que la desgracia de su hermanastra se debía a la actual molestia del rey con él, estaba disfrutando de su rabia. Pocas veces se dejaba Tanya llevar por ella.

—¡Dios, cómo te odio! Me apartan a un lado como si no valiera nada y tú no haces nada. ¡Nada!

Marcus decidió hundir un poco más el cuchillo.

—Has recibido media docena de ofertas desde que se rompió el compromiso hace una semana. Henry de Ferrars ha sido de lo más persistente. No te morirás soltera, querida.

—¡Debes estar de broma! ¡Es un don nadie, un don nadie!

—No estoy de broma.

—¿Con quién pretende casarse? —gritó Tanya—. ¿Quién puede interesarle más que yo? ¿Quién es ella?

Marcus tenía una sonrisa indolente y observaba a su hermanastra con interés.

—No deberías estar aquí, Tanya. Además parece que vas a tirar la casa abajo con tus gritos.

Ella le atravesó con la mirada jadeando por la rabia, mientras se echaba hacia atrás el largo y rubio cabello.

—¡Tú lo sabes, sabes quién es! ¡Lo has averiguado! —Él volvió a sonreír y dio otro sorbo a su vino—. ¡Eres un mal nacido! —gritó al tiempo que golpeaba la copa, provocando que el vino se derramara por las calzas carmesí y el bajo bordado de la túnica de terciopelo de Marcus.

Furioso, su hermanastro se puso en pie de un salto, la agarró de la muñeca haciéndole daño y le cruzó la cara de un bofetón.

Tanya gritó furiosa y se revolvió para intentar soltarse. Él le dio otra bofetada para enseñarle cuál era su sitio y luego la soltó. Rabiosa, ella dio un paso atrás. El pecho le subía y le bajaba pesadamente. Marcus se dio cuenta de que tenía los pezones tensos. Él también estaba excitado.

—¿Quién es? —exigió saber Tanya con la mejillas rojas debido a los golpes.

—Es la hija de Charlie Swan —le informó él con auténtica satisfacción.

—¿Se casa con la hija de un rey? —Tanya abrió la boca, asombrada.

—Sí, se casa con una princesa.

La joven emitió un sonido estrangulado y se giró hacia el fuego. Temblaba. Él se acercó por detrás y le rozó los hombros. Estaba tan cerca que su rígido miembro le rozaba el trasero.

—Ni siguiera tú puedes rivalizar con una princesa, querida. Además, tengo entendido que es una belleza.

Tanya se apartó de él. No dijo nada. No había nada que decir.

Isabella avanzaba al lado de Edward en una preciosa yegua blanca. Él montaba un corcel castaño de gran tamaño. Los seguían de cerca dos docenas de caballeros y, justo detrás de ellos, un criado portaba la bandera de Masen. La rosa carmesí sobre fondo blanco, negro y dorado ondeaba sobre sus cabezas, anunciando su llegada a la ciudad de Londres.

Las campanas de la capilla real avisaron de su llegada mientras ellos avanzaban con paso tranquilo hacia el puente, que habían bajado para recibirlos. Quizás en otro momento, a Isabella le hubiera interesado conocer aquel palacio. Lo comenzó William I el Conquistador, construyéndolo sobre un antiguo yacimiento romano cuyas murallas originales formaban parte de la fortificación. Constaba de una torre encalada de cuatro pisos de altura con almenas, y de un gran recinto amurallado con muelles adyacentes. En las torres había soldados y arqueros vigilando los muros. El muelle estaba en aquel momento tranquilo; había muchas barcazas y pequeñas embarcaciones plácidamente amarradas, entre las que se encontraban algunas de procedencia sin lugar a dudas exótica.

Isabella, con un nudo en el estómago, no vio más que los muros y la torre. Estaba así desde que el día anterior se arrodilló en la capilla de Alnwick para comprometerse formalmente.

El compromiso era oficial. Real. No se trataba de ninguna artimaña. Y ahora estaba a punto de entrar en la torre de Londres. Al observar la inmensa fortaleza inacabada, la joven comenzó a temblar al caer súbitamente en la cuenta de que Charlie no podría liberarla una vez que estuviera dentro de aquellos inexpugnables muros.

Su destino estaba sellado. Nadie trató de rescatarla en Alnwick y tampoco habría ningún rescate en el futuro. Pensar en ello, confiar en ello, sería una absoluta locura. Su compromiso no era ningún ardid. Su padre la había entregado a Edward de Cullen sin decirle siquiera adiós. Ella no era más que un sacrificio político.

El dolor comenzó a crecer en su interior e Isabella tuvo que apartar de sí aquellos pensamientos. En caso contrario, entraría llorando en los dominios del rey.

Trotaron por el puente levadizo y dejaron atrás las negras verjas de la gran puerta de entrada que daba paso al patio del castillo. Una vez dentro, fueron rodeados al instante de un modo poco tranquilizador por un grupo de caballeros armados que llevaban los colores del rey. Al verlos, Isabella se quedó inmóvil. Edward se bajó del caballo, se acercó a ella y sus fuertes manos le rodearon con fuerza la cintura.

—No tengas miedo —le susurró, mirándola a los ojos—. Es sólo una actuación.

La ayudó a bajar del palafrén y la recibió en sus brazos. La joven temblaba y jadeaba, pero al darse cuenta de que estaba entre los brazos del hombre con el que se casaría en breve, el hombre al que la había entregado su padre, se soltó bruscamente.

Entretanto, los caballeros del rey formaron un círculo alrededor de la pareja y los apartaron de su séquito.

—¿¡Por qué nos rodean? —susurró ella.

Presa del pánico, se le pasó por la cabeza que tal vez la apartaran de Edward y que no se convertiría en su esposa sino en prisionera del rey. Por mucho que odiara ser la prometida del heredero de Masen, no era nada comparado con la idea de que la separaran de él y la arrojaran a las mazmorras de la torre.

Edward se puso tenso y le pasó el brazo por la cintura para tranquilizarla. Su mirada resultaba fría y peligrosa, acorde con su gesto y su tono de voz.

—Se trata sólo de una actuación, Isabella, una actuación para mí y para mis enemigos. No temas, te convertirás en mi esposa, no en su prisionera. Rufus no se echará atrás después de haber dado su palabra. Nunca enfurecería de tal modo a mi familia. Nos necesita demasiado.

La joven no estaba tranquila. ¿Cómo iba a estarlo? Se hallaba rodeada por el enemigo; él era el enemigo, y daba igual lo que Edward dijera, estaba claro que la iban a encarcelar. Además, no creía que él tuviera confianza en sus propias afirmaciones, porque también estaba rígido por la tensión y la rabia. Isabella se sentía sobrepasada. Las emociones contra las que estaba decidida a luchar amenazaban con superarla. Estaba verdaderamente prometida a Edward de Cullen; en cuestión de semanas se convertiría en su esposa, y en menos de un minuto entraría en la torre como «invitada» del rey. Y lo peor de todo era que su padre no había esperado siquiera a saber si estaba embarazada antes de entregarla a su mayor enemigo.

Sentía que se iba a desmayar. Abrumada, cerró los ojos y respiró hondo. De pronto, se dio cuenta de que estaba apretándole la mano a Edward. Se le ocurrió pensar que a pesar del compromiso, él era su ancla en aquel oscuro océano. Furiosa consigo misma, con él, con todos y con todo, le soltó la mano.

Un hombre atravesó la muralla de caballeros que los rodeaban y les dedicó una sonrisa maliciosa que iluminó su bello rostro.

—Edward, he venido a saludarte en nombre de mi hermano, el rey.

El aludido pasó el brazo por el rígido hombro de su prometida y se giró hacia la voz.

—Me honras, Henry.

El príncipe le sonrió y luego se concentró en Isabella. Ello lo miraba asombrada. Había visto al príncipe en Abernathy, y también había oído hablar de él. Era bien conocida su reputación como hombre al que le gustaban demasiado las damas. Incluso se decía que había procreado al menos media docena de bastardos. Pero Isabella llegó a la conclusión de que el modo en que la estaba mirando indicaba más curiosidad que lujuria. En cualquier caso, el príncipe le puso nerviosa y se sonrojó.

—Bienvenida a la torre, princesa —la saludó con amabilidad.

Isabella conocía las normas de cortesía, y por mucho que le disgustara, hizo una reverencia que obligó a Edward a quitarle el brazo de los hombros.

Henry la ayudó a incorporarse, tomándose su tiempo.

—Una verdadera belleza; más bella incluso que Tanya Denaly —comentó con sorna.

Ella no había olvidado aquel nombre odioso. Sin creer en las palabras del príncipe, se preguntó sin poder evitarlo si la heredera de Essex estaría en la corte. Edward se mantuvo en silencio, pero tomó a Isabella del brazo con gesto posesivo y miró al príncipe con dureza.

Henry levantó una ceja y luego se rió.

—No temas. ¿No somos aliados desde hace años? No me sobrepasaré.

Edward le dedicó una sonrisa sincera.

—Entonces has cambiado mucho desde la última vez que nos vimos, amigo mío, porque desde que yo alcanzo a recordar te ha divertido traspasar las propiedades ajenas.

—Pero no sin invitación —aclaró encogiéndose de hombros—. Nunca sin invitación.

—Aquí nadie te invitará —afirmó Edward sin rencor, pero dejando clara su postura.

—¿De veras? —Henry parecía divertido e incrédulo. Al ver que su amigo se limitaba a sonreír, se encogió de hombros—. Vamos —les animó extendiendo el brazo—. Hace fresco y tu novia está temblando... de frío, por supuesto.

—Por supuesto —acordó Edward apretándola contra su cuerpo.

Isabella apenas podía respirar. Detectaba una firme amistad entre ambos hombres pero también una extraña rivalidad. ¡No estarían discutiendo por ella! Estuvo a punto de gemir mientras las sienes le latían con aguda intensidad, sintiendo la imperiosa necesidad de meterse en la cama y taparse la cabeza con las sábanas.

Subieron por los escalones de madera que conducían a la entrada del castillo y llegaron al salón de la segunda planta. Oficialmente pertenecía al guardián de la torre y estaba lleno a rebosar de damas engalanadas con sus mejores vestidos y joyas, y de nobles con coloridas túnicas. También había caballeros que parecía que hubieran estado cabalgando durante días, a juzgar por el polvo y la suciedad que llevaban encima. Había tanta gente entre aquellas cuatro paredes que el calor era insoportable, a pesar de la llegada del otoño. ¡Y el ruido! Isabella habría tenido que gritar si hubiera sentido deseos de decirle algo a Edward, lo que no sucedió. Mientras tanto, él tuvo que abrirse camino bruscamente a través de la multitud, guiándola por el salón hacia las siguientes escaleras. Para sorpresa de la joven, Henry los dejó allí tras dedicarle otra mirada irónica unida a una reverencia cortés.

Aquel lugar estaba más tranquilo. Aliviada por tener un momento de respiro, Isabella se masajeó las sienes, que seguían martilleándole.

—¿Dónde vamos? —preguntó sintiendo que el ritmo del corazón se le calmaba.

—A saludar al rey, por supuesto.

El corazón volvió a latirle con fuerza y se sintió invadida por una oleada de pánico. En el rellano inferior encontraron un grupo de damas que bajaban envueltas en ricas sedas y brocados brillantes, muy perfumadas y pintadas con polvos. Edward se apartó educadamente sin soltar el codo de su prometida. Las damas pasaron a su lado observándolos con ojos ávidos. Una de ellas se detuvo y los miró de frente, provocando que a Isabella se le hiciera todavía más fuerte el nudo del estómago causado por la aprensión. La mujer la ignoró. Sólo tenía ojos para Edward.

—Milord —dijo con voz ronca y baja, inclinándose en una profunda reverencia.

—No es necesario que te inclines ante mí, milady —le indicó Edward.

Ella se incorporó sin molestarse en apercibirse de la presencia de Isabella. Era impresionantemente bella, alta y voluptuosa. Tenía el cabello más dorado que el sol y los ojos azules y cautivadores.

—Me gustaría darte la enhorabuena, milord —musitó la desconocida con voz tentadora.

—Eso es muy generoso por tu parte.

Ella dejó caer sus negras y largas pestañas, y lo miró de una forma que escandalizó a Isabella.

—Confío en que podamos seguir siendo amigos. —Su tono resultaba ahora todavía más prometedor, y a la escocesa no le cupo ninguna duda de que su prometido conocía íntimamente a aquella mujer.

La boca de Edward se curvó en lo que parecía ser una sonrisa.

—Como desees, milady. —Se inclinó con brusquedad y luego tiró de su prometida, dejando a la otra mujer sola en el rellano. Isabella odió a aquella belleza rubia. Su corazón latió con fuerza y se quedó sin respiración. ¡Había entendido perfectamente el juego de palabras! La amante de Edward pretendía continuar con su relación después de su matrimonio.

—Estás temblando otra vez —comentó él mirándola.

—Me prometiste...

No fue capaz de seguir hablando. Isabella sabía que no debería importarle. Pero le importaba. Que Dios la ayudara, le importaba.

La oscura e intensa mirada de Edward se clavó en la suya.

—¿Fidelidad? Así es, milady. Y puedes estar tranquila al respecto.

Algo de su rabia y de aquellos inexplicables celos se calmó. Tal vez fuera un normando traidor, pero la joven lo consideraba un hombre de palabra. Lo que hubiera habido entre él y la otra mujer ya había terminado.

—Tienes que confiar en mí, Isabella —murmuró.

Aquellas amables palabras, destinadas a tranquilizarla, acrecentaron el abrumador deseo que sentía de llorar.

Habían llegado a otro salón. Éste tenía los techos más altos y era mucho más grande que el del piso inferior. Sin duda formaba parte de los aposentos reales. Allí sólo esperaban unos doce hombres y el mismo número de mujeres, conversando de un modo mucho menos animado que abajo. Isabella trató de convencerse a sí misma de que no había motivo para tener miedo.

—Los aposentos del rey están por allí. —Edward señaló con un gesto una habitación en la que dos centinelas hacían guardia ante unas puertas de roble cerradas.

La joven se odió a sí misma por su cobardía y siguió a su prometido, contenta de que le estuviera agarrando el brazo. Él cruzó unas palabras con los centinelas y uno de ellos desapareció en el interior. Regresó un instante más tarde y se echó a un lado para que pudieran entrar, escoltados por dos ujieres.

El rey estaba en el centro de la habitación mientras un clérigo leía con voz monótona de un pergamino lo que a Isabella le pareció un informe de cuentas. Claramente, el rey no estaba escuchando, sino que miraba en su dirección con expresión expectante. Durante un instante, la joven no vio a nadie más en la habitación, tal era el colorido de William Rufus.

Su larga camisa era de color plata brillante, y su túnica, del púrpura más radiante que Isabella hubiera visto nunca. Ambas prendas estaban ricamente bordadas con hilos de oro y plata. El fajín dorado, que media varios palmos y cegaba con su luz, estaba incrustado de rubíes y zafiros, e iba a juego con los zapatos, cuyas puntas estaban adornadas con gemas. También llevaba varias cadenas pesadas, muchos anillos de tamaño considerable y, por supuesto, la corona de Inglaterra.

Tres cortesanos escuchaban al clérigo sentados detrás del rey, pero su atención se concentró de pronto en la pareja recién llegada. El clérigo se dio cuenta por fin de que nadie le estaba prestando ninguna atención y fue disminuyendo el tono de voz, mientras Edward guiaba a Isabella a través de una habitación en silencio.

William Rufus sonrió. Para sorpresa de la joven, no la miró, sino que clavó los ojos en Edward. Isabella no lo entendía. Alzó los ojos hacia su prometido y se dio cuenta de que sus rasgos permanecían inmóviles e ilegibles, como si estuvieran esculpidos en piedra. Cuando se giró de nuevo hacia el rey, vio que por fin contaba con su atención y que la estaba observando de forma fría e intensa. En cierto modo, parecía disgustado. La joven sabía que no debía devolverle la mirada, pero no pudo evitarlo dado que era un hombre al que le habían enseñado a odiar desde que nació.

Había oído que prefería los niños a las mujeres y que gastaba cantidades ingentes de plata en su guardarropa. Sin embargo, su apariencia la sorprendió. Exudaba el suficiente poder como para no llegar a resultar cómico. Era demasiado alto y obeso, y tenía el pelo y la piel demasiado rojos. En algún momento debió resultar atractivo, pero hacía tiempo que había dejado de serlo. Tenía los ojos un tanto pequeños aunque no había duda de su perspicacia. Y cuando por fin sonrió con verdadero afecto, se dio cuenta de que le faltaba un diente y que su sonrisa sólo iba dirigida a su prometido.

—Bienvenido, Edward. Verte es una sorpresa. Sólo esperábamos a tu prometida.

—¿De veras? —preguntó el aludido con suavidad.

Isabella se dio cuenta en el instante en el que habló, de que su prometido odiaba a aquel hombre. Tenía los ojos llenos de sombras, la boca apretada y en su tono de voz se adivinaba una sutil burla.

—¿Creíais que os enviaría a mi prometida sola?

El rey se encogió de hombros.

—Nos alegra verte después de tanto tiempo. Hace tiempo que no venías a visitarnos y tenemos muchas cosas de que hablar. —Rufus estiró la mano—. Esta noche cenarás con nosotros.

Edward hincó una rodilla, tomó la mano que el rey le ofrecía e inclinó la cabeza para besarla. Sin embargo, sus labios se quedaron a un centímetro de la piel del monarca, y su postura, en cierto modo desdeñosa, hablaba de lo que realmente sentía por su soberano.

Finalmente Rufus se giró hacia Isabella, que se acercó hasta colocarse al lado de su prometido, hizo una profunda reverencia y se quedó en esa posición hasta que el monarca le dijo que se levantara.

—Así que tú eres la hija de Charlie —musitó—. ¿Por qué ha esperado tanto para casarte?

El comentario la irritó, pero se dijo que no debía importarle su condescendencia. Cuando alzó los ojos, fue consciente de que había captado la atención de todos los hombres de la sala. No podía desafiar al rey de Inglaterra. Deseaba responderle pero se contuvo.

La mirada de Rufus se había trasladado hacía rato al lugar que ocupaba Edward, que permanecía inmóvil al lado de su prometida.

—¿Te complace, Edward?

La joven abrió la boca sorprendida. ¿Qué clase de pregunta era aquélla?

El rey continuó hablando con tranquilidad, como si ella no estuviera presente.

—No se parecer en nada a Tanya. Es tan pálida y tan menuda... Podría pasar por un chico si no fuera por su pelo.

Isabella estaba enfurecida. No daba crédito a que la estuviera insultando de aquella manera. Se giró hacia su prometido, esperando una defensa. Pero él se encogió de hombros al tiempo que sus labios formaban una línea recta.

—Ya sabéis que no me gustan los niños —replicó Edward.

—No... Tus mujeres siempre han sido gordas y maduras. —Rufus sonrió a medias.

Con un tono tan pausado como el del rey, Edward le dio la razón.

—Entonces, ¿ella no te complace? —A Rufus le brillaban los ojos.

—Es la hija de Charlie. Eso me complace, señor.

Isabella se sentía enferma. Aquél era el golpe final. Apretó los puños hasta hacerse daño con las uñas en las palmas y se dijo a sí misma que no vomitaría allí la comida, delante de todo el mundo.

En el corto silencio que siguió, Edward le apretó el brazo tratando de calmarla, porque estaba temblando otra vez. Furiosa, la joven trató de soltarse, pero él la agarraba con tanta fuerza que sus esfuerzos resultaron inútiles. Para su horror, comenzaron a arderle los párpados. Rufus cambió de tema y le preguntó a Edward si todo iba bien por Masen. Isabella no escuchaba; estaba demasiado desolada en aquel momento para entender sus palabras. Lo único que deseaba era salir cuanto antes de los aposentos reales, apartarse de aquel rey horrible, de su prometido, de las certezas que aplastaban su corazón. Pero de pronto, Rufus se dirigió a ella.

—¿Cómo está tu padre?

Isabella había intentado con todas sus fuerzas no pensar en Charlie, así que no pudo responder ni siquiera cuando Edward le dio un pequeño apretón. Parpadeó mirando al rey, decidida a no llorar. Allí no, en aquel momento no, por favor.

—Tu padre, princesa —le repitió Rufus como si estuviera hablando con una idiota—. ¿Cómo está tu padre? ¿Hablas francés?

La joven intentó hablar. Pero si abría la boca, sollozaría o gritaría.

Rufus se giró hacia Edward.

—¿Es retrasada? ¿No está bien de la cabeza? No permitiré que te cases con alguien que no te dé hijos sanos.

—Está perfectamente sana, señor, sólo se encuentra cansada y, me temo, disgustada.

Isabella no se atrevió a levantar la vista del suelo. En contra de su voluntad, unas cuantas lágrimas consiguieron abrirse camino y le resbalaron por las mejillas.

—Confiaré pues en tu buen juicio, ya que siempre es acertado. Líbrate de ella. Mándala a los aposentos que compartirá con el resto de las damas que se hospedan aquí. Tenemos que hablar; hay muchos temas que tratar después de tantos años.

Edward se inclinó sin soltar el brazo de su prometida.

—Señor.

Salieron de la estancia sin que Isabella fuera consciente de que estaba avanzando. Se movía como la retrasada que la habían acusado de ser. Una vez fuera de los aposentos reales, abrió la boca para tomar aire.

Edward habló en voz baja con un soldado. Entretanto, Isabella empezó a sentir que se le aclaraba la visión. No protestó cuando Edward volvió a agarrarle la mano y lo ignoró cuando la miró, observándola mientras seguían al soldado escaleras arriba.

—¿Isabella?

Ella apretó la mandíbula y no habló. Edward también guardó silencio. El guardia les informó de cuál era la habitación de la joven y les abrió la puerta. Isabella se zafó de Edward, que la dejó soltarse, y entró.

Él la siguió, como ella sabía que haría, y el guardia se marchó. Por fin estaban a solas.

—Isabella —comenzó a decir él.

Sin poder aguantar más, ella empezó a gritar. Gritó y siguió gritando con rabia y dolor. Sin pensarlo, alzó el brazo y lo abofeteó con todas sus fuerzas. El sonido de su mano al chocar contra la mejilla masculina hizo eco en la habitación.

—¡Márchate! —Le ordenó Isabella—. ¡Márchate de aquí ahora mismo!

Capítulo 11: No puedo, lo siento pero no puedo Capítulo 13: ¿hermano?

 
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