La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 1: Prólogo

Winchester, 1076

Aquella noche también le estaba resultando difícil conciliar el sueño. Tumbado sobre el camastro y con la mejilla apoyada en la paja, escuchaba los ronquidos de los soldados que tenía alrededor y las risas y conversaciones de los borrachos de la sala de abajo.

Sólo llevaba tres semanas en la corte, y no había bastado ese tiempo para que olvidara su hogar y dejara de anhelar los amplios páramos de Masen y la alegre calidez del gran salón de Aelfgar.

El pequeño se estremeció; estaban a finales de invierno y hacía frío. Intentando buscar algo de calor, se acurrucó todavía más entre la paja y la fina manta de lana que le habían dado. No quería pensar en Aelfgar, porque entonces pensaría también en sus padres y en sus hermanos. Los echaba terriblemente en falta. Si al menos pudiera olvidar la última vez que vio a su madre... Lady Esme se despedía de él con la mano al verlo alejarse entre los caballeros del rey, mientras una sonrisa, valiente pero forzada, asomaba a sus labios y lagrimas silenciosas caían por sus mejillas.

Edward tragó saliva. Ahora, al igual que entonces, aquella imagen amenazaba con hundirlo.

—Los hombres no lloran —le había dicho su padre con seriedad, llevándoselo a un aparte el día que salió hacia Winchester—. Es un gran honor ser el protegido del rey, Edward, un gran honor. Sé que cumplirás con tu deber como hacen los hombres de verdad y que harás que me sienta orgulloso de ti.

—Os lo prometo, milord —dijo Edward con voz firme.

Su padre sonrió y lo agarró del hombro, aunque aquella sonrisa no alcanzó sus brillantes ojos Marrones, que estaban inexplicablemente tristes.

Pero el pequeño no había contado con la soledad. No había comprendido lo que significaba separarse de todo lo que había conocido y de su familia. Nunca imaginó que llegaría a echar tanto de menos su hogar.

Sin embargo, aún no había llorado. Y no lo haría. Los hombres no lloraban. Algún día regresaría para reclamar su patrimonio convertido en un adulto, en un caballero que se habría ganado sus espuelas con honor, y sus padres estarían orgullosos de él.

—Levanta, mocoso.

Edward se puso tenso. Demetri, otro de los protegidos del rey, estaba inclinado sobre él. Tenía unos pocos años más que él y sus circunstancias eran bastante más penosas. Porque Demetri no sólo estaba bajo el cuidado del rey, sino que además era su rehén. Era hijo del primer matrimonio de Charlie Swan, rey de Escocia. Y, en teoría, su padre abandonaría la guerra de guerrillas que mantenía contra Inglaterra ahora que el rey William tenía en sus garras a su hijo mayor. Edward sentía lástima por el escocés, pero el muchacho era tan desagradable que no podía caerle bien. Receloso, se incorporó apartándose las pajas de la mejilla.

—El príncipe quiere verte —dijo Demetri—. ¿Has estado llorando? —se mofó con desprecio.

Edward se puso rígido.

—Soy demasiado mayor para llorar —aseguró aunque sólo tenía seis años—. ¿Qué quiere el príncipe? —preguntó con curiosidad.

—No lo sé —respondió el escocés. Pero su sonrisa de suficiencia y su tono de voz contradecían sus palabras.

Edward sintió una cierta incomodidad, aunque no había razón para ello. No le importaba que el príncipe requiriera su presencia. William se había convertido en su amigo casi desde el instante en que llegó; era el único amigo que tenía entre todos los muchachos que vivían en el castillo. Como era el más pequeño y había sido el último en llegar, los demás lo ignoraban o se burlaban de él.

Había aprendido con rapidez cuándo luchar y cuándo retirarse, pero ahora estaba desconcertado. William nunca lo había mandado llamar de noche. Edward apretó el paso para seguir el ritmo de Demetri cuando abandonaron el salón y salieron al exterior. Se preguntó dónde irían pero no hizo preguntas. Antes de marcharse de su hogar, su padre le había advertido que vigilara atentamente, escuchara y no diera a conocer lo que pensaba ni lo que sentía. También le había aconsejado que no confiara en nadie más que en sí mismo. Y de hecho, aquellas últimas semanas habían subrayado la importancia del consejo paterno.

Al llegar a la entrada del establo, Edward se quedó paralizado. William no estaba solo, sino rodeado de un grupo de sus amigos; otros chicos de edades parecidas a la del príncipe, que tenía dieciséis años. Todos estaban borrachos. Uno de ellos estaba canturreando una tonadilla obscena, y otros dos, mantenían inmóvil a una sirvienta con sus brazos. La joven tenía la túnica desgarrada y abierta, revelando unos pechos exuberantes. Edward se la quedó mirando durante un instante. Luego se sonrojó y apartó la vista cuando uno de los chicos comenzó a tocarla.

William estaba sonrojado por el alcohol y los ojos le brillaban de modo peligroso mientras hacía un gesto con el dedo para llamarlo sin quitarle la vista de encima.

—Ven aquí, pequeño Edward —susurró.

El aludido no se movió. El príncipe no sólo tenía los ojos vidriosos, sino que rodeaba con sus brazos a un niño en actitud muy íntima. Edward no reconoció al infortunado, que iba vestido con los ropajes propios de un aldeano. Estaba claro que no era el hijo de ningún señor al que hubieran enviado a educarse con el rey. Sin poder evitarlo, sintió una oleada de simpatía hacia el pequeño cuando sus miradas se cruzaron.

Su padre le había advertido que en la corte había hombres a los que les gustaban los niños pequeños, y que debía tener cuidado y mostrarse receloso. Edward no había terminado de entenderlo del todo. Había visto el deseo reflejado en casi todas sus formas aunque no lo hubiera comprendido. Sin embargo, en aquel instante, tuvo un sobrecogedor destello de conocimiento.

¡Pero sin duda debía estar equivocado! Aquél era William, el hijo del rey.

De pronto, el príncipe se acercó a él. Parecía haberse olvidado del otro niño.

—Buenas noches, Edward —le saludó sonriendo. Cuando sonreía era bastante atractivo a pesar de su cabello rebelde y pelirrojo—. Comparte conmigo este vino. Es excepcionalmente bueno. De Borgoña —le explicó rodeando con un brazo sus pequeños hombros y estrechándolo contra sí.

El príncipe es mi amigo,se dijo Edward cuando el corazón comenzó a latirle con fuerza. Había sido amable con él desde su llegada a Winchester, pero no le gustaba la forma en que lo estaba mirando, ni tampoco las miradas divertidas y expectantes de sus amigos y el gesto de alivio del pequeño aldeano. Edward tenía la impresión de ser el blanco de una broma cruel y peligrosa. Sintiéndose atrapado, se apartó de los brazos que intentaban retenerlo.

—No, milord. Gracias.

William le acarició la espalda.

—¿Por qué estás tan formal esta noche? Vamos, siéntate conmigo y cuéntame por qué de pronto pareces tener miedo de mí.

Edward no quería entender lo que estaba sucediendo. Pero lo entendía. Comprendía demasiado bien que las intenciones del príncipe iban más allá de la amistad.

Permaneció allí de pie, desconcertado, sin querer pensar lo peor, sin querer renunciar a su único amigo y consciente sin embargo de que estaba en peligro, consciente de que debía reaccionar, huir. Entonces, resonó una voz joven y desconocida para él.

—¡Déjalo en paz, William! ¡Déjalo!

Edward observó cómo un muchacho al que nunca había visto se abría paso entre los demás. No parecía mucho mayor que él, pero su voz resonaba con autoridad y astucia. Aunque tenía las facciones menos marcadas y el cabello menos brillante, su parecido con William resultaba inequívoco. Debía tratarse de Henry, el hijo pequeño del rey.

—¿Quién te ha pedido que intervengas? —preguntó William con frialdad.

La sonrisa de Henry resultó igual de fría.

—¿Acaso eres idiota? ¿Pretendes abusar del futuro heredero de Masen? ¿Del hombre que en el futuro podría convertirse en tu mayor aliado?

El corazón de Edward latía de miedo y de rabia. El interés que mostraba el príncipe por él aquella noche no tenía nada que ver con la amistad. Nunca había tenido nada que ver con la amistad. La traición y la decepción le abrumaron.

—Te arrepentirás de esto —gritó William antes de arremeter contra su hermano, tal vez con la intención de estrangularlo. Tenía el rostro rojo de rabia.

Henry bajó la cabeza y, como si fueran uno solo, Edward y él echaron a correr. Salieron del establo a toda prisa y entraron en la muralla.

—¡Por aquí! —gritó su protector, y Edward siguió al joven príncipe hacia la torre principal del castillo. Un instante más tarde estaban a salvo en el inmenso salón, entre los soldados dormidos.

Ambos cayeron sobre el camastro del niño, jadeando y sin aliento. Para su horror, Edward sintió la apremiante necesidad de volver a casa y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Las mismas lágrimas que luchaba por contener desde que llegó a los dominios del rey. Pero prefería morir antes de que Henry lo viera, así que giró la cara y recuperó el control. Cuando finalmente pudo hablar, dijo:

—Gracias.

—Olvídalo —respondió el príncipe con naturalidad, haciendo crujir la paja al incorporarse—. ¿No te había dicho nadie que tuvieras cuidado con mi hermano? Le gustan demasiado los niños.

—No. —Edward se miró las manos—. Creí que era mi amigo.

Resultaba doloroso. Después de todo, allí en la corte no tenía amigos. Estaba lejos de casa y solo.

—¿Por qué me has ayudado? —preguntó a su inesperado protector, mirándolo de reojo.

Henry sonrió.

—Porque no me cae bien mi hermano. Y también porque algún día serás el conde de Masen y seremos aliados.

Por primera vez en su vida, Edward tuvo un atisbo del poder que algún día sería suyo.

—¿Y si no fuese el heredero de Masen?

El hijo pequeño del rey lo miró sin sonreír, y finalmente dijo:

—Sería un estúpido si me hubiera enfrentado a mi hermano por nada.

El pequeño no pudo evitar sentirse desilusionado. William William no había sido su amigo, ni tampoco lo era Henry. Había acudido en su ayuda por razones políticas, no por amistad.

—Eres un bebé. No sobrevivirás el tiempo suficiente para convertirte en conde de Masen si no creces —afirmó el príncipe, abrazándose las rodillas.

Edward se molestó.

—Tú no eres mucho mayor que yo.

—Tengo siete años. Y me he criado tanto en esta corte como en la de Normandía. Sé de lo que hablo —aseguró con aquella sonrisa suya de ganador—. Es mucho mejor tener un aliado que un amigo.

Edward se calmó y pensó en todo aquello. Henry tenía razón. Aquella noche lo había comprobado.

—Entonces, seremos aliados —decidió con un tono tan firme, que el príncipe lo miró de otra manera—. Y me mantendré alejado de tu hermano.

Furioso, apretó los labios. ¡Cómo se atrevía el príncipe a pensar en abusar de él, cuando algún día sería el conde de Masen!

Y también, algún día, el príncipe sería su rey.

—Normalmente William se comporta mejor —comentó Henry—. Pero en tu caso, como no eres más que un rehén, dio por hecho que a nadie le importaría lo que hiciera contigo.

Edward tardó unos instantes en asimilar las palabras.

—Yo no soy un rehén.

—¡Oh, vamos! ¿Quieres decir que no lo sabes? ¿Nadie te lo ha dicho? ¿Tu padre no te lo contó?

—Estás equivocado. No soy un rehén. Estoy a cargo del rey.

—Eres un rehén, Edward. Tú y Demetri, no sois más que un freno para contener el poder de vuestros respectivos padres.

—Pero... ¡Mi padre y el rey son amigos!

—Lo fueron antaño, pero sé muy bien de lo que hablo. He escuchado a mi padre bramar muchas veces contra el tuyo, el conde Carlisle de Cullen. Tiene miedo porque le ha dado mucho poder, y el que no le dio, lord Carlisle se lo tomó. Tú eres la garantía de que tu padre seguirá apoyando al rey frente a sus enemigos —aseveró Henry con rostro serio antes de guardar silencio.

—No... No me lo contó —murmuró Edward cerrando los ojos y sintiéndose más solo que nunca. No podía moverse, no podía respirar. ¡Su padre no le había dicho la verdad! No estaba al cuidado del rey, sino que era un rehén. ¡Y desde luego aquello no era ningún honor! Abrió los ojos y apretó los puños. Se sentía poseído por la rabia. ¡Cómo odiaba al rey por haberlo obligado a abandonar su hogar, por obligar a su padre a renunciar a él! Y lo peor era que su padre, al que tanto amaba, también le había mentido Se sentía desgarrado por la angustia. Ahora entendía las lágrimas de su madre. Ahora lo entendía todo.

—Lo siento, pero es mejor que lo sepas —dijo Henry con sinceridad, encogiéndose de hombros—. ¿Qué vas a hacer?

Edward lo miró con recelo, pero al instante intentó calmar su ira y fingió una sonrisa.

—Nada ha cambiado —le aseguró con el tono de un hombre, no con el de un niño de seis años—. Cumpliré con mi deber.

Pero en aquel instante todo cambió para siempre.

 

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Bueno k os a parecido?  Kiero saber si os gusta dejen sus votos y comentarios. besos

Capítulo 2: El encuentro

 
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