La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 25: El castigo

La abadía de Dunfermline estaba situada sobre un montículo justo al otro lado del estuario de Forth, en Edimburgo. Estaba rodeada de gruesos muros de piedra de media altura que, a pesar de que sirvieran de barrera para vagabundos y forajidos, no podían impedir el paso de un ejército invasor. Y eso era exactamente a lo que se enfrentaba ahora la abadía, pensó el abad aterrorizado.

Un centenar de soldados a caballo, con las armaduras casi ocultas bajo las gruesas capas que todos y cada uno llevaban para protegerse del intenso frío, formaban una línea en la ladera de la colina cubierta de nieve. El sol se reflejaba sobre cien escudos y cien cascos, y cien caballos fuertes pisaban el suelo nevado, convirtiéndolo en barro oscuro. Una bandera negra, blanca y dorada ondeaba en las filas delanteras. En el centro tenía una rosa de tallo corto, la rosa roja de Masen. Si aquello no fuera suficiente para que al abad le temblaran las rodillas, en aquel momento tenía enfrente al líder de aquellos normandos que lo miraba desde la gran altura de su magnífico caballo de guerra. El abad supuso que hubiera resultado igual de imponente de estar de pie.

No llevaba puesto el casco, así que pudo verle el rostro claramente, y sus marcados rasgos, aterradores en su frialdad, lo asustaron incluso más que aquel gran despliegue de poder delante de la obvia falta de defensas de la abadía.

El abad de Dunfermline había decidido recibir a su visitante con valor, abriendo la estrecha puerta lateral que había en el muro y saliendo al exterior. Aquella entrada podía permitir el paso a un hombre a pie, pero no a uno con cota de malla y fuertemente armado, y mucho menos a una tropa de caballeros. Para ello necesitarían que abriera las dos puertas delanteras, algo que había decidido no hacer. Aunque era muy consciente de que si el hombre que tenía delante decidía entrar en la abadía en contra de su voluntad, no habría nada que pudiera impedírselo.

—¿Qué deseáis, milord?

—Estáis dando refugio a la princesa Isabella. Soltadla de inmediato.

El abad no tenía miedo por sí mismo ni por la abadía, o por los monjes y las monjas, sino por la joven que había acudido a él en busca de abrigo para ella y sus hermanos en una noche de invierno. Podía imaginar con facilidad lo que el hombre que tenía delante podría hacerle a aquella princesa tan hermosa y angustiada, y no tenía ninguna intención de entregársela. En silencio susurró una plegaria a Dios; sin duda necesitaba de su ayuda en aquel momento.

—Señor, sabéis que ésta es la casa de Dios. Ella ha buscado refugio aquí. No puedo permitir que violéis el sagrado asilo que protege este lugar.

—Señor abad, preferiría no violar la casa de Dios. Pero si tengo que hacerlo, lo haré. —Su fría y salvaje mirada hizo que el abad se estremeciera. Sabía que aquel hombre hablaba en serio.

—No puedo permitiros la entrada, señor.

—¿Estáis al corriente de que la mujer que busco es mi esposa?

El abad tragó saliva. Por supuesto que estaba al tanto de aquel hecho.

—Aun así, debo negarme. Es una cuestión de mi deber hacia Dios.

—Voy a entrar por la fuerza. —La determinación marcaba los rasgos del normando.

El abad alzó la barbilla, apretó los labios y no se movió.

Edward se giró y alzó una mano. Dos caballeros se posicionaron al instante al frente de las tropas.

—Echad abajo las puertas —les ordenó.

Riley iba montado al lado de Edward. Su tez mostraba una palidez extrema pero no protestó. Los dos caballeros avanzaron con las grandes lanzas en ristre y cargaron contra las puertas. La madera crujió y gimió, pero los cierres de hierro no cedieron. Una nueva carga tuvo éxito y las dos puertas se abrieron con un bramido.

El abad miró al señor de Cullen. Tenía el rostro demacrado y macilento, como si no hubiera dormido durante días. Sin embargo los ojos le brillaban con una intensa emoción... Una emoción furiosa y llena de odio. Parecía una bestia más que un hombre.

Entonces, el normando volvió a hacer un gesto breve con la mano y espoleó a su caballo para que avanzara. Una docena de hombres lo siguió hacia el claustro.

Una vez dentro, Edward desmontó y deslizó la mirada por la iglesia de la abadía, situada al fondo del recinto. Dentro de ella, el sagrario se encontraba situado en dirección al oeste, mirando hacia Jerusalén. El normando no se molestó en mirar ni un instante el resto de las edificaciones, formadas por el claustro rectangular donde trabajaban los monjes entre los pilares y paseaban para hacer ejercicio, la capilla, el refectorio y la zona destinada a los dormitorios.

—No permitas que salga nadie —le indicó a Riley, dirigiéndole una única mirada.

Edward cruzó a grandes zancadas el patio helado y se dirigió directamente a la iglesia. La abrió de un golpe y, una vez dentro, se detuvo un instante para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.

Edgar estaba en el centro de la nave con la mano en la espada. Detrás de él, en pose similar, se hallaban sus hermanos pequeños, Alexander y Davie. Tyler surgió de entre las sombras de los bancos, claramente desarmado y con hábito, y se colocó al lado de Edgar, también frente a Edward. No había ni rastro de Isabella.

—Irás al infierno, milord —aseguró Tyler en voz baja—. No vale la pena.

—¿Dónde está? —preguntó Edward con frialdad.

—Se ha ido —le espetó Edgar—. Nunca volverá a tu lado. Nunca.

El normando respiró hondo. Sentía una rabia inmensa.

—¿Dónde ha ido, Edgar? Respóndeme. No me obligues a sonsacártelo.

Él también se había llevado la mano a la espada y cada palabra que pronunciaba era como una losa. El control que ejercía sobre sí mismo era tan precario que si no conseguía lo que buscaba lo perdería y cortaría al hermano de Isabella en pedazos con tal de lograr la información que deseaba y llegar hasta su esposa.

Tyler dio un paso adelante.

—¡No permitiré que mancilles esta iglesia con sangre y guerra! Ella no se ha marchado. —Le dirigió a Edgar una mirada sombría—. Está en la zona destinada a los dormitorios. Se ha negado a buscar refugio en este lugar sagrado, milord. Piensa en ello.

La sonrisa de Edward resultó aterradora. No le importaba la razón por la que no había querido refugiarse con sus hermanos en la iglesia. Salió de allí dando grandes zancadas, cruzó el claustro y se dirigió al lugar indicado por Tyler. Cuando abrió la puerta se encontró con una sala larga y estrecha. Había pequeñas habitaciones en fila, cada una con un camastro. Edward recorrió la sala mirando en cada habitación. Todas estaban vacías. Cuando ya había inspeccionado al menos dos docenas de aquellos cubículos, la encontró.

Estaba en la última habitación, contra la pared, mirando hacia el umbral, esperándolo.

Edward apenas podía respirar, la furia lo ahogaba. Durante un largo instante no se movió. Con sus ojos le ordenó que guardara silencio, porque si le ofrecía una sola palabra de explicación, una maldita mentira más, sabía que perdería el control y la mataría.

Pero era esperar demasiado. Isabella temblaba y estaba pálida como la nieve que cubría los olmos desnudos. Sin embargo, habló.

—Milord —dijo con voz ronca—. Por favor, por favor, escucha...

Como había imaginado, Edward perdió el control. Alzó la mano y le golpeó la cara con la palma abierta. Isabella ahogó un grito cuando dio con fuerza contra la pared y luego cayó al suelo.

Edward se giró hacia ella, jadeando, temblando, odiándose a sí mismo... Pero no tanto como la odiaba a ella.

—No —dijo finalmente, cuando consiguió hablar—. No me cuentes ni una sola mentira más. No hay nada que puedas decir que me interese escuchar.

Isabella se incorporó ayudándose con las manos y se sentó en el frío suelo de piedra. La habitación le daba vueltas, y con ella la poderosa e inmensa figura de Edward. El dolor se apoderó de ella a oleadas. Pero se las arregló para preguntarse si le habría roto la mandíbula y si habría terminado todo definitivamente entre ellos.

—Te lo advertí. No... No te atrevas a hablar. Si te digo que no quiero oírte, es que no quiero. Te voy a enviar a Tetly.

Isabella parpadeó. El dolor que sentía se estaba transformado, adquiriendo una naturaleza diferente. La iba a mandar al exilio. Al menos no la mataría; no sabía muy bien qué esperar cuando por fin se encontraran. Había precisado de una buena dosis de valor para quedarse en su habitación esperándolo, en lugar de esconderse en la iglesia. Edward no iba a matarla, pero no se sentía aliviada. El exilio era un destino que temía tanto como a la muerte. Porque, ¿acaso no era la muerte de su matrimonio?

Y él no iba a permitirle hablar en su defensa. Isabella quería hablar, necesitaba hablar... Pero ahora su esposo le producía terror, tenía miedo de que estuviera tan fuera de control que volviera a golpearla y la matara junto con la vida que llevaba en su vientre. O tal vez albergara aquella siniestra y mortífera intención dentro de su pecho y sólo necesitara el leve aliento que le proporcionaran las palabras desesperadas de Isabella.

Ella comenzó a llorar otra vez, como hacía con tanta frecuencia durante aquellos días mientras revivía en su mente la imagen de Charlie diciéndole que ya no era su hija, de Michael llevándosela de allí, abrazándola, consolándola, de su madre arrodillada en la capilla de Edimburgo mientras rezaba.

Y todos estaban muertos. Era demasiado. No podía soportarlo.

Su esposo, el padre de su hijo aún no nacido, el hombre al que ella había odiado brevemente y debería seguir odiando aunque no pudiera, la odiaba. La odiaba lo suficiente como para enviarla lejos, sin duda para siempre. Y si no era cuidadosa, su odio podría llevarlo a matarlos sin pensar a ella y a su hijo.

—Tus lágrimas no me conmueven —dijo Edward con frialdad—. No volverás a conmoverme de nuevo.

Isabella quería contarle lo del niño. Tal vez si le hablaba de la vida que florecía en su interior se calmara, incluso puede que volviera a amarla. Estaba desesperada. Haría cualquier cosa para que volviera a amarla.

Pero entonces él dijo:

—Cuando me hayas proporcionado un heredero, te exiliaré a Francia.

Conmocionada, la joven se quedó inmóvil. Sabía que aquel hecho resultaría irrevocable. Una vez encerrada en un convento francés, no podría volver a acercarse a él, nunca conseguiría hacerle cambiar de opinión... Porque no volvería a verlo de nuevo. Durante un instante se sintió tan enferma que pensó que iba a vomitar.

Edward se acercó a la puerta, pero antes de irse, se giró de medio lado hacia ella.

—Estoy demasiado furioso para pensar siquiera en acostarme contigo en algún momento de un futuro próximo. Pero eres joven y mi ira acabará cediendo. Cuando la necesidad me visite, yo iré a visitarte a ti. Tarde o temprano tendré un hijo —le aseguró mirándola con ojos llenos de odio.

Isabella gimió. Cuando le diera un heredero, Edward la enviaría lejos y todo habría terminado definitivamente entre ellos.

Las siguientes palabras de su esposo confirmaron sus sospechas:

—Y cuando tenga a mi hijo, ya no habrá más necesidad.

Al ver cómo se daba la vuelta y se marchaba, Isabella se desplomó en el suelo en medio de sollozos. Pero ya no era consciente de su rostro marcado, sólo del dolor que sentía en el pecho, de la angustia. Le habían destrozado el corazón. Se lo habían roto en mil pedazos, dejando en su lugar una pena desgarradora.

Riley fue en busca de su cuñada y ella observó cómo palidecía al verle la cara. Tenía un lado de la mandíbula hinchado; pronto se le pondría púrpura.

—¿Estás bien? —le preguntó acercándose a tomarla del brazo y relajando un poco su actitud severa.

La joven lo miró y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.

—Nunca volveré a estar bien.

—Él nunca olvidara esto, Isabella, pero con el tiempo se ablandara un poco; con el tiempo creo que perdonará —aseveró muy serio.

Ella cerró los ojos un breve instante.

—Cómo me gustaría creerte. —Los abrió—. Yo no huí de él, milord. No lo hice. Yo sólo quería parar la guerra. Creí que mi padre escucharía mis súplicas. —Las lágrimas cayeron—. Amo a Edward. —Haciendo un gran esfuerzo, consiguió controlar su emoción—. Lo amo desde que lo vi por primera vez en Abernathy.

Riley se sentía incómodo y a la vez desconcertado.

—Tal vez debieras decirle eso a él, Isabella.

—¿Cómo podría hacerlo? Se niega a creerme. Su furia me aterra. Y no sólo me da miedo hablarle, también me da miedo acercarme a él.

—Debes dejar que pase algo de tiempo. La próxima vez que veas a Edward seguramente serás capaz de conversar con él sin miedo a su brutalidad. No es propia de él.

—Quizá lleves razón —dijo Isabella con debilidad mientras sentía cómo crecía en su interior otra ola de angustia que amenazaba con ahogarla.

¿Podría sobrevivir a los siguientes minutos, o más difícil todavía, a los próximos días?

Si quería que Edward volviera a ella, tendría que hacerlo. No podía imaginar cuándo volvería a verlo. Tendría que hacer mucho más que sobrevivir los próximos días. Tendría que enfrentarse a muchos meses antes de tener la oportunidad de volver a tenerlo delante, defenderse y recuperarlo.

Pero si transcurría más de un mes o dos desde aquel momento hasta que volvieran a encontrarse, su embarazo sería obvio. Sin duda se pondría furioso con ella por no habérselo contado. Pero si se lo decía ahora, la enviaría lejos y no iría siquiera a «visitarla» en su exilio. Isabella tuvo una vez más la certeza de que la única esperanza de salvar su relación residía en el deseo que sentían el uno por el otro... si es que aquel deseo seguía existiendo por parte de Edward. No estaba muy segura de ello.

Se sentía exhausta debido al encuentro con su esposo, la pérdida de sus padres y de su hermano, los días que había pasado cuidando de su madre mientras agonizaba, la reunión con su padre y su loca huida de Alnwick. Estaba absolutamente segura de que era incapaz de soportar nada más. Cuando Riley la llevó fuera, Isabella tuvo que luchar para controlar sus salvajes emociones. Aunque tenía muchos motivos para llorar, no quería mostrar su debilidad delante de Edward, su hermano y sus hombres, los monjes y el bueno del abad. Lo único que le quedaba era su orgullo.

Entonces algo se removió en la parte inferior de su abdomen, obligándola a contener la respiración. No estaba sola, tenía a su hijo.

Cuando se acercó a su esposo escoltada por el archidiácono, los caballeros apartaron la vista. Riley la ayudó a subir al caballo y luego se montó detrás de ella. Isabella se secó los ojos y su mirada se cruzó brevemente con la de Edward. Ambos apartaron la mirada rápida y fríamente.

La odiaba.

Entonces Isabella vio a sus tres hermanos, Edgar, Alexander y Davie, montados a caballo en medio de los caballeros normandos.

—¿Qué vais a hacer con ellos? —preguntó tensa.

—Aquí no están a salvo, Isabella —contestó Riley.

—¡Por supuesto que lo están!

—¿No entró Edward sin problemas para ir a buscarte?

La joven deslizó la mirada por la ancha espalda de su esposo. Si él era capaz de entrar en una abadía y romper las leyes de Dios, sabía que alguien como su tío Phills o su hermano Erick, podrían hacerlo también. Se estremeció. Aquella misma noche se habían enterado de que los advenedizos ya se habían hecho con el poder. Isabella ni siquiera quería pensar en la posibilidad de que sus hermanos cayeran en manos de Phills Bane o Erick.

—¿Dónde va a llevarlos Edward? —preguntó en un susurro.

—A Alnwick. Al menos por ahora.

Isabella se sintió aliviada. Sus hermanos estarían a salvo en Masen durante todo el tiempo que tuvieran que permanecer allí. Al menos no tendría que preocuparse de ellos también. Ya tenía bastante consigo misma.

Las tropas, con Edward a la cabeza, Isabella montada detrás de Riley y sus hermanos ahora convertidos en prisioneros situados en medio, salieron por las puertas de la abadía. A pesar del cansancio, la joven fue consciente de que, aunque iba en contra de su naturaleza, ahora debía ser paciente. Fuera el que fuera su destino o el de sus hermanos, por el momento no estaba en sus manos. Había llegado el momento de esperar. No importaba su sufrimiento en la espera. Necesitaba desesperadamente un respiro. Y al parecer Edward se lo estaba ofreciendo sin darse cuenta al exiliarla a Tedy.

Su exilio comenzó sin previo aviso. Poco después de cruzar el río Tweed y entrar en los dominios de Masen, las fuerzas normandas se dispersaron. Riley y dos docenas de soldados se dirigieron hacia el este llevándose a Isabella con ellos, y Edward y el resto de sus tropas continuaron hacia el sur, en dirección a Alnwick con sus tres hermanos.

A Isabella le permitieron una breve despedida de su familia y abrazó por turno a Edgar, a Alexander y a Davie, pidiéndoles que no se preocuparan de ella ni de nada.

—Todo saldrá bien al final, os lo prometo —dijo con lo que confiaba pareciera auténtica convicción.

Su seguridad era tan sólo una fachada, ya que en su interior estaba llena de dudas y temores. Y para empeorar las cosas, no sólo sus hermanos parecían tan poco convencidos como ella, sino que Isabella no pudo evitar unas lágrimas cargadas de pesar al verlos marchar.

No se despidió de Edward. Él no le dio la oportunidad. Su esposo se apartó de la partida que se marchaba y permaneció montado dándole la espalda. Ningún otro gesto podría resultar más elocuente. Cuando la joven volvió a subirse al caballo, supo que Edward había utilizado su voluntad de hierro para arrancarla de su corazón.

Horas más tarde, tomaron dirección este y llegaron a Tetly. El ánimo de Isabella, que ya estaba muy bajo, cayó por los suelos cuando divisó por primera vez el solitario castillo. Estaba construido sobre un lejano y árido acantilado situado justo encima del canal en el que la costa se encontraba con el río Tyne. Un camino precario y sinuoso llevaba hasta sus puertas oxidadas. En semejante enclave, una invasión y un asedio resultaban impracticables. Isabella supo más tarde que se había escogido Tetly precisamente por ese motivo, y que por aquella misma razón había caído hacía mucho tiempo en desuso y en el olvido.

No había necesidad de puente levadizo. Las puertas se abrían directamente sobre el camino empinado y lleno de baches. Al parecer Edward había enviado una avanzadilla con unos cuantos sirvientes, un mayordomo y un ama de llaves, porque la verja de hierro, obstinada por la falta de uso, se levantó de inmediato permitiendo que atravesaran los sombríos muros de piedra que rodeaban el patio del pequeño castillo. El barro estaba congelado bajo sus pies. Isabella miró a su alrededor con desesperación. Las pocas construcciones exteriores que aún se mantenían en pie habían caído hacía tiempo en el abandono y eran impracticables. Los muros se habían derrumbado y los tejados se habían venido abajo. Incluso se había tenido que erigir un nuevo establo para albergar a los caballos y a unos cuantos cerdos.

Cuando se dirigieron hacia el castillo Isabella pudo observar que consistía en una única y solitaria torre negra que daba la espalda al acantilado y a la costa, expuesta por tres costados y constantemente asediada por los fuertes vientos del canal. En los escalones de la entrada estaba su personal: dos doncellas, un joven siervo, un mayordomo mayor, y un ama de llaves rolliza y con gesto de preocupación.

La joven se arrebujó dentro de la capa. Hacía mucho frío. Pero su gesto se debía más a un profundo disgusto que al tiempo. ¿Durante cuánto tiempo iba a vivir allí? ¿Y cuánto tiempo transcurriría hasta que Edward fuera a «visitarla»? Cuando Riley la ayudó a bajarse del caballo, Isabella se sintió invadida por el pánico y se agarró a su mano.

—No vas a irte, ¿verdad?

—He mandado aviso al arzobispo Anselm para decirle que me voy a retrasar. Me quedaré unos días para supervisar unas cuantas reparaciones y asegurarme de que te instalas cómodamente —la tranquilizó con expresión sombría.

—¿Cómodamente? —preguntó ella con amargura.

—Es cierto que Tetly ha conocido días mejores, pero no te faltará de nada, te lo prometo.

Las palabras de Riley demostraron ser bastante acertadas. Tetly había sido bien surtido antes de su llegada. Obviamente Edward estaba preparado cuando emitió su veredicto contra ella. El mayordomo era eficaz y estaba deseando agradar, y el ama de llaves resultaba amable aunque también parecía tenerle lástima. En las habitaciones de Isabella había siempre un gran fuego encendido para combatir el omnipresente frío y le servían cualquier cosa que deseara comer o beber. Ella estaba demasiado dolida para tener apetito, pero pensaba en el niño y comía más de lo que lo haría normalmente.

Riley se quedó una semana, algo que Isabella agradeció. Durante el día ayudaba al ama de llaves. No tenía nada más que hacer, pero estaba decidida a mantenerse ocupada para no pensar en la tragedia que la había golpeado. Por las noches conversaba con Riley delante del fuego. Si hubiera podido quedarse indefinidamente... Era alegre y considerado. Pero cuando hubo terminado la reparación del establo, se marchó, y a la joven no le quedó más remedio que enfrentarse a su soledad.

Eran las noches las que ponían en peligro su salud mental. El viento aullaba dificultándole el sueño, y cuando conseguía dormir, lo hacía de modo intermitente e intranquilo. La torturaban anhelos que eran sueños imposibles. Echaba desesperadamente de menos a Michael y a su madre. No podía creerse que no fuera a volver a verlos. Y cómo deseaba que nunca hubiera existido la última conversación que mantuvo con su padre. De pronto Charlie era un desconocido en su memoria, no el maravilloso padre y rey que siempre había sido. Isabella quería recordarlo como lo había conocido durante toda su vida, no como la última vez que lo había visto. Deseaba poder estar segura de que la había querido a pesar de sus crueles palabras, a pesar de haberla utilizado y a pesar de su rechazo. Pero no podía. Y ahora... ahora nunca lo sabría con certeza.

Y sobre todo echaba desesperadamente de menos a Edward. No al hombre frío y lleno de odio en el que se había convertido, sino al amante ardiente, al esposo respetuoso, al hombre justo y honorable que le había robado el corazón. Lo necesitaba. Nunca lo había necesitado tanto. Pero sólo vendría cuando le conviniese, no cuando ella quisiera, y sería sólo para utilizarla.

Los días transcurrieron dentro de una cómoda monotonía. Enero se transformó en febrero y una tormenta de nieve siguió a otra sin que cesara nunca el viento. Isabella odiaba Tetly. Y en ocasiones también odiaba a Edward. Odiarlo era mucho mejor que amarlo, y Dios sabía que tenía razones para odiarlo. Pero la llama de la ira no duraba mucho y siempre daba lugar a un pesar incontrolable.

Su cuerpo había cambiado. Con las túnicas sólo resultaba obvio que le habían crecido los senos. Pero cuando estaba desnuda, a Isabella le encantaba ver cómo crecía su pequeño pero firme vientre. Al menos tenía a su hijo, pensaba. Lo quería con todo su corazón y se había vuelto protectora y maternal. No estaba loca, pero al encontrarse tan sola había empezado a hablar con él, e incluso, a veces, le cantaba nanas en escocés. Los sirvientes y el ama de llaves la miraban con una mezcla de miedo y compasión. Sabían que estaba esperando un hijo porque Isabella no hizo ningún intento de esconder su condición, y cuando la veían susurrar estando sola, se santiguaban o hacían signos paganos antes de salir corriendo. A la joven no le importaba lo que pensaran. Si no hubiera estado esperando un hijo seguramente habría perdido toda esperanza, la cordura incluso.

El tiempo pasó y Isabella perdió la cuenta de los días. Pero al menos las nieves habían cesado. Había sido un invierno particularmente frío, dijo el ama de llaves. Ahora sólo quedaba el viento. Pero una tarde el sol apareció tímidamente por entre las nubes bajas y gruesas. Y otro día, cuando la joven estaba tomando el aire en la muralla del castillo, vio brotes verdes de hierba asomando entre el barro. Miró hacia el cielo y sonrió. No había nubes y el sol resplandecía. Ya estaban en algún momento de marzo y la primavera podía olerse en el aire. Respiró profundamente, y en aquel instante le abandonó la angustia que la había atormentado durante tanto tiempo. Había sobrevivido a un largo y lúgubre invierno y de pronto se sentía llena de esperanza. La primavera significaba renovación y renacimiento. Al fin podía confiar en la llegada de días más agradables, y, con la entrada del verano, en el nacimiento de su hijo. El corazón le daba saltos de alegría al pensarlo.

No podía faltar mucho para que Edward llegara.

—Jinetes, milady!

Isabella alzó la vista del estrado en el que estaba comiendo sola y dejó caer el cubierto que sostenía.

—¿Jinetes?

—Están demasiado lejos para distinguirlos, pero es un contingente bastante grande y llevan una bandera, milady —anunció el sirviente. Acababa de venir corriendo de la torre y estaba sin aliento.

Isabella no se movió, pero el corazón le latía con tanta fuerza que sintió que se iba a desmayar. Era Edward. Lo sabía. ¡Oh, Dios, lo sabía! Estaba completamente emocionada, llena de ilusión y de miedo. ¡Oh, Dios, debía hacerlo todo bien! ¡Debía recuperarlo!

Isabella se puso en pie de un salto. Estaba embarazada de cinco meses, pero al ser de constitución delgada, su condición todavía no resultaba obvia cuando estaba completamente vestida. Por supuesto, Edward notaría de inmediato que había ganado peso, que tenía el rostro más lleno y los senos más grandes. Isabella se sintió de pronto angustiada. ¿Y si ya no era tan bonita como antes?

Subió las escaleras como una exhalación y entró en su habitación para comprobar que su vestimenta fuera la correcta y colocar cada mechón de cabello en su sitio bajo la toca. De pronto, se quedó inmóvil. A Edward le encantaba su pelo. Las mujeres casadas no lo llevaban suelto, pero era su baza ahora que había perdido la figura. La joven vaciló... Se lo soltaría. Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, se quitó las horquillas a toda prisa y lo dejó libre, dejando que cayera como una cascada dorada y salvaje por su espalda. Si de algo estaba segura Isabella era de que nunca antes había tenido el cabello tan bonito. Sin embargo las manos todavía le temblaban cuando se lo cepilló rápidamente.

Estaba tan nerviosa que casi se sentía enferma e intentó respirar hondo varias veces para intentar calmarse. Había escuchado a los hombres entrando en el salón inferior. Oh, Dios. ¿Y si todavía la seguía odiando? Se detuvo a la entrada de su habitación y elevó una rápida y corta plegaria. Luego irguió la espalda y alzó la cabeza. Abrió la pesada puerta, se detuvo un instante, y después descendió lentamente por las escaleras.

Cuando entró en el salón, se quedó paralizada sin dar crédito. Allí había un hombre, pero no era Edward. En su lugar, sentado en el estrado como si fuera el señor de Tetly, estaba el príncipe Henry. Una sonrisa que encerraba todos sus perversos propósitos apareció en sus labios cuando la vio. Como le había prometido aquella solitaria y oscura noche en los muros de Alnwick, había acudido a ella en su exilio.

Isabella lo miró fijamente y Henry hizo lo mismo. Tenía una mirada divertida como respuesta a su conmoción, y la recorría con ella de arriba abajo, primero el rostro, luego el cabello y finalmente el cuerpo. Cuando volvió a mirarla a los ojos lo hizo con intensidad.

—Qué hermosa eres. —Isabella sintió que se le encogía el corazón de miedo, mientras él deslizaba la vista hacia sus voluptuosos senos, que se le marcaban bajo la tela de la túnica—. Nunca has estado más bella, princesa —le aseguró Henry.

El corazón de Isabella volvió a latir con fuerza. Avanzó lentamente, lamentando haberse soltado el cabello. Pero ya era demasiado tarde.

Pálida y asustada, decidió echar de allí a Henry... después de enterarse del paradero de Edward y de qué andaba haciendo.

—Buenos días, milord. —Le hizo una reverencia—. Qué sorpresa.

Él hizo un gesto para que se levantara y le ofreció una mano para ayudarla a subir al estrado. Isabella se soltó rápidamente y la mirada de Henry volvió a reflejar su diversión.

—¿Por qué te sorprendes? —le preguntó—. ¿No te dije que iría a verte cuando estuvieras exiliada?

Isabella volvió a sentir una oleada de pánico, pero se sentó a su lado con calma aparente.

—Es muy amable por tu parte venir a visitarme en unos momentos tan solitarios —dijo rellenándole la copa de vino—. Sin embargo, me cuesta trabajo creer que la amabilidad sea tu única motivación. Tetly está apartado de todos los caminos.

—Es cierto, está aislado y abandonado. ¡Qué sitio tan espantoso! Pero parece que te sienta bien. Resplandeces, Isabella. ¿Significa eso que estás encantada de estar lejos de tu esposo?

Henry le dio un sorbo a su copa de vino sin apartar en ningún instante los ojos de ella.

—No soy feliz estando lejos de mi esposo, milord. Lo amo. Sueño con el día en que me perdone y me llame de regreso a su lado —le espetó girándose para mirarlo.

—No creo que ese día llegue nunca, Isabella. Lo has traicionado, y no es hombre que perdone a sus enemigos —afirmó con una sonrisa.

—Yo no soy su enemigo. Soy su esposa.

—Una combinación peligrosa y letal, como él bien sabe.

Enfadada, Isabella apartó la vista y se forzó a mantener la calma. Aquélla era la primera visita que recibía en todo el invierno, y estaba decidida a saber de Edward, de sus hermanos y de Escocia. No había recibido ni una sola noticia durante los últimos meses.

—¿Cómo está Edward?

—Está bien.

Eso no le decía nada a Isabella.

—¿Y... mis hermanos?

—También están bien. Disfrutan de la hospitalidad de William Rufus. Erick, por supuesto, ocupa el trono de Escocia junto con tu tío Phills Bañe. —La joven guardó silencio. La noticia de que sus hermanos eran ahora prisioneros reales no le sorprendía—. Estás muy tranquila. ¿Sabías que Edward está también allí? Ha pasado en la corte la mayor parte del invierno.

Isabella apenas podía creerlo. Su esposo odiaba la corte. Sus hermanos habían sido llamados allí, y sin duda Edward los habría escoltado, pero no podía comprender por qué se había quedado también.

—¿Qué está haciendo allí? —preguntó con cautela.

Isabella se había esforzado aquellos últimos meses en no pensar en lo que su esposo podría estar haciendo con otras mujeres, y lo había conseguido. Pero ya no. En la corte había demasiadas damas hermosas con poca moral. Isabella no soportaba imaginarlo en brazos de ninguna otra mujer, ya fuera dama o prostituta.

—Hay poco que hacer en Alnwick durante los largos meses de invierno, como tú debes saber. Me imagino que estará divirtiéndose con toda clase de intrigas —dijo Henry con naturalidad.

Isabella lo miró. Estaba siendo cruel. Ella sabía que no se estaba refiriendo a intrigas políticas. Y de pronto sintió que ya había tenido suficiente.

Aquel distanciamiento había llegado demasiado lejos. Si Edward había tomado una amante, daría rienda suelta a una furia como nunca antes había visto su esposo. Se lo imaginó entrelazado con su antigua prometida. Era un pensamiento horrible. Ella era su esposa; la que debía estar entre sus brazos.

—¿Y Tanya Denaly?

—Se casó en febrero con Ferrars —le informó Henry con una sonrisa—. Aunque eso no la detiene en sus malvados propósitos. —Sonrió más abiertamente—. Ni tampoco ha dejado la corte.

La joven sintió una punzada en el pecho. ¿Acaso estaba insinuando Henry que Tanya y Edward habían retomado su relación?

Siguiendo un impulso, se inclinó hacia él y le pidió:

—Llévame contigo cuando te marches. Deseo ir a la corte y reunirme allí con mi esposo.

Henry la miró sorprendido y luego se rió.

—¡Vaya si eres atrevida! No puedo llevarte conmigo. Aunque casi valdría la pena con tal de ver la cara de Edward al verte llegar. Pero te ha enviado al exilio, y con razón. Si yo hubiera sido tu esposo te habría metido en un convento para el resto de tus días.

—Pero no eres mi esposo, ¿verdad? —preguntó ella en tono ácido.

—No. —Henry se inclinó hacia delante—. Y tu esposo no está aquí. —Sonrió—. Ha debido ser un invierno largo y duro para ti.

—No tan largo y tan duro como a ti te gustaría —dijo Isabella con frialdad—. No me interesan tus atenciones, milord. A pesar de todo lo ocurrido, amo a mi esposo y le seguiré siendo fiel.

—¿Incluso si te digo que él no te está siendo fiel a ti?

Dios, cómo dolían aquellas palabras.

—Incluso así.

—Creo que te admiro, milady —dijo el príncipe recostándose en su silla y exhalando un suspiro. Sus ojos brillaban peligrosamente.

Aquella noche la joven no pudo dormir. Las palabras de Henry la perseguían. La infidelidad de Edward le producía un tremendo dolor. No dejaba de imaginárselo con la hermosa e inmoral Tanya Denaly, que ahora debía llamarse Tanya Ferrars. Isabella intentó pensar en una manera de escaparse de Tetly y llegar a la corte para reclamar a su esposo y su posición como esposa suya. Pero escapar de allí era una tarea imposible. La única manera de salir era por las puertas de entrada, y le tenían expresamente prohibido atravesarlas. Si Henry hubiera llevado un carro intentaría esconderse en él cuando se marchara, pero no había sido así. Se revolvió en la cama y se colocó finalmente de costado.

Lo único que podía hacer era enviarle a Edward una carta con Henry. Sin duda el príncipe le haría ese favor.

De pronto, se puso tensa. En medio del rugido del viento y del distante trueno de las olas rompiendo en la orilla, Isabella creyó escuchar el ruido producido por una puerta al abrirse. Henry ocupaba la otra habitación que había en aquella última planta, pero ya debía estar completamente dormido.

De nuevo, le pareció escuchar otro ruido y se le aceleró el pulso. Finalmente, cuando el viento se paró durante un instante, cuando sólo quedaba el suave y arrollador sonido de las olas golpeando la orilla a lo lejos, a los pies de los acantilados, se tranquilizó porque no escuchó nada.

El alivio sólo le duró un instante. Un segundo después, Henry se había deslizado en su cama riéndose entre dientes y apretando su cuerpo excitado contra su espalda. Isabella sofocó un grito, conmocionada.

—No te sorprendas, querida —murmuró el príncipe frotándose contra el cuerpo femenino y acariciando sus senos con la mano—. Sé que debes estar anhelando un hombre.

Por un momento, Isabella no pudo replicar. Al menos, Henry todavía no se había desvestido, pero ella estaba completamente desnuda.

—Haré que me desees —le aseguró el príncipe con voz pastosa apretándole suavemente un pecho y besándola en el cuello.

Isabella salió de su estupor. Amaba a Edward y no iba a consentir que otro hombre la tocara.

—¡Sal de mi cama! ¡Sal de mi cama en este instante!

Él respondió frotándose perezosamente contra ella.

La joven cerró los ojos y maldijo a su esposo por haberla dejado así, exponiéndola a una situación como aquélla. Luego aspiró con fuerza... y clavó el codo en las costillas de su agresor con todas sus fuerzas.

Él ahogó un grito y Isabella consiguió ponerse sobre sus manos y rodillas. Henry emitió un gruñido enojado y la empujó bruscamente obligándola a ponerse boca abajo.

Isabella gritó cuando se colocó encima de ella y empezó a manipular sus calzas.

—¡El bebé, maldito seas! ¡Le vas a hacer daño a mi bebé!

El príncipe se quedó paralizado. Un instante después la puso boca arriba y puso las manos sobre su vientre. Desesperada, Isabella consiguió zafarse y salir de la cama.

—¡Maldición! —exclamó Henry conmocionado mientras se sentaba.

La joven estaba frente al fuego, mirando a su alrededor enloquecida en busca de un arma. Por fin, clavó los ojos en el atizador. Lo agarró y lo alzó con gesto amenazante.

La mirada del príncipe se posó al instante en el redondeado vientre. El embarazo era más que evidente. Luego se fijó en la uve que formaban sus muslos y en sus senos temblorosos.

—Eso no es necesario —dijo secamente—. La violación no entraba en mis planes.

—¿Ah, no? —preguntó Isabella con voz quebrada. No le importaba lo que dijera. El príncipe había estado a punto de violarla.

La respuesta de Henry fue bajarse de la cama y encender un candil. Lo levantó y volvió a mirarla.

—¿Edward no lo sabe? —Su voz había adquirido un tono frío y duro. Era la voz de un aristócrata molesto.

Al ser repentinamente consciente de su desnudez, Isabella bajó el atizador y se cubrió con una de las pieles de la cama. Intentando mantener la calma, se obligó a enfrentarse al príncipe con cuidado, en plena posesión de sus facultades.

—No, Edward no lo sabe.

—¿Es suyo?

—Sí, milord, es de Edward. No podría ser de otro. —Su voz era firme y sonaba indignada—. Nunca he yacido con ningún otro hombre y nunca lo haré. —Las lágrimas le nublaron de pronto la visión.

Henry seguía muy serio.

—Tiene derecho a saberlo.

Isabella estaba de acuerdo, pero se quedó paralizada. Su única esperanza de ver a Edward residía en que pensara que no estaba embarazada. Por supuesto, lo que había ocurrido con el príncipe ocurriría también con su esposo. En cuanto se quitara la túnica vería que ya estaba esperando un hijo... si no lo adivinaba antes. Pero al menos podría verlo y hablar con él; era la única posibilidad de arreglar su relación. Pero si Henry le contaba que ya estaba embarazada, la enviaría lejos, como había prometido que haría. Aterrada, Isabella imaginó algo mucho peor que todo lo que le había ocurrido hasta el momento: dar a luz a su bebé y que se lo quitaran mientras ella se quedaba atrás, encerrada en un convento francés para siempre.

—¡No puedes contárselo!

—Debo hacerlo. ¡Tiene que saberlo inmediatamente!

—¡Qué buen amigo eres! —le espetó Isabella con lágrimas en los ojos. Odiaba tener que suplicar, pero lo haría—. Por favor, deja que se lo cuente yo.

—¿Cuándo? ¿Cuando haya nacido el niño? —preguntó en tono sarcástico.

—No —A Isabella se le ocurrió que la solución a su dilema, la respuesta a sus plegarias, acababa de llegar—. Te lo pedí antes, pero por una razón diferente. Ahora te lo vuelvo a pedir. Llévame contigo. Se lo diré nada más verlo. Por favor. Tengo derecho.

Henry la miró fijamente, pero la joven no pudo discernir en qué estaba pensando; sus indescifrables ojos no dejaban traslucir nada. Por último, asintió con la cabeza.

Isabella estuvo a punto de desvanecerse de alivio. Iba a ir a la corte. Le contaría a Edward lo del niño y lucharía por su futuro.

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Solo quedan cuatro capitulos espero vustros votos y comentarios

Capítulo 24: Batallas y muertes Capítulo 26: el nombramiento

 
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