La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90600
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 3: ¿ Invitada ó Prisionera?


Edward de Cullen vio cómo la joven que habían capturado se apartaba de él con un grito de terror. Pero no fue muy lejos. La sujetó con fuerza de acero por las muñecas y la atrajo sin dificultad de nuevo hacia sí hasta que sus frentes casi se rozaron.

Sólo había dos mujeres a las que quería en el mundo. Pero no era inmune a las que consideraba atractivas, y aquella se acercaba probablemente a la perfección física más que ninguna. A pesar del hecho de que se trataba sin duda de una experta cortesana enviada por alguno de sus numerosos enemigos para seducirlo y espiarlo, no podía mostrarse indiferente ante su elegante y torneada pierna desnuda, que ahora estaba atrapada entre las suyas, ni a la suavidad de sus generosos senos, apretados contra su pecho, o a la impactante belleza de su rostro. Se hallaba terriblemente excitado. Estaba deseoso e impaciente por poseerla. Habían adoptado una postura tan íntima que ella podía sentir cada centímetro de su cuerpo, pero, ¿acaso no era la seducción su propósito? ¿Qué otra razón habría para que le enviaran una mujer con un disfraz tan bien elaborado? Atribuyó su mirada asustada a que había adivinado la verdad.

Durante un instante, sintió deseos de tomarla salvaje y rápidamente, y terminar con aquello. Las respuestas vendrían más tarde. Pero era hijo de su padre y su heredero. Velar por los intereses de Masen había sido su única ambición desde que ganó sus espuelas a la edad de trece años. Nadie le había regalado su reputación de líder despiadado. Las respuestas no podían esperar. Si sus enemigos sabían que estaba allí, los planes del rey estaban en peligro.

—¿Có... cómo? —consiguió decir por fin Isabella.

—Creo que me habéis oído perfectamente —dijo él con frialdad. Estaba tan furioso y excitado que la sentó en el camastro a su lado sin soltarle la muñeca. Su inherente educación lo llevaba a dirigirse a ella como si fuera una dama cuando estaba claro que se hallaba muy lejos de aquel estatus, a pesar de que al mirarla ningún hombre podría haberlo adivinado. Por alguna razón, Edward se sintió desilusionado al saber que su apariencia angelical era sólo eso, apariencia.

—¿Quién os ha enviado a espiarme? ¿Montgomery? ¿Marcus Denaly? ¿El rey? ¿O acaso se trata una vez más de algún truco del príncipe Henry?

Ella lo miraba como si estuviera hipnotizada. Edward era un hombre duro y, sin embargo, sintió una punzada de simpatía. Aquella mujer era muy joven. Las cortesanas que él conocía y solía utilizar con frecuencia, eran mayores y viudas. Pero, como bien sabía, en ocasiones las apariencias engañaban.

—No soy una espía —le espetó.

—No me tratéis como a un idiota —respondió él con frialdad.

—¡Me prometisteis que me soltaríais!

—¡Todavía no estoy curado! —Edward observó cómo se tomaba su afirmación. Ella comprendió al instante lo que le había dicho y la rabia le tiñó las facciones. No debía sorprenderle su inteligencia. Lo normal era que le hubieran enviado una mujer astuta para que utilizara sus tretas con él.

—¡Me habéis engañado! —gritó ella—. ¡Me hicisteis creer que me liberaríais cuando atendiera vuestra herida!

—Habéis creído lo que queríais creer. —Su paciencia estaba llegando al límite—. Ya es suficiente. Quiero respuestas y las quiero ahora. ¿Quién sois y quién os ha enviado?

Ella negó con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas, unas lágrimas que, se dijo Edward, no podían afectarle. La experiencia le dictaba que, salvo raras excepciones, no debía fiarse de las mujeres. Y aquélla no era una de esas excepciones. De hecho desconfiaba de ella más que de ninguna. Era joven pero no inocente. Sin duda su miedo y sus lágrimas eran puro teatro.

—No soy una espía.

A Edward se le ocurrió otra idea.

—¿Os ha enviado tal vez Charlie Swan?

—¡No! ¡Ni siquiera lo conozco! ¡No soy ninguna espía, os lo juro! —afirmó, sobresaltada.

Estaba mintiendo. De eso estaba seguro. Igual que lo estaba de que Charlie Swan se hallaba detrás de aquella traición. Una rabia renovada le hizo enfadarse de nuevo.

—Os lo advierto, milady, tengo medios para sacaros información. Y cuando me provocan soy implacable.

—¡Por favor! Os lo puedo explicar. Esto no es lo que pensáis.

—Entonces os sugiero que empecéis.

—Soy... soy una bastarda. Mi padre es Sinclair O'Dounreay y mi madre una lechera —le soltó sin pensárselo.

Edward alzó una ceja. Aquella afirmación no le cuadraba, visto aquel absurdo disfraz. Aunque quizá sí se tratara de una bastarda. Pero estaba convencido de que mentía, y sólo tendría motivos para hacerlo si era una espía.

—¿Ahora estáis dispuesta a soltar información, milady? ¿Dónde está Dounreay?

—A muchos kilómetros al norte. —Posó las manos sobre el regazo sin mirarlo a los ojos y pensó que era una mentira excelente.

Edward pensó que resultaba muy oportuno que no pudiera comprobar su parentesco, aunque no se olvidaría de confirmarlo. Casi sentía un cierto respeto por ella. Para llegar hasta él con semejante misión hacía falta mucho coraje.

—¿Cerca de las islas Orkney? —siguió preguntando.

—Casi. —Ella sonrió aliviada.

Era la primera vez que Isabella sonreía desde que Edward la conocía, y si antes le había parecido bonita, ahora le resultaba excepcionalmente bella. El interrogatorio le había distraído del deseo que sentía por ella, pero ahora sentía que se renovaba con fuerza.

—Ya veo. ¿Y qué os trae tan al sur, a Swanter?

Ella se había sonrojado notablemente, al ser consciente de la evidencia de su deseo. Edward casi podía ver cómo maquinaba su mente. Tenía claro que estaba buscando una respuesta creíble, y eso lo descuadró. Si era tan inteligente como él había pensado tendría que haber memorizado una historia verosímil antes de aquel encuentro. Y lo que tampoco entendía eran sus sonrojos.

—Soy de Liddel, como mi madre.

—Una actuación memorable, milady. —Edward se echó hacia atrás y dio dos palmadas.

—¿No me creéis?

—No creo ni una sola palabra de todo lo que habéis dicho. —Isabella se quedó petrificada y lo miró con los ojos muy abiertos—. Tenéis diez segundos para contarme la verdad. Y si no me convencéis, os aseguro que sufriréis las consecuencias.

Ella abrió la boca y se apartó de él, poniéndose en pie en un intento de escapar. Edward supo al instante cuál era su intención. Aunque no tenía otro lugar donde caer que no fuera en brazos de sus soldados, y a pesar del dolor que sentía, él también se puso en pie y la agarró sin vacilar, arrancándole un grito.

Sin pensárselo dos veces, Edward la hizo girar, la sujetó con fuerza y le cubrió la boca con la suya.

La había tocado íntimamente, pero en realidad no la había besado. No del modo que había deseado desde el momento en que puso los ojos en su bello rostro. La besó con ansia, como si quisiera devorarla y le deslizó las manos por la espalda, cubriéndole las nalgas con las palmas.

—Vamos a intentarlo otra vez, pequeña —susurró con voz ronca, moviendo la boca sobre la suya y alzando su frágil cuerpo sobre su aguda erección.

—No —protesto ella con energía.

Pero fue interrumpida. La boca de Edward la invadió y probó su sabor con la lengua. Cada embestida se hacía más y más vigorosa, más voraz. Ella recibió tímidamente una de ellas y las puntas de sus lenguas se rozaron.

Edward quería que se rindiera completamente y al momento. Era lo que esperaba. Lo necesitaba en aquel instante. Pero para su asombro, la joven apartó de golpe el rostro del suyo.

—No debemos hacer esto.

—No juegues conmigo ahora —le advirtió el normando apretando los clientes y sujetándole la barbilla con una mano.

Ella gritó y alzó sus pequeños puños para golpearle el pecho, pero Edward estaba demasiado concentrado en besarla como para prestar atención a sus golpes.

Isabella giró el rostro de nuevo y se retorció frenéticamente bajo su abrazo de hierro, pero con cada movimiento rozaba su grueso y excitado miembro de un modo tan hábil como lo harían las expertas caricias de una prostituta, pensó Edward. Como actriz era magnífica. Aparentaba no ser una seductora, sino una joven inocente verdaderamente asustada al saber cuál era su destino. Pero a pesar de aquel breve instante de confusión, Edward no podía detenerse ahora. Intranquilo, se aseguró a sí mismo que ella había provocado deliberadamente aquella confusión para seducirlo por completo.

Ya había tenido suficiente de aquel juego. No era su intención derramar su semilla por encima de ambos, así que la puso sobre el camastro. Ella seguía jugando a negarse y lo golpeaba con los puños mientras emitía unos sonidos asustados y quedos. Edward volvió a tomar su boca y se colocó sobre ella.

De pronto, ambos quedaron inmóviles mientras se miraban fijamente a los ojos.

—No puedo esperar —murmuró él; unas palabras que no había pronunciado jamás.

Los ojos que estaba contemplando mientras hablaba reflejaban unas emociones que no fue capaz de identificar. La joven tenía el rostro sonrojado y no se movía, parecía paralizada. Tan sólo le agarraba con fuerza los hombros con las palmas de las manos.

Edward le separó las piernas con las rodillas y comenzó a moverse con fuerza. Le subió la larga túnica hasta la cintura y durante un breve instante estuvo preparado encima de ella.

Sus ojos se encontraron y mantuvieron la mirada. Isabella abrió la boca pero no dijo nada. Él contempló sus senos, los duros y erectos pezones que se le marcaban bajo el vestido, y no pudo evitar rozar uno con el pulgar. La joven cerró los ojos y sollozó con angustia.

Edward empezó a sospechar que algo no iba bien. Le deslizó una mano entre las piernas y acarició los húmedos pliegues que protegían su intimidad. Ahí estaba la prueba de que lo deseaba, fuera espía o no. Su excitación no era ninguna actuación.

Hundió un dedo en su interior con dificultad a pesar de la humedad, y se quedó paralizado. La barrera con la que se había topado era inconfundible. Edward no daba crédito. No podía ser virgen. Pero lo era. Eso resultaba innegable.

Y en medio de aquella confusión sintió una súbita reacción de halago. Aquella joven no había estado nunca con ningún hombre. Él sería el primero.

Estaba muy excitado, no podía negarlo. Pero nunca antes había tomado a una virgen. Al contrario que muchos hombres que conocía, la violación nunca lo había excitado. Y si era virgen, entonces no se trataba de ninguna prostituta que hubieran enviado para espiarlo.

La mente de Edward alcanzó aquella pasmosa conclusión en cuestión de segundos y, haciendo un tremendo esfuerzo, se retiró de ella. Mareado y confundido, se quedó tumbado boca abajo a su lado.

A pesar de que su cuerpo clamaba por ella, recuperó rápidamente la cordura. No existían las prostitutas vírgenes ni las espías vírgenes. ¿Sería posible que la joven le hubiera dicho la verdad? ¿Sería su padre algún señor del norte y su madre una lechera? Era plausible, aunque lo dudaba.

Las manos de la joven no habían trabajado nunca duro, pero iba vestida como si fuera una sirvienta. Si era bastarda, la habían criado como a una dama. Aquella indumentaria era un disfraz. Pero, ¿por qué? De pronto, ella se movió y salió del camastro con rapidez. Edward fue todavía más rápido y la agarró antes de que pudiera dar un segundo paso. La pierna empezaba a dolerle demasiado y no tuvo miramientos. La agarró con tal fuerza que ella cayó al suelo.

Temiendo haberle hecho daño, Edward se sentó en la cama y extendió una mano hacia ella.

—¿Milady?

Ella jadeaba. Aunque vio que estaba furiosa, permitió que le agarrara la mano y la levantó. Fue un error. La joven echó rápidamente el puño hacia atrás y lo golpeó en la mandíbula con todas sus fuerzas.

Edward no se movió. Estaba paralizado y sin habla.

—¡Maldito normando! ¡Sois un cerdo y un bruto! ¡Y un mentiroso! —espetó antes de alzar el puño para volver a golpearlo.

Esta vez Edward reaccionó. Le agarró la muñeca y tiró de ella hacia delante, provocando que cayera en su regazo.

—¡No! —gritó ella retorciéndose para librarse de él.

Edward la mantuvo en su sitio.

—Me habéis engañado, pegado e insultado —le espetó con voz grave, zarandeándola una vez. Ella se quedó quieta—. Pensé que erais valiente, pero estoy empezando a pensar que sois una estúpida... o que estáis loca.

Ella alzó la barbilla con gesto desafiante a pesar de que tenía los ojos llenos de lágrimas no derramadas.

—No estoy loca. Sólo quiero saber cuándo puedo irme.

—Hace unos instantes no teníais tantas ganas de dejarme... Ni tampoco de salir de mi cama.

—Os equivocáis —dijo sonrojándose—. Estoy deseando salir de vuestra cama y no volver a veros.

—¿Quién está mintiendo ahora?

—¡Hablo en serio!

—Lo dudo. De hecho no habéis dicho ni una sola palabra sincera. Os lo vuelvo a preguntar: ¿Quién sois y qué estáis haciendo aquí?

Ella tragó saliva, lo miró a los ojos, y Edward sintió cómo su mente se ponía en movimiento.

—Por favor, soltadme —le pidió la joven con voz ronca—. Y os lo contaré todo. Tras dedicarle una mirada escéptica, el normando hizo lo que le pedía. Ella se puso en pie y se alejó hasta el otro extremo de la tienda, dándole la espalda a la salida y abrazándose en gesto defensivo. Aquella postura la hacía parecer muy joven, y él se sintió de pronto avergonzado por su comportamiento. La había tratado como lo hubiera hecho con una prostituta, y aquella muchacha no podía tener más de dieciocho años. Tal vez la pregunta que había que hacerse no era de quién se trataba, sino qué era. ¿Una virgen, una prostituta, una aldeana, una dama? ¿Una espía o alguien inocente?

—Podríais empezar diciéndome vuestro nombre.

—Marie. Marie Sinclair. Mi padre es Rob Sinclair. Mi madre ha muerto. Era doncella en Liddel. —Se estremeció al observar su mirada y se humedeció los labios—. Y teníais razón. Estas ropas son un disfraz.

—¿Os han enviado para que me espiarais? —preguntó Edward tenso.

—¡No! —Ella estaba pálida—. Me había disfrazado porque iba a encontrarme con alguien. Con... con un hombre.

—Ahh. Ahora lo entiendo. Un hombre.

—No es lo que pensáis. Ese hombre era, quiero decir, es mi prometido —dijo volviendo a alzar su pequeña barbilla.

—Todavía tenéis que explicarme lo del disfraz —exigió, atravesándola con ojos de hielo.

—No es correcto que una dama tenga un encuentro secreto con un hombre aunque sea su prometido, y vos lo sabéis muy bien.

—¿Y quién es ese hombre que quiere empujaros hacia una caída inevitable?

—¿Qué importa eso? —preguntó, mordiéndose el labio.

No debería importar, excepto por el hecho de que él intentaba verificar cada una de sus palabras.

—Sí que importa. —No le gustó darse cuenta de que estaba molesto, incluso celoso, por el hecho de que aquella mujer deseara a otro hombre.

—¿Lo amáis?

—Eso, normando, no es asunto vuestro —repuso, enfurecida.

En efecto, no lo era. Edward se irguió y buscó su bastón para apoyarse en él. Luego se acercó cojeando hasta que casi rozó a la joven. No le quedó más remedio que admirarla, porque permaneció inmóvil.

—Os equivocáis, ahora vos me pertenecéis y todo lo vuestro es asunto mío. Hasta que me hayáis satisfecho continuaréis retenida.

—¿A qué os referís? —Ella perdió el poco color que le quedaba.

—Me refiero —aclaró con tono grave—, a que tengo la intención de descubrir toda la verdad sobre vos, y que hasta que la averigüe seréis mi invitada. —Edward pasó por delante de ella y levantó la solapa de la entrada de la tienda.

—¡Vuestra invitada! —gritó a su espalda—. Querréis decir vuestra prisionera. Pero, ¿por qué? ¡No he hecho nada, normando!

Edward se detuvo y se dio la vuelta.

—Al contrario. Habéis despertado mi hastiado apetito y mi todavía más hastiada curiosidad. Si de verdad sois lo que decís, creo que podríamos acomodarnos bien por un tiempo.

Isabella se quedó mirándole la espalda mientras salía de la tienda y la dejaba sola. ¿Qué significaba aquel último comentario? ¡Oh, Dios! ¡Él sospechaba el engaño e intentaría averiguar la verdad, y tanto si la descubría como si no, Isabella corría un gran peligro!

Sin fuerzas, se dejó caer sobre el suelo sucio y duro. Carlisle de Cullen, conde de Masen, era uno de los señores más poderosos del reino. Primero había sido consejero del rey William el Conquistador y ahora lo era de su hijo, el terrible rey William Rufus. El conde era además el peor enemigo de su padre, y, por extensión, también lo era aquel hombre, su hijo bastardo y heredero. Escocia y Masen se habían enfrentado en innumerables ocasiones. Carlisle no era más que un caballero sin tierras y sin riqueza cuando siguió al duque William hasta Inglaterra, aunque se decía que era el hijo menor de una buena familia de Poitevin. Poco después de la invasión lo habían recompensado con un pequeño feudo en Masen, uno que en aquel momento limitaba con Newcasde-on-Tyne al sur y el río Tweed al norte. Aunque el corazón del reino de Charlie estaba situado entre el estuario de Moray y el de Forth, bien al norte del Tweed, los reyes de Escocia llevaban mucho tiempo reclamando el derecho a gobernar el territorio al sur de Lothian hasta Rere Crossing. Los Cullen eran unos intrusos. Charlie se había pasado toda su vida intentando recuperar los territorios perdidos de su reino, y la frontera que existía entre Escocia y Masen se había disputado de forma brutal y sangrienta durante muchos años; Isabella había ido a parar directamente a manos del peor enemigo de su padre.

Las palabras de despedida del normando resonaron en su mente como un estribillo aterrador. Si había entendido bien, aquel hombre pretendía saciar su lujuria en ella. Si no descubría la verdad respecto a su identidad, la tomaría y la utilizaría hasta que se cansara de su cuerpo. Sería la ruina para Isabella. Aunque Jacob, a su pesar, se casaría con ella de cualquier forma. Después de todo, era una princesa con una gran dote.

La joven estuvo a punto de echarse a llorar. Sólo podría ser peor si el normando descubría la verdad. Si se enteraba de que era la hija de Charlie Swan, sería su prisionera hasta que su padre pagara la exorbitante cantidad que su captor demandara. Le pediría oro y monedas, le reclamaría tierras. Tierras escocesas que no tenían precio. Tierras sobre las que se había derramado la sangre de los suyos una y otra vez.

Y cuando su padre hubiera pagado el rescate, la frontera volvería a sumirse en una guerra sangrienta y descarnada. Los dos años de frágil paz que habían vivido, serían sólo un sueño.

Isabella apretó sus pequeños puños, intentando infundirse coraje Ahora se alegraba de no haberle desvelado su identidad.

El normando no era más que un salvaje, pensó con desaliento, pero no era un estúpido. De eso no tenía dudas. Había visto rápidamente más allá de su elaborado disfraz y había dudado de la historia que se había inventado, una historia razonable que habría engañado a un hombre menos inteligente. Isabella tendría que echar mano de todo el coraje que poseía y de toda su agudeza mental. No podía permitirle que sospechara siquiera quién era. Si había alguna manera de descubrir la verdad de su identidad, el normando la encontraría. Y cuando lo hiciera, su padre, Escocia, y ella misma, sufrirían las horribles consecuencias.

Del mismo modo que su padre utilizaba espías, sin duda aquel hombre haría también uso de ellos. Aquella noche habría una crisis en Liddel por su desaparición y seguramente un espía normando le daría cuenta de aquel hecho. ¡Cullen pronto sabría quién era la supuesta espía!

Isabella cerró los ojos. ¿Cómo iba a seguir ocultando su identidad y a la vez mantenerlo a raya durante todo el tiempo? Parecía una tarea imposible. La única solución era escaparse, pero por el momento aquello resultaba también imposible.

Secándose los ojos, pensó que las lágrimas no solucionaban nada. Lo que debía hacer era prepararse para su próxima batalla de habilidades y voluntades. Hasta el momento ella no lo había hecho demasiado bien. No quería que se repitiera lo que acababa de ocurrir entre ellos bajo ninguna circunstancia, a pesar de que su encuentro la había dejado exhausta y conmocionada. En su mente flotaban los recuerdos más recientes. Para su horror, todavía podía sentir su tacto, su boca en sus labios, su cuerpo contra el suyo. Estremeciéndose, se cubrió el rostro con las manos sin poder seguir ocultando su vergüenza.

Finalmente, el cansancio se apoderó de ella y se giró para mirar con anhelo el camastro de piel. No sabía si el normando regresaría para dormir allí o no, y estaba demasiado exhausta para pensar con claridad. Pero no importaba. No podía tumbarse en su cama a pesar de su ausencia; la idea le resultaba aterradora. Siguió tendida en el suelo sucio y se encogió sobre sí misma hasta que su mente cansada comenzó a adormilarse. Nerviosa, escuchó los sonidos de la noche y del campamento, los relinchos de los caballos, el ulular de un búho, y la queda conversación que mantenían los hombres fuera hasta que cesó la última de las voces. Entonces, Isabella se puso tensa, esperando los inevitables pasos que sin duda llegarían.

Pero él no llegó.

Cuando Isabella despertó, encontró el rostro del normando pegado al suyo. Durante un instante se quedó quieta, aturdida por el sueño, mirando aquellos ojos brillantes que no era negros sino de un marrón muy oscuro. Entonces la realidad la asaltó con fuerza y se apartó.

—Espero que vuestra historia resulte ser cierta —dijo Edward mientras se erguía.

A la joven no se le escapó el significado de sus palabras.

—¡Alejaos de mí!

—¿Qué es lo que os asusta tanto esta mañana, milady? ¿Es a mí a quien teméis... o a vos misma?

—Temo a los crueles normados para los que la violación es un deporte tan habitual como la cetrería.

—Os aseguro que yo nunca he participado en ese acto particular de violencia y nunca lo haré. —Se rió y luego añadió en voz baja—: Nunca lo he necesitado, y cuando vos os reunáis conmigo en mi cama lo haréis con entusiasmo, al igual que anoche.

—¡Lo de anoche nunca se repetirá! —afirmó Isabella, enfurecida.

Él alzó una de sus oscuras cejas.

—¿Me estáis desafiando? —Su sonrisa era auténtica—. Me gustan los retos.

—No tenéis poder sobre mí —murmuró mientras el corazón le latía con fuerza.

—Al contrario. Estoy seguro de que puedo lograr que me deseéis. Eso es poder.

—Yo no soy como las demás mujeres.

—¿No? —Sus dientes brillaron—. Anoche parecíais igual que cualquier otra cuando gemíais bajo mi cuerpo; una mujer bajo mi poder y a mi merced. Pero si eso os hace sentiros mejor, reconozco que sois mucho más interesante que cualquier mujer que haya conocido nunca. Mucho más interesante, más intrigante y... —volvió a sonreír y sus ojos le resultaron de pronto cálidos—, mucho más hermosa.

Isabella intentó luchar contra la seducción que ardía en la intensidad de su mirada.

—¡Yo no gimo, normando! Y podéis decir y hacer lo que deseéis, pero eso no cambia lo que siento. Y, creedme, lo que siento por vos es mejor callarlo.

—Soy de la opinión de que bajo la rabia hay mucho que explorar. Pero estamos perdiendo no sólo palabras, sino también el tiempo. Nos marchamos en un cuarto de hora. Os sugiero que aprovechéis unos instantes a solas para hacer lo que tengáis que hacer —repuso, escrutándola con su mirada—. Podemos concluir esta disputa en Alnwick.

Dicho aquello, Edward se giró y se marchó cojeando ligeramente, aunque moviéndose con una agilidad impropia de alguien que había sido herido el día anterior. Isabella se sintió aliviada de verlo marchar. Cada vez que salía intacta de uno de sus encuentros lo consideraba una victoria, y no pequeña. Pero también se sintió abatida. Alnwick era la nueva sede de Masen. El conde, el padre del bastardo, había pasado unos quince años terminándola, y los rumores decían que se trataba de un fuerte impenetrable. Si aquello era verdad, significaba que una vez que estuviera prisionera allí no tendría esperanzas de que la rescataran. Pero tal vez Charlie y su hermano estuvieran inspeccionando el campo buscándola. ¡Tenían que rescatarla antes de que la llevaran a Alnwick! Era su única esperanza. Debía dejarle una señal a su padre.

Temblando por los nervios, echó rápidamente a un lado la piel con la que se estaba cubriendo. Alguien le había llevado un cuenco con agua, y Isabella se lavó rápidamente, antes de salir corriendo de la tienda.

Lo que vio la detuvo; estaban ensillando los caballos y levantando el campamento. Todo el mundo parecía absorto en sus tareas. La joven buscó entre la multitud y pudo ver a su captor de espaldas hablando con otro caballero.

Respiró con fuerza para tranquilizarse, rogando para que Edward de Cullen no advirtiera su presencia. Pero él se giró de pronto para mirarla. Isabella lo ignoró con la esperanza de que no sospechara su nerviosismo y caminó hacia el bosque. Era consciente de que un caballero la seguía, sin duda con instrucciones de vigilarla. Su ánimo decayó, pero no cejó en su empeño. Desapareció detrás de unos arbustos para atender sus necesidades, y en el proceso se quitó la fina camisola de seda que llevaba bajo las túnicas de aldeana, una prenda blanca y fina. Le temblaban tanto las manos que tuvo que hacer varios intentos para atar el trozo de tela a la rama de un árbol. Cuando lo hubo conseguido, rasgó algunas tiras y se las ató en las muñecas. Después se dirigió al lugar donde estaba su guardián, que la esperaba dándole la espalda. Sus esperanzas crecieron. ¡Seguro que algún escocés que la estuviera buscando encontraría el trozo de tela que había dejado!

El caballero la acompañó de regreso al campamento y a su captor, que estaba hablando con el hombre que la había hecho prisionera el día anterior.

—¿Liddel? —estaba diciendo Will—. No debería suponer ningún problema; después de todo, esta noche estarán todos borrachos por la boda. Puedo averiguar lo que deseas saber —afirmó con sonrisa autosuficiente.

—Buena suerte —le deseó Edward palmeándole el hombro. Después, se giró y le dirigió una sonrisa a la joven—. ¿Queréis enviarle un mensaje a alguien? ¿A vuestro amado, quizá?

Isabella estaba paralizada, pero se sobrepuso en un instante.

—¿Tenéis ojos en la espalda, como un monstruo deforme?

—¿Acaso estabais fisgoneando? Si queréis saber mis intenciones no tenéis más que preguntar, milady. —Edward se estaba divirtiendo.

—¿Por qué va a ir ese hombre a Liddel?

—¿Tenéis algo que esconder?

—Por supuesto que no.

—Entonces no tenéis nada que temer. —Estaba jugando con ella, probándola.

—¿Por qué estáis haciendo esto?

—Porque no puedo evitarlo. —De pronto, su diversión pareció desvanecerse. Sus ojos parecieron atravesarla, revelándole el oscuro deseo que sentía por ella y una determinación aún más oscura.

El normando ejercía un magnetismo sobre Isabella contra el que no tenía poder. Pensando en ello, la joven se estremeció con una súbita premonición que no se atrevió a analizar. Era mucho más seguro ignorar lo que había ocurrido entre ellos, fuera lo que fuera. Fingir que no existía. Que nunca había existido.

—Vamos, nos marchamos; vos cabalgaréis conmigo —dijo él, rompiendo el hechizo y extendiendo la mano hacia ella. Cuando la joven no se movió, Edward dejó caer la mano—. ¿Ocurre algo, Marie?

—Desearía cabalgar con cualquiera que no fuerais vos.

Edward se acercó a ella y la miró fijamente.

—Pero no os estoy dando a escoger, milady. —Sonrió levemente—. Además, os resultará entretenido cabalgar conmigo.

—No sois más que un patán engreído —replicó la joven captando la indirecta y sintiendo que el sonrojo invadía su cara.

—¿Cómo puede una dama pronunciar esas palabras? —preguntó riéndose.

—No me importa lo que penséis de mí. —Isabella apretó los dientes—. ¿Dónde está vuestro maldito caballo?

Él se lo señaló riéndose de nuevo y mostrando un destello de dientes blancos.

Mientras Isabella se acercaba a un enorme caballo de batalla de color castaño, la risa masculina seguía resonando en su cabeza. Furiosa, decidió que lo vencería costara lo que costara, y cuando lo hiciera le arrojaría su triunfo a la cara. Entonces sería ella la que riera.

Edward la subió sin esfuerzo a la silla y luego se colocó detrás de ella con agilidad. La joven trató de ignorar el contacto de su cuerpo agarrándose con fuerza al pomo redondeado de la silla. Iba ser un día muy largo; de eso no le cabía la menor duda.

Viajaron hacia el noreste a trote rápido, alejándose de Swanter a través de colinas rocosas y onduladas. Al parecer la intención de Edward era llegar a Alnwick aquel mismo día. No cabía duda de que los normandos habían cumplido la misión que los había llevado hasta Escocia. Isabella sopesó las posibilidades. Estaba decidida a descubrir qué habían estado haciendo en las proximidades de Swanter y Liddel. Y a cada hora que pasaba, la joven dejaba que un jirón de su camisola se le deslizara desde la manga y fuera a caer al suelo.

No disminuyeron el paso hasta que se detuvieron al mediodía para dar de beber a los caballos. Para entonces estaban rodeados de los ásperos páramos de Umbría del Norte y de un infinito cielo gris que era atravesado en ocasiones por gaviotas.

Isabella se deslizó agradecida al suelo, agotada por haber tenido que soportar la intimidad de compartir silla con su secuestrador durante tantas e interminables horas. Sin duda, aquello era lo más cerca del infierno que estaría nunca.

Nadie le estaba prestando atención. Mientras los caballeros hablaban en voz baja a su alrededor a la espera de que sus monturas saciaran sus sed, Isabella se acercó a un árbol casi seco, se sentó dando muestras de fatiga y dejó caer otro jirón de la camisa. Unos minutos más tarde, cuando los soldados volvieron a montar, se puso en pie y se acercó de nuevo al grupo. De inmediato, Edward de Cullen guió su enorme caballo en su dirección.

—¿Estáis disfrutando de la vista?

—¿Qué hay aquí para disfrutar? El paisaje es desolador.

—Habláis como una auténtica escocesa. —Su mirada la atravesó—. ¿Sois escocesa de verdad, Marie?

Ella se quedó paralizada. ¿Era el diablo y sabía leer el pensamiento? ¿O había descubierto su identidad? Su madre, la reina Renee, era inglesa. El hermano de Renee era Edgar Aethling, sobrino nieto del rey sajón Michael el Confesor, que había sido heredero al trono de Inglaterra antes de la conquista. Cuando el duque William el Bastardo invadió Inglaterra, la madre de Renee, viuda, huyó a Escocia con sus hijos en busca de refugio, temiendo por la vida de su primogénito. Charlie se enamoró locamente de Renee a primera vista, y cuando su primera esposa, Ingeborg, murió, se casó con ella.

—Soy escocesa de los pies a la cabeza —aseguró Isabella con sinceridad.

—No habláis como una escocesa excepto cuando queréis. Vuestro inglés es perfecto; incluso mejor que el mío.

Por supuesto que su inglés era perfecto, y no sólo porque su madre fuera inglesa. A lo largo de los años, la corte de Charlie había ido adquiriendo costumbres anglosajonas en honor a su esposa.

—Tal vez los normandos sean demasiado estúpidos como para hablar bien inglés.

Él apretó la mandíbula.

—Tal vez este normando haya sido verdaderamente poco inteligente —afirmó al tiempo que bajaba del caballo y le dedicaba una mirada enigmática.

A la joven no le gustaron ni sus palabras ni su tono de voz. Se quedó paralizada cuando, en lugar de subirla a la silla, se dirigió directamente al árbol seco en el que había estado sentada. A Isabella le dio un vuelco el corazón. Él se agachó, recogió el jirón de la camisola y fue hasta ella con pasos largos y apretando la tela dentro del puño.

—Sois muy lista.

Isabella dio un paso atrás, pero él estiró la mano y la atrajo bruscamente hacia sí.

—Si tantas ganas tenéis de quitaros la ropa, milady, sólo necesitáis decirlo. —A la joven no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada, y menos enfrentándose tan de cerca a su furia—. ¿Durante cuánto tiempo habéis estado dejando estas señales?

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Espero que os guste esta historia como este capitulo, dejen sus comentarios y votos.

besos

Capítulo 2: El encuentro Capítulo 4: Llegada al castillo

 
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