La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90597
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 11: No puedo, lo siento pero no puedo

Lo siento pido mil disculpas, pero no he podido actualizar antes por problemas familiares.

A la prenguta si van a salir Rosalie, Alice y Emmett no lo se, gracias por su comentario y por estar tan pendiente de esta historia.

GRACIAS POR SUS VOTOS, COMENARIOS Y ALGUNOS POR SER FAVORITA.

Besos intentare dejar otro cap en un par días.

Difrutar el cap espero k os guste

__________________________________________________________________________________


Era una trampa.

Cuando Isabella por fin consiguió calmarse, ya había repasado con sumo cuidado lo ocurrido y había llegado a esa conclusión. Charlie la quería, y aunque no permitiría que sufriera el estigma de dar a luz a un bastardo, también estaba convencida de que no la entregaría al enemigo sin saber antes si esperaba un hijo o no. Odiaba demasiado a los normandos.

Las palabras que ella había escuchado, el acuerdo que al parecer habían hecho, formaban parte de su ardid. Isabella se abrazó a sí misma. La noche era fría, pero también sentía un frío terrible en el corazón a pesar de su certeza.

La joven estaba en la ventana, mirando la noche sin verla. A su espalda, Elizabeth dormía en la cama que compartían. La luna se alzó, llena y blanca. Vio cómo ascendía y se abría paso a través de un cielo gris perla. Cientos de estrellas se desplegaron para acompañarla, y la plateada luz de la luna bailó en el interior de su habitación.

De pronto, las estrellas perdieron brillo. Si al menos hubiera tenido la oportunidad de hablar con su padre a solas... Si se la hubiera llevado a un aparte, si la hubiera consolado, si le hubiera dicho que la quería y le hubiera explicado en qué consistía aquella estratagema...

Pero no lo había hecho. Confiaba en ella, sabía que era leal e inteligente, igual que Isabella confiaba en que al final Charlie sería más inteligente que los normandos. Nadie mejor que su padre para burlarlos. Había luchado contra ellos durante casi veinte años con uñas y dientes, engañándolos para sobrevivir y salvaguardar Escocia. Igual que ahora había engañado a Edward de Cullen.

Porque aquella era la única explicación para que su ahora prometido creyera de verdad que su matrimonio se basaría en algún tipo de alianza política. Le habían tendido una trampa.

Isabella se recobró y se limpió una lágrima con la manga. No había razón alguna para llorar. Tenía que ser fuerte, tenía que sobrevivir cada día lo mejor que pudiera, con orgullo y fortaleza, y no debía concebir un hijo. Era tarde, pero su secuestrador todavía seguía abajo. Aquella noche el salón había estado inusualmente festivo, para disgusto de Isabella. Los hombres se habían dado a la bebida para celebrar el aparente éxito de su señor y se habían vuelto tremendamente ruidosos. Pero ahora el salón estaba en silencio; todos se habían ido a la cama.

Excepto Edward. Isabella no podía imaginárselo borracho, pero tras lo ocurrido debería estarlo. Aquélla era una oportunidad de oro. El normando tendría los sentidos adormecidos. ¿Encontraría mejor ocasión para enfrentarle? ¿Para exigirle los detalles de lo que había ocurrido entre su padre y él? ¿Para tranquilizarse a sí misma con lo que sin duda era la verdad?

La joven vaciló, pero mientras salía de la habitación, el corazón le latía con fuerza. Él la encontraba deseable. ¿Acaso los bardos no contaban historias de hombres que perdían la cabeza por peligrosas seductoras? ¿No sería mejor ser una seductora en lugar de una instigadora? ¿Se atrevería a adoptar semejante papel?

Tratando de ignorar el calor de las mejillas y la rápida palpitación de su pecho, se dirigió al gran salón. Sin embargo, al detenerse en el umbral se le ocurrió pensar que estaba jugando a algo peligroso que acabaría mal para ella.

Temblando, miró a su alrededor. El fuego agonizante del hogar todavía brillaba y sonaba de vez en cuando algún ronquido. Al parecer todos los soldados que quedaban en el gran salón estaban dormidos. Esperaba encontrar a Edward en el estrado, pero no había nadie en la plataforma. Sintiendo una creciente e incómoda angustia, se acercó a las dos sillas en forma de trono que había frente a la chimenea por detrás, pensando que tal vez estuviera sentado en una de ellas. Cuando las encontró vacías, Isabella se apretó las manos.

Edward no estaba en sus aposentos ni en el salón, y ella sospechaba en qué andaba. Era lo que todos los hombres hacían a aquellas horas intempestivas: yacer con alguna criada. Isabella, consumida como estaba por una súbita ira, se quedó inmóvil durante un instante antes de darse la vuelta bruscamente y subir las escaleras. Su rabia estaba fuera de lugar. No le importaba lo que hiciera el bastardo. Ninguna mujer podía esperar fidelidad de su esposo, y él todavía no se había casado con ella ni lo haría en el futuro.

Edward no estaba borracho. Nada más lejos de la realidad, ya que no era un hombre inclinado a los excesos. Dejó el candelabro a un lado con cuidado. No tenía intención de quemar su propio establo.

—¿Milord? —preguntó la criada, inmóvil y sin aliento.

El normando no estaba precisamente complacido. La muchacha no era su tipo. En otro momento, su suavidad sí lo hubiera satisfecho. Aunque al menos le gustaba su cabello. Era rubio claro.

Estaba poseído por la lujuria. Aquella noche, al igual que la anterior, le había resultado imposible dormir a causa del deseo no satisfecho. A pesar de haber intentado no hacerlo, se encontró pensando en su prometida como si fuera un adolescente. Era un hombre acostumbrado a saciar su apetito cuando le nacía. Nunca antes había dedicado ni un solo instante a fantasear, ni siquiera de muchacho. Sabía que no podría pasar una noche más como la del día anterior, y llevarse ahora a Isabella a la cama estaba completamente fuera de lugar. Era su prometida a todos los efectos aunque el compromiso todavía no se hubiera firmado. Utilizarla de aquel modo tan insensible sería una falta de respeto y un abuso al que no la sometería. En ningún castillo había intimidad, y menos en Alnwick. Algún día sería su condesa; si la trataba con desdén, sentaría un precedente.

Edward observó a la criada que estaba sin aliento delante de él y que le había estado provocando toda la noche. Era una pobre sustituta de la mujer a la que deseaba. No importaba. Sería absurdo continuar de aquella manera el mes que faltaba hasta que se casara con Isabella. Edward le hizo una seña. Un instante más tarde la tenía de rodillas, encargándose de aliviar su molestia.

Isabella no se durmió hasta el amanecer. Ya no le daba vueltas a aquel peligroso juego de guerra y traición en el que ella era el peón principal. Estaba furiosa y herida, dos emociones que no tenía derecho a sentir. No podía dejar de imaginarse a Edward con alguna sirvienta. No debería importarle lo que hiciera ni con quién, pero que Dios la ayudara, sí le importaba.

A medida que la mañana iba adquiriendo tintes grisáceos y aprovechando que Elizabeth seguía dormida como una bendita, la joven se enfrentó a los hechos en toda su crudeza. Había pensado en aquel hombre muchas veces desde que lo vio por primera vez en Abernathy. Le había resultado imposible no recordarlo, porque se quedó impresionada con su poderosa presencia. Aunque fuera su enemigo, la atracción estuvo allí desde el principio.

Isabella se bajó de la cama y decidió que eso no importaba, prometiéndose a sí misma no olvidarlo nunca. Lo de Abernathy había ocurrido hacía mucho tiempo. Aquella noche había demostrado la profundidad de la pasión que sentía por ella; una pasión meramente política.

Aunque Edward fuera el dueño absoluto de su cuerpo, no permitiría que lo fuera de su voluntad. Nunca dejaría que le esclavizara la mente. Su cuerpo sería irrelevante. Después de todo, como decía siempre su madre, sólo estaba hecho de carne y huesos. El alma era una cosa muy distinta. Pero continuaba sintiendo una rabia ardiente y amarga, y quería contraatacar. Había un modo muy claro de utilizar su actual circunstancia a su favor. ¿Acaso no la había acusado él en una ocasión de ser una espía? Había llegado el momento de asumir aquel papel.

Decidida, Isabella comenzó a asearse pensando en lo orgulloso que estaría Charlie de ella. Estaba a punto de salir de la habitación, cuando la nodriza de Elizabeth despertó a la niña. Todavía no habían dado las seis; la joven salió cuando Elizabeth comenzaba a protestar diciendo que no quería ir a misa aquella mañana.

Lo vio en el preciso instante en que entró en el salón. La miraba como si no se hubiera acostado la noche anterior con otra mujer. La ira de Isabella renació junto con aquel molesto dolor en el pecho.

Intentando ignorar a Edward, se acercó al fuego sin saludarlo siquiera, como si no existiera, preguntándose con qué mujer habría yacido y también cuándo tendría la oportunidad de ejercer de espía.

—Si acercas más las manos te vas a quemar —dijo él con suavidad aproximándose y colocándose justo detrás de ella.

Isabella se puso tensa. Edward no pudo resistir la tentación que suponía ver su cabello suelto y se lo acarició mientras susurraba:

—Tienes un pelo precioso, princesa. —Su tono de voz era dulce e hipnótico.

La joven permaneció inmóvil recordando su traición de la noche anterior. Pero todos los sentidos que poseía eran plenamente conscientes del calor del cuerpo masculino y del poder que emanaba.

—¿Has dormido bien? —le preguntó mientras sus dedos rozaban su nuca.

Ella apartó la cara.

—No me toques. Y sí, la verdad es que he dormido muy bien —mintió. Apenas había pegado ojo.

—¿Por qué estás tan enfadada? —quiso saber, mirándola fijamente.

—¿Enfadada yo?

—¿Te he ofendido de alguna manera?

Isabella respondió con la pregunta que le estaba quemando.

—¿Dormiste tú bien anoche, milord?

—Lo cierto es que no. Y estoy seguro de que te imaginas la razón.

—¡Oh, claro que sé la razón!

Él le acarició la mejilla con el dedo índice y Isabella le apartó la mano.

Los ojos de Edward brillaron de modo seductor.

—Entonces sabrás, princesa, que la única manera de que yo duerma bien es que tú estés en mi cama y ambos nos hayamos saciado. —El hecho de que fuera tan directo la dejó sin palabras—. Estás muy enfadada, Isabella. ¿Por qué? ¿Porque anoche no hice lo que me hubiera gustado?

—Pero sí que lo hiciste, ¿no es verdad? —se escuchó acusarlo.

—Desde luego que no. De haber sido así tú no estarías despierta ni levantada a estas horas, porque no hubieras podido salir de nuestra cama —repuso desconcertado.

Ella se ruborizó. Durante un instante se imaginó a Edward tomándola de un modo tan completo, tan absoluto, que hubiera tenido que pasarse el resto del día en la cama. Entonces recordó que aquella mañana habría alguna criada en algún rincón de Alnwick en esas circunstancias. Estaba tan furiosa que no le salían las palabras.

—Pronto —dijo Edward con suavidad—, cuando nos hayamos casado, ninguno de los dos tendrá que volver a pasar una noche en blanco.

—Eres un hipócrita —gritó Isabella incapaz de contenerse, olvidando la prudencia.

—¿De veras? —La expresión de Edward se endureció un tanto.

—¡Sí, de veras! —Isabella vio cómo crecía la furia de su prometido pero no le importó—. Anoche bajé justo antes de los maitines.

Cuando calló, la ira de Edward había desaparecido y sonreía complacido.

—Así que viniste a buscarme —dijo tomándole las manos.

—¡No por la razón que tú crees! —exclamó mientras intentaba zafarse sin éxito.

Él parecía divertido y escéptico al mismo tiempo.

—Vamos, no irás a decirme que me buscaste en medio de la noche para conversar.

Aquello era absurdo. Isabella volvió a sonrojarse.

—¡Así fue!

De pronto, la sonrisa de Edward se desvaneció.

—Ah, ahora comienzo a entender lo que ocurre. —La joven trató una vez más de rescatar las manos, pero resultó inútil—. Por supuesto que estás enfadada esta mañana, Isabella. Viniste a buscarme pero no me encontraste.

Isabella dejó de luchar. Sentía un tremendo dolor en el pecho.

—¡Y ambos sabemos por qué, así que no lo niegues!

—No lo niego. Pero, ¿qué querías que hiciera? Mi cuerpo ardía por ti.

Isabella intentó una vez más liberarse, y una vez más no sirvió de nada. Sus palabras despertaron en ella imágenes vividas de él completamente excitado, e intentó alejarlas.

—¡Estoy segura de que no me dedicaste ni un solo pensamiento mientras te aliviabas en tu atractiva amante!

—No puede decirse que fuera atractiva, y si quieres saberlo, sólo pensé en ti mientras estaba con ella.

La joven se quedó helada al comprender que, a pesar de estar enfadada, herida y celosa, la sola presencia del normando conseguía que una marea hirviente de deseo la recorriera. Incluso el pulso le latía con fuerza, haciéndole sentirse incómoda. ¿Cómo podía hacerle eso en aquellas circunstancias?

—Yo estaba arriba —dijo finalmente, dándose cuenta al instante del dolor que dejaba traslucir.

—Isabella, vas a convertirte en mi esposa. Está fuera de lugar que te utilice como si fueras mi amante —repuso asombrado.

Ella estuvo a punto de interrumpirlo, pero Edward habló con voz profunda y firme, apremiante incluso.

—¿Crees que no lo pensé? ¿De verdad piensas que cualquier mujer puede compararse con alguien como tú? ¿Sabes cuántas veces estuve a punto de subir esas escaleras a sabiendas de que no debía? Sólo mi fuerza de voluntad me lo impidió. —Edward le soltó de pronto las manos para acunar su rostro y Isabella fue incapaz de moverse—. Fui discreto. Todos los hombres del salón estaban dormidos. No quería que tú te enteraras. Aun así, me complace que estés celosa. —Ella abrió la boca para negarlo, pero no logró emitir ningún sonido—. Quieres lo imposible, princesa, pero haré lo que me pides.

Aturdida, Isabella parpadeó.

—¿A qué... a qué te refieres? —susurró con voz ronca.

—Me contendré hasta nuestra noche de bodas, ya que es tan importante para ti.

Isabella se tambaleó. Él la agarró y de pronto estaba entre sus brazos.

—¿Has entendido lo que acabo de decir? —inquirió Edward.

A pesar de la conmoción, la joven se dio cuenta de que él también estaba excitado. Le puso las manos en el pecho, aunque no supo si fue para apartarlo de sí o para agarrarse a él con más fuerza.

—Sí..., lo comprendo.

—¿Estás contenta? —La expresión de Edward resultaba casi salvaje.

La joven asintió con la cabeza, todavía sorprendida por el tono que había adquirido la conversación y la forma tan sorprendente en que había terminado.

—¡Bien! Siempre trataré de complacerte. —Terminó su frase con un beso que saqueó su boca y la quemó por dentro.

La mente de Isabella no paraba de repetir aquella increíble letanía. Él acababa de prometerle que practicaría el celibato hasta que se casaran. Celibato... Fidelidad... La cantinela seguía torturándola cuando abrió la boca, dándole permiso para ahondar el beso. Pero cuando sus lenguas finalmente se encontraron, Edward se apartó, jadeante.

—Sin duda perderé la cabeza cada vez que te tenga cerca —le advirtió con una sonrisa que le iluminó los ojos.

En otra época o en otras circunstancias, pensó Isabella con súbita desesperación, un matrimonio como aquél podría haber tenido éxito. Pero no podía ser, porque no habría boda. El compromiso era un ardid. Y sin embargo... Edward parecía tan convencido... Y no era la clase de hombre al que se pudiera engañar con facilidad.

—¿Cuáles han sido las condiciones de este matrimonio? —se escuchó decir con voz tensa.

—¿No te basta con saber que tu padre y yo hemos decidido unir a nuestras familias? —preguntó el normando. Su sonrisa había desaparecido.

—No. Debo conocer las condiciones.

Edward la miró fijamente, y luego le dijo con delicadeza:

—¿No recuerdas que hablamos ayer de esto?

La joven tuvo que luchar por controlar la voz y encontrar las palabras adecuadas.

—Por favor, milord, me gustaría saber qué gana mi padre entregándote mi mano. Aparte de... —Isabella tragó saliva—. Nuestro hijo.

El normando guardó silencio. Tenían las miradas entrecruzadas, la de él oscura y sombría, la suya vidriosa por las lágrimas que no quería derramar. Por fin, Edward dijo con gravedad:

—Me estás preguntado por asuntos políticos.

—Esto es muy importante para mí.

—Lo sé, Isabella. Sé mucho más de lo que imaginas. Confía en mí. Pronto seré tu esposo; y de aquí en adelante seré el único que tenga el derecho a cuidarte. Charlie se ha mostrado conforme con la alianza; déjalo estar.

—No puedo —susurró ella—. Tengo que conocer con exactitud lo que se dijo.

Edward la miró en silencio durante un instante, y luego le preguntó con voz tranquila:

—¿Me jurarás fidelidad, Isabella?

Ella se quedó paralizada. Sabía que debía decirle una única palabra: Sí. El corazón le latía con una intensidad aterradora. Nunca le había gustado mentir y tampoco lo haría ahora, así que calló.

La expresión de Edward se volvió sombría y sus palabras amargas.

—Te he prometido fidelidad; te he prometido que cuidaré de ti. Pero tú no quieres hacerme el mismo juramento.

Isabella estaba dividida. Había algo en la actitud de Edward, en sus ojos, que la hacía desear prometerle todo lo que le pidiera, pero sin duda aquello era una locura. Quería conquistar no sólo su cuerpo, sino también su espíritu, y ella había jurado que no se lo permitiría. Porque al final no habría ninguna boda, estaba convencida de ello.

Edward le agarró de la barbilla, alzándosela.

—¿Te casarás conmigo, me recibirás en tus brazos, criarás a mis hijos, atenderás mi casa y cuidarás de mi gente cuando esté enferma? ¿Me darás tu apoyo en los tiempos difíciles? ¿Me serás leal?

Isabella gimió. En aquel momento, frente a él, sintió de pronto que no estaba segura de su propia respuesta. Pero, ¿cómo era posible? Estaba claro a quién le era leal. Y eso no había cambiado.

—¡Tengo que saberlo! —explotó el normando con un brillo salvaje en la mirada.

Ella sacudió la cabeza mientras notaba que los ojos comenzaban a escocerle.

—Júrame por lo que más quieras, júrame por la vida de tu padre que cumplirás con tu deber hacia mí tal y como yo he prometido —le ordenó Edward—. ¡Júralo ahora!

La joven respiró hondo.

—No... No puedo.

Él la soltó y Isabella se dio cuenta de que Edward estaba temblando.

—¿No puedes darme tu palabra o no me la vas a dar?

—No puedo.

—¿Y te atreves a preguntarme secretos políticos? —le preguntó con frialdad—. Tienes una última oportunidad. —La vena de su sien latía con fuerza—. ¿Me serás leal a mí antes que a nadie, por encima de todos los demás?

Isabella pensó en no contestar, pero, finalmente, dijo:

—No.

Edward no pudo evitar que su rostro reflejara la incredulidad que sentía.

—Soy leal a Escocia —susurró ella, dándose cuenta de que estaba llorando.

De pronto, le vino a la mente la última imagen del rostro lleno de odio de su padre, y pensó en lo orgulloso que estaría de ella si pudiera verla en ese momento.

—¿Incluso cuando nos hayamos casado?

—Sí, incluso después de casarnos. —Isabella rezó para que la boda no se celebrara.

Los condes de Masen llegaron aquel mismo día. Isabella estaba en la sala de las mujeres cuando se enteró de su llegada. Las damas salieron corriendo a recibir a la señora de Alnwick con Elizabeth a la cabeza, gritando de alegría. La escocesa no hizo amago de seguirlas y nadie notó su falta. Estaba sola en la sala y sentía una angustia creciente en el pecho. No quería conocer a los padres de Edward ni en aquel momento ni nunca. Y sobre todo no quería conocer al conde, enemigo personal de su padre.

Pero no tenía elección. Un rato más tarde, cuando cesó la algarabía en el salón, apareció una mujer en el umbral y Isabella se puso automáticamente en pie. No tuvo ninguna duda de que se trataba de la condesa.

La madre de Edward era una esbelta y hermosa mujer de edad indefinida. Llevaba puesto un vestido de terciopelo amarillo ricamente bordado hasta el bajo con hilos de múltiples colores, y una faja dorada con joyas incrustadas le marcaba la estrecha cintura. Su velo, entre dorado y carmesí, era de la seda más fina, y una banda de rubíes dentro de un círculo de oro lo mantenía en su sitio. Se trataba de una de las mujeres más impactantes que Isabella había visto en su vida, y no sólo por su atuendo. De los rasgos de su rastro se deducía que era una mujer de carácter fuerte, y sus ojos denotaban una aguda inteligencia.

En aquel momento la miraba fijamente, y la joven se preguntó si la odiaría y estaría disgustada por la alianza.

—Milady —murmuró Isabella.

La condesa alzó una ceja y la escocesa fue consciente de que lady Esme estaba observando desde su castaña cabeza hasta las sandalias azules que llevaba puestas. A la espalda de su futura suegra, media docena de damas que conformaban el séquito de la condesa, también la miraban con curiosidad no disimulada y risitas ahogadas.

—Acércate, princesa —dijo la condesa. Era una orden pronunciada con suavidad pero al mismo tiempo con firmeza, que Isabella se apresuró a obedecer—. Quiero darte la bienvenida a nuestra familia. —Lady Esme suavizó el tono al tomar las manos de la joven.

—Gracias —contestó con tensión, dándose cuenta de que le estaba dando su aprobación.

—Quisiera quedarme a solas con la prometida de mi hijo —ordenó la condesa.

Sus damas desaparecieron entre sonrisas y murmullos.

—Vamos, sentémonos y conozcámonos un poco —le pidió lady Esme, tomando a Isabella del brazo y guiándola hacia un par de sillas—. No tienes que tener miedo de mí.

—No lo tengo —replicó la joven cuando tomaron asiento.

Lo cierto era que estaba incómoda. Pero no por la condesa, sino porque tenía el absurdo deseo de que pudieran ser de verdad suegra y nuera.

—Confío en que Edward te haya tratado bien. —Isabella bajó los ojos, consciente de a lo que se refería la condesa—. Tanto él como sus hermanos han salido a su padre. Si lo dominó la lujuria cuando os encontrasteis, lo lamento. —La joven se sonrojó—. Sin embargo, todos saben cómo tratar a una dama. Espero que después se comportara como un caballero.

Isabella pensó en la asombrosa promesa que Edward le había hecho sobre mantenerse célibe y algo se contrajo en su interior.

—Yo... Sí, así ha sido.

—Por supuesto —continuó la condesa, complacida—. Creció en una corte decadente en la que la ambición, la intriga y el deseo estaban a la orden del día. Tuvo que endurecerse desde muy niño. —Su tono había cambiado; la tristeza era innegable—. Pero no te equivoques. Dentro de él hay una gran ternura, y estoy segura de que una mujer como tú puede encontrar esa parte de él que tanto esconde.

Isabella recordó el tono suave de la voz masculina, las palabras seductoras que le había dicho aquel mismo día y se revolvió incómoda.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Para que comprendas a mi hijo, el hombre que va a ser tu esposo. Para que puedas perdonarlo cuando se olvide de sí mismo.

La joven no respondió. Le resultaría tan sencillo hacerse amiga de aquella mujer, que le cayera bien... Pero no quería que ocurriera. Su situación ya era lo bastante difícil.

—¿Cuándo sabrás si estás esperando un hijo?

Isabella abrió los ojos de par en par. El rostro le ardía.

—No soy muy regular.

—Eso es una lástima. Si estás esperando a mi nieto, debes decírmelo de inmediato. —La condesa observó que Isabella fruncía los labios—. Creo que deberíamos hablar con sinceridad, ¿no te parece? —Sonrió—. Estoy encantada con esta alianza, princesa. Igual que lo están mi esposo y mi hijo. —Lady Esme la tomó de la mano—. Pero tú no estás contenta. Te sientes desgraciada.

La joven respiró hondo. Estaba a punto de llorar, desarmada por la amabilidad de su tono.

—¿Tanto... tanto se me nota?

—Mucho. ¿Es por Edward? ¿No te complace?

Isabella cerró los ojos. No debía considerar aquella pregunta.

—Es mi enemigo —respondió con mucha calma. La condesa la miró en silencio—. Todos sois mis enemigos, milady —afirmó la joven en el mismo tono.

—Se ha formado una alianza. ¿Desobedecerás a tu padre, el rey?

No podía contestar. No podía admitir que no habría ninguna traición ya que ella seguía siendo leal a Charlie. Lo que la inquietaba era el hecho de que la condesa estuviera tan convencida como su hijo de que la alianza fuera a llevarse a cabo. Ninguno de los dos era estúpido. Todo lo contrario; ambos eran extraordinariamente astutos. ¿Y si tenían razón y la que estaba equivocada era ella? ¿Entonces qué? Cielo Santo, si la boda se celebraba, si de verdad tenía lugar, ¿qué haría ella?

El conde de Masen esperaba impaciente a su primogénito. Sabía que no lo encontraría al llegar; el padre conocía bien las costumbres de su hijo. Hasta la comida del mediodía atendería con su asistente asuntos administrativos. Después se ocuparía personalmente de sus obligaciones, ya fuera una inspección a la propiedad de algún arrendatario o la instrucción de sus caballeros.

Carlisle estaba impaciente porque veía muy poco a Edward. Lo cierto era que desde que lo había enviado a la corte de William como rehén tantos años atrás, sus caminos parecían destinados a divergir en lugar de a encontrarse. Cuando su hijo vivió en la corte, Carlisle se vio obligado a permanecer en el norte, defendiendo y asegurando sus fronteras. Y cuando Edward regresó a casa, el conde tuvo que acudir a la corte para proteger sus intereses de aquellos que querían verlos destruidos.

Suspiró. Se arrepentía de pocas cosas, pero una de ellas era de haber pasado poco tiempo con su hijo mayor. Cuando por fin lo vio entrar en el gran salón, Carlisle se puso en pie, sonriendo.

—Nunca pensé que nuestro siguiente encuentro sería poco antes de tu boda con una princesa —dijo el conde a modo de saludo.

La expresión de seriedad de su hijo se desvaneció.

—¿Rufus ha accedido?

—El rey está de acuerdo.

—Te debo agradecimiento eterno, padre.

La sonrisa de Edward era radiante y Carlisle se sintió feliz.

—Rufus no tiene otra opción si quiere recuperar Normandía. La codicia ha marcado su decisión. También ha influido que ya no incluye en su círculo de amistades a Marcus Denaly. Quien por cierto, estaba furioso.

—Lo imagino. —Edward le hizo un gesto a su padre para que se sentara y él tomó asiento a su lado—. Todo el mundo está horrorizado y asombrado con esta alianza... incluida mi prometida —concluyó con una mueca.

—¿Una novia reacia?

—Eso es quedarse corto.

—¿Y cómo conseguiste el consentimiento de Charlie?

Edward miró a su padre directamente a los ojos.

—Cuando le ofrecí su mayor deseo no pudo negarse. Le juré que vería a su hijo mayor en su trono.

—Y cuando yo muera y Rufus te pida tu apoyo para colocar a Demetri, su elegido, en el trono, ¿qué harás? —preguntó Carlisle.

—Soy su fiel servidor —contestó Edward con frialdad—. Por mucho que lo desprecie.

Era la primera vez que su hijo revelaba abiertamente su antagonismo hacia el rey, y Carlisle estaba sorprendido. Durante muchos años había sospechado que el odio de Edward era muy profundo, y se había preguntado qué podría haber provocado semejante hostilidad.

—Te tocará jugar a un juego muy peligroso —le advirtió.

—Soy consciente de ello. Pero no he prometido nada que no haya pensado cuidadosamente. Demetri es demasiado débil para permanecer mucho tiempo como rey de Escocia, y Michael es joven. Tendrá su momento más adelante. Hice lo que tenía que hacer.

—No te estoy reprendiendo —aseguró Carlisle con una sonrisa—. Has hecho bien, Edward.

Su hijo sonrió, al parecer complacido con la alabanza.

—Gracias, padre.

—Hay algunas condiciones menores: Rufus ha declarado que la boda debe celebrarse en la corte —le informó Carlisle en tono enérgico.

—¿Qué sentido tiene? —preguntó Edward poniéndose rígido.

—Está claro que desea humillar a Charlie al hacer que las nupcias tengan lugar allí. En cualquier caso, el compromiso puede firmarse aquí por la mañana.

Edward asintió brevemente con un brillo de satisfacción en los ojos.

—Rufus intentará provocar a Charlie recordándole que le ha jurado fidelidad de rodillas. Y no hay que olvidar el rey escocés tiene la sangre caliente.

—No temas. Nos aseguraremos de que no lleguen a las manos. Nada va a impedir esa unión. —El conde se quedó en silencio durante un instante, y luego continuó—. Rufus también ha dictaminado que Isabella sea su invitada en la corte hasta el día de la boda.

—¿Por qué? —preguntó Edward con brusquedad, poniéndose en pie con los ojos brillantes de rabia—. ¿Qué pretende demostrar con eso, qué quiere ganar? ¿Su intención es tenerla prisionera hasta que nos casemos? —Nervioso, empezó a pasearse de un lado a otro.

—No te agites —le pidió Carlisle.

—¿O pretende alguna traición? ¿A qué está jugando ahora conmigo y con los míos?

Carlisle vaciló. La pregunta le quemaba. Una pregunta cuya respuesta llevaba aguardando muchos años, una pregunta que no se había atrevido a formula por miedo a la respuesta.

Pero su primogénito estaba a punto de casarse. No tenían muchos momentos para estar a solas, y tal vez no volviera a disfrutar de una oportunidad como aquélla.

—Edward, hace muchos años que me pregunto por qué te disgusta tanto Rufus. —Su hijo se limitó a mirarlo. Era imposible discernir qué estaba pensando. Aquel breve instante de furia había pasado—. ¿Hay algo que yo deba saber, algo que ocurrió, tal vez, cuando tú eras un niño y vivías en la corte?

—No, padre, no hay nada que debas saber al respecto.

El tono de su primogénito fue firme y tranquilo, y sin embargo el conde sintió como si le hubiera abofeteado con fuerza. No pudo evitar pensar que si el pasado hubiera sido diferente, si hubieran tenido más tiempo, Edward confiaría más en él.

—No permitiré que Isabella se quede allí sola —aseguró su hijo con firmeza—. Permaneceré en la corte con ella.

—Me alegra que desees acompañarla. La princesa y tú podéis partir hacia la corte justo después de comprometeros mañana. Yo me reuniré con vosotros cuando me haya entrevistado con Charlie para ultimar los detalles de este matrimonio.

—No temas, padre. Hasta que nos hayamos casado, pienso estar alerta. Sé que habrá muchas facciones interesadas en romper esta alianza.

Carlisle le puso la mano en el brazo y, con voz grave, le dijo:

—Sería conveniente que la dejaras embarazada cuanto antes por si acaso surgen problemas.

Edward lo miró fijamente, y luego aseguró con firmeza:

—Me enfrentaré a los problemas a medida que vayan surgiendo. Pero Isabella no compartirá cama conmigo hasta que nos hayamos casado.

El conde se quedó asombrado, pero, prudentemente, no dijo nada. Allí había mucho más de lo que parecía. Nunca se hubiera imaginado que su hijo estuviera enamorado de su prometida. Intentando ocultar su satisfacción, se dio la vuelta y lo dejó solo.

Capítulo 10: Capítulo 12: Actuación

 
14444408 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios