La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 20: Tración II

 

 

Isabella había sido confinada a sus aposentos como castigo a su traición. En su momento no le importó, pero cuando por fin se le acabaron las lágrimas, se dio cuenta de que había oscurecido, de que el suelo de piedra sobre el que descansaba su cuerpo estaba terriblemente frío y de que estaba helada hasta los huesos. Temblaba. Aunque se sentía agotada por la pelea y el torbellino emocional que la había acompañado, se puso en pie.

Recorrió con la mirada la pequeña habitación, sumida en sus oscuros pensamientos. No ardía ningún fuego en el hogar ni se había encendido ninguna vela. Y aunque no tenía hambre, estaba sedienta ya que no le habían llevado ninguna jarra de agua. Lo que más le gustaría en aquel instante sería ahogar su pena en una copa de buen vino. Claro que eso sería tanto como pedir que Edward regresara a ella en aquel momento de rodillas suplicando su perdón.

Se acercó a la cama y de pronto se dio cuenta de lo que significaba su encierro. Su esposo bien podía hacerla sufrir con el frío y la carencia de las comodidades habituales, incluida la comida y la bebida, pero sobreviviría. Se preguntó si, en cambio, sobreviviría a la humillación del castigo. Todo Alnwick estaría ya al tanto de lo ocurrido. Para entonces la familia de Edward y todos sus hombres sabrían sin duda que se hallaba confinada. Isabella se sonrojó al pensar que Edward habría explicado la razón de su ausencia.

No era la primera esposa a la que humillaban, pero eso no le importaba. ¡Nunca hubiera sospechado que su matrimonio llegara a aquel extremo! Al día siguiente, cuando Edward partiera a hacer la guerra contra Escocia, todo Alnwick sabría que la nueva señora de la fortaleza estaba cautiva en sus aposentos. Isabella se abrazó a sí misma preguntándose con qué cara miraría a la familia de su esposo cuando tuviera oportunidad de verlos, con qué cara se enfrentaría al más humilde de los sirvientes.

No era justo. Ella lo había espiado y sabía que estaba mal, pero nunca había entrado en su ánimo traicionarlo. En cambio, él sí la había traicionado: se había casado con ella cuando su intención era hacerle la guerra a su familia. Sin embargo, Isabella había pronunciado unos votos, votos de obediencia y fidelidad a él, votos que mantendría. Tal vez nunca se recuperaran de aquel momento tan terrible, tal vez nunca recobraran la breve felicidad que habían conocido, pero ella era su esposa independientemente de cualquier circunstancia hasta que Dios los separara.

Casi sin aliento, Isabella se acercó despacio a la cama. Se movía como una anciana, pero no porque le doliera el cuerpo, sino porque le dolía el corazón.

Por suerte, contaba con una manta y una piel forrada para protegerse del frío de la noche. Acurrucada bajo las cobijas, el sueño se negó a acudir a ella a pesar de que el olvido que supondría sería más que bienvenido. Quería escapar de su pena, pero la pelea que acababa de tener con su esposo se repetía una y otra vez en su mente. Estaba agotada, le quedaban pocas fuerzas y las que tenía no le bastaban para seguir enfadada y rabiosa. La pena, la desesperación y el dolor invadían su corazón.

Isabella se sobresaltó cuando escuchó unos sonidos que atravesaron sus dolorosos pensamientos. Se trataba del estruendo de los soldados de Alnwick llevando a cabo alguna actividad nocturna poco habitual en los muros exteriores. Estaba demasiado cansada para pensar de qué podría tratarse, pero se sorprendió a sí misma tratando de distinguir la voz de su esposo entre las demás. Seguramente fue mejor que no lo consiguiera, dado lo ocurrido horas antes. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si Edward sentiría algún remordimiento por la muerte de su relación, si sentiría algún dolor.

Se despertó al alba. Había dormido de forma tan profunda que durante un instante se mostró confundida, buscando el cálido y enorme cuerpo de Edward a su lado. Pero los sonidos provenientes de la planta baja del castillo y que la habían despertado, se hicieron rápidamente reconocibles. Isabella se sentó, completamente despierta y sintiendo un nudo en el estómago. Su esposo no estaba a su lado; la noche anterior la había acusado de traición y estaba sola, confinada como castigo por haberlo espiado. Al instante le vino a la cabeza la imagen furiosa de Edward. La noche anterior él le había desvelado su propia traición y ahora se escuchaban las voces de muchos hombres, el ruido producido por los cascos de los caballos y sus relinchos, el crujir del cuero y el choque de las armas de metal.

La guerra. ¿Habría empezado aquel mismo día la guerra contra su gente?

Isabella se deslizó de la cama y, a pesar de estremecerse cuando sus pies desnudos tocaron el frío suelo de piedra, se precipitó a mirar por la ventana. Al ver lo que ocurría, sintió que su corazón se resquebrajaba.

Unos cincuenta caballeros completamente armados con mazas y escudos, espadas, lanzas y armaduras, se disponían a montar en sus caballos. En medio de ellos, ondeaba la bandera tricolor con la gran rosa color sangre en el centro. Isabella se estremeció. La reacción de su cuerpo poco tenía que ver con el frío. Sabía que el contingente que tenía delante no era nada comparado con el que los de Cullen aportarían en última instancia al campo de batalla. Masen contaba con cientos de vasallos. Su padre le había dicho que si el conde quisiera podría reunir cerca de cuatrocientos hombres.

Miró el pequeño grupo que se había concentrado abajo y sintió deseos de llorar. La desesperación se apoderó de su alma. Estaba mirando un ejército que estaba a punto de hacerle la guerra a su propia gente. ¿Cómo podía su esposo hacerle eso?

Se le ocurrió pensar que su matrimonio había sido una locura, una unión maldita desde el principio. Sin embargo su mente se atrevió a recordar los últimos días. El cálido brillo de los ojos de Edward, su media sonrisa, el modo en que la miraba cuando tenía intenciones maliciosas y, por último, rememoró el momento en que le regaló la rosa.

Isabella sintió que le faltaba el aire. Deslizando la mirada por el gentío que se había concentrado en el patio, buscó a su esposo primero de forma inconsciente y luego deliberadamente. Lo encontró enseguida, porque era mucho más alto que todos los que le rodeaban a pesar de no estar montado. A la joven se le escapó una lágrima. Se iba a la guerra a luchar contra su gente; tal vez incluso cruzara espadas con algún miembro de su familia. Se abrazó a sí misma llena de angustia y se preguntó si alguna vez podría perdonarlo.

Y sin embargo no podía apartar los ojos de él. No se había bajado el casco, por lo que tenía el rostro completamente expuesto. Y, aunque desde aquella distancia Isabella no podía distinguir su expresión, parecía severa y grave. Seguro que estaba notando que ello lo miraba. Seguro que lo sabía. ¿No podría levantar la vista, aunque fuera sólo una vez?

Isabella se dio cuenta no sin sobresalto de que, a pesar de la horrible pelea que habían tenido la noche anterior, todavía sentía algo por él. No quería negarlo en un momento como aquél, porque Edward se marchaba a la guerra. Parecía un ser inmortal, pero no lo era. En cualquier batalla, o incluso en un torneo, siempre cabía la posibilidad de que muriera. ¿Y si lo herían aquel día, o incluso lo mataban? La idea le resultaba insoportable. La aterrorizaba. De pronto, se agarró a la contraventana de piedra y se inclinó hacia delante, gritando sin pensar:

—¡Edward! ¡Edward! —Él no la oyó, inmerso como estaba en una conversación con su escudero, y Isabella se angustió. Comenzó a jadear, el corazón le latía con tanta fuerza que le dolía; no podía dejarlo partir así. ¡Qué equivocada había estado al dejarlo marcharse la noche anterior!—. ¡Edward! —Volvió a gritar intentando captar su atención—. ¡Edward!

Él la escuchó y se quedó paralizado. Entonces, muy despacio, alzó la cabeza y la miró. Sus miradas se cruzaron y se mantuvieron fijas a través de la distancia que los separaba. Isabella no supo qué decir. Deseaba que fuera consciente de que lo sentía, aunque no supiera exactamente qué era lo que lamentaba; tal vez fuera el punto muerto al que habían llegado por su mutua desconfianza o la época que les había tocado vivir. Pero se sentía enfadada y disgustada; Edward se lanzaba con increíble facilidad a la guerra contra su padre justo unos días después de su boda, y su crimen era tan grande que Isabella no creía poder llegar a olvidarlo algún día. Además dudaba que pudieran recuperar lo que habían disfrutado y desconfiaba del futuro que se abría ante ellos. Pero era su esposo, tal vez estuviera incluso esperando un hijo suyo, una posibilidad que le parecía cada día más factible... Y no quería que muriera. ¡Oh, Dios! No quería.

—Que Dios te guarde —susurró finalmente, consciente de que no había podido oírla y que aunque lo hubiera hecho, seguramente ya no cambiaría las cosas para él.

Edward le dio la espalda, y Isabella deseó haber podido verle la cara con más claridad, mirarlo a los ojos, captar un destello de su alma. Demasiado tarde, deseó que no se hubieran peleado, deseó haber calmado su rabia, haber invertido más tiempo en negar lo que él falsamente creía, haber conseguido convencerlo de su inocencia. Y también deseó inútilmente no haberlo acusado de traición. Y lo que más deseó fue que la última noche hubiera sido distinta, no haberla pasado sola, fría y triste, emocional y físicamente abatida, castigada; sino los dos juntos tal y como habían estado antes.

Edward se bajó la visera, y el casco normando, con la pieza de metal que le cubría la nariz, transformó de inmediato su aspecto haciéndole parecer siniestro y terrorífico. Cuando montó en su corcel, Isabella respiró hondo sintiendo deseos de gritar. Completamente armado, vestido con la armadura y a lomos de su montura, parecía un desconocido. Los caballeros empezaron a formarse en líneas organizadas y Isabella pudo escuchar el desagradable sonido de la gigantesca verja del castillo al ser alzada y el gemido del puente levadizo de madera al bajar. Le costaba trabajo respirar, le costaba trabajo ver. Aturdida, observó a través de una repentina nebulosa que se le había formado en los ojos que Edward se ponía en cabeza de una de las filas. Las tropas se pusieron en movimiento y la joven dejó de ver a su esposo cuando éste atravesó rápidamente el portón. Inmóvil, siguió mirando cómo partían las tropas hasta que el gran patio quedó vacío y en silencio, y el sonido de la verja al bajar reverberó en el aire. Isabella se quedó en la ventana hasta que empezaron a aparecer sirvientes en el patio para cumplir con sus obligaciones. Entonces, se dio la vuelta y regresó a la cama.

Estaba helada. Antes apenas se había dado cuenta; ahora temblaba violentamente y le castañeaban los dientes. Metiéndose bajo las mantas, recordó a Edward tal y como lo había visto por última vez. Le resultaba imposible no ser consciente de sus sentimientos, que iban mucho más allá del odio. En medio de su desesperación, se dio cuenta de que tenía muchas cosas en las que pensar durante el tiempo que le quedaba hasta el regreso de Edward.

Tres días más tarde, mientras el polvo se asentaba sobre la tierra, Edward permanecía en la entrada de la tienda que compartía con su padre al borde del territorio que se había convertido en un inmenso y embarrado campo de batalla. En el pasado, aquella tierra fue verde y llena de vegetación. Ahora estaba cubierta por piezas retorcidas o rotas de metal, jirones de ropa y caballos muertos que se pudrían sin que nadie se hiciera cargo de ellos excepto los buitres. Había incluso varios cuerpos humanos. El hedor de la muerte lo inundaba todo.

Al salir de la tienda, el normando se sintió invadido por los sonidos del campamento. Sobre todo por las risas, la mayoría de ellas procedentes de las muchas prostitutas que siempre se materializaban después de una batalla para ganarse unas monedas aliviando la lujuria de los soldados. Edward, sintiéndose cansado y sucio, agradeció el hecho de estar solo por primera vez desde que había comenzado la batalla. Con cuidado, avanzó entre los escombros de la guerra hasta que dejó atrás el sangriento campo de batalla y se detuvo a la orilla de un arroyo con la espalda resguardada por unos pinos. Se quitó la ropa, las botas de cuero, y, desnudo, se metió en el agua helada, sumergiéndose por entero.

Salió temblando y jadeando. Y, sintiendo que nada sería nunca suficiente para limpiarse tanto el cuerpo como el alma después de la batalla, volvió a sumergirse.

Había sido una sangrienta lucha de dos días de duración, pero su objetivo había caído. Resultaba inevitable. Swanter era una ciudad importante defendida sólo por un castillo que se había construido precipitadamente doce años atrás, cuyos muros defensivos eran de madera. Una construcción semejante podía tomarse utilizando el recurso del fuego en una batalla, pero las interminables lluvias de los últimos meses habían determinado una acción más inteligente que incluía catapulta y cilindro de embestida. Los muros podridos, que deberían haberse remplazado años atrás, habían caído al instante. El castillo se rindió en menos de una hora.

La verdadera lucha había comenzado poco después, cuando los señores de la zona se reunieron en el área de defensa. Pero fueron sorprendidos por la caída de la noche y sus fuerzas se vieron diezmadas de manera importante. Cuando de madrugada apareció el ejército del rey escocés con la esperanza de recuperar Swanter, las fuerzas normandas ya habían ocupado posiciones estratégicas y tenían el control. Charlie atacó igualmente y la cruenta guerra se prolongó durante un día más.

Cuando por fin se retiró el ejército escocés dando la causa por perdida, Edward pudo ver a Charlie sobre su caballo, alzándose sobre sus estribos y blandiendo un puño en su dirección. Estaba claro que Swan lo estaba maldiciendo y jurándole venganza.

Edward soltó un suspiro, pero los dientes le castañeaban de tal manera que más bien pareció un gemido. Se vistió deprisa con la ropa limpia que había llevado consigo, sin querer recordar a Charlie en su derrota ni en su furia, porque al hacerlo se acordaba de su esposa. Su esposa. Tampoco quería pensar en ella. De hecho, había evitado hacerlo desde que la había confinado en su habitación.

El corazón se le había endurecido todavía un poco más. También sentía amargura, una amargura que le nacía de una espantosa desilusión que un hombre de su edad y su experiencia no tenía derecho a sentir. Sabía que era un estúpido, pero esa certeza no lo calmó. Isabella lo había sorprendido durante los días posteriores a la boda. La muchacha descarada se había transformado en una esposa femenina y dulce. Se había convertido en la esposa ideal como si hubiera suspirado durante toda su vida por desempeñar aquel papel. Edward sabía que eso no podía ser cierto. Su esposa no era una mujer común ni tampoco una princesa al uso; lo que le hubiera gustado vivir sin duda estaba pensado para un hombre. Isabella hubiera preferido ir a la guerra antes que estar delante de un bordado, o eso creía él. Pero cuando se casaron fue como si nada más importara, como si él fuera su mayor sueño.

Edward torció el gesto. Allí estaba de nuevo aquella punzada de dolor en el pecho y aquella espantosa sensación de traición. Todo había sido una ilusión, rota ahora en mil pedazos. ¿Acaso no había sabido que ocurriría? ¿No sabía que, si se viera obligada a escoger, Isabella se aliaría con Charlie?

Sus sentimientos personales no debían interferir en su lealtad a Rufus. De hecho, se alegraba de que aquello hubiera ocurrido. La traicionera invasión de Swanter por parte del rey había desvelado la deslealtad de Isabella.

Le dolía.

Se había sentido durante un breve espacio de tiempo cautivado por ella; incluso había llegado a pensar que su unión era un éxito más allá de cualquier expectativa, olvidando la historia llena de odio que compartían. La había sentido tan cercana durante los últimos días... De pronto, fue consciente de todas y cada una de las maneras en las que se había introducido en su vida, de todos los esfuerzos, por pequeños que fueran, que Isabella había hecho para facilitarle la existencia y que le habían hecho sentirse abrumado y absurdamente agradecido. Parecía como si ella disfrutara haciendo cosas por él, complaciéndolo. Parecía incluso que lo amaba.

Edward se rió en alto con un sonido amargo y burlón. Tal vez fuera el estúpido débil y enamorado por el que Isabella lo había tomado. Tenía claro que su esposa no lo amaba. Todo había sido una farsa por su parte; no cabía otra explicación. Arreglarle la ropa, vigilar sus comidas, anticiparse incluso a sus deseos, hacer el amor con él con ardiente pasión para luego espiarlo cuando estaba sentado en una reunión para hablar de la guerra... Eso sólo podía significar que los actos de su esposa no eran sinceros.

Con esos pensamientos torturando su mente, Edward atravesó de nuevo el infecto campo de batalla y se metió en la tienda. El engaño era lo que más le dolía. La farsa de actuar como la esposa perfecta, y no la traición al espiarlo a él y a su familia, era la fuente de su ira.

Debería haberlo sabido. Isabella le había mentido repetidamente desde que la conoció, y siempre había dejado clara su inquebrantable adhesión a su país y a su gente. Debería haber sabido que no cambiaría, que sería incapaz de cambiar sus lealtades, y que no podría sufrir una metamorfosis y convertirse en una esposa dulce y entregada. Sí, debería haber sabido que se trataba de una farsa. Si Isabella hubiera continuado desafiándolo abiertamente después de la boda y luego se hubiera atrevido a espiarlo, podría haberla perdonado, porque al menos la hubiera entendido. Tal vez incluso respetado. Pero había jugado a algo muy peligroso con él y con sus sentimientos y no habría ningún perdón.

Ahora que lo sabía sería mucho más cuidadoso. Isabella no tendría posibilidad de volver a espiarlo o de hacer algo peor. Pero seguiría siendo su esposa; al menos de hecho. Se ocuparía de su casa y atendería sus necesidades. Le daría hijos; los criaría y cuidaría de ellos. Sí, sería su esposa de hecho, pero sólo de hecho. No lo sería en su corazón. Una mujer así nunca podría ocupar un lugar en su corazón. Y lo peor de todo era que justo antes de descubrir su traición y su engaño se estaba empezando a enamorar de ella.

Edward era consciente de que no lograría conciliar el sueño aquella noche. Ahora que ya no le preocupaba la guerra le resultaría imposible apartar de sus pensamientos a su traicionera esposa. Si al menos hubiera negado lo que había hecho. Si al menos...

Él era una hombre que lidiaba con realidades, así que no debía ansiar lo que no podía ser. Al día siguiente regresaría a su hogar, donde una vez encontró alegría y paz. Pero ya no la hallaría. Se acomodó en el camastro completamente vestido y pensó en el recibimiento que le dispensarían al día siguiente, en el regreso a casa con una mujer que resultaba más peligrosa que cualquier adversario con el que se hubiera encontrado en el campo de batalla debido a su posición como señora de Alnwick. ¡Dios! Estaba cansado y harto de los manejos políticos y las intrigas. Anhelaba regresar a casa y encontrarse con unos brazos abiertos y un abrazo verdadero, no regresar al lado de Isabella, su hermosa y traicionera esposa.

Edward apretó el rostro contra la paja sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta; tenía que enfrentarse a la realidad y reconocer que se sentía de nuevo como un niño de seis años, solo y abandonado, enfrentándose a su primera y amarga traición.


No se si os esta gustando solo a unas cuantas personas k comentan se sus opiniones me gustarías de dedicar este a cada una de las personas k comentan, pero sobretoda a una k k leer todas estas historias NELDA gracias a ti y a todos por leer y comentar.

UN MILLÓN DE BESOS Y MUCHISIMAS GRACIAS

Capítulo 19: La traición Capítulo 21: Porque luchas?

 
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