La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90612
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 27: La oportunidad

Espero k os gute los capitulos, dejen vuesro comentarios

 

 

A Isabella le hubiera gustado ver a Edward en privado después de todo el tiempo que había transcurrido. Sin embargo, Henry la llevó directamente a la puerta de Graystone. La joven le dio educadamente las gracias por sus esfuerzos y con la misma educación lo invitó a pasar.

—No me perdería esto por nada del mundo, Isabella —afirmó sonriendo.

Ella había confiado en que declinara el ofrecimiento, pero el príncipe no hizo ningún amago de disimular su expectación ante la escena que sin duda iba a tener lugar. Isabella ya tenía bastante de qué preocuparse sin necesidad de tener alrededor al enigmático príncipe.

Se sentía aterrada. Su corazón latía con fuerza y tenía malestar en el estómago. Habían tardado dos días en llegar a Londres. Debido a su condición, había viajado en una litera, y no había sido capaz de comer ni de dormir. El miedo la consumía. Su vida y su futuro estaban en juego. Imaginaba llena de miedo cuál sería la reacción de Edward cuando la viera. En el mejor de los casos le ordenaría con frialdad que regresara a Tetly; en el peor, se pondría furioso por haberlo desafiado de nuevo.

Aunque había tenido una buena razón para ocultarle la noticia de su embarazo, seguramente su esposo no lo vería del mismo modo. A cada paso que daba, Isabella se arrepentía más y más de habérselo ocultado. Lo que debería ser un momento feliz se veía ensombrecido por el miedo y el temor.

Intentando armarse de valor, la joven se arrebujó dentro de la capa, se puso la capucha, y, con el príncipe a su lado, avanzó hacia la puerta de entrada. Ya era tarde, la noche comenzaba a caer rápidamente y había muchas posibilidades de que Edward estuviera en casa. La enorme comitiva con la que Henry viajaba había provocado una gran conmoción al detenerse en el prado que había al otro lado del camino, así que su llegada no sería ninguna sorpresa. El conde de Masen estaba de pie ante la puerta abierta viendo cómo se acercaban y sonrió al príncipe a modo de saludo. Después, deslizó la mirada hacia ella, escudriñándola. Aunque Isabella confiaba en ocultar su rostro y su identidad durante el mayor tiempo posible, sospechaba que su pequeña estatura la delataba.

—¿Qué te trae por aquí, Henry? —le preguntó Carlisle.

—Quería daros una sorpresa —respondió el príncipe riendo en voz baja.

Isabella siguió a los dos hombres al interior. Edward, de espaldas a la chimenea, los observaba atentamente.

—¿Una sorpresa? —La voz de Carlisle sonó escéptica.

Henry se limitó a reírse.

Isabella se encogió. Edward la había reconocido al instante; la desconfianza nublaba las facciones masculinas, compitiendo con la ira.

—¿Me la traes aquí? —le preguntó a Henry con incredulidad sin dejar de mirar a Isabella.

—Ha sido idea mía, Edward —susurró la joven, quitándose la capucha.

O no la escuchó o decidió ignorarla.

—¿Me la traes aquí sabiendo lo que pienso de ella? —insistió dirigiéndose al príncipe.

—Tenía urgencia por verte cuanto antes —señaló Henry con sequedad.

Edward se acercó a ella. La furia le desfiguraba las facciones.

—Te dejé en Tetly por una razón, milady. No creo que la hayas olvidado, ¿verdad? —Su voz sonaba como un trueno.

—Ya es suficiente, Edward —dijo ella intentando no retroceder—. ¿Podemos hablar un momento a solas, por favor? —le pidió, conteniendo las lágrimas.

—No tengo nada que decirte —aseguró él con frialdad—. Regresarás a Tetly de inmediato.

—No —susurró Isabella desesperada.

—Será mejor que oigas lo que tiene que decirte —le indicó Henry a su amigo. El tono autoritario de su voz resultó evidente para todos.

Edward se giró y miró al príncipe, furioso también con él. Luego agarró con brusquedad a Isabella del brazo provocando que la joven lanzara un gemido de angustia. Ignorándolo, el normando la llevó hacia las escaleras.

—Trátala con cuidado —le advirtió Henry muy serio.

Edward no se detuvo pero la agarró con más suavidad. La obligó a subir a toda prisa las escaleras, la metió en la primera habitación que encontró y cerró de un portazo cuando entraron.

Isabella se apartó de él, nerviosa.

—Tus lágrimas no me conmueven —dijo Edward.

Ella se enjugó los ojos.

—¿Es que no me vas a perdonar nunca?

—No.

—Maldito seas —susurró entre sollozos de tristeza al tiempo que se quitaba la capa.

—Has cambiado —señaló él con brusquedad.

Isabella parpadeó y se ajustó el vestido al vientre con las manos. Por si acaso le quedaba todavía alguna duda, se colocó de lado. Edward no podía apartar su conmocionada mirada de la evidencia de su embarazo.

—No lo preguntes. Si te atreves a preguntarlo, te mataré. El niño es tuyo. No he estado jamás con ningún otro hombre y nunca lo haré —sollozó Isabella.

Edward siguió en silencio, incapaz de hablar.

Finalmente, la joven dejó caer las manos, se acercó a la cama y, agotada, se sentó en ella.

—Creo que nacerá en julio.

Edward se recobró. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó extrañamente ronca.

—Eso significa que concebiste antes de que nos casáramos y que lo has sabido durante todo este tiempo.

Isabella no permitiría que la acobardara. Ya no.

—Lo supe todo lo rápido que lo puede saber una mujer con ciclos menstruales irregulares. Quería contártelo antes de la guerra. Estaba reservando la noticia para un momento especial. —Las lágrimas le nublaron la visión—. Quería darte esta noticia como un regalo de amor en un momento de amor. ¡Estúpida de mí!

—Ni siquiera me lo dijiste en Dunfermline —la acusó Edward palideciendo.

Ambos recordaban cómo la había golpeado y tirado al suelo en la abadía lleno de rabia.

—Sabía que te encantaría tener una razón más para culparme, para acusarme de deslealtad. No te lo conté porque dejaste claro que me enviarías lejos a tener el niño y no podía aceptar algo así.

—¿Y cuándo, por el amor de Dios, cuándo ibas a decírmelo? —Su voz había adquirido un tono peligroso.

—Cuando fueras a visitarme a Tetly, como me prometiste. —Isabella lo miró con los ojos muy abiertos, dolida—. Pero nunca fuiste. —Apretó los puños y la rabia que llevaba largo tiempo conteniendo explotó de pronto—. ¿Te has estado divirtiendo aquí en la corte, milord? ¿Es ésa la razón por la que no has ido a verme, porque estás enamorado de otra mujer? ¿De tu última amante, tal vez?

—Tus preguntas resultan de lo más impertinentes —contestó él con calma.

Isabella se tragó las lágrimas.

—A veces —susurró—, te odio. Y es un alivio.

—¿Crees que me importa? —Edward dio un paso adelante y la dominó con su imponente altura—. Isabella, me alegra que hayas concebido, pero nada más. Eso no cambia lo que has hecho ni lo que eres. En cuanto te hayas recuperado del viaje te enviaré de regreso a Tetly. Nada ha cambiado. —Dicho aquello se acercó a la puerta y se detuvo en el umbral sin mirarla.

La joven sollozó y se cubrió el rostro con las manos. Todo estaba sucediendo tal y como había temido. Su esposo no había olvidado ni perdonado y pretendía que tuviera a su hijo en el exilio.

—Edward —susurró alzando el rostro a modo de súplica. Él se dio la vuelta de mala gana y la miró—. Acéptame de nuevo. Te amo. Te necesito. Te he echado tanto de menos...

El normando apretó la mandíbula y salió de la habitación.

Todos dormían excepto Edward, que sabía que aquella noche no conseguiría pegar ojo. Lleno de angustia, miraba sin ver el fuego agonizante del gran salón.

Aquellos últimos meses no habían sido fáciles. Odiaba la corte pero, tras entregar a los tres hijos de Charlie al cuidado de Rufus, había decidido quedarse. Se trató de una decisión fría y calculada. Aunque se sentía obligado a asegurarse de que los tres chicos estuvieran bien cuidados, lo que más deseaba era permanecer lo más lejos posible de su traicionera esposa.

Sin embargo, las millas que los separaban no podían borrar los recuerdos. Ella, en la distancia, seguía presente en todos sus pensamientos. Se despertaba con su imagen, a veces juguetona, a veces seria, a veces seductora y perversa. Se acostaba con su imagen. Lo perseguía como lo haría el mejor de los fantasmas.

En aquellos momentos, frente a la chimenea, sólo veía a Isabella. Isabella, su esposa, que estaba todavía más bella que cuando la conoció, como si no le hubiera afectado el largo invierno de exilio. Bella y muy embarazada. Edward no podía apartar de sí el torrente de intensas emociones que le inundaban. ¡Oh, Dios! ¡Cómo la había echado de menos! ¡Cómo había ansiado tenerla a su lado! Aquellos últimos meses había pensado que la odiaba y había permitido que aquel odio lo consumiera. Se había dedicado a alimentarlo, a solazarse incluso en él. Sabía que nunca sería capaz de perdonarle que lo hubiera abandonado en tiempos de guerra, ofreciéndole su lealtad a Escocia en lugar de a él. Recibía el odio con los brazos abiertos porque le calmaba el dolor. Un dolor que no debía sentir bajo ningún concepto.

Pero lo cierto era que sí lo sentía. El dolor lo consumía. Y sabía que se engañaba a sí mismo. No la odiaba. No podía odiarla porque le había regalado lo más preciado que tenía el día que le entregó la rosa; le había regalado su amor eterno. Si pudiera recuperarlo... Pero no era posible. Los hombres como él sólo amaban una vez y para siempre.

Edward recorrió el salón una y otra vez. Debía de estar loco. Aquella noche se enfrentaba a unos sentimientos que no quería reconocer, y mucho menos aceptar. Pero no podía librarse de ellos. En realidad, no quería librarse de ellos.

Sin embargo, escapaba a toda lógica que un hombre pudiera echar de menos a una mujer que lo había traicionado de aquel modo. ¡Cómo era posible que un hombre cómo él, con aquella voluntad de hierro, pudiera amar a una mujer así, a una traidora! Aquello desafiaba a la racionalidad. Pero ahora Edward, demasiado tarde, comprendía el mayor misterio del universo. El amor no era racional, no podría serlo nunca; su mera definición desafiaba al raciocinio. El amor hundía sus raíces, no en el poder de la mente sino en el poder del corazón.

No debía indagar en aquel amor destructivo, en su obsesiva necesidad de ella. No debía indagar en aquel deseo que lo consumía.

Si se dejaba llevar por él perdería. Y no sólo una batalla, sino la guerra. Eso lo sabía muy bien.

Ninguna otra mujer podía satisfacerlo; había aprendido bien la lección durante aquellos meses de separación. Había habido unas cuantas mujeres, todas prostitutas, mujeres cuyos rostros y nombres no recordaba, pero los encuentros con ellas habían sido breves, impersonales, una mera salida a su ira.

Nada parecido a lo que suponía estar con Isabella.

Edward cerró los ojos. Se moría por ella. Incluso ahora, que sabía a qué atenerse, estaba duro como una roca, desesperado por el alivio que sólo ella podía proporcionarle; desesperado por hacerla suya y por mucho más. De hecho, ¿no estaba desesperado por su amor? Un amor que Isabella nunca le daría.

No iría a buscarla.

Porque si lo hacía, aunque fuera sólo una vez, estaría perdido.

Sin embargo la tentación era demasiado fuerte.

Se repetía a sí mismo que Isabella no había cambiado y que no podía volver a meterla en su cama... ni en su vida. Era demasiado peligrosa. Todavía ejercía poder sobre él. Eso tampoco había cambiado.

Sabía que había tomado la decisión correcta. En cuando un médico atestiguara que estaba en condiciones de viajar, la enviaría de regreso a Tetly. Era su única esperanza.

El problema era que no sabía cómo iba a permanecer lejos de ella ahora que había vuelto a verla, ahora que estaban bajo el mismo techo, justo subiendo las escaleras, durmiendo en su cama.

Mientras Edward caminaba por delante de la chimenea en Greystone, Henry estaba sentado en el estrado del gran salón de la torre blanca. La estancia era un desastre. Había sido una noche muy larga, con muchas diversiones y festejos. La mayoría de los visitantes estaban tirados borrachos sobre los bancos de una mesa interminable; otros copulaban libremente en las sombras con las doncellas o mozos que servían, y muchos roncaban en el suelo.

Al lado de Henry, su hermano el rey se estaba terminando otra copa de vino mientras le contaba sus próximos planes. William Rufus había decidido que había llegado el momento de colocar a su adorado amigo Demetri en el trono de Escocia.

Henry alzó una ceja.

—Entre tú y yo, querido hermano, sólo entre tú y yo, ¿de verdad crees que si consigues colocar a Demetri en el trono podrás seguir controlándolo?

Rufus sonrió y movió la mano con gesto lánguido.

—Debes saber la verdad, hermano mío. Demetri me ama.

Henry volvió a levantar la ceja.

—Confío en que eso sea cierto —sonrió—. Qué feliz coincidencia. Él suspira por ti y tú mueres por otro. —Rufus había dejado de sonreír y miraba a su hermano con gesto hosco—. Será interesante ver cómo trata Edward a su esposa, ahora que ella ha regresado embarazada, ¿no crees?

—Ya no está encaprichado con ella —afirmó el rey con una sonrisa—. La desprecia. Ni siquiera soporta hablar de ella. Yo sabía que se cansaría pronto. Ninguna mujer le ha interesado durante mucho tiempo.

—Por suerte para ti —murmuró Henry—. O eso debes creer.

Pero Rufus no lo oyó.

—Entonces, ¿qué te parecen mis planes?

—Creo que no es fácil derrocar a un rey... Y menos fácil todavía mantener a otro en el poder.

—No se puede decir que Phills Bane sea rey de Escocia. Hay muchos que no lo apoyan. Y a nadie le gusta Erick.

—Y tú le has prometido a Demetri durante todos estos años que vería cumplido su más anhelado sueño.

—Nunca le he prometido nada abiertamente —aseguró Rufus tajante—. ¿Por qué dudas de que pueda controlarlo?

—Demetri tiene grandes ambiciones. Es cruel y decidido, y se parece demasiado a Charlie. Lleva treinta años deseando la corona de su padre. No resultará tan fácil manejarlo como a ti te gustaría. Si necesitas un cachorro, ¿por qué no apoyas al joven Edgar? Su reclamación es legítima y es lo suficientemente joven para que puedas moldearlo con facilidad.

—No estoy de acuerdo. —Rufus, que ya no parecía bebido, miró a su hermano con expresión de desagrado—. Es demasiado joven, necesitaría mucho apoyo y podría volverse hacia Edward en lugar de hacia mí. No, prefiero a Demetri, que siempre ha sido leal. ¿Puedo contar contigo, querido hermano?

Henry se recostó en la silla. No sentía ningún deseo de meter a su ejército en otra guerra que sólo serviría para fortElizabether la posición de su hermano en Inglaterra, además de darle la opción de concentrarse en recuperar el ducado de Normandía.

—No tengo necesidad de más plata ni de más tierras.

—Todo el mundo necesita más plata y más tierras.

—¿Acaso no cuentas con el apoyo de numerosos nobles? ¿Te olvidas del gran conde de Masen? El hijo de Edward, si es un niño, será nieto de Charlie. Seguramente prevén una relación amistosa con Escocia. Vaya, ¡Demetri será el tío del niño! No creo que me necesites.

Rufus frunció el ceño.

—Como tú mismo has dicho, no resulta fácil derrocar a un rey —reconoció Rufus frunciendo el ceño—. Tienes que ayudarme, Henry. Te recompensaré generosamente. Tal vez saque a la otra princesa escocesa del convento y te la entregue.

—Ahora que Charlie ha muerto, no veo en qué podría beneficiarme una alianza semejante —comentó Henry—. Sobre todo con Demetri en el trono.

—Dime qué te interesa entonces.

—Pensaré en ello —concluyó el príncipe.

Pero ya había tomado una decisión y la respuesta era no. Que los demás nobles se debilitaran en aquella guerra, que sembraran la semilla de su propia destrucción. Cuando todo hubiera terminado, el ejército de Henry sería el más poderoso del reino. A él no le importaba esperar para conseguir sus sueños. La paciencia era su fuerte. ¿Acaso no había ambicionado la corona de su hermano durante toda su vida?

Isabella había dormido unas horas, pero ahora estaba totalmente despierta. No sabía qué la había despertado, tal vez algún ruido, o quizás un sueño. Tumbada de costado, observó el fuego que todavía ardía en el hogar y recordó al instante dónde estaba. En Graystone, en la habitación de Edward, en su cama. El deseo la asaltó.

De pronto, escuchó cómo se cerraba la puerta del cuarto y se sentó de golpe intentando averiguar quién era el intruso. Entre las sombras había un hombre mirándola, inmóvil, su identidad encubierta por la oscuridad. Pero Isabella sabía que era su esposo. Y sólo podía tener una razón para haber venido.

—Edward.

Él no se movió, y cuando habló lo hizo con voz baja y profunda.

—Te deseo, Isabella, del modo en que un borracho ansia el vino.

—Yo también te deseo, Edward.

Él se acercó un poco, quedando a la altura de la chimenea. Fue entonces cuando Isabella vio el brillo de sus ojos y soltó un pequeño grito de alegría. No le importaba que hubiera ido sólo a satisfacer su deseo.

Alzó los brazos hacia él y Edward la alcanzó de una sola zancada. En el momento en que sus manos se tocaron, sus cuerpos se encendieron en una llamarada de deseo. Durante un breve instante, la joven le sujetó la cara entre las manos. El hermoso y amado rostro de Edward reflejaba el ansia que habitaba en sus ojos. Él le mantuvo la mirada y entre ellos se estableció una comunicación ardiente y silenciosa. Luego la estrechó entre sus brazos y la tumbó sobre la cama, devorándole la boca con la suya. Fue un beso provocador en el que ella dio tanto como recibió. Transcurrió mucho tiempo antes de que separaran los labios y pudieran recuperar el aliento.

Isabella tenía ganas de llorar. No le importaba lo que él dijera; sus negaciones no tenían ninguna base. Cualquier hombre que besara de aquella manera estaba consumido por algo mucho más poderoso que el simple deseo. La joven apostaría su futuro en ello. De hecho, apostaría sus sueños más salvajes.

Volvieron a besarse pero enseguida se apartaron; estaban demasiado impacientes para juegos preliminares. Edward se detuvo sólo un instante para acariciarle los senos, generosos y turgentes, murmurando palabras tiernas, y para tocarle maravillado el vientre duro y redondo. Casi al instante, colocó a Isabella de costado y se deslizó profundamente en su interior.

Isabella gimió su nombre y le susurró al oído que lo amaba. Había perdido por completo el control de lo que hacía y decía, dejándose llevar por completo, gritando de placer para que todo el mundo pudiera oírla, sin que nada excepto su esposo le importara.

Edward la tomó como si no hubiera estado con ninguna mujer en mucho tiempo. No retuvo nada. Y cuando por fin halló su propio alivio, gritó varias veces el nombre de Isabella.

Cuando todo acabó, la joven se refugió en sus brazos. Allí era donde quería estar, donde pertenecía. Amaba tanto a Edward que le dolía físicamente. Sin embargo, lagrimas ardientes le resbalaron por las mejillas a pesar de la inmensa felicidad que sentía por estar otra vez junto a su amado.

No quería llorar. No allí, ni en aquel momento. Estaba feliz. Su esposo había regresado a ella. Pero cuando recibió a Edward en sus brazos, las poderosas emociones poderosas que había contenido durante tanto tiempo quedaron desnudas y expuestas, todas las barreras y los diques derrumbados sin ningún cuidado.

—¿Isabella? —la llamó él.

Aquella única palabra, su nombre, la venció, y sus silenciosas lágrimas se convirtieron en incontrolables sollozos.

Edward la acunó entre sus brazos con expresión preocupada.

—No llores —susurró.

—Lo... Lo siento —consiguió decir entre sollozos que amenazaban con ahogarla.

—Era mentira —confesó él con brusquedad—. Tus lágrimas sí me afectan, Isabella. No voy a enviarte de vuelta.

No iba a enviarla de vuelta. El largo invierno de su exilio había terminado definitivamente. Edward había regresado de verdad a su lado. La felicidad se entremezcló con un dolor que creía firmemente enterrado en algún lugar de su interior, una pena que le quemaba el pecho. El dolor por haber perdido a aquellos que amaba, el pesar por el rechazo de su padre, la pena del exilio...

—¿Qué es lo que te aflige tanto? —le preguntó Edward alarmado—. Si te he hecho daño lo siento, lo siento mucho.

Isabella se agarró a su esposo con fuerza y transcurrió mucho tiempo antes de que fuera capaz de hablar con coherencia.

—He perdido a mi madre, a mi padre y a mi hermano, y he estado a punto de perderte a ti. ¿Y todavía me preguntas por qué lloro?

Edward guardó silencio; trataba de ser fuerte, pero la pena de su esposa le partía el corazón.

—Lo siento, Isabella —gruñó mientras la abrazaba con fuerza y la acariciaba con ternura—. Siento lo de Charlie, lo de Renee y lo de Michael. Quería castigarte, pero nunca quise verte sufrir por la pérdida de tus seres queridos. Siempre lo he lamentado... Pero las circunstancias no eran las apropiadas para decírtelo.

Isabella necesitaba contarle todo lo ocurrido.

—Charlie me repudió. Cuando fui a verlo para pedirle que... que detuviera la guerra. Me dijo... Me dijo que... —No pudo continuar. Se derrumbó otra vez sobre el pecho de Edward y se agarró a él con fuerza como si fuera una tabla de salvación.

—¿Qué te dijo? —consiguió preguntarle Edward, pálido como la cera.

—Que... que ya no era su hija. Que su hija era una valiente muchacha escocesa, no alguien como yo.

Edward maldijo a Charlie, abrazó a su esposa y la meció como si fuera su tesoro más preciado.

—Eres una valiente muchacha escocesa, Isabella, la más valiente que yo haya conocido. ¿De verdad fuiste a verlo para pedirle que detuviera la guerra? —le preguntó alzando el rostro lleno de lágrimas de la joven hacia el suyo.

—No estaba escapando de ti. Te lo juro, Edward —afirmó mirándolo a los ojos.

Elle apretó la cabeza contra el pecho y cerró los ojos. Una vez más, deseó creerla. Tal vez fuera posible. Si había una mujer capaz de tener la audacia y el coraje de enfrentarse a un rey para intentar disuadirlo de sus planes de guerra, ésa era Isabella. Y además, ¿tenía Edward opción? Había luchado contra ella durante tanto

tiempo que ya no podía seguir haciéndolo. Ahora sabía que siempre la amaría. Ella lo necesitaba. Lo había necesitado siempre. Y él no había estado allí para ella. Le dolía el solo hecho de pensarlo. Dios Santo, si hubiera sabido que Isabella estaba sufriendo tanto nunca la hubiera enviado lejos. Si hubiera sabido lo que sufría habría acudido de inmediato a ella.

—No importa —dijo finalmente—. Lo que importa es que estás esperando un hijo mío y que no puedo vivir separado de ti.

Isabella le miró sin parpadear, asombrada.

—¿No puedes vivir separado de mí?

—Si quiero ser feliz, no.

—Edward —susurró ella—. ¿Significa eso que olvidarás el pasado?

—No soy un hombre que olvide con facilidad —le dijo con sinceridad—. Pero voy a darnos una tercera oportunidad. Empezaremos de nuevo desde hoy, Isabella.

Ella sintió que la inundaba el alivio. Las lágrimas por fin habían remitido. Era como si las palabras de Edward la hubieran curado, porque la angustia, el dolor físico que le había estado quemando el pecho, se había convertido en un leve latido con el que podría acostumbrarse a vivir. De hecho, la alegría llenaba su alma, una alegría que amenazaba con desplazar gran parte de la pena.

Edward la miró muy serio.

—Prométeme aquí y ahora por la vida del niño, que no volverás a poner en peligro nuestro matrimonio. Necesito creer que puedo confiar en ti, Isabella.

—Te aseguro que puedes confiar en mí. Nunca volveré a desobedecerte, Edward —prometió ella.

Fue entonces cuando las severas facciones masculinas se relajaron y su boca se curvó en una sonrisa.

—No me atrevo a esperar tanto, milady. Bastará con que actúes con cuidado y cautela.

Isabella sonrió ampliamente y se estrechó con más fuerza contra él. Había ganado. Edward volvía a ser suyo.


¿Qué les pareció el capitulo?, ya solo quedan dos capitulo mas y termina…

Capítulo 26: el nombramiento Capítulo 28: Secuestro

 
14444723 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios