La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 24: Batallas y muertes

LO SIENTO, no tengo disculpa para aber tardado tanto en actualizar yo tb soy lectora como vosotras y se lo k se siente, por eso pido mil disculpa y os recompenso con dos capitulos.


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Isabella se dirigía a toda velocidad hacia Edimburgo. Viajaban aprovechando la oscura y helada noche. Daba la impresión de que iba a nevar. En el aire se formaban nubes de vapor procedentes del aliento de sus monturas. El paso de los escoltas de la princesa escocesa era implacable. Mantenían a los agotados caballos al galope como si los persiguiera el ejército normando, cuando lo cierto era que ambos ejércitos quedaban ahora muy atrás. La joven sospechaba que habían recibido órdenes de dejarla sana y salva lo antes posible y de reunirse con las tropas de inmediato. A ella no le importaba. Cada paso que la aproximaba al hogar de su infancia, también la acercaba a su aciago destino.

Se encontraba entumecida por el cansancio tras haber estado cabalgando todo el día y gran parte de la noche, aunque no lo suficiente como para dejar de sentir un desgarrador dolor en el pecho por el cruel rechazó de su padre. Pero aquello apenas tenía importancia, teniendo en cuenta que le estaban arrebatando de las manos el control de su propio destino para conducirla al desastre y al dolor enviándola a Edimburgo. Debería ir camino de Alnwick, el lugar al que pertenecía. Alnwick era ahora su hogar. Debería estar allí cuando Edward regresara de la guerra. Y sin embargo, la llevaban a lo más profundo del corazón de Escocia, a la plaza fuerte de los enemigos de Edward, enemigos a los que muy pronto se enfrentaría en combate mortal.

Esta vez, pensó, no lo entendería; esta vez sabía que no la perdonaría jamás.

Isabella no quería dirigirse hacia el norte. Mientras galopaban presionando a sus monturas más allá de los límites de la extenuación, la joven sintió una y otra vez la necesidad de tirar con fuerza de las riendas, obligar a su yegua a dar la vuelta y correr hacia su casa. Era una locura. Tal vez pudiera despistar a sus escoltas, pero su montura no podría recorrer todo el camino de regreso a Alnwick, y aunque el valiente animal consiguiera hacerlo, sería un suicidio correr hacia una guerra que estaba a punto de dar comienzo.

Al amanecer, en el momento en que varias millas al sur sonaban las cornetas que anunciaban la batalla y chocaban las primeras espadas, cuando el sol comenzaba a romper el cielo gris ceniza con una luz blanca y fantasmal, Edimburgo apareció a lo lejos. La cercana y oscura villa de madera y piedra antigua estaba asentada sobre la misma colina escarpada del castillo, una elevación empinada de piedra que había protegido de cualquier posible invasión la fortificación desde tiempos inmemoriales. Por encima del pueblo, la fortaleza del rey de Escocia, tan oscura y negra como la formación rocosa sobre la que estaba asentada, se erguía orgullosamente hacia el cielo. La premonición de un destino fatal volvió a apoderarse de Isabella. Atravesaron la villa, pasaron por delante de una mujer que tiraba de un carro cargado de leña, adelantaron a dos niños que vendían arenques ahumados y a un grupo de perros que olisqueaba entre las basuras, y por fin, alcanzaron el camino empinado y congelado que llevaba al castillo. Las puertas estaban abiertas de par en par y en cuestión de unos instantes, la joven se vio dentro de unos muros que debían haberle resultado familiares y reconfortantes. Sin embargo, cuando la verja se cerró tras ella, la piel se le erizó. La sensación de estar encerrada dentro de una prisión era inconfundible.

Pero aquello no era una prisión, era su casa, se dijo, incapaz de sacudirse el desánimo. Deslizándose del caballo y sin apenas poder mantenerse en pie, Isabella les dio las gracias a los dos fornidos hombres que habían sido su escolta. No hacía falta que preguntara por su madre. A esas horas, Renee estaría todavía en la capilla asistiendo a la misa de primera hora de la mañana. La joven corrió hacia allí todo lo deprisa que le permitió su cuerpo extenuado.

La visión que la recibió resultó tranquilizadora. La forma esbelta y elegante de Renee arrodillada ante el altar orando en silencio, ya que la misa había obviamente concluido, hizo que Isabella se detuviera de golpe. Respiró hondo, sintiéndose peligrosamente cercana a las lágrimas. Si había alguien a quien necesitara en aquel momento, pensó, era a su madre. Necesitaba tener la oportunidad de contarle todo: Cómo la había malinterpretado Edward, cómo había salido de Alnwick con la esperanza de evitar una guerra, y cuánto peligraba su matrimonio en aquel momento. También necesitaba contarle el espantoso encuentro que había tenido con su padre y que iba a ser abuela. Secándose una lágrima furtiva de la mejilla, la joven avanzó impulsivamente y se sentó al lado de su madre. Renee no la reconoció, pero Isabella tampoco había contado con ello. Inclinó la cabeza y rezó.

Rezó por un rápido final de la guerra y rezó por una paz duradera. Rezó por que Edward, su padre y sus hermanos regresaran sanos y salvos. Derramó otra lágrima. Vaciló. No le parecía bien pedirle a Dios ayuda para sus propios problemas cuando nunca antes había sido devota ni obediente. Sin embargo, veía a Dios como un ser benevolente y comprensivo, no como una deidad a la que se compraba con buen comportamiento. Respiró hondo e hizo la petición más importante de todas:

—Querido Dios, por favor, guía a Edward para que vea la verdad —oró en voz alta. Y luego añadió—: Por favor, permite que me ame.

Isabella se quedó de rodillas largo rato, con la bendición de no pensar. Se sentía de alguna manera más ligera y aliviada. Estaba más cansada que nunca en toda su vida y agradecía el hecho de no moverse. El cuerpo le dolía tras las interminables horas que había pasado aquel día a caballo, y tenía la mente, por fin, entumecida. Pero cuando vio que su madre se ponía de pie, ella también se levantó. Sus músculos protestaron por el esfuerzo.

Renee tenía los ojos enmarcados por grandes ojeras, como si hubiera pasado varias noches sin dormir, y también estaban oscurecidos por la preocupación. Isabella abrió la boca pero no habló, porque su madre no estaba sólo obviamente cansada, sino más delgada que nunca y lo bastante pálida como para que la joven se preguntara si no habría estado enferma.

—Madre. —Isabella la abrazó—. ¿Has estado enferma?

—No. —Renee habló con voz entrecortada—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He sido una auténtica estúpida —confesó la joven—. Intenté convencer al rey de que se retirara de esta guerra. Y Michael consideró que era demasiado peligroso que regresara a Alnwick, así que me envió aquí.

Renee la tomó de la mano.

—Bueno, me alegro de verte, querida. Esta vez, estar aquí sola con mis damas esperando noticias... No puedo soportarlo. —A la reina se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló la mano con la que apretaba la de su hija.

—Madre, ¿qué ocurre? —Si Renee no había estado enferma, o bien lo estaba ahora o se encontraba terriblemente angustiada.

—No puedo librarme de esta espantosa sensación de desastre que me invade. No había tenido tanto miedo en toda mi vida. —Le tembló ligeramente la boca y cerró los ojos un instante—. Tengo mucho miedo por Charlie y por mis hijos.

Isabella apretó la mano de Renee, pero a ella también le latía con mucha fuerza el corazón. Reconoció el sentimiento que estaba experimentado la reina como terror. ¿Acaso no había tenido ella esa misma premonición?

—Estarán bien, madre —aseguró con ánimo—. Tu esposo es el mejor guerrero de estas tierras. Sabes que es invencible. Y mis hermanos son como él. No tengas miedo. Te estás preocupando sin necesidad.

—Ojalá tengas razón —consiguió decir Renee en un hilo de voz.

La joven nunca había visto así a su madre. La reina escocesa era tranquila por naturaleza, serena y apacible, no una mujer que alcanzara aquellas cotas de angustia. A la joven le hubiera gustado desahogarse y confesárselo todo a su madre, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo en aquellos momentos. Más tarde, se dijo. Cuando la guerra haya terminado y nuestra familia esté de camino a casa, tendré todo el tiempo del mundo para contarle mis problemas.

Isabella sonrió a su madre con alegría forzada.

—Vamos a cenar. No sé tú, pero yo estoy hambrienta.

Renee se pasó todo el día sentada en su silla al lado del fuego en la sala de las mujeres, moviendo mecánicamente la aguja por una delicada pieza de encaje, en espera de noticias del resultado de la primera batalla. Y cuando llegó un mensajero aquella noche bajo una tormenta de nieve, las noticias fueron esperanzadoras. Al menos para Escocia.

El ejército escocés no había hecho ningún progreso en su esfuerzo por recuperar Swanter, pero eso ya no parecía significativo. Porque mientras escoceses y normandos se enfrentaban brutalmente en Cumbria, otro contingente, liderado por el propio Charlie, se había deslizado alrededor de Swanter en dirección al extremo oeste de Masen, para luego entrar en el mismo corazón del feudo. Alnwick estaba ahora bajo asedio.

Hubo gran regocijo en la sala entre las sirvientas y las damas. Pero Renee no sonrió ni una sola vez. Su rostro era la viva imagen del miedo. Isabella tampoco se alegró. Estaba tan impactada que no pudo permanecer de pie y se dejó caer en la silla.

Alnwick estaba sitiado.

Su primer pensamiento fue para Elizabeth y la condesa. ¡Oh Dios, ojalá estuvieran bien! Isabella cerró los ojos, presa de la angustia. La condesa era una mujer fuerte y decidida. Si alguien podía mantener unido a Alnwick frente a un ataque, era ella.

Y justo en aquel momento Isabella se dio cuenta de dónde estaban sus lealtades. No sentía simpatía por los atacantes sino por los asediados. Sólo por los de Cullen. Charlie, su padre, había atacado Alnwick... El hogar de su propia hija. Su venganza no conocía límites.

Pero ya no era su hija, ¿verdad? La había repudiado.

Isabella miró al mensajero, un hombre bajo y fornido que, a pesar del cansancio, estaba demasiado entusiasmado como para sentarse. Estaba tranquilizando a Renee, diciéndole que Charlie y sus hijos se encontraban bien.

—¿Es posible que puedan tomar Alnwick? —le preguntó la joven.

—Es sólo cuestión de tiempo.

—Pero no hay tiempo. Cuando mi esposo se entere de que su casa está siendo amenazada, cabalgará con sus hombres hacia Alnwick para rescatarla.

El hombre la miró de frente con las piernas algo abiertas y la actitud de alguien dispuesto a la batalla.

—Vuestro esposo, lady de Cullen, está ahora mismo enzarzado en una batalla que no puede dejar tan fácilmente. Y a menos que alguien de Alnwick se atreva a atravesar las líneas del ejército de vuestro padre con la esperanza de enviar un mensaje, pasará mucho tiempo antes de que se entere del asedio. —El mensajero sonrió—. Así lo planeó Charlie.

Isabella estaba horrorizada. Pero el soldado tenía razón. Edward estaba en medio de la batalla y nadie en Alnwick tendría manera de hacerle llegar la noticia de su desesperada situación. Si no hubiera estado sentada, sin duda se hubiera desplomado.

Qué inteligente había sido Charlie, pensó la joven con furia. De pronto, fue consciente del silencio que había en el salón. Todos los presentes, excepto su madre que observaba sin ver el fuego, la miraron fijamente con ojos acusadores y llenos de odio. Sin poder resistirlo, Isabella se puso en pie y salió a toda prisa de allí.

Aquella noche la nieve comenzó a caer pesadamente y el viento sopló con tanta fuerza que resultaba imposible dormir. La joven escuchó aquel aterrador sonido y pensó en su madre, tan angustiada que sin duda se encontraba enferma, y en sus hermanos, luchando en la batalla, tal vez formando parte incluso del asedio. Trató de no pensar en su padre, pero le resultó imposible. La había repudiado y había atacado Alnwick. Durante un instante experimentó una oleada de odio, pero enseguida se le pasó, dejándola débil, agotada y entumecida.

Seguramente Edward todavía no se había enterado de su huida de Alnwick. Pero eso apenas le servía de alivio. Había cometido un terrible error marchándose sin su permiso. Su misión había fracasado, y cuando Edward se enterara de sus actos la tacharía una vez más de traidora. Tras la visita de Michael a Alnwick creería que su huida se debía a un plan preconcebido; pensaría que lo había abandonado para correr hacia su enemigo. Pero la gran ironía consistía en que durante su huida se había topado con una verdad incuestionable... Por mucho que amara a su gente y a su país, por mucho que amara a Escocia, su hogar era Alnwick y su lealtad estaba con la rosa roja de Masen.

Isabella sabía que su propia vida dependía de convencer a Edward de su inocencia. Y cuanto más tiempo transcurriera, más difícil sería que creyera en ella. A pesar de la desconfianza de su esposo, la joven lo amaba de corazón, le pertenecía y siempre sería suya; quería estar con él del modo en que había estado antes. Si la mandaba al exilio no podría soportarlo. Isabella recordaba con total claridad lo explícita que fue su amenaza en aquel sentido. Tenía que regresar a casa de inmediato, pero, ¿cómo? ¿Cuánto tiempo duraría aquella guerra? Si Charlie tenía éxito, pensó con súbito horror, la guerra nunca tendría fin. Edward, su padre y los demás normandos lucharían hasta morir para vengar la destrucción de Alnwick.

Se sentó en la cama y se estremeció, dándose cuenta de que su única esperanza residía en una rápida derrota de Charlie. Tras su terrible rechazo no le debía ninguna lealtad, y sin embargo no era capaz de encontrar en su corazón el deseo de verlo caer. Había sido su hija durante demasiados años.

Isabella escuchó el agudo aullido del viento. En el exterior, la noche parecía blanca debido a la ventisca. ¿Estaba lo suficientemente loca como para subirse a un caballo e intentar regresar sola a Alnwick? No, no estaba loca, pero amaba a Edward lo suficiente como para arriesgar su vida por él si tuviera que hacerlo. Sin embargo, ese momento no había llegado todavía; con suerte no tendría nunca lugar. Esperaría a que pasara la tormenta y los caminos estuvieran practicables. Si para entonces la guerra no había terminado todavía, se marcharía sola a casa, y nada ni nadie podrían impedírselo.

Cuando se adormiló finalmente con la decisión tomada, se sintió mejor, esperanzada incluso. Aunque al levantarse al día siguiente, tuvo sus dudas respecto a poder salir de allí pronto.

Había dejado de nevar, y también cesó el enloquecedor viento, pero el mundo exterior estaba cubierto por una capa blanca de dos metros. Y lo que era más importante, la doncella de Renee le había dicho que su madre había pasado otra noche sin dormir. Había acudido a medianoche a la capilla para los maitines y se había quedado allí hasta el amanecer. Lo único que había tomado era un poco de agua y dos pequeños trozos de pan. Para entonces Isabella ya sabía que su madre apenas había comido ni dormido desde que Charlie partió de Edimburgo, hacía ya una semana. Estaba claro que a la reina la perseguían sus propios y terribles demonios. Y nada de lo que su hija hiciera o dijera podría convencerla para comer ni para dormir. Angustiada, Isabella contempló la posibilidad de drogaría para obligarla a descansar.

El segundo día resultó interminable. Renee volvió a ocupar su lugar frente al fuego de la chimenea, pero Isabella no pudo hacer otra cosa que recorrer la sala una y otra vez. Sabía que estaba volviendo locas a las demás mujeres, pero no se atrevieron a decir nada. La mañana se convirtió en mediodía. Nadie comió. El atardecer cayó sobre ellas sin que hubieran llegado noticias. Sin duda, la gran nevada hacía imposible las comunicaciones. Pero cuando cayó la noche, contrastando con el lago blanco y cubierto de hielo que había bajo la fortaleza, recibieron la noticia de que había llegado otro mensajero.

—Decidle que pase —ordenó Renee con voz apenas audible. Estaba tan pálida como la nieve que cubría las ramas de los árboles del exterior.

Isabella fue instintivamente al lado de su madre, poniéndole una mano en el hombro a modo de consuelo. Su miedo iba en aumento. Tendría que haber obligado a Renee a comer algo al mediodía.

El mensajero entró y se sacudió la nieve del manto. Era un hombre joven. Traía las botas cubiertas de barro congelado y un brazo en cabestrillo con las vendas manchadas de sangre. Estaba muy serio y su expresión denotaba agotamiento. Isabella lo miró y se quedó inmóvil; resultaba evidente que los escoceses habían sufrido una pérdida terrible aquel día.

—El rey ha muerto —anunció.

La joven creyó haber escuchado mal y abrió la boca para protestar. Sin duda no había entendido bien sus palabras.

—Charlie ha muerto —repitió el joven. Esta vez un sollozo atragantó sus palabras.

—No —comenzó a decir Isabella, incrédula—. No puede... —Sus palabras quedaron interrumpidas por un ruido sordo y fuerte. La joven se dio la vuelta y vio a Renee en el suelo. Tenía los ojos cerrados y el rostro tan pálido como el de una muerta—. ¡Madre!

Todas las mujeres se arremolinaron en torno a la reina. Isabella sujetó el rostro de su madre entre las manos y sintió el frágil hilo de su respiración. Entonces, apoyó el oído contra su pecho y escuchó su latido, débil pero constante. Al instante, se le llenaron los ojos de lágrimas de alivio.

—Traed paños helados para que pueda reanimarla. ¡Deprisa! ¡Sólo se ha desmayado por la conmoción! —ordenó, alzando la vista.

Varias doncellas se apresuraron a obedecer mientras Isabella intentaba revivir suavemente a su madre. La zarandeó y le habló, pero no consiguió nada. Comenzó a desesperarse. Era muy consciente del extraño estado mental de Renee y de su débil condición física. El alivio que había sentido se desvaneció al instante. La salud de la reina era muy frágil. Desesperada, Isabella la abofeteó y, por fin, su madre abrió los ojos.

—¡Gracias a Dios! —gritó la joven.

Renee miró a su hija mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas en un flujo continuo. Después, cerró los ojos y se acurrucó en el suelo sin emitir ningún sonido.

Pálida por el terror, Isabella estrechó entre sus brazos a su madre, acunándola mientras lloraba en silencio.

—Traedme vino y valeriana —dijo con una calma que no sentía—. E id en busca de dos hombres; tenemos que meter a la reina en la cama.

Transcurrido un tiempo que Isabella no supo determinar, Renee abrió los ojos y miró directamente a Isabella.

—Lo sabía —dijo con voz ronca.

Sus palabras apenas resultaron audibles. Isabella había estado tan preocupada por su madre que no había tenido tiempo de asimilar la noticia de la muerte de su padre. Desesperada, agarró con firmeza las manos de Renee y se inclinó sobre ella, que estaba tendida en la cama.

—Debes ser fuerte, mamá. Tienes que comer un poco de las gachas que ha preparado Jeanne. Por favor.

—Tengo que rezar. Ayúdame a levantarme. Debo rezar por el alma de tu padre.

Isabella se dio cuenta de que su madre pretendía ir a la capilla.

—No, madre —se negó con firmeza—. El padre Joseph vendrá a verte. Está abajo.

Al oír aquello, Renee se dejó caer de nuevo sobre las almohadas con los ojos cerrados, moviendo los labios en silenciosa plegaria. Isabella corrió hacia la puerta, donde esperaban las pálidas y ansiosas damas de la corte. Todas y cada una de ellas amaban a su reina, al igual que todos los que la conocían. A un gesto de la joven, lady Matilda corrió escaleras abajo para ir en busca del sacerdote. Después, Isabella regresó al lado de su madre y cayó de rodillas. Se negaba a pensar en la muerte de su padre a manos del ejército de su esposo. No podía. No debía. Tenía que cuidar de su madre. Decidida, apartó de sí aquellos pensamientos con voluntad de hierro.

Sólo se levantó cuando el padre Joseph, mentor y amigo personal de la reina, entró apresuradamente en la habitación.

—¿Recibió las últimas bendiciones? —preguntó Renee abriendo los ojos.

Isabella leyó la cruda realidad en los ojos del sacerdote cuando mintió a la reina para tranquilizar su angustia.

Más tarde, mientras su madre y el sacerdote rezaban, la joven abandonó en silencio la estancia. Una vez fuera, se apoyó contra la pared y las damas de su madre aprovecharon para rodearla, bombardeándola con preguntas susurradas.

La joven se apartó de ellas, consciente de que su preocupación era genuina, que todas y cada una de ellas estaban muertas de angustia por su reina, pero no respondió ni a una sola de sus preguntas. No tenía respuestas. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió en busca del emisario. Lo encontró sentado a la mesa del gran salón, comiendo con avidez y se dejó caer en el banco que tenía al lado. La visión de la comida le provocó nauseas.

—¿Cómo puede ser verdad? —consiguió decir con voz ronca—. ¿Cómo puede ser que el rey esté muerto?

El joven dejó al lado el puñal. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Atacaron su ejército por la espalda y consiguieron separarlo de sus hombres. —El mensajero apartó la vista—. No debió haber pasado.

Isabella le agarró el brazo con una fuerza que no sabía que poseía.

—¿Qué ejército fue?

—El de Masen.

Al escuchar la terrible verdad, la joven se mareó; la mesa daba vueltas delante de ella. ¿Había liderado Edward el ataque que mató a Charlie? ¿Había sido él?

—Princesa —murmuró el mensajero con voz ronca—. Todavía hay más.

Isabella se frotó los ojos con la esperanza de aclararse la visión. La mesa se detuvo, pero todo a su alrededor se había convertido en una nebulosa.

—No —dijo—. No puede haber más.

Él se humedeció los labios.

—Hirieron a Michael.

—¡No! —Isabella se agarró a la mesa para evitar tambalearse, para no caerse—. No estará...

—Es grave. Pero cuando yo salí seguía vivo.

—Sobrevivirá —aseguró ella con certeza. Cerró los ojos, mareada ahora de alivio—. Ningún maldito normando puede matar a Michael —susurró, luchando contra el súbito temblor que le sobrevino. No podía dejarse llevar por la histeria en aquel momento—. Y ¿Alnwick?

—Nos han hecho retroceder de nuevo a Cumbria. Nuestra suerte ha cambiado. Estamos casi donde empezamos —confesó el muchacho con tristeza—. La batalla prosigue con furia en Swanter, pero sin Charlie ni Michael...

Isabella cerró los ojos.

—Erick es un gran soldado. Y los demás lideres...

—Los jefes se pelean entre ellos, princesa; Charlie era el único lo suficientemente fuerte como para mantenerlos unidos. Además —el emisario vaciló—, no todos los hombres confían en Erick.

Isabella no fue capaz de responder a eso; sabía que su hermano no sería un buen líder. Pero con Michael herido y Charlie muerto... Al instante apartó de su mente sus pensamientos. No quería pensar en su padre, no lo haría. A cambio, rezaría por Michael.

Ni tampoco debía pensar en Edward, en aquel momento no, no cuando sus hombres habían matado a su padre y herido a su hermano... No debía.

—Madre, por favor, bebe un poco de esto. Es tu infusión especial —le suplicó Isabella.

Renee no le respondió, parecía como si no la hubiera oído siquiera. La reina había caído en un estado de semiinconsciencia desde la marcha del padre Joseph muchas horas atrás. No se la podía despertar. Si Isabella no hubiera sido capaz de percibir su débil respiración, la habría dado por muerta. La joven llevaba días sin dormir, pero no se atrevía a dejar a su madre por miedo a que muriera. Estaba decidida. No la dejaría morir. No lo haría. Pero, ¿qué podía hacer?

Había tomado las manos heladas de su madre entre las suyas para calentárselas enérgicamente, cuando una fuerte llamada a la puerta distrajo su atención.

Atónita, vio cómo Edgar entraba a la habitación. Lo había visto por última vez tres noches atrás, justo antes de la primera batalla en las afueras de Swanter.

Estaba irreconocible. Pálido y exhausto, con las sombras oscuras que circundaban sus ojos, parecía un hombre maduro y agotado, no el alegre muchacho que siempre había sido.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó con voz ronca, mirando primero a su hermana y después a su madre—. Abajo me han dicho que está a las puertas de la muerte.

Isabella se puso en pie. Tenía las rodillas terriblemente doloridas por las largas horas que había pasado arrodillada al lado de su madre. De hecho le dolía todo el cuerpo, pero eso no era nada comparado con la pena que albergaba en el pecho.

—Le afectó mucho la muerte de nuestro padre —musitó Isabella con voz temblorosa. La aparición de Edgar amenazaba con acabar con su preciado control emocional, así que respiró profundamente para calmarse y siguió hablando—: Cuando llegué me asustó mucho el estado en que la encontré. Llevaba días sin comer ni dormir a causa de la preocupación. Al parecer —la voz se le quebró—, tenía el presentimiento de que padre iba a morir.

A Edgar se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Tuvo la muerte de un soldado. Murió como deseaba hacerlo, como todos los hombres esperan morir, en el fragor de la batalla, con orgullo y valentía.

Isabella se estremeció y se abrazó a sí misma en un intento de calmarse. No debía pensar en su padre en aquellos momentos, no debía. Mañana, cuando Renee estuviera mejor, podría entregarse al dolor.

—Michael ha muerto —anunció su hermano interrumpiendo sus pensamientos.

Isabella gritó y Edgar cruzó rápidamente el pequeño dormitorio para estrecharla entre sus brazos. La joven cerró los ojos con fuerza y lágrimas ardientes se le agolparon en los párpados luchando por derramarse. ¡Michael no, Michael no, su hermano mayor, su querido amigo, su héroe! ¡No se lo creía, no lo creería!

Edgar le habló al oído mientras le acariciaba la espalda con una mano. Edgar, el que nunca la había abrazado abiertamente ni le había demostrado su cariño. Edgar, el muchacho que se había convertido en un hombre maduro.

—La herida era mortal. Perdió demasiada sangre. Gracias a Dios murió mientras dormía, sin sufrimiento.

Michael estaba muerto.

—No puedo... —comenzó a decir Isabella con voz ronca.

—Tu esposo los lidera —le espetó, dejando de abrazarla y alejándose de ella. Isabella se irguió ante sus palabras—. ¡Es invencible! Ha atravesado nuestras filas en solitario en repetidas ocasiones exponiéndose a la muerte una y otra vez... Pero nadie puede acercarse a él sin caer víctima de su espada. Abate a todos los que se cruzan en su camino. Dicen que está poseído. O eso o es la personificación de la Muerte.

Dicho aquello, Edgar hizo de pronto un esfuerzo por mantener la calma.

Isabella estaba inmovilizada por el miedo. Estaba segura de que Edward se había enterado de alguna manera de su escapada. No tenía ninguna duda. No estaba poseído por el diablo, sino por una rabia inhumana.

—Ha jurado sembrar un sendero de destrucción a tu puerta, Isabella —le anunció al tiempo que la agarraba del brazo—. Liberó a uno de los prisioneros para que nos hiciera llegar ese mensaje. Sus palabras exactas fueron que quiere que regreses, pero no a pesar de tu traición... sino precisamente por ella.

—Quiere castigarme —susurró temblando.

—Supongo que lo que quiere es matarte —murmuró Edgar—. Vi de pasada su rostro en Alnwick e incluso a mí me aterrorizó.

Isabella gimió. ¿La odiaría tanto Edward como para desear matarla? ¿Desearía verla muerta?

La reina de Escocia murió dos días después. Isabella estaba entumecida, conmocionada, exhausta. De pronto, se dio cuenta de que todavía seguía arrodillada al lado del cuerpo de su madre, sujetando sus manos rígidas. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquella posición? Obligó a su cuerpo a obedecer a su mente, y consiguió ponerse torpe y dolorosamente en pie.

El sonido de unos sollozos angustiados, un sonido que había dado comienzo un tiempo atrás, resonó por la habitación. Era la manera que tenían los escoceses de manifestar abiertamente su dolor, sin restricciones. La joven escuchó los lamentos de las damas de Renee que estaban justo al otro lado de la puerta, a los hombres y a las mujeres del salón de la planta baja, que también sollozaban y gemían, y a los siervos que se habían reunido a la entrada del castillo. Aquel lamento común y desgarrado golpeó una y otra vez contra ella hasta que el dolor finalmente comenzó a atravesar la conmoción de Isabella.

Sintió cómo el dolor crecía y crecía en el interior de su pecho dejándola sin aire. Se ahogaba.

Muerta. Isabella ahogó un grito. Muerta. Dios, era una palabra tan definitiva... Miró a Renee, tan serena en la muerte como había sido en vida. Muerta. No le parecía posible. ¡No, su madre no! Quería gritar y llorar, tal y como estaban haciendo las mujeres en el salón, sin embargo, intentó contenerse. Debía controlar su dolor un poco más. Ahora debía pensar en sus hermanos. La necesitarían para atravesar aquel terrible momento de pérdida. Pero la realidad de la muerte de su madre la venció.

—¡Madre, te quiero muchísimo!

Parecía imposible. ¡La reina de Escocia estaba muerta! Renee, su querida madre, estaba muerta, al igual que su padre y su hermano. ¡Aquello era injusto! ¡No podía soportarlo, no podía!

Sin pensar, buscando un consuelo que no encontraría, se apoyó contra el áspero muro de piedra de la pared y comenzó a llorar hasta quedar sin fuerzas. Luego golpeó las piedras del muro hasta que le sangraron las manos, gritando su dolor. En aquel momento odiaba a Edward por su participación en sus muertes, en sus asesinatos. Todos estaban muertos, Charlie, Renee, Michael... No volvería a verlos de nuevo.

Finalmente ya no pudo seguir llorando, sus rodillas cedieron y quedó postrada en el suelo. Dios, ¡qué cansada estaba! Apenas podía sentarse. No podía continuar así, no podía, estaba tan exhausta que dudaba que pudiera siquiera caminar.

Pero incluso en su estado, pensó en el peligro que se cernía sobre Edimburgo, un peligro que la amenazaba no sólo a ella sino también a sus hermanos, incluso a Escocia. Secándose las últimas lágrimas, se dijo que no había tiempo para llorar. Había demasiadas cosas en juego. Vidas. Un reino.

Charlie estaba muerto. Escocia era un reino sin rey. La corte estaba en Edimburgo y los clanes mas fuertes del territorio llegarían pronto con la esperanza de hacerse con el poder. En aquellos momentos debía haber al menos una docena de jefes importantes acercándose a Edimburgo esperando hacerse con la corona.

Todos sus hermanos tenían derecho legítimo a reclamar el trono. Erick no le importaba. Podría cuidar de sí mismo, como sin duda estaba haciendo. Y Tyler estaba a salvo al ser un hombre de Dios. Pero ella tenía la responsabilidad de cuidar de sus otros tres hermanos. Todos y cada uno de ellos suponían una amenaza para el próximo rey de Escocia. A Isabella no se le ocurrió pensar que la responsabilidad también debería recaer en Edgar.

Decidida, se obligó a ponerse de pie sin darse cuenta de que sus movimientos eran los de una anciana.

De pronto, se quedó inmóvil. Los sonidos que invadían la habitación habían cambiado. El corazón se le atenazó con un miedo instintivo mientras intentaba comprender lo que estaba escuchando. Pensó que podía tratarse de un trueno distante, pero en el cielo no había ni una sola nube. Isabella ahogó un grito. Lo que estaba oyendo por encima de los sordos lamentos del castillo no era un trueno lejano, sino el rápido avance de un gran ejército invasor. ¡Oh Dios, tan pronto no! ¿Es que nunca iba a tener un respiro?

Entonces Edgar irrumpió en la habitación. Isabella escuchó lívida y conmocionada que Phills Bane había sido nombrado sucesor de Charlie y que Erick había unido fuerzas con su tío para usurpar el trono. Mientras tanto, fuera, el trueno se iba haciendo más fuerte.

Los hermanos se miraron en silencio durante un instante. La joven no sentía ningún alivio, Erick sería tan cruel en aquellas circunstancias como cualquier extraño... o incluso más.

—¡Reúne a nuestros hermanos! ¡Hazlo ahora! Y trae un carro para... —Miró a su madre. El control que tanto le había costado conseguir se esfumó y gimió en silencio—. Para la reina. La enterraremos en la abadía de Dunfermline, donde podemos buscar refugio. ¡Deprisa!

Su hermano salió de la estancia precipitadamente para cumplir sus órdenes. Isabella no podía dejar de temblar, en aquellos momentos no, y se agarró al reclinatorio para evitar desplomarse. El dolor, el miedo y un cansancio extremo la sobrepasaban, inmovilizándola.

Haciendo un gran esfuerzo, la joven se acercó a su madre y la tapó. Edgar volvió al poco tiempo, miró a su hermana largamente y luego corrió hacia la cama para levantar a su madre en brazos.

—¿Cómo ha podido abandonarnos Erick? —preguntó Isabella, tratando de seguirle el paso.

—Ya no forma parte de esta familia —afirmó Edgar mientras corrían escaleras abajo y salían al exterior del castillo. El sol brillaba con tanta fuerza que durante un instante los cegó. Todos sus hermanos estaban ya allí, excepto, por supuesto, Erick el traidor. Alexander estaba intentando consolar al pequeño Davie, que lloraba mientras Edgar depositaba a su madre en un carro tirado por un caballo.

Fue entonces cuando Isabella se dio cuenta de que en el castillo reinaba un silencio aterrador. Todos los sonidos, incluso los angustiosos lamentos, habían cesado. Se trataba de un silencio antinatural, aterrador. Entonces cayó en la cuenta: el espantoso clamor del ejército invasor había cesado. Isabella gritó cuando Edgar la obligó a montar en un caballo y subió él mismo de un salto a su propio corcel. El ejército se había detenido... ¡Para colocarse en posición de ataque!

—Es Phills Bane, ¿verdad?

—No. —Edgar se puso a su lado.

—Entonces... ¿Quién? —Aterrada, no pudo seguir hablando.

Su hermano le dirigió una mirada larga y oscura, y entonces Isabella lo supo. Conmocionada, sintió que en su pecho se mezclaban todo tipo de sentimientos: amor, odio, miedo...

—Es el bastardo de Masen —le espetó Edgar—. Ha traído su ejército directamente hasta Edimburgo. ¿Acaso ha venido a reclamar el trono para sí mismo?

—No —susurro Isabella, sintiendo que se mareaba—. Ha venido a reclamarme a mí.

Capítulo 23: Atrapada Capítulo 25: El castigo

 
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