La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90616
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 16: Una traición

Hola a tod@s aqui os dejo un nuevo capitulo, me gustarias k os pasara a ver las dos hisorias k estoy subiendo.

MUCHISIMAS GRACIAS por sus comentarios y también gracias a las nuevas seguidoras XD, dejen sus comentarios y opiniones.

AHHHHH se me olvidaba hace un tiemmpo BELENCHADECULLEN no lo sé si aparecerán gracias por leer esta historia y espero k mi respuesta no te desilusiones mucho.


Un millón de besos

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Demetri estaba de un humor de perros. ¿Quién se le había adelantado en perpetrar aquel ataque contra Isabella, fallando estrepitosamente en el intento de acabar con su vida?

Los rumores circulaban entre los caballeros y las damas de la corte desde el amanecer. Algunos decían que la princesa había intentado escapar de la torre; otros, que la habían raptado. Pero fuera cual fuera la razón por la que estaba al otro lado de los muros, todos estaban de acuerdo en que nadie se caía al río Támesis sin que lo empujaran.

Aunque en teoría nadie había visto lo ocurrido, Demetri había interrogado discretamente a los centinelas. Pero ellos sólo habían visto el valiente rescate de Edward sacando a la princesa de las profundidades del río, y la increíble manera en que la había salvado de la muerte.

Demetri se quedó lívido. ¿Acaso de Cullen estaba siempre en el sitio correcto en el momento adecuado? Si ese heredero bastardo no hubiera estado en los muelles al amanecer, Isabella estaría ahora muerta y él, Demetri, sería inocente de aquel delito de sangre.

El escocés podía adivinar, igual que todos los demás, quién tenía mayor interés en impedir la unión entre Escocia y Masen. La siguiente pregunta era: ¿Lo intentaría esa otra parte de nuevo, esta vez con éxito? Lo dudaba. Los de Cullen estaban alerta y ningún asesino tendría ahora posibilidades de mandar a Isabella al otro mundo. Ni siquiera él podría hacerlo. Demetri no era tan estúpido como para intentar matar a su hermanastra en semejantes circunstancias. No, tendría que posponer su plan por el momento. Tal vez incluso cambiara los medios. Pero el fin seguiría siendo el mismo. No podía permitir la unión entre la hija de Charlie y Edward de Cullen.

Lo primero que oyó Isabella al despertar fue un suave murmullo de voces tan débil que resultaba casi inaudible. Por un momento, pensó que estaba soñando, pero el dolor en sus pulmones no era ningún sueño. Las voces fueron alzando el tono, distinguiéndose unas de otras. La joven reconoció entonces el tono firme de la condesa de Masen y luego la voz infantil y más chillona de su hija Elizabeth. Por fin, su mente se despejó por completo y fue consciente de lo ocurrido.

Había estado a punto de ahogarse. Se puso tensa y, olvidándose de la gente que la rodeaba, se apoderaron de ella las sensaciones vividas. Recordó cómo se había hundido en la oscuridad húmeda y negra, y cómo el pánico invadió su mente. Los pulmones le quemaban... ¡Oh, Dios!, había intentado escapar, pero lo único que había logrado era que intentaran asesinarla arrojándola al Támesis. Había estado a punto de morir.

—¡Madre, madre, está despierta! —gritó Elizabeth emocionada.

—¿Puedes oírme? —le preguntó la condesa suavemente.

Pero, ¿cómo era posible que siguiera con vida? Le vinieron a la mente con aterradora claridad sus últimos pensamientos antes de perder la conciencia, y, entonces, se acordó. La escena resultaba real, dura. Edward la estrechaba entre sus brazos en el río, donde ella flotaba como un cadáver, y luego Jasper la llevó hasta la orilla. Isabella abrió los ojos de par en par. ¿Cómo podía tener aquel recuerdo? La perspectiva no era la adecuada. Parecía como si estuviera sobrevolando la escena, observando a unos actores que formaban parte de una extraña obra.

Pero no se había tratado de ninguna representación. La joven estaba convencida de que lo que había visto ocurrió realmente. Porque entonces, como las obras que representaban los cómicos ambulantes, la escena se desarrolló con una intensidad aterradora. Jasper tumbándola en el muelle..., Edward saliendo del agua y al instante colocándose encima de ella, dándole la vuelta, suplicándole que respirara... Y luego introduciendo el aire de sus propios pulmones en los suyos mientras Jasper le decía a su hermano que estaba muerta.

De repente las imágenes se volvieron borrosas, las voces difusas, hasta que no vio ni escuchó nada más y el recuerdo se desvaneció.

La condesa sonreía.

—Hola, princesa. Confiábamos en que despertaras pronto.

Isabella parpadeó, temblorosa. ¿Había estado verdaderamente al borde de la muerte? ¿Cómo había conseguido Edward librarla de una muerte segura?

—¡Casi te mueres! —gritó Elizabeth tomando las manos de Isabella entre las suyas y apretándolas con evidente regocijo al ver que estaba despierta.

—Casi me muero —repitió ella.

—Elizabeth, no agobies a la princesa —la reprendió Esme con severidad.

Pero la escocesa ya estaba sentándose, agarrándose a las manos de Elizabeth.

—¿Me salvó Edward? ¿Me insufló aire en la boca?

Tanto la condesa como Elizabeth la miraron sorprendidas.

—Pero, ¿cómo puedes saberlo? —preguntó Esme—. Edward dijo que estabas inconsciente, sin respirar, al borde de la muerte.

Isabella se dejó caer de nuevo sobre el colchón mientras el corazón le latía con fuerza. Lágrimas ardientes amenazaban con caer por sus mejillas y cerró los ojos intentando evitarlo.

Había estado a punto de morir. Edward la había salvado. Y como no podía explicarse a sí misma el extraño recuerdo de verlo devolviéndole la vida en el muelle, tampoco podía explicárselo a ellos. Sólo había una cosa clara: que estaba viva de milagro y que le debía a su prometido algo más que las gracias.

—Elizabeth, tráeme una camisola y una túnica —ordenó la condesa a su hija, que se apresuró a obedecer—. Levanta los brazos, querida. Te ayudaré a vestirte.

Isabella obedeció. Mientras la madre de Edward la ayudaba a ponerse una camisola, pensó en cómo había podido salvarla Edward estando drogado. Posiblemente fingió beber porque conocía su plan. Al pensar en que la había librado de las garras de la muerte, no pudo evitar sentirse culpable por haberlo traicionado y decepcionado. ¿Cómo pudo haber hecho algo así?

—¿Te encuentras bien, Isabella? —preguntó la condesa con preocupación.

Al ver que en el umbral de la puerta estaba el hombre que llenaba sus pensamientos, la joven se quedó inmóvil incapaz de hablar.

La luz invernal que se filtraba a través de las ventanas de la estancia resultaba sombría, y Edward estaba envuelto en ella. Resultaba imposible definir su expresión. Isabella sintió que el corazón se le aceleraba. Tenía la necesidad de gritar para darle las gracias, para expresar una emoción que no se atrevía a identificar. Pero no lo hizo. En su lugar, se dejó caer sobre la almohada mirándolo.

La habitación era pequeña, y él la cruzó rápidamente, con decisión, deteniéndose al lado de de la cama.

—Buenos días, Isabella —la saludó al tiempo que la atravesaba con la mirada.

La joven sabía que debía darle las gracias y disculparse por traicionarlo de una manera tan horrible. Pero no podía hablar ni tampoco apartar la vista; de hecho había dejado de ser consciente de la presencia de la condesa y de Elizabeth.

—Estábamos esperando a que te despertaras —dijo Edward finalmente.

Isabella se humedeció los labios resecos.

—Toma —la instó Elizabeth tendiéndole una taza de agua con una sonrisa—. Bébete esto.

—Vamos, Elizabeth —dijo la condesa incorporándose—. Tu hermano quiere estar un instante a solas con su prometida.

Isabella apenas escuchó las palabras de lady Esme. Ni siquiera se fijó en que ella y su hija salían de la habitación y cerraban la puerta tras ellas.

Por un momento Edward y ella se quedaron mirándose en silencio. Él estaba serio y Isabella, nerviosa y callada. Un instante más tarde el normando estaba a su lado en la cama estrechándola entre sus brazos.

Sin pensarlo, se apoyó en él. Era fuerte, poderoso e íntegro. Era la vida. Isabella se sintió aturdida por la intensidad de tantas emociones. Nunca se había sentido tan segura y protegida y, durante un largo instante, se quedaron abrazados. Ninguno de los dos se movió ni habló, hasta que él le dijo con voz suave y ronca al oído:

—Yo soy el que más se alegra de todos de verte despierta.

Isabella giró lentamente la cabeza para poder mirarlo. ¿Era posible? ¿Era posible que aquel hombre albergara algo de ternura por ella después de lo que habían pasado juntos? ¿Después de lo que ella había hecho? Entonces, mientras él la miraba con inquebrantable intensidad, como si quisiera asomarse a su alma, la joven recordó su desesperación en el muelle, el modo en que la había devuelto a la vida, y sintió una presión en el pecho que la urgía a abrirse a él por completo.

—¿Cómo te sientes? —Su tono de voz no era del todo firme, a diferencia de la intensa luz que reflejaban sus ojos. Isabella habría jurado que vio un halo de humedad en ellos, pero quizá sólo fuera cosa de su imaginación.

—Estoy contenta de estar viva, milord. Y tengo que agradecértelo a ti.

La joven se tensó al ver que él acercaba el rostro al suyo. Su cuerpo volvió a la vida cuando Edward le habló. Su respiración la acariciaba, provocándole escalofríos en la espina dorsal.

—Quiero que me des algo más que las gracias.

—¿Qué... qué es lo que quieres de mí, milord? —Su rostro palideció.

—¿De verdad lo quieres saber?

Isabella se estremeció antes las posibilidades. Se sentía débil e insegura respecto a lo que estaba ocurriendo entre ellos.

—Tendrás... Tendrás más que mi agradecimiento —se escuchó decir finalmente.

La mirada de Edward buscó la suya.

—¿Te rindes por fin a mí, Isabella?

Ella tembló. ¿Qué clase de lazo estaban forjando, qué tipo de pacto? ¿Comprendía él su súplica, comprendía Isabella la suya?

—Me has salvado la vida. Si no hubieras estado allí... —sollozó, incapaz de continuar.

—No tienes nada que temer —afirmó, abrazándola más fuerte—. No volverán a hacerte daño, tienes mi palabra.

Isabella se agarró a su túnica. Estaban al borde de un nuevo y profundo entendimiento, y ella se sentía temerosa y exultante al mismo tiempo.

—Edward —susurró, consciente de que nunca antes lo había llamado por su nombre de pila—. Lo siento. Siento haberte traicionado. No volveré a hacerlo de nuevo, milord —le prometió con fervor—. Te doy mi palabra.

El normando se quedó quieto durante un instante en el que pareció dejar de respirar. Su mirada se había vuelto oscura y fiera.

—Si estás hablando con el corazón, Isabella, me sentiré muy complacido.

—Hablo con el corazón —aseguró ella.

La expresión de Edward cambió, volviéndose en cierto modo primitiva y triunfal.

—¿Quieres entonces convertirte en mi esposa de verdad?

Sus miradas volvieron a cruzarse. Y a pesar de lo débil que se sentía, Isabella experimentó un estremecimiento de deseo en la parte inferior del vientre.

—Edward —susurró sin apenas fuerza, sobrepasada por una oleada de emoción tan intensa que estuvo a punto de dejarla sin sentido. Amaba a aquel hombre. —Sí —claudicó suavemente.

El normando pareció aturdido por un momento. Luego reaccionó y rozó con ternura los labios femeninos con los suyos; un instante más tarde ya no quedaba nada de suavidad en su beso. A Isabella no le importó.

Lo amaba. Abrió la boca, se ofreció a él y sus lenguas se entrelazaron con ansiedad. Sin poder resistir un impulso que nacía de sus entrañas, la joven lanzó un gemido y atrajo a Edward hasta conseguir que se colocara sobre ella, disfrutando de sentir su presencia y de la rigidez de su miembro apoyado contra su muslo. Había estado a punto de morir y necesita sentirse viva. Necesitaba que él la hiciera suya como una forma ancestral de reafirmar su existencia. Nunca nada le había parecido tan importante.

Edward fue el primero en romper el beso. Jadeando, alzó la cabeza con el ceño fruncido y el rostro serio.

—Isabella, si no paramos ahora...

—¡No! —gritó ella moviéndose de forma seductora contra su cuerpo para evitar su alejamiento—. No, milord, me has salvado la vida... Ahora deja que yo te la de a ti.

Edward dudó un solo instante antes de quitarse las calzas, luego se colocó entre sus piernas y acarició su vientre, sus caderas y el interior de sus muslos. Isabella gimió de puro placer y se arqueó contra él, jadeando.

La túnica se interponía. Con un gemido ronco, la joven se la subió a la altura de la cintura y apretó la mano de Edward contra su calor húmedo. Él se sobresaltó.

—Para ti, milord —susurró, consciente de su lado más salvaje en aquel instante e incapaz al mismo tiempo de evitarlo—. Sólo para ti.

Edward gimió. Un instante después estaba deslizando su duro y grueso miembro profundamente en el interior de Isabella en un acto, no sólo de penetración sino también de posesión.

La joven sollozó de felicidad, anhelando llegar a la cumbre del placer. Edward abrió la boca y ahogó un grito mientras entraba y salía de su interior, embistiéndola una y otra vez hasta que Isabella alcanzó un éxtasis todavía más intenso que el que había experimentado días atrás. Con un gemido sordo, el normando se perdió en el cuerpo femenino y también se dejó arrastrar por la marea de la pasión.

Más tarde, el sonido de sus corazones, rápido y agitado, se mezcló con sus pesadas respiraciones, y la joven no pudo evitar sonreír.

—Me gusta tu sonrisa, princesa —susurró Edward—. La joven se preguntó si parecería tan enamorada como se sentía. —Nos irá bien —aseguró con voz firme.

Isabella se puso tensa. Sus palabras tenían un aire solemne, como si se tratara de un reto o una promesa. Se incorporó y observó las sombras que endurecían su rostro.

—Así será —susurró ella.

Pero de pronto se sintió melancólica y asustada, consciente ahora más que nunca de aquel pasado que se cernía sobre ellos, un pasado que se remontaba mucho más allá de las escasas semanas transcurridas desde que él la había capturado, un pasado repleto de incontables batallas en las que sus padres habían cruzado espadas con intención de matarse, un pasado en el que incluso ella misma había cometido traición contra él.

Isabella había soñado toda su vida con unirse a un hombre como Edward y poder entregarse a él sin temor al futuro. Pero en su caso, la historia y las circunstancias conspiraban contra ellos.

Y esa conspiración no presagiaba nada bueno para su futuro. Afligida, Isabella fue consciente de que ya era tarde, de que había entregado por entero su corazón, y que ya no volvería a pertenecerle nunca. No sólo el presente y el pasado conspiraban contra ellos, sino también una ingente cantidad de personajes ambiciosos y despiadados. Aunque Edward sintiera algo por ella, y estaba empezando a creer sinceramente que así era, ¿qué clase de futuro podrían tener?

—Alguien ha intentado matarme.

—Lo sé.

Pero antes incluso de que Edward contestara, Isabella cayó en la cuenta de que Tanya Denaly había organizado el atentado contra su vida. Nadie más sabía que ella estaría en los muelles aquel día y a aquella hora.

—¿Qué te pasa?

—Milord —susurró horrorizada—. Sólo hay una persona que conociera mis planes de huida.

—¿Tanya Denaly? —La joven asintió, desconcertada por su perspicacia—. Tanya te ayudó a preparar la huida, pero no podemos asegurar que estuviera tras el intento de acabar con tu vida. Hay muchas facciones que están en contra de nuestra unión, princesa.

Isabella, que hasta ese momento había estado al borde de las lágrimas, se quedó inmóvil.

—¿Quién? ¿Quién está en contra de nuestro matrimonio, Edward?

—¿De verdad quieres saberlo?

—¡Por supuesto que sí! —exclamó la joven, perdiendo un tanto los nervios.

—El hermano de Tanya está furioso por haber sido relegado, Montgomery teme que el poder de Masen sobrepase al de Shrewsbury. Y Demetri...

—¿Demetri? ¡Sin duda él no me haría nunca daño! ¡Es mi hermano!

—Es tu hermanastro, al que apenas conoces, y te aseguro que él se quiere solo a sí mismo y a su ambición, Isabella.

—Tal vez sea ambicioso, pero eso no significa que vaya a hacerme daño. —La mera idea le resultaba espantosa, aterradora.

—Su ambición es gobernar Escocia, convertirse en su rey.

—¡No! No puede pretender deponer a mi padre.

—No es tan estúpido. Confía en sucederlo a su muerte. ¿Por qué otra razón iba a permanecer tantos años en la corte sirviendo al monarca como un esclavo? Él es el candidato de Rufus.

Isabella negó con la cabeza consciente de que incluso en aquel momento, justo después de descubrir sus propios sentimientos y tal vez incluso los de Edward, la política resultaba una amenaza para ellos.

—No. Michael será el próximo rey de Escocia. Así lo ha decidido mi padre, y así debe ser.

—¿Acaso Charlie no puede equivocarse?

—No discutamos sobre mi padre —dijo con sequedad tras un momento de silencio.

—¿Por qué no, Isabella? ¿Es que siempre tiene razón? —El tono de la voz de Edward demostraba su ira.

A la escocesa le latía el corazón demasiado fuerte y fue incapaz de contestar.

—No podemos correr más riesgos, Isabella. Así que te quedarás durante los próximos días en Graystone. Aquí estarás a salvo hasta la boda. —Dicho aquello se puso en pie y empezó a vestirse.

—¿Durante los próximos días? ¡Pero faltan tres semanas para nuestra boda!

—No —respondió el normando inclinándose sobre ella—. He cambiado la fecha y el rey está de acuerdo. No sería acertado retrasarla después de lo que ha sucedido. En cuanto tengas fuerzas para pronunciar tus votos nos casaremos.

Isabella no cabía en sí de asombro. El corazón le había dado un vuelco de auténtica felicidad y fue incapaz de evitar sonreír. En cuestión de días estarían casados. ¡En cuestión de pocos días sería su esposa!

No fue hasta que su prometido se hubo marchado que la joven se dio cuenta de que su respuesta había sido muy diferente a la de ella. Edward no sonreía cuando le dio aquella inesperada noticia. De hecho, se había mostrado malhumorado e incómodo, como si esperara que un desastre los golpeara en un futuro muy cercano.

—¿En cuanto pueda pronunciar los votos?

—Así es, querido hermano. En cuanto la princesa Isabella esté lo suficientemente recuperada como para mantenerse en pie en la iglesia, se casarán. —Rufus sonrió sin atisbo de humor—. ¿Hay alguna razón para que tanta prisa te moleste, Henry?

El príncipe estaba furioso.

—Sabes que estoy en contra de esa unión. Lo he dicho desde el principio. Todavía confío en que seas sensato y prohíbas que se casen.

—¿Por qué crees que accedí a esa unión en un principio?

—No tengo ni la más remota idea.

—Para sorprender a Charlie cuando nuestro ejército salte sobre él —explicó Rufus con una sonrisa—. No esperará que lo hagamos después de la boda.

—Te has superado, hermano —señaló Henry, enfadado—. Pero, ¿qué harás si llega el día en que Masen vuelva a Escocia en tu contra?

—Ese día nunca llegará.

—¡Estás loco! Le has entregado a de Cullen suficiente poder para acabar contigo, y todo a cambio de unas cuantas colinas sin valor.

Henry recorría de un lado a otro los aposentos del rey mientras hablaba. En momentos como aquellos era cuando sabía con absoluta certeza que él debería ser el soberano de Inglaterra. Él nunca le entregaría tanto poder a un solo noble. Teniendo en cuenta la estupidez de su hermano, no pudo evitar lamentar que Isabella no se hubiera ahogado.

—¿Quién intentó matarla?

—No lo sé. ¿Fuiste tú, Henry? —preguntó Rufus con escaso interés.

—Si yo hubiera estado detrás del intento de asesinato, te puedo asegurar que ahora no estaría viva —replicó rojo de ira.

Rufus se puso en pie, se acercó a la ventana y contempló la vista que le ofrecía Londres.

—Te creo.

—Entonces, ¿fue un intento de asesinato?

—Al contrario de lo que dicen algunos de los rumores que corren, así es.

Henry sonrió repentinamente.

—¿De verdad estaba huyendo de Edward?

—¿Eso te resulta divertido?

—Muy divertido. Cielos, apuesto a que de Cullen estará furioso. Esa pequeña arrogante atreviéndose a desafiarlo... Cómo me gustaría tener la oportunidad de presenciar al menos una de sus conversaciones.

—Hmm... Imagino que preferirías tener la oportunidad de estar a solas con esa arrogante.

Henry miró a su hermano.

—Si se me pone a tiro semejante tentación, no me negaría a caer en ella. Y supongo que si de Cullen te diera el más mínimo aliento, también te meterías sin dudarlo en su cama, ¿no es cierto, majestad?

Ahora le tocó a Rufus el turno de estar furioso.

—Tal vez cuando era niño, pero un hombre así no resulta atractivo en absoluto. En absoluto —repitió el rey con brusquedad.

Pero estaba mintiendo. No sólo a su hermano, sino también a sí mismo. Los deseos no satisfechos eran algo muy peligroso, sobre todo después de tantos años.

—Tal vez Edward esté tan agradecido que te lo demuestre de la forma en que a ti te gustaría —dijo Henry riéndose mientras se dirigía a la puerta—. Pero lo dudo mucho, hermano. Lo dudo mucho.

Tras hacer una grotesca reverencia, el príncipe se marchó.

Rufus apretó los puños mientras veía salir a su hermano. Si Henry no fuera un aliado militar tan valioso y no tuviera un número tan elevado de mercenarios a sus órdenes, lo arrojaría a las mazmorras y tiraría la llave. A veces lo odiaba tanto que se sentía realmente tentado a hacerlo. Pero por el momento, lo utilizaría y se aprovecharía de él todo lo que pudiera, teniendo siempre cuidado de mantenerse un paso por delante.

Rufus conocía a Henry mucho mejor de lo que su hermano pensaba. Si al príncipe le enfurecía tanto una alianza que apenas le afectaba, era porque anhelaba el trono de Inglaterra. Pero, por supuesto, eso era algo que nunca podría conseguir.

Tanya Denaly estaba tumbada boca abajo en la cama, destapada y rodeando la almohada con los brazos. Llevaba puesta únicamente una camisola fina y corta de algodón. Estaba sola en la habitación ya que las demás damas se hallaban compartiendo la última comida del día. Tenía los ojos cerrados pero no dormía. Respiraba con irregularidad. La escena vivida días antes con Riley de Cullen le venía una y otra vez a la mente, y cada vez era más fuerte su determinación. Nunca había experimentado por nadie un deseo tan abrumador como el que sentía hacia él. Durante los últimos días, el archidiácono la había ignorado fingiendo que no existía y que la tarde que habían compartido en aquel abandono total no había sucedido nunca. Pero así había sido. Y ella pronto volvería a hacerlo suyo de nuevo. Debía hacerlo.

Tanya gimió suavemente en voz baja, apretando con más fuerza la almohada. Sentía el cuerpo en llamas. Riley estaba allí, en la torre; en aquel preciso instante estaba abajo cenando con todos los demás. La joven subió la rodilla y se apretó contra la cama, lo que provocó que su trasero quedara al descubierto.

Recordaba todo lo que Riley le había hecho aquella tarde, y todo lo que ella le había hecho a él; tras semejante encuentro, no creía que ningún otro hombre pudiera satisfacerla. Gimió suavemente sintiendo que el fuego le crepitaba entre las piernas, pero, de pronto, escuchó un sonido y se quedó muy quieta. Se trataba de unos pasos firmes y decididos que se detuvieron al otro lado de la puerta de su habitación. Tanya no abrió los ojos e imaginó que Riley entraba y le acariciaba la espalda, le agarraba las nalgas y la hacía suya sin preliminares.

La puerta se abrió sin que nadie hubiera llamado. Tanya apretó con más fuerza la almohada, consciente de que el intruso la estaba mirando fijamente.

Él cerró la puerta despacio.

—¿Quién te tiene así de caliente, zorra?

Tanya gimió. Fue lo único que pudo hacer. No podía seguir soportando mucho más aquella agonía.

—¿Quién? —preguntó el intruso deteniéndose a los pies de la cama—. ¿Quién te tiene retorciéndote sola en la cama? ¿Acaso es a mí a quien necesitas?

La joven gimió; fue la única respuesta que pudo articular. Le resultaba imposible continuar más tiempo con aquella agonía.

—Por favor —susurró odiándose a sí misma al tiempo que escuchaba el sonido de la tela al caer mientras el intruso se desvestía—. Por favor —volvió a gemir, suplicando ahora.

Él se rió. El camastro crujió bajo su peso cuando se arrodilló entre sus muslos, acariciándolos hasta detenerse sólo cuando le agarró el trasero. Tanya se estremeció y abrió la boca para tomar aire.

—¿Quién te tiene así? —Furioso, la agarró con fuerza obligándola a gritar—. ¡Quién, maldita sea!

—Riley de Cullen —gimió, abriendo las piernas.

Él la penetró con un rugido. Tanya se mordió el labio para no gritar y se vio al instante sumida en un clímax violento. El intruso la siguió poco después y se derrumbó agotado sobre el cuerpo femenino. Al instante, Tanya lo apartó de sí y se puso en pie. En menos de un segundo alcanzó la túnica y se la puso, antes de mirar al hombre que estaba tumbado en su cama.

—¡Lárgate de aquí!

Marcus Denaly se incorporó con indolencia.

—He echado el cerrojo a la puerta. —Su sonrisa resultaba burlona—. ¿Es así como me demuestras tu agradecimiento, querida?

—Lárgate —repitió ella furiosa.

Lo odiaba, siempre lo había odiado porque fue él quien la introdujo en las profundidades de su depravación mucho tiempo atrás.

Denaly se levantó, se colocó la ropa y se paseó tranquilamente por delante de ella.

—Nunca cambiarás —le dijo al oído—. Él sólo está jugando contigo; es un hombre recto, algo que tú no puedes comprender ni remotamente.

—¿Y tú sí? —inquirió Tanya con sarcasmo—. Dime, ¿cuándo decidiste asesinar a Isabella? ¿No hubiera sido suficiente con dejarla escapar?

Marcus palideció y luego le agarró el rostro con fuerza.

—Si me traicionas, querida hermana, te implicaré a ti. Si yo caigo, tú caerás también.

—¡Lárgate! —le ordenó Tanya apartándose de él.

—Tal vez debiera hablar con el bueno del archidiácono. No creo que tu cuerpo le atrajera si te creyera capaz de asesinar —amenazó, dirigiéndole una sonrisa maligna.

—¡Lárgate!

Capítulo 15: Un regalo Capítulo 17: Jacob

 
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