La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90618
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 7: La verdad

 

Hola a tod@s tengo una buena y una mala noticia, empezare por la mala lo que pasa no se cuando podre volver a actualizar esta historia yo espero pronto y poe eso os pido mil disculpas, la buena noticia es que como recompesa subire dos capitulos y os a seguro k terminare de subir la historia, espero k cuando vuelva esteis aqui siguiendo la historia sino estais lo comprendere jajjaa.

MIL GRACIAS A TOD@S.

Besos dejarme sus votos y comentarios.


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Isabella sopesó la posibilidad de volver a desobedecerlo, pero al final se dirigió a toda prisa hacia el solar como si fuera su refugio. Cerró la puerta y se apoyó contra ella sin aliento. La cabeza le daba vueltas. Sólo podía pensar en su reciente encuentro, en el de la noche anterior y en el que tendría lugar horas más tarde.

Lo odiaba de verdad. Le había buscado la ruina sin que le importara. Sospechaba que su nombre no era Marie Sinclair y, sin embargo, había seguido haciéndole el amor hasta el final. Era cruel, vanidoso y egoísta. Isabella sabía sin lugar a dudas que nunca trataría igual a su novia inglesa; ni siquiera a la hija de algún insignificante caballero inglés. La diferencia estribaba en que ella era una bárbara escocesa.

Una bárbara escocesa, sí, y también una princesa, se recordó Isabella. Si él hubiera sabido que era la hija de Charlie, no se la habría llevado a la cama. De eso estaba segura. Se recordó también que la perdida de su virtud era una insignificancia, que había escogido conscientemente sacrificarse antes que revelar su identidad.

Pero, ¿qué la aguardaba ahora?, se preguntó con desesperación. Cuando se cansara de ella y le diera la libertad, ¿entonces qué? Antes de lo ocurrido la noche anterior le había resultado en cierto modo fácil pensar en regresar a casa con Jacob. Sin embargo, ¿cómo iba a mirarlo ahora a la cara? ¿Y si el normando la utilizaba con tan poco cuidado que la dejaba embarazada? Isabella se sobrecogió ante aquel pensamiento.

Algo la distrajo de su obsesión. La luz que se dibujó por encima de la puerta le recordó que había dicho que le enviaría el desayuno. Le dio permiso a la sirvienta para que entrara y se sorprendió al ver que la hermana pequeña de Edward, Elizabeth, se deslizaba también en la estancia.

Se habían conocido el día anterior. En su angustia, Isabella apenas le había prestado atención a la pequeña y había contestado sin pensar a sus curiosas preguntas. Pero cuando la criada se marchó y se encontró a solas con Elizabeth, se fijó en ella por primera vez. Era una niña preciosa que prometía convertirse en una mujer bellísima.

—¿Te molesta que te haga compañía? —le preguntó Elizabeth con una sonrisa radiante.

Lo cierto era que una compañía agradable sería estimulante. Isabella se dejó caer en una silla, consciente por primera vez en aquel día de que se encontraba agotada y sobrepasada por todo lo que había ocurrido, por no mencionar la noche en blanco. Estaba cansada de pensar.

—No me molesta. Me vendrá bien. ¿Te gustaría desayunar conmigo? —En su tono de voz había aparecido una nota esperanzada.

Sonriendo, la niña se acercó más y negó con la cabeza.

—Ya he comido —comentó, mientras observaba abiertamente a la amante de su hermano—. Pero te haré compañía encantada. —Después afirmó con una sonrisa—: Eres muy hermosa.

—No tanto como tú —dijo la escocesa con sinceridad, después de morder un trozo de pan recién horneado.

Elizabeth inclinó la cabeza. Parecía complacida.

—Dicen que soy una gran belleza. ¿Crees que es verdad?

—La verdadera belleza viene del interior —se escuchó decir a sí misma, citando textualmente a su madre. Después, sonrió—. Pero lo cierto es que eres una belleza. Sin embargo, mi madre siempre dice que la vanidad es un pecado.

—¿Quién es tu madre? ¿Es muy piadosa?

Isabella se sobresaltó y se preguntó si estaría intentando realmente descubrir su identidad o si sólo había sucumbido a su natural curiosidad. La niña la miraba fijamente a los ojos sin pestañear.

—¿Cuántos años tienes, Elizabeth?

—No soy mucho más joven que tú, me atrevería a decir —respondió la aludida rápidamente—. Tengo diez años.

Isabella sabía que la niña no pretendía insultarla, pero su altura, que siempre había hecho pensar a la gente que era más pequeña, le había molestado toda la vida.

—Soy mucho mayor que tú.

—Entonces tienes edad suficiente para casarte.

—Todavía no lo he hecho. —Isabella pensó en su secuestrador por primera vez desde que Elizabeth entró en la sala.

—Eres delgada y no mucho más alta que yo. Desde lejos cualquiera pensaría que eres una niña.

—Y tú eres muy alta para ser tan pequeña.

—Sin duda mi esposo será mucho más bajo que yo. —Elizabeth se rió ante la idea—. Pero no me importa qué aspecto tenga mientras sea fuerte y poderoso.

Isabella miró con fijeza a Elizabeth cuando procesó aquella frase. El corazón le dio un vuelco. La hermana de su captor y ella se parecían físicamente.

—Edward es fuerte y poderoso —aseguró la niña con cierta timidez.

Isabella no respondió. Ni siquiera había escuchado a Elizabeth. La cabeza le daba vueltas. Era cierto. Elizabeth y ella tenían un aspecto similar. No sólo eran de altura y peso parecido, sino que las dos tenían el cabello largo y castaño. La escocesa pensó que, en la sombra y a cierta distancia, un hombre no sería capaz de distinguirlas si ocultaba sus pechos y se ponía la ropa de Elizabeth.

—¿Te ocurre algo?

Isabella estaba temblando de emoción y miedo. Su deber era escapar.

—Perdona, ¿qué me decías? —Miró a Elizabeth sin expresión.

La niña le repitió la pregunta pero la joven no la escuchó. Estaba pensando que escapar era mucho más que un deber, era una necesidad. Porque en algún momento, ya fuera dentro de un día, de dos o de una semana, Edward de Cullen se enteraría a través de Will o de otro espía de la desaparición de la hija del rey escocés y comprendería al instante que ella era la princesa desaparecida.

—¿Milady?

Isabella volvió en sí.

—Lo siento, anoche no dormí bien y me falla la concentración.

Pero su mente no paraba de elucubrar. Tendría que conseguir de alguna manera la ropa de la niña y salir a la parte exterior del castillo. Y como no habría forma de hacerlo sin pasar por delante de su captor o de sus hermanos, tal vez pudiera unirse a Elizabeth cuando ella saliera. Una vez fuera, sin escolta, como seguramente iría la niña, habría oportunidad de escapar. Tenía que haberla.

—¿Ahora no te gusta mi hermano? —le estaba preguntando Elizabeth con una sonrisa tímida.

Isabella se dio cuenta de que la pequeña estaba esperando una respuesta e hizo un esfuerzo por recordar la pregunta. Entonces entendió lo que quería decir la niña. Tras la noche anterior, una noche que había pasado en los aposentos de Edward, debería sentir cierto cariño por su secuestrador.

—No, Elizabeth, lamento decir que no —aseguró, poniéndose en pie.

—Pero, ¿cómo es posible? —preguntó la niña asombrada—. Todas las criadas que conozco ruegan para que él se las lleve a la cama. Y después están siempre muy satisfechas. De hecho rezan esperando que vuelva a fijarse en ellas.

—Supongo que él... Edward, mete a muchas damas en su cama.

—A muchas —confirmó Elizabeth muy seria—. Pero no son damas, son criadas de la cocina y prostitutas. Tú eres distinta.

Isabella no dijo nada. Se acercó a la cocina y miró hacia fuera. Decidió que intentaría escapar inmediatamente y se abrazó a sí misma con fuerza.

—¿No encuentras atractivo a mi hermano?

La joven se negó a responder. Le estaba costando trabajo quitarse de la cabeza una imagen desagradable: la de Edward y alguna amante fundidos en un tórrido abrazo. Le dio la espalda a la niña y se agarró al áspero alféizar de piedra.

—Elizabeth, ya que somos casi del mismo tamaño, ¿sería posible que me buscaras un atuendo que resultara más apropiado que la ropa que llevo ahora?

Isabella sintió que el corazón le latía con fuerza. No había sido en absoluto sutil. Pero la necesidad de huir le resultaba ahora irresistible.

Elizabeth parpadeó, pero después sonrió abiertamente.

—Por supuesto; ¿por qué no se me había ocurrido antes? Eres una dama, y ninguna dama podría soportar esa ropa sucia durante mucho tiempo. Estaré encantada de prestarte la mía.

Vestida con una túnica azul hielo y faja plateada, medias también plateadas, sandalias azul oscuro y un manto púrpura ribeteado con piel de ardilla, Isabella descendió por las escaleras con Elizabeth. A medida que transcurría la mañana se habían ido convirtiendo en buenas amigas, y la escocesa lamentaba estar utilizándola. La niña era inteligente, hábil y obstinada, y le recordaba bastante a sí misma. Al igual que ella, Elizabeth se había criado con un puñado de hermanos y unos padres importantes y al mismo tiempo cariñosos. Isabella pensó que en circunstancias diferentes, su amistad habría florecido cuando la niña se hubiera convertido en mujer. Pero por supuesto, aquello no iba a ocurrir.

La joven se puso tensa. El normando estaba abajo, y podía escuchar claramente su voz mientras descendían por las escaleras. Estaba inmerso en asuntos de estado en el salón con su chambelán, su asistente y sus dos hermanos. Isabella escuchó su tono de voz, fuerte y ligeramente ronco. Al parecer estaba también con un arrendatario que le estaba solicitando un favor.

¿Le darían permiso para salir del castillo con Elizabeth? Animada por su nueva amiga, la niña se había ofrecido a enseñarle su pony, que había resultado proceder de las Hébridas, un grupo de islas pertenecientes a Escocia en las que estaba exiliado su tío Phills Bane.

Sin duda, aquélla sería su única oportunidad de escapar antes de que cayera la noche. Isabella no quería pensar más allá de aquel momento, de lo que le esperaba si no conseguía escapar. Sentía como si tuviera una losa en el pecho.

Elizabeth le agarró la mano con firmeza.

—No le tengas miedo. No es tan malo como tú piensas.

—No tengo miedo de tu hermano, Elizabeth —afirmó mientras se humedecía los labios secos.

La niña no parecía muy convencida.

—Pero estoy segura de que no me dejará salir de este castillo contigo.

—¡Si yo se lo pido, te dejará! —exclamó resoplando.

Decidida a guardar la calma y no dejar al descubierto su plan, Isabella acompañó hasta el salón a Elizabeth, que corrió alegremente hacia sus hermanos. Mientras Riley la recibía con alguna broma que la hizo reír, Edward dejó bruscamente de dar órdenes y observó a su reciente amante con interés. Ella fue consciente de la admiración con la que la miraban sus ojos mientras recorría con ellos la elegante ropa de su hermana.

—Una gran mejoría —murmuró.

Isabella apretó la mandíbula y se negó a mantenerle la mirada. El corazón le latía con tanta fuerza que tenía miedo de que pudiera oírlo y adivinara que no todo era lo que parecía.

—Quiero enseñarle a Marie al Rey Rufus, Edward. ¿Puedo? Por favor —interrumpió Elizabeth.

Nerviosa, Isabella esperaba su respuesta pensando en escapar. Edward ni siquiera miró a su hermana.

—¿Te interesan los ponys?

—Adoro los caballos —consiguió decir la joven.

El normando la miró durante otro instante interminable y luego le dio un golpecito en el hombro a Elizabeth.

—Podéis ir.

La niña dio un grito de alegría y lo abrazó antes de salir corriendo del salón. Incapaz de creerse la buena suerte que había tenido, Isabella se dio la vuelta para seguirla, sintiendo la mirada de Edward clavada en su espalda.

—Cuidado —dijo con voz suave y al mismo tiempo inquietante—. No tienes permiso para salir de Alnwick.

La joven consiguió que sus pasos no vacilaran. Nada iba a detenerla ahora. Nada. Una vez fuera, Isabella se colocó al lado de Elizabeth, que no paraba de hablar, sin prestarle atención. ¿Se habría dado cuenta Edward de que pretendía escapar? ¿O sus últimas palabras habían sido una mera advertencia? Sin duda, si hubiera adivinado sus planes, no le habría permitido que se apartara de su vista.

Camino de los establos, Elizabeth se adelantó mientras la escocesa, que tenía la garganta seca y el pulso acelerado, comenzaba a buscar su oportunidad. Se rezagó un poco, algo que no le resultó difícil porque la niña iba corriendo.

La parte exterior del castillo estaba tan abarrotada como el día anterior, cuando Isabella entró por primera vez en sus confines. Un grupo de lavanderas limpiaba la ropa en una inmensa cisterna, el herrero trabajaba golpeando su yunque y un pastor había introducido un pequeño rebaño, sin duda para preparar el puchero. Las ovejas se movían por todos lados, creando todavía más confusión y ruido. Dos perros pequeños y peludos se divertían persiguiendo al rebaño, mientras el pastor iba de un lado a otro tras un cordero y una oveja. Al mismo tiempo, dos caballeros cruzaban por las puertas del castillo.

Muy lejos ahora de Isabella, Elizabeth se detuvo y exclamó:

—¿No puedes seguirme el paso? ¿Echamos una carrera? —Riendo, echó a correr.

La escocesa se detuvo y vio cómo la niña desaparecía entre la multitud de esclavos y hombres libres. Miró a su alrededor con cautela, pero nadie la estaba observando. Se lanzó sin pensárselo hacia la entrada de la fortificación, y allí se detuvo.

Estaba sin respiración. Temblando de miedo, se levantó rápidamente la capa, cubriéndose la cabeza. Dos hombres vestidos en cota de malla y armados con espadas pasaron delante de ella. Uno de ellos la saludó y la joven le devolvió el saludo.

El corazón le latía a toda velocidad. La habían confundido con Elizabeth... Su plan estaba funcionando. Miró a su alrededor y clavó la vista en el carpintero y sus aprendices, que vaciaban un carro de madera cerca de la edificación que estaban construyendo. A Isabella le resultó evidente, ya que el buey seguía atado, que el carro no había terminado su trabajo todavía por aquel día.

Armándose de valor, dejó la seguridad de las sombras y avanzó con la cabezabaja. Caminó despacio y se acercó a un montículo de cajas de vino apiladas. Los hombres terminaron de descargar la madera y regresaron al trabajo, mientras el sirviente se subía a su asiento. El carro estaba ahora vacío a excepción de una lona que había servido para proteger previamente la madera de la lluvia.

Aquélla era su oportunidad. Y tal vez fuera la única. El sirviente se marcharía en cualquier momento. Isabella, paralizada, con el corazón latiéndole con fuerza, miró a su alrededor. Había mucha gente pero nadie la miraba. Los que no estaban ocupados, observaban con grandes risas los esfuerzos del pastor por reunir su rebaño. De pronto, la joven se percató de que el carro había comenzado a avanzar. El sirviente chasqueó el látigo, gritándole al buey.

Ella no se detuvo. Con el alma en vilo, se levantó las faldas, trepó a la parte trasera del carro raspándose las rodillas en aquella alocada subida, y se ocultó bajo la lona, haciéndose un ovillo. El corazón le latía salvajemente, esperando escuchar gritos cuando la descubrieran. Había hecho ruido al subirse, y seguramente el conductor de la carreta la había oído. Tenía miedo de moverse, miedo a respirar. Cerró los ojos y rezó.

Milagrosamente, nadie apartó la lona ni la sacó del carro tirándole de la oreja. No se escuchó ningún grito de alarma y el carro siguió rodando hacia delante.

Edward descendió por la estrecha escalera de caracol. Su aspecto era sombrío y no sonreía cuando entró en el gran salón. Will había regresado de Liddel. Y su rápida llegada significaba sin duda que había descubierto la identidad de su prisionera. Ya no estaba tan seguro de querer conocer la verdad. Tenía un mal presentimiento.

Will estaba sentado ya a la mesa, bebiendo vino con ansia y comiendo lo que le servían las criadas. Riley estaba cerca de él con los brazos cruzados, mirándolo. Jasper, sentado al lado del fiel soldado, le estaba preguntando con ironía:

—Y dime, ¿qué has descubierto? ¿La prisionera de mi hermano es al final la pequeña Marie Sinclair? ¿O pertenece a algún gran señor escocés?

Will hizo una mueca y se puso inmediatamente de pie al ver entrar a su señor. Sus ojos despedían signos de advertencia. Cuando Edward se detuvo frente a él, supo al instante que su vasallo había descubierto la verdadera identidad de Marie y que aquello traería problemas.

—Edward —comenzó vacilante—, en Liddel hay un gran alboroto.

—Habla.

—Y Charlie Swan está furioso —siguió Will tragando saliva.

La sonrisa burlona de Jasper se desvaneció, Riley dio un respingo y Edward guardó silencio. Sospechaba lo que iba a ocurrir a continuación, pero su mente se negaba a creerlo.

—¿Charlie Swan? —repitió.

—Me temo que la joven no es la bastarda de ningún señor —dijo el soldado con gravedad.

—¿Quién es? —preguntó Edward anticipando que había sucedido lo peor.

—La hija del rey Charlie.

Un pesado silencio llenó el gran salón.

Como si pensara que no lo habían entendido, Will dijo con cautela:

—Has tomado como prisionera a la princesa Isabella, milord.

Edward seguía inmóvil. Durante un instante no fue capaz de hablar.

—¿La hija de Charlie? ¿Estás seguro?

El fiel soldado asintió con la cabeza.

El normando estaba asombrado, demasiado asombrado como para pensar con claridad. La hija de Charlie, la hija de Charlie... Aquella letanía se repetía sin tregua dentro de su mente. En medio de su aturdimiento, vio cómo sus hermanos, igual de perplejos, intercambiaban una mirada.

—Dios —exclamó con voz ronca—. ¿Qué he hecho?

—Su hija legítima —añadió Will—. Está prometida a Jacob Black, heredero del señor de Kinross. No me quedé el tiempo suficiente para recopilar más información, pero te aseguro que es una princesa. Y —hizo una mueca—, ya se sabe que eres tú quien la ha raptado. Muchos aldeanos vieron la rosa roja.

El normando dio un respingo. Pero su mente se había puesto de nuevo en funcionamiento pensando en la venganza. Si Charlie Swan sabía que tenía a su hija, Edward recibiría noticias suyas de forma inmediata. Y conociéndolo, más le valía asegurar sus defensas. Se giró hacia sus hermanos y dijo:

—Está prometida a Kinross. ¿Cómo es que no habíamos oído hablar de esa alianza con anterioridad? —Los ojos Riley estaban llenos de oscuras sospechas—. Parecen que han hecho todo lo posible por mantenerlo en secreto.

Los hermanos se miraron. Todos entendían perfectamente el gran número de implicaciones políticas que envolvían los hechos. El hermano de Charlie estaba en el exilio, en las Hébridas. Era un aspirante legítimo al trono de Escocia, porque cualquier varón de la familia podía ser nombrado sucesor del rey mientras éste viviera. Phills Bane contaba con el apoyo mayoritario de la gente de las Hébridas: Las islas de Ust, Skye y Lewes, y la costa del noreste de Escocia. En aquellas zonas gobernaban en su mayor parte miembros del clan Black. Al casar a su hija con un Black, incluso con uno que no residía en las Hébridas, Charlie confiaba atraer al resto de tan poderoso clan hacia su causa, que era bien conocida. Quería nombrar heredero a uno de sus propios hijos antes de morir.

—Has cometido un gran error, hermano —señaló Jasper.

La rabia comenzó a filtrarse por las venas de Edward.

—Me ha tomado por un auténtico estúpido. ¡He sido un auténtico estúpido!

Se le pasó por la cabeza que verdaderamente había sido ella la vencedora de su batalla de habilidades y voluntades. Él no había sido capaz de arrancarle la verdad, que era lo que en realidad pretendía cuando se la llevó a la cama. No había sido su intención arrebatarle la virginidad, y sin embargo lo había hecho, incapaz de detenerse una vez que hubo comenzado.

De pronto, Edward sintió que su rabia disminuía. Había perdido una sola batalla, consigo mismo y con ella, pero no había perdido la guerra. Porque un hombre debía pagar el precio de haberle arrebatado la virtud a una dama. Tal vez todavía pudiera conseguir sacar provecho de aquella situación.

—¿Qué esperaba ganar ella? —preguntó Jasper, desconcertado—. ¿De verdad pensaba que conseguiría engañarte durante mucho tiempo? Si te hubiera dicho la verdad, no te la habrías llevado a la cama y se la hubieras devuelto a Charlie previo pago de un rescate.

Edward sabía que su hermano decía la verdad, pero no estaba tan convencido. Si hubiera descubierto su identidad, ¿habría mantenido su palabra, respetándola y dejándola libre? No era un hombre que diera su palabra a la ligera. Antes siempre la había cumplido. Pero tal vez en esta ocasión la tentación que le ofrecía la princesa hubiera sido demasiado grande y no hubiera podido resistirse... en más de un sentido.

—Charlie reclamará venganza.

—Pedirá tu cabeza —afirmó Riley con brusquedad—. Y de inmediato. Al parecer eres tú el que va a meternos en una nueva guerra, no Charlie o el rey Rufus.

—No necesariamente —repuso Edward.

Una sonrisa extraña, dura y al mismo tiempo decidida, le cambió la expresión. Tenía los ojos entornados, centrados no en la gente que tenía alrededor, sino en un futuro distante. La paz era algo muy valioso. No había que destruirla. Si pudiera encontrarse con Charlie y convencerlo de aquello..., y si también persuadiera a Rufus...

Edward se giró bruscamente y se dirigió a las escaleras. Pero un segundo después recordó que Marie... No, la princesa Isabella, había salido de la torre con su hermana. Un mal presentimiento se apoderó de él. Ahora no tenía ni la más mínima duda, sabiendo que era de sangre real, de que intentaría escapar. Las tornas habían cambiado. La joven era ahora mucho más valiosa de lo que había soñado. Era la pieza clave de una guerra que había durado varias generaciones. Era un gran premio si conseguía hacerse con él, un premio que encerraba una promesa de esperanza, de paz. Y ganaría el premio. Tomaría por esposa a la princesa Isabella.

Con aquel pensamiento, se giró sobre los talones y corrió hacia la puerta. En aquel preciso instante Elizabeth entró como una exhalación, llorando a mares, y Edward supo que era demasiado tarde.

—¿Dónde está? —preguntó agarrando a su hermana.

Al escuchar su tono, áspero y furioso, la niña se cubrió el rostro con las manos y sollozó más fuerte.

—¡No hagas teatro ahora, Elizabeth! ¿Dónde está? —insistió.

La niña dejó caer los brazos. Tenía los ojos muy abiertos y sin rastro de lágrimas.

—No ha sido culpa mía —gritó mirando primero a Edward y luego a los demás—. ¡Me estaba siguiendo, y cuando me di la vuelta había desaparecido! La busqué por todas partes —gimió antes de volver a taparse el rostro con las manos, estremeciéndose entre sollozos.

—Dad la alarma —ordenó Edward, mientras corría por el salón. Riley ya estaba subiendo a toda prisa las escaleras hacia los muros de defensa para hacer sonar el cuerno—. Y Jasper, ella es mía.

Will e Elizabeth le seguían los talones.

—¡Tú te quedas aquí! —le espetó a su hermana.

—¿Estoy metida en un lío?

Edward no contestó. Ya había salido por la puerta.

—Creo que esta vez has ido demasiado lejos, Elizabeth —le advirtió Jasper con severidad—. Ve a tu habitación y espera allí.

Edward salió al exterior siguiendo a su hermano mientras la niña subía corriendo las escaleras. Sus hombres ya se habían reunido. El normando dio órdenes concisas y comenzaron a buscar por la parte exterior del castillo. Todos los trabajos se suspendieron temporalmente mientras reunían a todos los habitantes del castillo y los interrogaban. Nadie había visto a la prisionera. Edward ya había descubierto la razón de que su princesa cautiva resultara tan difícil de localizar. Al ir vestida con la ropa de Elizabeth, nadie le prestó atención porque pensaban que se trataba de su hermana. Se había burlado de él una vez más.

En cuestión de minutos se enteró de que un carro vacío había salido del castillo hacía menos de media hora, y que Elizabeth había sido vista merodeando cerca. Edward reclamó de inmediato su caballo y ordenó que continuara la búsqueda por la parte exterior de la fortaleza. Galopó a través del puente levadizo y las poderosas pezuñas de su corcel levantaron nubes de polvo. A su espalda cabalgaba una docena de caballeros, por si tenían que medir sus espadas con los hombres de Charlie. Por encima de sus cabezas ondeaba con orgullo la bandera de la rosa.

Se había burlado de él, no una, sino en numerosas ocasiones. Edward no tuvo más remedio que admitir a regañadientes que sus esfuerzos resultaban admirables. Su sentido del honor era más propio de un hombre. Pero, ¿de verdad pensaba que podría escapar de Alnwick, escapar de él? Los hombres temían enfrentarse a su ira, y sin embargo ella se había atrevido a ir más lejos, se había atrevido a provocar esa ira.

Al pensar en ello, sintió una punzada de admiración. Era sin duda una mujer excepcional, porque sólo eso podía explicar aquel orgullo sin igual y aquella audacia ilimitada. Pero junto a la admiración surgió la aprensión. No podía evitar compararla con su padre. Charlie era uno de los hombres más astutos y traicioneros que conocía. No le gustaba la idea de que la princesa Isabella fuera su hija. Un mal presentimiento le recorrió la espina dorsal. Con esfuerzo, apartó sus oscuros pensamientos porque no servían a sus propósitos, y en cuestión de minutos alcanzó el carro y su buey de carga.

El siervo, visiblemente asustado, se detuvo al escuchar el galope aproximándose.

—Milord, ¿qué es lo que he hecho?

El normando lo ignoró, acercó su corcel hacia el carro y tiró de la lona que lo cubría.

La joven estaba allí acurrucada, y al verlo, se sentó de inmediato. En sus ojos brillaba el desafío que esperaba, pero también distinguió unas lágrimas de derrota. Muy a su pesar, la rabia de Edward se desvaneció un tanto. Durante un instante, Isabella le pareció una niña asustada e indefensa y sintió una extraña ternura hacia ella. Pero no era ninguna niña. Sólo tenía que recordar la sensualidad de su cuerpo para saberlo. Aquella fachada dulce era sólo eso, una fachada. No había en ella nada inocente o indefenso. De pronto, tuvo otro presentimiento. ¿Tendría que estar siempre en guardia con ella después de lo ocurrido aquel día?

—¿Querías comenzar una guerra, milady?

Isabella se puso rígida ante sus palabras.

El normando se bajó del caballo y la sacó del carro, provocando que ella gritara y se revolviera entre sus brazos. Al instante, el normando la dejó en el suelo y se apartó. Pero todavía podía sentir la suavidad de su piel. La victoria que se había apuntado tenía muchas facetas. La sangre le ardía, y no sólo por la rabia.

El siervo estaba balbuceando que él no sabía nada de lo ocurrido. Edward le ordenó que regresara al castillo y fue obedecido de inmediato.

El carro se alejó, pero los caballeros siguieron montados, formando un semicírculo alrededor de Edward. Riley sujetaba la montura de su hermano. Todos permanecían inmóviles sin decir palabra. Parecía que la pareja estuviera sola. El interminable páramo se extendía ante ellos en desigual dibujo verde y gris; la noche empezaba a caer rápidamente; un halcón daba vueltas en círculos por encima de ellos, y la brisa alborotaba la capa de Edward y los castaños rizos de Isabella. Un pesado silencio reinaba en el páramo.

Edward clavó la vista en su prisionera y observó con cierta satisfacción que estaba asustada. Pero a pesar de las lágrimas que amenazaban con brotar, permanecía erguida y orgullosa; no cabía duda respecto a su estirpe.

—Mi deber era escapar.

—Por supuesto que sí, princesa. —Aquellas palabras hicieron que la joven palideciera.

—El conductor del carro no sabía nada —dijo finalmente Isabella con voz ronca sin dejar de mirar a su captor.

—Sería más inteligente por tu parte defenderte a ti misma, no a él —repuso Edward. Su sonrisa resultó gélida—. ¿Princesa?

—Mi deber era mentirte y escapar —aseveró después de respirar hondo.

—¿Y entregarme tu virginidad?

A Edward no le importó que sus hombres lo oyeran; su intención era que todo el mundo se enterara de que Isabella había dormido en su cama.

—Preferí perder mi virtud antes que convertirme en tu rehén —afirmó, sonrojada.

—¿Has sacrificado tu virginidad por evitarle a tu padre un rescate? —preguntó alzando una ceja, incrédulo.

—¡Te conozco! —gritó Isabella apretando los puños, temblorosa—. Le pedirías mucho más que plata. ¡Le exigirías tierra!

Edward la miró fijamente.

—De hecho voy a pedirle mucho más que unas monedas de plata.

—¿Cuándo? —demandó Isabella mientras una lágrima asomaba a sus ojos—. ¿Cuándo le pedirás el rescate? ¿Cuándo podré irme a casa?

—Charlie y yo debemos reunimos.

Isabella asintió con la cabeza y aquella única lágrima le resbaló por la mejilla.

Edward estuvo a punto de posar su mano sobre su suave piel para enjugar aquella lágrima solitaria. Aquel impulso lo turbó y le hizo sentirse incómodo. Estaba claro que a Isabella le angustiaba aquella situación y quería marcharse. La noche anterior no había servido para que suspirara por él, y sin duda rechazaría cualquier intento por su parte de tranquilizarla. Vaciló, sin saber qué hacer, y se dijo a sí mismo que debía tener cuidado con ella. Finalmente dijo con poca convicción:

—No tienes por qué llorar. Ambos sacaremos provecho de lo ocurrido.

Isabella levantó la mano y se la pasó por la húmeda mejilla en un gesto infantil, aumentando la incomodidad de Edward.

—No —susurró—. Eso no ocurrirá. Le he fallado a mi país y a mi rey.

Edward volvió a asombrarse una vez más.

—¡Hablas como un varón! De hecho, has estado jugando a un juego de hombres, un juego del que no podías comprender las consecuencias, un juego que era imposible que ganaras.

—Comprendo perfectamente el juego. —Isabella alzó la barbilla y apretó los labios—. Hice lo que tenía que hacer. Soy hija de Escocia.

Hubo algo dentro de Edward que le hizo enfurecerse.

—Eres digna de admiración, Isabella —murmuró, pensando en los hijos que le daría, astutos, fuertes y orgullosos—. Vamos, regresemos y empecemos de nuevo —dijo tendiéndole la mano.

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas, pero no aceptó su mano.

—¡No vamos a empezar nada! ¡Mi padre te matará! ¡Y yo bailaré sobre tu tumba!

Edward se dio cuenta de que todavía tenía la mano extendida. Se sonrojó levemente y la dejó caer a un costado.

—Tal vez Charlie lo intente, pero si yo fuera tú haría todo lo posible por impedirlo. Tu padre ya no es joven, al contrario que yo.

—¿Cruzarías tu espada con la de mi padre? —susurró, palideciendo.

Edward se arrepintió de sus palabras y se preguntó una vez más cómo era posible que ella quisiera a aquel canalla.

—Sólo si me viera obligado a hacerlo.

—¡Oh Dios! —gimió Isabella—. ¡Temo el momento en que os reunáis para hablar del rescate! —Dando un paso hacia él, le suplicó—: ¡No mates a mi padre, por favor!

Era normal que expresara aquella fidelidad hacia Charlie, pero Edward estaba ahora inexplicablemente enfadado con ella por aquella lealtad, sobre todo porque acababa de rechazarlo a él sin condiciones. Por supuesto, no le importaba que ella lo odiara. En su vida abundaban las mujeres que lo odiaban.

—Deberías utilizar buenos modales y palabras tiernas para convencerme. Deberías actuar como una mujer.

—Sabiendo quién soy... ¿Quieres que vuelva a calentarte otra vez la cama? —preguntó, pálida.

—Yo no he dicho eso. Tal vez seas tú la que desea otro encuentro como el de anoche.

En un principio Isabella no respondió, pero sus rasgos estaban rígidos y tenía los ojos muy abiertos.

—Cómo me gustaría ser como mi hermana Angela —murmuró.

Toda la extraña simpatía que despertaba en el normando, aunque estuviera mezclada con rabia, desapareció.

—No sabía que Charlie tuviera otra hija —dijo Edward cortante.

Otra hija podría cambiarlo todo. Isabella podía convertirse en un sacrificio político siempre que Angela estuviera allí para ocupar su lugar en los planes de Charlie. Edward se preguntó si se atrevería a forzarla a ir al altar en caso de que su padre se negara a permitir la alianza.

—Es novicia en la abadía de Dunfermline y está llena de bondad. —La voz de Isabella se quebró, pero añadió—: No como yo.

—No te reprendas a ti misma, no es propio de ti —le ordenó Edward con frialdad.

—¿Cómo he podido ser tan inconsciente? La comprometerán con Jacob, ¿verdad? ¡Y es a mí a quien enviarán al convento! —Isabella tragó saliva.

—¿Ahora lloras por tu prometido? —Estaba furioso. No cabía duda respecto a sus celos. Le sujetó los hombros con fuerza y acercó su rostro al suyo—. ¿Después de la noche que hemos pasado?

—¡No! ¡No soy tan hipócrita! —Negando con la cabeza, se llevó el dorso de la mano a la boca para reprimir los sollozos—. ¡Si me encierran en un convento, sin duda moriré!

Edward aflojó un poco la presión con la que la estaba sujetando.

—No van a encerrarte en ningún convento. —Ella lo miró de pronto con ojos suplicantes—. Vas a convertirte en mi esposa —afirmó el normando con una sonrisa

Capítulo 6: Capítulo 8: La verdad II

 
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