La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90592
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 21: Porque luchas?

 

Isabella se sentó al borde la cama con los pies colgando, la espalda recta y las manos cruzadas sobre el regazo. Se había peinado el cabello con los dedos lo mejor que había podido y se lo había recogido de nuevo, cambiándose de toca. Por desgracia no tenía un vestido limpio para reemplazar el que llevaba puesto, pero se las había arreglado para asearse con el agua que le llevaban cada día y confiaba en tener buen aspecto. Intentó parecer calmada y digna, por si acaso Edward subía directamente a verla.

Acababa de llegar a la fortaleza junto con sus hombres. Habría sido imposible no oírlos, porque entraron hablando animadamente en voz alta, con gritos de alegría e incluso algunas risas. Isabella había estado esperando el regreso de Edward, consciente de que sólo quedaban unos días. Pero su primera reacción había sido de disgusto. Comprendía a la perfección el tono del estruendo que estaban montando los caballeros. Regresaban victoriosos. Swanter había caído.

¿Por qué no se entristecía? Sabía que aquello era sólo el principio. Aunque los normandos quedaran satisfechos con aquel aumento de territorio, la cosa no se detendría allí. Charlie no había tenido nunca intención de mantener la paz y ahora buscaría venganza. Y esta vez estaría sin duda doblemente furioso, ya que una de las personas que lo había traicionado era el esposo de su hija, que además era un antiguo enemigo suyo.

Isabella no podía seguir pensando en Carlisle y en el futuro de las tierras de la frontera. Su esposo acababa de regresar, y tal vez en aquel momento estuviera subiendo las escaleras para dirigirse a su habitación. Le resultaba difícil mantener la calma y respirar pausadamente, con normalidad. ¿Qué ocurriría cuando volvieran a encontrarse? No había transcurrido ni una semana desde que discutieran tan acaloradamente y Edward la encerrara en su habitación. Isabella sabía que estaba ileso, que no lo habían herido en la batalla, porque, incapaz de contenerse, se había acercado a la ventana para mirar cómo los caballeros entraban en el castillo. Había divisado enseguida a su esposo montado en su corcel, alto y erguido, la malla cubierta de barro y el casco bajo el brazo. Aliviada, se dijo que si estuviera herido no podría montar así.

Había pasado largas horas dándole vueltas a los sentimientos que albergaba hacia su esposo, a la relación que habían tenido y al futuro que se abría ante ellos. Isabella nunca imaginó que podría llegar a amar a un hombre de la manera tan completa en que lo hacía, pero, por mucho que le doliera, así era. No le alegraba la idea de amarlo; ¿cómo podría ser de otro modo? Edward había traicionado a su padre y su familia en aras de una ambición cruel y codiciosa. Y también la había traicionado a ella y a su matrimonio. Resultaba imperdonable. Pero debía perdonarlo.

Y su perdón tenía menos que ver con el amor que con la supervivencia. Seguiría siendo su esposa aunque lo odiara, aunque nunca llegara a perdonarlo, aunque renegara de él y lo desafiara. Pero lo amaba, que Dios la ayudara. Así que le perdonaba todo, y lo único que le cabía esperar era que su sensata respuesta a la locura de aquella situación se viera correspondida en un futuro cercano con serenidad en el temperamento y los sentimientos de su esposo.

Pero Isabella no estaba preparada para especular más allá, ni para analizar la profundidad de sus propios deseos, de sus necesidades, de sus anhelos secretos. Bastaría con que entre ellos se estableciera una paz estable. Ella haría lo posible con sus actos, y tal vez algún día Edward comprendería su lealtad. Quizá, con el tiempo, se olvidara de que lo había espiado y creyera en ella. Debía intentar convencerlo de su inocencia con todas sus fuerzas.

Isabella se puso tensa cuando alguien descorrió el cerrojo. Transcurrió una eternidad hasta que la pesada puerta se abrió. La desilusión se apoderó de ella cuando vio a un sirviente en el umbral en lugar de a su esposo. Parpadeó para contener una lágrima y luego se dio cuenta de que estaban introduciendo en la habitación una gran bañera de cobre. Y lo que era más importante: Edward caminaba detrás de los sirvientes que llevaban el agua caliente.

Se quedó inmóvil al tiempo que lo miraba con incertidumbre. Él no le devolvió la mirada. Una vez dentro, su paje lo ayudó a quitarse la cota de malla. Al darse cuenta de lo agotado que estaba, el primer impulso de Isabella fue correr hacia él y ayudarlo, aunque, dado el rechazo que mostraba hacia ella, decidió no hacerlo.

Dándose cuenta de que estaba conteniendo la respiración, que el corazón le latía demasiado deprisa, la joven aspiró hondo un par de veces para recuperarse. Y cuando Edward se quitó por fin la protección de cuero que llevaba bajo la armadura, Isabella se dio cuenta de que la estaba mirando.

—Buenos días, milady —la saludó inclinando la cabeza.

—Buenos días, milord —susurró ella.

Dicho aquello, se hizo el silencio mientras el paje desvestía rápidamente a su señor, un trabajo que le correspondería a Isabella ya que estaba presente. Edward le daba la espalda. Ella sabía que carecía de modestia, así que se trataba de un obvio rechazo que le dolió profundamente. Una vez que la bañera estuvo llena y se marcharon los sirvientes, Edward se metió en el agua mirando hacia otro lado, otra señal de que las cosas no estaban bien. Luego le dijo al escudero que podía marcharse. El muchacho obedeció y se quedaron a solas.

Isabella se sentía insegura. Su esposo se estaba comportando de forma calmada y racional, sin embargo, dudaba que la hubiera perdonado. El hecho de que le hubiera dado la espalda no una, sino dos veces, era muy significativo. Tal vez se tratara de una advertencia, una señal para que mantuviera las distancias. De pronto, la joven recordó durante un instante fugaz la última vez que lo había ayudado a bañarse. Sin poder evitarlo, experimentó una profunda nostalgia. Estaba completamente segura de que nunca se repetiría aquella pasión tan libre y arrolladora, aquel deseo mutuo e incuestionable.

—¿Quieres que te ayude, milord?

Edward estaba enjabonándose en aquel instante y no giró la cabeza para contestar.

—Tal vez en otro momento —dijo con tono de evidente cansancio.

Isabella no podía moverse. No lo había interpretado mal. Su esposo no había olvidado ni perdonado nada. Estuvo a punto de sollozar pero se las arregló para emitir un sonido de decepción en su lugar. Aquel hombre no tenía absolutamente nada que ver con el ardiente y cálido amante que había sido antes de la pelea.

Sin saber en qué emplear las manos, Isabella decidió atender el fuego, ya que no tenía otra cosa que hacer. Metió el atizador entre los leños y dejó escapar parte de la frustración y la rabia que tenía, aunque no fue suficiente. Estaba claro que Edward intentaba evitarla. Pero, ¿durante cuánto tiempo? Al recordar lo imposible que se presentaba su futuro, supo que aquella situación no podía continuar de aquel modo; no debía permitir que siguieran en aquella línea.

Cuando Isabella, temblorosa, se giró, Edward había terminado de asearse y se había puesto en pie. Un instante más tarde secó su poderoso cuerpo desnudo con una toalla y comenzó a vestirse sin hablarle ni dirigirle una simple mirada.

Isabella no se atrevió a acercarse para ayudarlo ya que estaba convencida de que la rechazaría una vez más. Sus actos hablaban por el.

—¿Me vas a rehuir el resto de nuestras vidas, milord? —preguntó, incapaz de guardar silencio.

—¿Rehuirte? —Edward se dio la vuelta—. No tengo ninguna intención de evitarte, milady. Pero si esperabas algo distinto a mi indiferencia, entonces te has equivocado.

—Todavía estás enfadado —dijo alzando la cabeza.

Edward soltó una áspera y desagradable carcajada.

—Sí, todavía estoy enfadado. Pero no temas, no perderé el control.

La miraba de forma tan abierta que Isabella pudo ver la rabia reflejada en sus ojos; una rabia fría y dura.

—He sido castigada, pero todavía no he pedido perdón. —Saber que era inocente del delito de traición le hacía difícil continuar—. Lo siento.

—¡Qué sincera pareces! —exclamó en tono incrédulo.

—¡Lo siento! —gritó Isabella—. Edward, te juro que nunca intenté traicionarte.

Él ladeó la cabeza.

—¿No te parece que esa afirmación llega un poco tarde?

—Tal vez, pero es la verdad.

—Dudo mucho que comprendas el significado de la palabra «verdad», milady.

—Eres cruel —susurró.

—¿Por qué intentas convencerme ahora? ¿Acaso no estabas espiando?

—Sí, pero...

—¿Estás conspirando otra vez contra mí? ¿Pretendes ablandarme de nuevo para poder golpearme de nuevo?

—¡No!

—Si creyera que lo lamentas sinceramente, bastaría con eso. No podría pedir nada más que un arrepentimiento sincero. Pero ninguna disculpa, auténtica o no, basta para calmar mi dolor y mi rabia. Yo no me tomo la traición a la ligera, y mucho menos si viene de mi esposa. Eso nunca.

—Pero te juro que estoy diciendo la verdad... ¡Nunca estuvo en mi ánimo traicionarte!

—¿Igual que juraste ante Dios honrarme y obedecerme? —preguntó amenazador; los ojos le brillaban peligrosamente en señal de advertencia.

—Yo no he roto mis votos —afirmó sin echarse atrás.

—Ya he tenido suficiente, milady —declaró él con voz tirante. Isabella hizo un esfuerzo por mantener la compostura al darse cuenta de que lo estaba mirando a través de un velo de lágrimas—. Tu confinamiento ha terminado, si eso te sirve de algo —le comunicó con voz dura—. Te espero esta noche para cenar con nosotros. Mi baño está todavía caliente. ¿Por qué no lo aprovechas?

—Muy generoso por tu parte.

Edward apretó los puños mientras sus ojos se oscurecían aún más.

—Una vez fui muy generoso contigo, ¿o ya lo has olvidado? Tienes suerte, milady, mucha suerte de que haya puesto fin a tu castigo, que por cierto ha sido muy leve, y que tenga la intención de que sigas siendo mi esposa a pesar de tu traición.

Isabella no fue capaz de ocultar la amargura en la voz al protestar.

—No tienes elección, milord, y lo sabes. ¡Estamos casados ante Dios hasta que la muerte nos separe!

—Hay muchas maneras de acabar con un matrimonio como el nuestro —señaló Edward.

La joven se echó a temblar entre asustada y horrorizada. Sin duda había entendido mal. No podía estar amenazándola con...

—¿Qué... qué estás diciendo, milord?

—Te estoy sugiriendo que te andes con cuidado, milady.

—¿Vas a pedir la nulidad? —preguntó Isabella horrorizada.

—¿He dicho yo eso? No, milady, nunca pediría la nulidad. Todavía me tienes que dar un heredero, ¿hace falta que te lo recuerde? —La joven se cruzó con su fría mirada mientras él sonreía sin atisbo de buen humor—. Si tuviera lugar otro episodio de traición, milady, te enviaré al exilio. Si ese día me sintiera generoso irías a Tetly, una propiedad que tengo en la costa. En caso contrario, te ingresaré en un convento en Francia.

—¿Y... y si estoy esperando un hijo tuyo? —La palidez de Isabella resultaba cadavérica.

Edward sonrió fría y brevemente.

—Eso no cambiaría nada, milady; todos los días nacen hijos de madres exiliadas, como tú bien sabes. —Edward le dio la espalda una vez más—. No nos hagas esperar.

Dicho aquello, cerró la puerta tras él.

Isabella permaneció inmóvil, pero sólo durante un instante. Luego recogió el casco de su esposo, que estaba sobre la cómoda que tenía al lado, y lo arrojó furiosamente contra la puerta. Hizo mucho ruido al rebotar, aunque eso apenas la consoló. Sentía como si estuviera al borde de un destino casi tan terrible como la muerte, y tal vez igual de irrevocable. El exilio. Edward no albergaba ya ningún sentimiento hacia ella y había dejado claro que la alejaría de su lado sin pensarlo.

Con ganas de llorar, se llevo las manos al abdomen. Edward había afirmado que la enviaría al exilio aunque estuviera esperando un hijo. Aquella declaración era la prueba de que todavía esperaba que le diera un heredero. Lo que él ignoraba era que probablemente, Isabella ya estuviera embarazada. El secreto que guardaba la joven, bien podía convertirse en la única carta que le quedaba por jugar, si es que alguna vez se atrevía a utilizarla. Aquélla era la razón por la que no se acercaba a él para decirle lo que tanto le gustaría a Edward escuchar. Y su contención no tenía nada que ver con un romanticismo ridículo. Después de lo que acababa de ocurrir, no podía ser tan estúpida como para pensar que llegaría un tiempo en el que las cosas resultarían fáciles entre ellos, un tiempo de luz y risas, un tiempo en el que disfrutaran de la pasión mutua en lugar de vivir en medio de una guerra no declarada.

Durante la cena, Isabella se enteró de los detalles de lo ocurrido en Swanter. La condesa quería que le informaran de todo, y sus preguntas fueron certeras, directas e interminables. El conde se había quedado en el norte restableciendo el orden y Riley había regresado a Canterbury, pero Jasper, de camino a Londres con sus hombres, se había quedado a pasar la noche en Alnwick. Sin embargo, fue Edward quien respondió a las preguntas de su madre sobre la tierra y los compatriotas de Isabella con tono tranquilo y desapasionado.

La joven escuchaba en silencio. Estaba furiosa tras el desastroso encuentro que había tenido horas antes con su esposo, y escuchar lo rápido que había caído Swanter no hacía que su humor mejorara mucho. Además, era la primera vez que Isabella veía a alguien que no fuera Edward desde que la encerraran por espiar. Era culpable de escuchar lo que no debía, pero inocente de traición, y sin embargo le daba miedo mirar a la condesa a los ojos. Sabía lo inteligente que era aquella mujer, y cuánto amaba a su esposo y a Alnwick, que en el pasado fue un feudo sajón que perteneció a su padre. La joven supuso que lady Esme estaría furiosa con ella... Y que también se sentiría terriblemente decepcionada, así que se sobresaltó cuando la condesa se dirigió a ella con tono amable.

—Supongo que esto debe ser difícil para ti, Isabella.

La joven alzó los ojos, asombrada, y sostuvo la mirada de la condesa.

—Perdón, milady, ¿cómo decís?

—Debe ser muy difícil para ti estar casada con mi hijo, un normando que lucha contra tu país... y contra tu familia.

Isabella palideció. Sentía todas las miradas de la mesa clavadas en ella, incluida la de su esposo, que estaba sentado a su lado en el estrado. Pero la condesa parecía simpatizar sinceramente con ella. ¿Cómo era posible?

—Sí —musitó al fin—. Es muy difícil y muy triste. —Para su horror, una lágrima se le deslizó por la mejilla.

La condesa estaba sentada al lado de Edward, pero se inclinó sobre su hijo para darle a su nuera una palmadita en la mano.

—Seguramente mi hijo no te lo ha dicho, pero me ha contado que tu familia está bien.

Isabella contuvo la respiración; había estado terriblemente preocupada por su familia. Al parecer, aunque había aprendido lo cruel que podía llegar a ser su padre, le resultaba imposible dejar de quererlo. Siempre sería su padre. Incapaz de contener la impaciencia, miró a su esposo por primera vez desde que bajó las escaleras.

—¿Estás seguro?

—Todo lo seguro que se puede estar. Creo que Edgar resultó herido. Pero lo vi luchar hasta el final, así que no debió ser nada grave —afirmó Edward.

—¡Edgar! —A Isabella le dio un vuelco el corazón—. ¿Estás seguro de que está bien?

Su esposo asintió con la cabeza sin dejar de mirarla, y Isabella, temblando, suspiró aliviada. Si alguno de sus seres queridos moría, su situación actual se complicaría aún más. La joven rezó para que aquello nunca ocurriera. Pero si las fuerzas de Masen continuaban enfrentándose a las de Charlie, ¿acaso no sería inevitable? Se estremeció presa de una horrible premonición.

—Para mí tampoco resultó fácil en su momento —estaba diciendo la condesa.

La joven no pudo evitar observar de reojo a Edward, que ahora miraba su vaso de vino con expresión sombría. ¿Lo habría vuelto a desagradar de alguna manera? Tratando de ignorarlo, Isabella se giró hacia su suegra con genuina curiosidad.

—¿Debido a que erais sajona?

—No sólo era sajona, también era hija natural de mi padre —admitió lady Esme con sinceridad—. Y Carlisle, como seguramente habrás oído, era uno de los hombres de confianza de William I el Conquistador. El abismo que había entre nosotros no podía ser más grande, sobre todo porque a él le habían encomendado personalmente la responsabilidad de doblegar el norte del país con crueldad y brutalidad. La primera vez que vi a mi esposo estaba ordenando que prendieran fuego a una aldea por haber escondido a unos arqueros que habían tendido una emboscada a sus hombres. Ordenó que no dejaran absolutamente nada sin destruir, ni siquiera el maíz, lo que significaba que todos sus habitantes no sólo se congelarían aquel invierno, sino que también morirían de hambre. Le rogué clemencia pero él se negó, lo que hizo que le odiara.

—Pero... si lo odiabais tanto, ¿cómo habéis podido llegar a amarlo como lo amáis? —preguntó la joven, asombrada.

Mientras esperaba la respuesta de la condesa, Isabella fue más consciente que nunca de la presencia de Edward a su lado. Sólo un par de centímetros separaban sus cuerpos, así que habría resultado imposible no sentir su proximidad y experimentar por ello un cierto desasosiego. Pero Edward parecía no respirar, tan interesado en la conversación que Isabella estaba manteniendo con su madre como ella misma, o al menos eso parecía.

—Bueno —lady Esme sonrió ligeramente—, es uno de los hombres más atractivos que has visto en tu vida, ¿verdad? No pude evitar fijarme en él. Y, como sabes, mi esposo es un buen hombre. Estaba obedeciendo a su rey, como todos debemos hacer. Aunque yo apoyaba en secreto a mis hermanos rebeldes, me enamoré de él. Y para empeorar las cosas, él se casó enseguida con mi hermana Alice, la hija legítima de mi padre. Fuimos enemigos desde el principio, pero nos enamoramos. —Durante un instante la condesa se perdió en sus recuerdos del pasado. Sus ojos brillaron con fuerza y su rostro, a la luz de las velas, pareció de pronto joven—. No fue fácil. Lo traicioné una y otra vez, creyendo que era mi deber. Él estaba furioso. Pero... el tiempo cura las heridas, Isabella. Y cuando las heridas resultaron menos dolorosas, el amor seguía allí, más fuerte todavía que antes.

Isabella se preguntó qué habría ocurrido con Alice, la primera esposa del conde. Sin duda había fallecido en el momento oportuno, permitiendo que el conde se casara con su amada.

—Es una historia en cierto modo triste —dijo Isabella, consciente de que Edward la estaba escuchando atentamente—. Pero hermosa, muy hermosa.

—Soy una mujer muy afortunada —aseguró Esme sonriendo con amabilidad—. Y tú también, querida, aunque todavía no lo sepas. En ocasiones el camino hacia la felicidad es largo y difícil, pero las pruebas que hay que superar hacen que la recompensa final sea mucho más dulce.

Isabella bajó los ojos hacia la bandeja que compartía con su esposo. Aunque él escogía para ella los bocados más exquisitos, no había ningún cariño, ningún amor en sus actos. Tan sólo estaba siendo cortés y educado. La joven se sintió invadida por un anhelo absurdo que luchaba por evitar y se encontró suspirando por un amor como el que la condesa había encontrado con su esposo, un amor lo suficientemente fuerte como para soportar los peores tiempos... Un amor lo suficientemente grande como para durar para siempre.

El salón estaba sumido en un inusual silencio, y la joven se dio cuenta de que los numerosos soldados que estaban sentados bajo ellos habían estado escuchando cada palabra que pronunciaron tanto la condesa como ella. Alzó la vista bruscamente, bien consciente de lo que todo el mundo estaba pensando, incluida la condesa: estaban convencidos de su culpabilidad. Pensaban que, al igual que lady Esme, ella también había cometido traición contra su esposo, alocada pero deliberadamente. En el contexto de una historia de amor narrada con el estómago lleno y bajo el influjo del buen vino, resultaba aceptable e incluso romántico; pero no era así en absoluto.

—Yo no he traicionado a mi esposo, milady —declaró mirando a su suegra. Su voz fue clara y todo el mundo la escuchó—. Nunca rompería los votos que pronuncié en mi boda.

Edward evitó el momento de retirarse a dormir. Estaba agotado, tanto que, sentado en el gran salón ante el fuego moribundo, con los soldados dormidos en sus camastros, su madre y su hermana retiradas hacía tiempo a descansar al igual que su esposa, podía sentir cómo le pesaban cada vez más los párpados. Pero se quedó contemplando las cenizas incandescentes y alguna que otra llama ocasional. La vehemente negativa de Isabella todavía resonaba en su mente.

De pronto, se abrió la puerta delantera y el portazo con el que se cerró le quitó la somnolencia. Su hermano Jasper entró tranquilamente a la estancia y se sobresaltó al verlo.

—¿Cómo? ¿No estás en la cama? —Jasper se acercó a él con una sonrisa. No cabía duda respecto a lo que lo había mantenido despierto hasta aquellas horas. Tenía una expresión saciada y plena, y cuando tomó asiento al lado de su hermano, Edward se fijó que tenía el cabello revuelto, despeinado y lleno de paja—. Si yo tuviera una esposa como la tuya no tardaría en irme a la cama —aseguró sonriendo.

—Tal vez ése sea el problema.

La sonrisa de Jasper se desvaneció.

—¿Qué te aflige, Edward?

—¿Necesitas preguntarlo? —Se dio cuenta de lo amargo de su tono de voz y decidió expresarse con más desapego.

—Sé que no te gustó tener que ir a la guerra contra Escocia —comentó Jasper lentamente—. Pero no tenías elección. Seguro que ella lo entiende.

—Ella no me entiende... ni yo la entiendo a ella. —Edward se puso en pie y le dio la espalda a su hermano, que se mantuvo en silencio—. Dime, hermano, ¿qué opinas de mi esposa?

Jasper se mostró un tanto receloso.

—No resulta fácil contestar a eso.

—¿No te parece un ángel, una belleza perfecta e inocente?

—Sí.

Edward se rió.

—No hay nada perfecto ni inocente en ella.

—Edward, sé lo que ha ocurrido, me lo ha contado Riley. —Jasper se puso en pie.

—Entonces sabrás que es una mentirosa.

—Es bueno que hayas averiguado sus verdaderas inclinaciones. —Vaciló un momento y luego prosiguió—. Haz que te proporcione un heredero, y luego, si se atreve a repetir su comportamiento, destiérrala como es tu obligación.

—Haces que parezca muy fácil. —Miró a Jasper con una sonrisa burlona—. Me temo que me costaría enviarla al exilio si llegara la ocasión en que tuviera que hacerlo.

—No tendrías más remedio, Edward. En esta ocasión sus acciones no han tenido consecuencias, pero ¿y si hubiera conseguido advertir a Charlie? Muchos normandos estarían muertos hoy... Tal vez incluso tú o yo.

Edward apretó la mandíbula.

—¿Crees que no soy consciente de ello? ¡Me doy perfecta cuenta!

—Entonces asegúrate de no olvidarlo —dijo Jasper con gran seriedad. Luego sonrió y le apretó el hombro a su hermano—. Es tarde. Ve con tu bella esposa y engendra ese heredero. Te garantizo que eso te despejará la mente —aseguró sonriendo ampliamente.

Edward lo observó cruzar el salón en dirección al camastro que se había hecho. No podía revelarle a su hermano que evitaba su habitación porque tenía miedo. El celibato, en lo que se refería a su esposa, era completamente imposible hasta que ella concibiera o le diera un heredero. Pensaba tomar a Isabella tal y como debía hacer para engendrar un hijo, pero, ¿cómo iba a controlarse? Tenía miedo de verse abrumado por la pasión. Y si ése era el caso, Isabella se daría cuenta al instante de su debilidad y se aprovecharía de ella.

Todos sus sentidos estaban alerta a modo de advertencia, de forma similar a cuando se preparaba para entrar en batalla. Sin lugar a dudas entraría en terreno peligroso cuando se metiera en su cama. Le estaría otorgando un gran poder sobre él, un poder que no podía confiarle.

Si sus amenazas de exilio no fueran más que papel mojado, ella se daría cuenta enseguida, ya que era muy inteligente. Dado el caso, tendría que enviarla lejos por mucho que le costara. En caso contrario, Isabella se convertiría en la causa de su destrucción.

Edward se giró bruscamente. No era ningún cobarde. Siempre había hecho lo que tenía que hacer. Si ella le daba motivos, la exiliaría inmediatamente. Debía controlarse en la cama para que Isabella no pudiera adivinar lo obsesionado que estaba por ella. ¿No había aprendido mucho tiempo atrás, cuando era un niño retenido en la corte, a olvidar sus sentimientos? En aquella ocasión había sido una cuestión de supervivencia. Ahora podría ser el mismo caso.

Isabella no trató de dormir. Como era su costumbre, estaba desnuda bajo las mantas y pieles de la cama, con el cabello suelto. Recién cepillado, brillaba bajo la luz parpadeante del fuego. Como Edward sugirió, se había dado un baño antes de cenar, aunque no con su agua, que estaba sucia. También se había lavado el pelo, consciente de cómo lo había admirado Edward en una ocasión.

Impaciente, la joven agarró una de las almohadas pensando en su esposo. ¿Dormiría con ella aquella noche? ¿Le haría el amor? No creía que sufriera la incomodidad de dormir en un camastro en el salón, por mucho que deseara evitarla. Durante la cena se había comportado con naturalidad, lo que indicaba que efectivamente aquella noche compartiría cama con ella. Pero no se atrevía a aventurar si la tocaría.

Se alegraba de no haberle dicho que estaba embarazada. Eso le hubiera dado la excusa perfecta para rehuirla y seguramente ir a saciar su lujuria a otra parte. El mero hecho de imaginárselo con otra mujer provocaba que a Isabella le dieran arcadas. Creía poder soportarlo casi todo excepto aquello. Una infidelidad suya no.

Sus pensamientos vagaron hacia lady Esme imaginando perfectamente cómo debió sentirse la condesa siendo una muchacha joven, con su padre muerto, sus hermanos desposeídos de todo y escondidos planeando su rebelión, mientras ella se enamoraba del enemigo, un hombre casado con su hermana. Era una historia trágica que parecía imposible de resolver. Y sin embargo se había resuelto de forma gloriosa. La sajona bastarda se había convertido en la condesa de Masen, una mujer poderosa, elegante y amada, madre de tres hijos fuertes y de una hija hermosa.

Isabella no pudo evitar anhelar también un futuro así. Debía de estar loca. Sería suficiente, pensó, con llevarse bien con Edward. Nunca obtendría de él un amor semejante. Pero al menos tendrían un niño. Tal vez el amor que sentirían ambos por aquel niño los acercara; tal vez algún día Edward llegara a tenerle verdadero cariño. Pero, ¿bastaría con eso?

De pronto, la joven se quedó paralizada al escuchar los pasos de su esposo. Todas sus esperanzas y pensamientos respecto a cómo podría ser su futuro se esfumaron.

La puerta se abrió y cerró suavemente. Isabella, tensa al punto del dolor, escuchó cómo Edward se desvestía. El cinturón que sujetaba su espada cayó al suelo sin ninguna ceremonia haciendo un ruido sordo. Luego, la joven escuchó el suave susurro de la tela mientras se quitaba la túnica. Se lo imaginó allí de pie con el pecho desnudo, vestido únicamente con las botas y las calzas. Pronto, las botas resonaron al dar contra el suelo y, casi al instante, se escuchó otro susurro seductor de tela.

¿Qué clase de mujer soy?, pensó Isabella cuando Edward se metió en la cama. Su cuerpo no rozó el suyo, pero no pudo relajarse. Su propio cuerpo temblaba de deseo por él. ¿Cómo era posible que provocara en ella aquel efecto? Su vida era un desastre, necesitaba desesperadamente que la rescataran, y sin embargo apenas le importaba. Estaba allí tumbada, rígida, esperando a que Edward la tocara y temiendo que no lo hiciera.

No lo hizo. Tras unos minutos largos, lentos y agonizantes, la joven se preguntó si la creería dormida y llegó a la conclusión de que no tenía ninguna intención de tocarla. No creía que él le mostrara ninguna consideración en las circunstancias actuales. A pesar de las palabras que había pronunciado aquella mañana temprano, lo cierto era que la estaba rechazando. ¡Oh Dios! Si no tenían ni siquiera pasión, entonces no les quedaba nada; ni siquiera esperanza.

Estaba aterrorizada. ¿Sería posible que ni siquiera la deseara? ¿Podría la traición de la que Edward la creía culpable, apagar el fuego de su pasión?

Isabella pensó a gran velocidad. Si lograba que él la volviera a desear, podrían seguir con su vida o al menos tener una base con la que empezar de nuevo. La seducción era un método eterno de reconciliación. Y Edward no la rechazaría, ¿verdad? ¿Podría seducirlo?

En un acto entre la desesperación y la valentía, Isabella se giró para mirarlo. Él estaba tumbado de costado, dándole la espalda. Temiendo su rechazo, la joven le tocó el hombro.

—¿Qué haces? —le preguntó él con los dientes apretados.

Ella no tenía ninguna respuesta posible, así que deslizó la mano por los fuertes músculos de sus brazos. Luego apretó los senos contra su espalda, cubrió su trasero con las caderas, y le rozó con los labios la sensible zona del cuello justo detrás de la oreja.

—Ya basta. Te lo advierto —le dijo antes de apartarse y ponerse de espaldas.

Tenía la voz ronca. Isabella se quedó paralizada, preguntándose si aquel tono se debería al enfado... o al deseo.

—Edward, soy tu esposa.

Él se mantuvo en silencio, pero la joven pudo escuchar su agitada y arrítmica respiración.

Se apretó más contra él, deseando abrirle su corazón y confesarle que lo amaba. En un arranque de valentía, deslizó las manos por su amplio pecho, su abdomen y continuó hacia abajo. Su carne, erecta y excitada, tembló contra su mano. La joven se sintió exultante de alegría. A pesar del abismo que había entre ellos, la deseaba... Y cómo.

—Edward —gimió al tiempo que curvaba los dedos alrededor de su miembro.

—Eres una bruja —murmuró con voz ronca mientras apretaba los dientes y respiraba hondo.

Isabella se dio cuenta de que estaba luchando contra ella, sin alcanzar a comprender la razón.

—No, soy tu esposa —replicó. Su propia y dolorosa excitación la hacía ser extremadamente audaz, así que lo acarició como él le había enseñado. Edward gimió con placer contenido—. Por favor, esposo. Hazme tuya de nuevo, por favor —suplicó temblando.

—Maldita seas.

Pero se giró con sorprendente rapidez y se colocó sobre ella. Isabella lo abrazó con fuerza, abriendo las piernas para acomodarse a él. Su tenso miembro estaba apoyado sobre ella, pero Edward se mantuvo inmóvil. Se miraron a los ojos y la joven pudo ver el sufrimiento en los ojos masculinos.

—¿Por qué luchas contra ti mismo? ¿Por qué luchas contra mí? ¡Vamos, amor mío, por favor!

Edward se movió y entró en ella sin decir una palabra, enterrando su dura longitud hasta la empuñadura. Isabella gimió de placer. Él se retiró despacio; le temblaba todo el cuerpo mientras intentaba recuperar el control. Y despacio, muy despacio, volvió a entrar en ella.

Isabella lloró. Nunca había experimentado un placer semejante. Y sin embargo tenía la sensación de estar forzando a su esposo a vencer algún inexplicable control sobre sí mismo. Pero, ¿por qué?

—Edward —jadeó—. No puedo... aguantar... más.

Él gimió y su determinación de no tocarla se vino abajo. Isabella gritó cuando su esposo comenzó a moverse, deprisa, duramente, perdido el control. La joven echó la cabeza hacia atrás, exultante, saboreando aquel intenso placer, consciente de un modo instintivo de que había ganado aunque apenas comprendía cuál era el premio. Edward se detuvo para besarla y Isabella sollozó. La besaba con ardor, devorándola, y si fuera de la cama no sentía nada por ella, allí, al menos, lo sentía todo. Sus besos la llevaron a otro asombroso éxtasis, sorprendiéndolos a ambos.

El normando rugió larga y gravemente desde lo más profundo de la garganta y se hundió más dentro, más íntimamente, zambulléndose en su interior con abandono, cautivo de su lujuria. Isabella lo recibió con alegría. La pasión de ambos alcanzó cotas que ni siquiera hubieran podido imaginar hasta ese momento. Los amantes lucharon a lo largo y ancho de la cama, y estuvieron a punto de caer al suelo. Edward se puso de rodillas; ella sobre las suyas. Y volvieron a besarse, marcando con las lenguas el mismo ritmo del que acababan de disfrutar sus cuerpos. De pronto, él la aparto de sí con facilidad y la colocó boca abajo. Ella se agarró al cabecero de la cama mientras las fuertes manos masculinas se deslizaban por el húmedo e hinchado centro de su placer. Le susurró algo al oído, una palabra cariñosa seguida de algo tremendamente gráfico y aquello fue demasiado para Isabella. Cuando la penetró desde atrás, llenándola con su cálida y potente semilla, ella gritó salvajemente, extasiada, estremecida por aquel violento placer. Y tras morir y volver a renacer, Isabella sonrió para sus adentros. Después de todo, había esperanza.

—Por favor, Edward, no te apartes de mí.

El normando estaba tumbado boca arriba, con las mantas a la altura de la cintura y un brazo descansando sobre la frente. Había recuperado la cordura hacía un rato y se mostraba reacio a mover el brazo y mirarla. Sabía perfectamente que Isabella no podía leer su expresión. Pero, ¿no había revelado ya bastante? Se arrepentía de cada instante de la última hora, como un borracho se lamenta de la cerveza de la noche anterior, con la absoluta certeza de volver a recaer una y otra vez en aquel comportamiento autodestructivo.

Cuando por fin apartó el brazo, vio que Isabella estaba sentada a su lado en la cama sin ninguna vergüenza, sus turgentes senos desnudos, los pezones erectos por el frío y el cabello cayéndole en cascada por los hombros, matizado con reflejos de oro provenientes del fuego. Parecía satisfecha. Se había dirigido a él en tono normal, pero su sonrisa no lo era. Era una sonrisa sugerente, provocativa y, al mismo tiempo, satisfecha.

El normando se maldijo a sí mismo. Al mirarla, al ver su expresión y recordar lo ocurrido, no pudo evitar excitarse de nuevo. Sus preocupaciones estaban justificadas. Se había visto arrastrado por la pasión que ella le provocaba y Isabella lo sabía; estaba más que complacida. De hecho, la mujer que estaba sentada a su lado era lo suficientemente adorable como para abalanzarse de nuevo sobre ella. Y sin embargo, Edward sabía, lo sabía muy bien, que no había nada en ella que debiera adorar.

—Pareces complacida, milady —le dijo con frialdad.

—Lo estoy. —Se arqueó, todavía sonriendo—. Tú me has complacido.

Edward se sentó, haciendo que ella pareciera todavía más joven y delicada.

—No he yacido contigo para complacerte.

—No, preferías sufrir antes que venir a mí. ¿Por qué? ¿Por algún tipo de orgullo mal entendido?

—Haces demasiadas preguntas, milady. Recuerda que soy tu esposo y que no tengo que darte explicaciones.

Isabella se sintió herida.

—Acabamos de compartir unos momentos únicos, casi mágicos, pero tú vas a fingir que no ha sido nada, ¿verdad? ¡Así podrás seguir castigándome por una traición que he jurado que no cometí!

—No hemos compartido más que lujuria —aseguró él con brusquedad, recordándose a sí mismo que no debía creerla. No debía. Los hechos estaban claros. Estaría loco si la creyera a pesar de los hechos.

Isabella se había enfurecido ante su postura.

—Milord. —El tono de su voz era excesivamente dulce—, quiero que sepas que he visto a hombres y a mujeres apareándose en más de una ocasión. Y te aseguro que sus esfuerzos no eran nada ¡Nada! comparados con los nuestros. ¿Me tomas por una estúpida?

—¿Has visto a hombres y a mujeres apareándose? —repitió Edward. Su desconfianza se transformó al instante en diversión. Por supuesto que lo había visto; la curiosidad de Isabella resultaba insaciable—. Milady, ¿me estás diciendo sin asomo de pudor que has estado espiando a varias parejas de amantes?

—Bueno, tengo seis hermanos, Edward, y me resultó imposible contenerme. Me preguntaba una y otra vez por qué perseguían de aquel modo a las mujeres. De hecho, una vez que presencié el acto en sí mismo, me pareció bastante divertido, pero nada más.

Edward se rió a pesar suyo. Se imaginó con facilidad a su esposa escondida entre los arbustos y espiando a una pareja de amantes. Ella se rió también. Cuando Edward se dio cuenta, se calló al instante. Entonces, para su disgusto, Isabella lo miró largamente con expresión audaz.

—Me parecía todo muy divertido, las caricias, los jadeos... Hasta que tú me enseñaste que no tiene nada de divertido.

Edward se obligó a sí mismo a apartar la vista antes de que su excitación llegara al punto del dolor.

—Puedes creer lo que gustes creer, milady. Y si has decidido que lo que tenemos es especial, allá tú. Lo único que yo quiero es que me des un hijo cuanto antes. Eso es todo.

Isabella lo miró sin pestañear. Luego se atrevió a sonreír de nuevo, esta vez con suficiencia.

—Como tú digas, milord.

A la mañana siguiente lo despertó con las manos y con la boca, y después se atrevió a desafiarlo con su dulce risa.

Isabella sabía que era tremendamente afortunada. Por alguna razón desconocida, el destino había decidido tratarla bien. Parecía que Edward y ella estaban viviendo una auténtica tregua.

Por la noche le hacía el amor y con sus actos negaba sus ridículas palabras. No podía mantener las manos apartadas de ella. Disfrutaba de su cuerpo; su pasión era innegable, y de ninguna manera se trataba de algo común. En su dormitorio, en su cama, Isabella conocía noche tras noche un placer sublime, y alimentaba una dulce esperanza.

Durante el día Edward se mostraba cortés. A cambio, ella era igual de educada. Era lo suficientemente astuta como para saber que no había olvidado ni perdonado; no confiaba todavía en ella. Pero la trataba con respeto. Con eso era suficiente... por el momento. Al menos ahora tenían una base sobre la que construir su vida. Con el tiempo, Isabella esperaba que Edward la mirara de un modo más íntimo, con una mirada cálida y cariñosa, como había hecho al principio de su matrimonio. Con el tiempo tal vez hubiera incluso más pruebas de su cariño. Con el tiempo tal vez hubiera incluso otra rosa.

Transcurrieron varios días sin que ocurriera nada reseñable, pero Isabella no tenía prisa. Mientras Edward siguiera adorándola con su pasión por las noches, mientras su relación durante el día fuera agradable, su matrimonio marchaba por buen camino para recuperarse.

El único problema que existía era el hecho de que la joven ya estuviera embarazada. No se lo había dicho. Todavía no. No podía evitar estar ansiosa, porque odiaba ocultárselo y porque intuía cuál sería la reacción de Edward si se enteraba por sí mismo de la verdad. Entonces sí tendría motivos para acusarla de engaño. Por supuesto, tendría que decírselo pronto, pero podía esperar un mes más. Ella siempre había tenido los ciclos irregulares, así que no podría acusarla de utilizar artimañas... aunque así fuera. Pero no tenía elección. Su matrimonio no descansaba todavía sobre una base firme y Isabella estaba decidida a conservar la única forma de intimidad que compartían. Tenía la sensación de que si Edward se enteraba de que estaba embarazada dejaría de inmediato de hacer el amor con ella. Por mucho que disfrutara del cuerpo femenino, despreciaba su propia debilidad y ella lo sabía. No estaba preparado para admitir que la necesitaba, y la escocesa no tenía intención de darle ninguna razón para que escapara de su cama y buscara el placer en otro lado.

Todo iba tan bien que a Isabella le sorprendió que Edward la fuera a buscar por la mañana a las cocinas. Por lo que ella sabía, aquél era un lugar en el que el señor de la fortaleza no había puesto el pie en toda su vida. Se quedó paralizada al verlo, al igual que todas las cocineras, las doncellas y las sirvientas. Su oscura y sombría expresión no auguraba nada bueno.

Isabella fue presa de un mal presentimiento. Le entregó a la doncella que tenía al lado el pastel de carne que había estado inspeccionando y corrió hacia su esposo.

—¿Milord? ¿Qué ocurre?

La sonrisa de Edward era una mueca que destilaba desprecio.

—Tienes una visita, milady —le anunció mientras la agarraba del brazo para sacarla de allí.

—¿Una visita? —Isabella estaba confundida—. ¿De quién se trata?

Edward volvió a sonreír, esta vez con auténtico desagrado.

—Tu hermano Michael.

—¿Michael? —La joven palideció por completo.

—¿Qué es lo que te sorprende, querida? —preguntó con un gruñido—. ¿No esperabas una visita semejante?

Todos sus esfuerzos de reconciliación estaban en grave peligro y Isabella lo sabía. Edward la estaba mirando como si fuera una vil traidora.

—¡No! —gritó aferrándose a él—. ¡No! ¡Yo no he mandado llamar a Michael! ¡No sé qué significa esto!

—Si no lo has mandado llamar y no sabes qué significa su visita —dijo Edward con frialdad—, estoy seguro de que enseguida lo descubrirás. Te está esperando en el salón, milady.

 


Capítulo 20: Tración II Capítulo 22: Una visita inesperada

 
14444339 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10761 usuarios