La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 6:

 

 

El sol comenzaba a asomar cuando Edward tomó la primera comida del día. Estaba solo. Todo el personal del castillo se encontraba en la misa que el padre Bertold estaba celebrando en la capilla familiar; una obligación que él se había saltado aquel día. La mujer que aseguraba llamarse Marie seguía durmiendo en su cama.

De pronto apartó bruscamente la rebanada de pan blanco con la que estaba jugueteando. En nombre de Dios, ¿qué había hecho?

Ella no había revelado su identidad. Edward nunca imaginó que escogería la pérdida de su inocencia antes que confesar. No tenía ni la más pequeña duda de que se trataba de una dama de alta cuna. Podría haberla presionado un poco más, llevarla hasta el abismo sin tomarla realmente, forzar sus labios inocentes para que dijeran la verdad. Pero no lo había hecho. La había tomado y dejó de importarle el asunto que estaba en juego.

Apretando la mandíbula, se preguntó por qué él, un hombre de gran experiencia y disciplina, había actuado como un muchacho imberbe ante su primera cortesana.

Cerró los ojos durante un instante y fue consciente por primera vez aquella mañana de que le latían las sienes. La noche anterior se había fallado a sí mismo y tenía miedo de volver a hacerlo, porque la mujer que decía llamarse Marie seguía en sus aposentos, en su cama. Y él ya estaba pensando en la llegada de la noche. Ya imaginaba su encuentro. Apenas podía pensar en nada más.

Pero debía enviarla lejos. Ahora, antes de que pusiera realmente en peligro su matrimonio con Tanya Denaly. Tenía que hacerlo. Su deber, como siempre, era Masen, y una amante que amenazara su provechoso matrimonio era también una amenaza para el propio Masen.

Incómodo, clavó la vista en la rebanada de pan que tenía delante, encima de la mesa. La imagen de Marie apareció ante él tal y como estaba la noche anterior en su cama, con una pasión pareja a la suya, una pasión que Edward no había visto nunca antes, ni en ninguna otra mujer ni en él mismo. Ella había sacado de su interior algo que Edward no se había permitido nunca conocer con anterioridad. ¿Qué le estaba ocurriendo?

No podía arrepentirse de lo que había hecho, y sabía que no la enviaría lejos. Todavía no. Pero, ¿qué precio tendría que pagar por semejante locura?

Con determinación, apuró de un trago su jarra de cerveza y se dijo a sí mismo que en cuestión de una noche o dos se cansaría de ella, y la olvidaría antes de que causara ningún daño. No tenía elección. El sonido de unos pasos decididos le devolvió bruscamente al presente y Edward se alegró de tener una distracción para su obsesión. Sorprendido, arrugó ligeramente la frente cuando vio a su hermano pequeño. Riley no solía tener tiempo ni ganas de ir a su hogar en Masen.

—¿Qué te trae tan al norte, hermano?

El aludido lo miró con una leve sonrisa bailándole en los labios.

—¿Qué recibimiento es ése después de tanto tiempo? —preguntó con ironía, cruzando el salón con su largo hábito flotando a su alrededor. No había duda de su parentesco con Jasper. Era alto, fuerte y rubio, un hombre increíblemente atractivo al que las mujeres siempre se giraban a mirar dos veces. Incluso ahora, a su llegada a la casa donde había pasado su infancia, un lugar donde su rostro resultaba familiar, había provocado que las doncellas que servían se sonrojaran con interés.

—¿No merezco alguna muestra de afecto?

Edward ni siquiera parpadeó.

—No estoy de humor para demostrar afecto.

—De eso ya me he dado cuenta.

Riley subió con agilidad al estrado y tomó asiento al lado de su hermano. Al instante, se materializó una daga en su mano, una daga demasiada larga y afilada para ser usada con el solo propósito de comer. Riley cortó con ella un trozo de carne fría con naturalidad.

—Tan astuto como siempre —remarcó Edward—. ¿Cuándo has llegado? ¿Anoche?

—Con los maitines. ¿Por qué tienes una expresión tan sombría? Yo tenía la esperanza de dormir unas horas tras la primera misa de la mañana, pero salía tanto ruido de tus aposentos que el intento resultó inútil. —Limpió la daga y la guardó en su pesado cinturón con una sonrisa que hizo que le salieran unos hoyuelos que iban a juego con su tono burlón y sus ojos brillantes—. Tu amante es de lo más ruidosa. Creí que esta mañana estarías de muy buen humor.

Edward lo miró con frialdad, negándose a comentar aquello.

—¿Se trata de una visita familiar o de algo más?

La sonrisa del monje desapareció.

—Sabes que no tengo tiempo para visitas familiares. Traigo noticias. El rey está enfermo y guarda cama. —Alzó la mano, una mano bronceada y callosa al mismo tiempo; la mano de un hombre que pasaba mucho tiempo al aire libre—. Los galenos dicen que no es grave, pero ha nombrado a Anselm arzobispo de Canterbury.

Edward guardó silencio un instante antes de hablar.

—El rey debe verse a las puertas de la muerte.

—Así es.

—¿Cómo te afecta eso a ti? ¿Y a nosotros?

—Es un buen hombre. Hace tiempo que se necesitaba que nuestro querido rey escogiera a alguien que siguiera los pasos de Lanfranc —comentó, moviendo las aletas de su fina nariz.

—¿Y?

—He ganado un aliado en mis batallas contra los intentos de la corona de sacarle la sangre a Canterbury, espero —dijo apretando la mandíbula.

—¿Esperas?

El tono de voz del monje encerraba una cierta burla hacia sí mismo.

—Anselm se parece mucho a Lanfranc; es un auténtico santo. Tal vez persigamos los mismos fines, pero no creo que me dé su aprobación. —Su sonrisa resultaba equívoca—. Tal vez me gane un nuevo enemigo.

Edward observó a su hermano. Era demasiado atractivo. En algunas cosas se parecían, y él lo entendía muy bien. Riley haría lo que tenía que hacer. Pero, ¿acaso no lo hacían todos?

—Mejor un amigo que un adversario. Asegúrate de que te quiera tanto como Lanfranc.

El monje miró a su hermano mayor al tiempo que ojos reflejaban una profunda tristeza durante un breve instante.

—Lanfranc fue un auténtico padre para mí. Más que nuestro propio padre, como tú bien sabes. A pesar de mi forma de ser, fue compasivo... y comprensivo. Para serte sincero, estoy dividido. Deseo y no deseo que llegue el día de la elección de Anselm. Al principio seremos amigos ante la necesidad de proteger la sede contra el rey, pero ¿y al final? —Se encogió de hombros.

—Anselm sería idiota si no viera al poderoso aliado que tendría en ti —aseguró Edward con brusquedad.

—Hay hombres que no comprometen su moral. Sencillamente, no pueden hacerlo.

Edward observó el rostro de su hermano e intentó atisbar su alma, pero Riley apartó la mirada.

—Tú moral nunca se ha puesto en duda.

—Me ha preguntado por qué no me he ordenado.

Edward lo miró fijamente. No era extraño que Anselm quisiera saber por qué su archidiácono no había pronunciado todavía los votos finales que lo unirían al clero para siempre. Incluso él mismo se lo había preguntado. Creía, aunque no podía asegurarlo, que era el propio Riley quien estaba retrasando el momento. Y también creía sospechar la razón.

—¿Y qué le contestaste?

—Que no soy Lanfranc. —Tenía la mirada nublada.

Aquella respuesta decepcionó a Edward, pero debió haber imaginado que su hermano guardaría para sí sus oscuros secretos. Sonriendo, intentó aliviar la tensión.

—Gracias a Dios.

Riley se rió. Había recuperado la máscara. Su hermano se unió a él. El momento de incómoda intimidad había pasado.

—Era inevitable que Rufus escogiera sucesor, ¿no crees? —comentó Edward sirviendo cerveza para los dos—. ¿Cuánto tiempo más podía mantener la sede vacante? Por mucho que sangrara los fondos de Canterbury, no tener arzobispo es un asunto muy grave incluso para el rey. Sin duda tú ya lo habías previsto.

Riley se cruzó de brazos y miró a su hermano con los ojos brillantes.

—Desde que murió Lanfranc hace ya tres años y medio, me he estado preparando para este día administrando la sede lo mejor que he sabido con la ayuda de mi leal y capacitado personal, y guardando los fondos para nada. —Su rostro era una máscara impenetrable—. Anselm encontrará este barco de muy fácil navegación, pero la singladura que debe emprender está plagada de peligros. Además, estoy convencido de que Anselm será mucho más fanático en sus acuerdos con el rey de lo que cualquiera pueda imaginar.

Edward observó a su hermano, el archidiácono de Canterbury. Había sido recompensado con aquel cargo por su mentor, el arzobispo Lanfranc, cuando éste se encontraba en su lecho de muerte cuatro años atrás. Tras la muerte de su amigo y mentor, había continuado con sus obligaciones. La primera de ellas era administrar la sede hasta que se hiciera cargo de ella su sucesor. Y no sólo había cumplido con ello, sino que además se había tenido que pelear con el rey en su constante batalla oculta para controlar los fondos eclesiásticos.

—Traigo también otras noticias —dijo Riley—. Me han convocado a la corte. Mis espías me han dicho que me va a ser solicitado un informe preciso de mis posesiones; sobre todo de los caballeros y soldados que tengo a mi servicio. —Se sonrojó—. Mejor dicho... un informe sobre las posesiones de la sede.

Aquello era toda una noticia. Podía ser cosa del nuevo arzobispo, o no. Edward alzó una ceja antes de responder.

—A mí me enviaron a Swanter para comprobar si es el momento oportuno para tomarlo.

—¿Y lo es? —preguntó el archidiácono tamborileando los dedos sobre la mesa llena de marcas.

—Sí.

—Bueno, por el momento puedes estar tranquilo. Rufus no piensa en una invasión, sino en el arrepentimiento de sus pecados —murmuró Riley.

—Tal vez su miedo a morir cambie los planes que tenía, fueran cuales fueran —repuso Edward con voz sombría—. Hemos mantenido una paz muy frágil durante un espacio de tiempo demasiado corto. No me gustaría que se rompiera, y menos que fuéramos nosotros los que provocáramos la ruptura.

—Aunque el rey decida en contra de la invasión —replicó Riley—, y puedes estar seguro de que nuestro padre hará todo lo que pueda para que cambie de opinión, sin duda Charlie romperá la tregua. Es un bárbaro; no cambiará su modo de actuar.

Edward sabía que su hermano tenía razón y que era sólo cuestión de tiempo que aquella preciosa paz se rompiera de un modo u otro. Charlie Swan le había jurado fidelidad a William Rufus en Abernathy dos años atrás, pero eso no sería un impedimento para que cometiera una traición. Nunca lo había sido. Era inevitable que tarde o temprano el rey escocés invadiera las tierras de la frontera. Su última incursión, aunque no había tenido éxito, había provocado muchos daños en las tierras situadas más al norte de Masen. Aquellas fincas perdieron sus cosechas, y el último invierno Edward se vio obligado a utilizar un dinero que no le sobraba para importar provisiones extras e impedir que sus vasallos del norte murieran de hambre. Algunos de sus mercenarios no habían cobrado todavía todo lo que se les debía por aquella campaña. Sin duda, su matrimonio con Tanya Denaly resolvería aquel problema, al igual que muchos otros. De pronto, Edward se encontró pensando no en la guerra o la paz, sino en su prisionera. ¿Por qué diablos había seguido desafiándolo hasta que fue demasiado tarde?

—Y dime, ¿quién es esa muchacha tan ruidosa? —preguntó Riley como si le hubiera leído el pensamiento. Su tono era ahora abiertamente burlón.

Muy a su pesar, Edward se sonrojó. ¿Tan obvios resultaban sus pensamientos?

—Es mi amante, y te advierto que no quiero hablar sobre ello.

—¡Tu amante! —se mofó Riley con falsa incredulidad—. ¡Qué vergüenza! ¡Tomar una amante cuando estás a punto de casarte! ¿Quieres que te imponga una penitencia?

—No, gracias.

El archidiácono se puso serio.

—Me sorprende que esté aquí, hermano. Ándate con cuidado. Las noticias corren demasiado rápido. Sobre todo las que tienen potencial destructivo. No querrás poner en peligro tu alianza con la heredera de Essex... Me da la impresión de que lady Denaly no es una mujer comprensiva ni indulgente.

—Primero Jasper y ahora tú —explotó Edward furioso. Las palabras de su hermano pequeño eran un desagradable recordatorio del dilema en el que se hallaba—. No soy un adolescente al que haya que regañar. Lady Denaly estará a mi lado en el altar esta Navidad.

En aquel momento, antes de que Riley pudiera replicar, un ruido provocó que ambos hermanos se giraran hacia las escaleras. El normando observó cómo su prisionera doblaba la esquina tambaleándose y se quedaba paralizada mirándolo. Al parecer había perdido el equilibrio mientras permanecía pegada al muro en los escalones de abajo, escuchando. Lo estaba mirando sólo a él, y si las miradas mataran, estaría ya muerto. Edward sonrió lentamente y se puso de pie. De pronto fue consciente de que su sola presencia lo excitaba; podía recordar cada detalle y cada instante de la noche anterior, su desafío, su rendición. Edward estaba lejos de haberse saciado.

—¿Nos estabas espiando a mi hermano y a mí? —le preguntó bajando del estrado.

Ella apoyó la espalda contra el muro y se irguió.

—No.

Edward seguía sonriendo. Su sonrisa era parecida a la que había lucido en muchas ocasiones, cuando tenía que enfrentarse a algún enemigo particularmente peligroso. Se detuvo frente a ella y se miraron a los ojos.

—Ah, la muchacha de anoche —remarcó Riley con genuino interés, mirándolos a ambos—. No podrías haber elegido mejor, Edward. Es una belleza.

El aludido giró ligeramente la cabeza para dedicarle a su hermano una mirada asesina.

—Estoy completamente de acuerdo contigo. —Su tono territorial no dejaba lugar a dudas.

Isabella apretó los puños, temblando. Que hablaran de su persona como si no estuviera delante, la enfurecía casi tanto como el hecho de que hubieran estado hablando con total naturalidad de ella cuando creían que no estaba. Pero lo que realmente le había llenado de rabia era lo que acababa de descubrir: aquel normando bastardo y arrogante estaba prometido a otra.

—No va a presentarnos —dijo Riley de buena gana, provocando que Isabella lo mirara. El intenso brillo de sus ojos no era ni remotamente educado—. Sin duda teme que hagas comparaciones y le encuentres carencias —aseguró con una sonrisa.

Ella lo miró. No la había engañado ni por un instante. Llevaba un hábito de prelado, largo y oscuro, pero no tenía nada de santo. Ningún hombre de Dios tenía aquel rostro ni aquella mirada. Era un hombre demasiado viril, demasiado abrumador y poderoso, y, más importante todavía, era un de Cullen, lo que lo convertía también en su enemigo.

—No necesito compararos para encontrar carencias —le espetó antes de volver a clavar la mirada en Edward.

Riley dio un respingo... y se rió.

—Anoche no tuviste quejas. —Edward también se estaba divirtiendo.

—Demuestras ser un bruto en toda situación, normando —susurró con una furia sin límites, sintiendo que se sonrojaba—. Sólo una bestia se dirigiría a mí en público de ese modo.

Isabella le dio la espalda con frialdad. Había bajado las escaleras porque se había despertado y no podía dormir, y mucho menos quedarse en la cama como si estuviera esperando el placer del normando. De hecho, apenas había podido dormir; sólo había fingido hacerlo cuando él le dio por fin la oportunidad de descansar. En cambio Edward había dormido profunda y silenciosamente a su lado.

La vergüenza de Isabella no conocía límites. Cuando llegó a él su virtud estaba intacta y había intentado resistirse. Si la hubiera violado al menos le quedaría algún vestigio de orgullo, pero no había sido así. Su resistencia había sido nula; la había seducido sin ningún esfuerzo. Mientras él dormía y también después, cuando se levantó de la cama, Isabella no había podido dejar de rememorar cada detalle de su encuentro por mucho que lo intentó. No quería enfrentarse a lo que le había hecho sentir en la cama. Pero le resultaba imposible no pensar en ello.

La joven era dolorosamente consciente de haberle fallado a su país y a su rey, de haber traicionado a sus padres, a Jacob y a sí misma.

Intentó encontrar consuelo en el hecho de que había perdido una batalla pero no la guerra. Su captor todavía ignoraba que era la hija del rey Charlie. Y nunca lo sabría, se prometió, aunque eso significara que tuviera que compartir con él su cama una y otra vez. Intentó no pensar en aquella posibilidad. No se atrevía. Debía concentrarse en su supervivencia. Isabella sintió los ojos de Edward clavados en ella y notó un cosquilleo en la piel. Le devolvió la mirada y se ruborizó a pesar de su rabia.

Tanya Denaly. La furia que la atravesó no tenía nada que ver con la ira que había experimentado antes. Tanya Denaly. ¿Quién era Tanya Denaly? Habían hablado de ella con cierto respeto. Al parecer era hermosa y heredera de una fortuna. Oh, cómo deseaba poder decirle que ella era hija del rey Charlie, ¡que era una princesa y mucho más importante que cualquier heredera inglesa!

Edward habló entonces, atrayendo por completo su atención.

—Puedes llamarme lo que desees si decides sacar el peor partido de esta situación, o puedes aprovecharla. Eso no cambiará mis intenciones; lo único que has conseguido es despertar mi interés. Te sugiero que te aproveches de ese hecho.

—Has conseguido lo que buscabas —respondió Isabella con voz temblorosa—. Eres más fuerte que yo, y sin duda mucho más experimentado. Pero eso no cambia mis intenciones. No seré tu amante, sin importar lo que haya sucedido anoche. Soy tu prisionera y nada más, y estoy obligada a sufrir tus atenciones. Ten eso muy en cuenta, normando.

—Prefiero tener en cuenta hechos, no palabras.

Qué se llevara aquella satisfacción era más de lo que la joven podía soportar.

—¡Entonces deberías haber tenido en cuenta todos mis actos! No estaba tan dispuesta como a ti te hubiera gustado, normando. —Él la miró, y por si acaso no la había entendido bien, Isabella sonrió—. Anoche sólo ganaste una batalla. Una que yo considero mucho menos importante que la batalla de mi identidad. De hecho, creo que he ganado la guerra.

Edward enrojeció de rabia. Por encima de él, en el estrado, aunque fingía no estar escuchándolos, Riley se atragantó.

La joven temblaba. Pero no podía parar ahora. La victoria era demasiado dulce.

—Nunca —le espetó—, nunca arrancarás de mis labios las respuestas que estás buscando.

Transcurrió un largo instante durante el cual el normando hizo un esfuerzo por recuperar el control. Tenía la mandíbula tensa, los puños apretados y el rostro sombrío. Isabella se negó a acobardarse aunque el corazón le latía con verdadero terror. Cualquier otro hombre la habría golpeado por su atrevimiento y su insolencia. Pero no lamentó haber hablado con tanta valentía.

—Muchacha —la previno Riley bajándose del estrado para colocarse al lado de Edward y agarrar con fuerza su brazo—. Desiste. Mi hermano ni siquiera pega a sus perros, pero me temo que has ido demasiado lejos.

Antes de que ella pudiera replicar, Edward ladró.

—¡No! Deja que hable todo lo que quiera. —Su sonrisa era cruel—. Me asombras, muchacha. Pero no tengas miedo. No me importa no haber conquistado tu mente, sólo me importa haber conquistado tu cuerpo. Unos golpes serían poco para ti. Tengo pensado un castigo mucho mejor y mucho más entretenido. —Isabella palideció—. ¿Milady? —la retó él.

Ella se quedó paralizada durante un instante. Estaba recordando lo que había sentido al tenerlo en su interior, y se imaginaba la tortura tan exquisita que podría inflingirle. De pronto le faltó el aire y le resultó imposible encontrar una respuesta.

—¿Qué es lo que escondes? —inquirió el normando.

Isabella siguió en silencio. Sus palabras reverberaban en sus oídos. Pero Edward había recuperado el control absoluto.

—Borra esa sonrisa de tu cara, Geoff —dijo mirando a su hermano—. Esta dama se ha negado a revelar su identidad y a cambio ha escogido entregarme su virtud. Sin duda algún señor de la frontera reclamará venganza. Y yo tengo otras obligaciones que atender, como tú bien sabes.

—Tú no eres una persona irreflexiva ni imprudente —dijo Riley asombrado.

Edward no le respondió, sino que se limitó a extender la mano hacia Isabella con brusquedad.

—Declaremos una tregua.

Su tono resultó firme y autoritario. Pero lo peor era su mirada, que, tal vez por el recuerdo, se había vuelto suave y seductora. Aunque no sonreía, era innegablemente atractivo, mucho más que cualquiera de sus hermanos. La joven observó su mano y se le pasó por la cabeza que podría aceptar su oferta de paz y dejarse de desafíos.

Como si le hubiera leído el pensamiento, el normando dio un paso adelante y un segundo más tarde tenía la palma de su mano en la suya.

—Cede, Marie —intentó persuadirla—. En lugar de luchar conmigo cuando vas a perder, ¿por qué no doblegarte? Sé que al final cederás y que estaré de nuevo entre tus brazos... Y tú también lo sabes. Voy a darte placer a pesar de tu orgullo.

—¡Creo que estás tratando de seducirme incluso ahora!

Edward se irguió; su envergadura y su altura resultaban abrumadoras.

—¿Y qué si fuera así? ¿Qué es lo que tanto te disgusta? ¿Encontrarme tan deseable como yo te encuentro a ti? Si cedes ante mí, disfrutarás mucho de tu estancia en Alnwick.

—Te deseo, eso es cierto —reconoció muy despacio apretando los dientes. Odiaba admitirlo incluso ante sí misma—. Pero te odio todavía más. ¡Bastardo hijo de perra!

Edward le sujetó la mano con más fuerza mientras sus labios dibujaban la sombra de una sonrisa.

—Prefiero mil veces el sonido de mi nombre de pila saliendo de tus labios.

No había duda de a qué se refería.

—¿Prefieres el sonido de tu nombre saliendo de mis labios... O de los de Tanya Denaly? —siseó Isabella.

El normando se quedó paralizado.

—Ella nunca ha dicho mi nombre con tanto ardor como tú.

—¡Oh! —Temblaba, tanto de dolor como de rabia—. Así que es demasiado buena para ti como para abusar de ella. ¿Sólo abusas de las doncellas que raptas, milord, incluso cuando no son lo que parecen? ¿O es porque soy escocesa? ¿Es ésa la razón por la que tomaste mi virginidad sin pensar en las consecuencias? Yo soy escocesa, pero tu heredera es una mujer inglesa.

—No he abusado de ti —afirmó con el rostro encendido—. Así que deja tu hipocresía a un lado. Y lo hecho, hecho está. No lamento mis actos. Sí siento, en cambio, el precio que debes soportar tú. Cuando llegue el momento, yo te mantendré. No tienes que preocuparte en ese sentido.

Ella se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado. Se estaba refiriendo al momento en el que se cansara de ella y la enviara lejos.

—¿Y debería sentirme aliviada por el hecho de que no me dejes tirada sin una onza de plata? ¡Oh, qué noble eres! —Los ojos se le llenaron de lágrimas y se dio la vuelta para marcharse.

—Deberías recordar que lo de anoche fue cosa de los dos —susurró Edward, agarrándola de la muñeca y girándola para obligarla a mirarlo—. Estuviste tan dispuesta como cualquier otra mujer que haya metido en mi cama. Más, de hecho.

Ella protestó sin emitir ningún sonido identificable e intentó soltarse el brazo sin conseguirlo.

—Podrías haberme revelado tu identidad —le espetó él con sus oscuros ojos brillando como llamas—. Tú formaste parte de lo ocurrido. Puedes optar por olvidarlo, pero yo no.

—Voy a regresar arriba. Ya no tengo hambre —aseguró Isabella con gran dignidad.

La verdad dolía. Por mucho que su objetivo hubiera sido únicamente continuar con el engaño, había participado de forma activa en su propia seducción. Aun así, se negaba a derramar las traidoras lágrimas que asomaban a sus ojos y que no tenían cabida en aquella amarga discusión.

—Estoy cansada. Si me disculpas...

Edward la miró con fijeza antes de hablar.

—Entonces ve a la sala de las mujeres. Te enviaré el desayuno allí. Y recuerda que deseo una tregua pero que tú también debes colaborar para lograr la paz.

Capítulo 5: ¿Quien eres? Capítulo 7: La verdad

 
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