La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90594
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 28: Secuestro

Antes k nada quiero desear k paseís unas felices fiestas, estoy esperando k los reyes magos me regalen un portatil para no tener k pedir prestado el pc a mi hermana espero k os guste el cap.

Regalarme vosotros comentarios xb besos

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Rufus acababa de regresar de una exitosa jornada de caza y estaba de muy buen humor. Cuando descendió desde sus aposentos privados hacia el gran salón, le pasó el brazo por el hombro a Demetri, que estaba a su lado.

—Sin duda lo de hoy ha sido un buen presagio —le dijo a su amigo de la infancia—. Pronto daremos caza a una presa mucho mayor.

—Cuento con ello —respondió Demetri de forma concisa.

En aquellos días apenas podía sonreír; estaba demasiado tenso y nervioso. Aunque el rey sólo le había mencionado sus planes de forma indirecta, Demetri había escuchado los suficientes rumores como para saber que pronto, muy pronto, un gran ejército anglo-normando marcharía rumbo al norte para deponer a Phills Bane y a Erick. Él ambicionaba encabezar ese ejército... y subir luego al trono de Escocia.

Rufus deambuló por el salón rebosante de cortesanos y se detuvo repetidamente para intercambiar unas palabras con sus favoritos. Abrió los ojos de par en par y se animó todavía más cuando vio un rostro querido y conocido en su mesa, justo debajo del estrado. Un rostro que veía en pocas ocasiones. Aunque Edward se había quedado en Londres desde año nuevo, cuando escoltó a los tres hijos de Charlie Swan a su destino, sólo se dejaba ver por la torre cuando su presencia era necesaria o requerida.

El rey se quedó mirando su hermoso perfil durante unos instantes más de lo que hubiera sido necesario. Después apartó a regañadientes la mirada del heredero de Masen y se abrió paso entre la multitud, que se apartó inmediatamente para dejarle paso.

—Siéntate conmigo —le pidió con amabilidad a Demetri.

Cuando ambos subieron al estrado, la mirada del rey se desvió de manera inequívoca hacia Edward de nuevo. Pero al ver que estaba dándole a probar a su esposa un trozo de cordero, la sonrisa se le heló en los labios.

Sin duda, se trataba sólo de un gesto educado por su parte. Pero no había nada de educado en la manera en que la miraba, o en cómo le brillaban los ojos y se le hinchaban las aletas de la nariz. De hecho, incluso a aquella distancia, Rufus podía oler el aroma de su excitación.

Furioso, el rey miró a Isabella. Tenía el rostro redondeado, los senos grandes, desagradables. Sin duda si se pusiera de pie tendría los andares y el aspecto de una vaca. Una mujer en su estado no debería aparecer en público, y Rufus estaba furioso por tener que soportarla en su propio salón. Y no sólo eso. Sabía con absoluta certeza que Edward había estado acostándose con ella desde que su maldito y estúpido hermano la había llevado a Londres, y que seguiría haciéndolo. A juzgar por la expresión de su rostro, la volvería a tomar en cuanto se levantaran de la mesa.

Demetri siguió la dirección de su mirada.

—Es increíble el poder que mi hermanita ejerce sobre ese hombre. Increíble... y peligroso.

—Desde luego supone una amenaza para ti, querido Demetri —afirmó Rufus.

—Nunca hemos hablado de ello, majestad. Pero, ¿crees que de Cullen anhela Escocia?

Rufus se encogió de hombros. Lo cierto era que estaba casi convencido de que no era así, pero ahora tenía un interés nuevo, un interés que quería ver cumplido.

—No podría nunca reclamar el trono para sí mismo, amigo mío, pero, ¿qué hombre no desearía ver a su hijo coronado? De Cullen es como su padre, ambicioso y decidido en extremo.

De manera consciente, Rufus no explicó hasta el final el hilo de sus pensamientos.

—Tal vez el mocoso que ella espera muera.

Rufus le puso la mano a Demetri encima con gesto restrictivo.

—Necesitamos a Edward; no lo olvides nunca. Debe apoyarnos en nuestros esfuerzos para recuperar el trono que te corresponde.

Demetri se sonrojó de felicidad al escuchar al rey hablar tan claramente de su más anhelado sueño. Sin embargo sus pensamientos fueron más allá. ¿Se atrevería a eliminar la amenaza que su hermana y su hijo suponían para él y su ambición? Temía a su futuro sobrino más que a sus tres jóvenes hermanos y más de lo que nunca había temido a Isabella. Podía imaginarse perfectamente a Edward declarándose príncipe regente.

—Está claro que me equivoqué al arreglar este matrimonio —reconoció Rufus en voz baja—. Tal vez llegue el momento en que deba rectificar. Tal vez cuando tú estés ya asegurado en el trono... —El rey dejó la frase sin terminar.

Demetri guardó silencio, Rufus pidió en voz alta más vino, y la comida continuó como si no hubieran hecho nunca aquel pacto. Pero el escocés acababa de recibir la aprobación real para hacer lo que debía y asegurarse de acabar de una vez con todas con los lazos que pudieran atar a Edward de Cullen al trono de Escocia.

—¿Por qué regresamos a Alnwick de forma tan repentina? —le preguntó Isabella a su esposo cuando éste ordenó al escudero que preparara su inminente partida—. ¿Qué ocurre para que tengamos que marcharnos hoy mismo?

Estaban a principios de mayo. La joven llevaba cuatro semanas en la corte pero no se había aburrido. Había estado muy ocupada redescubriendo el cuerpo de su esposo, sus sonrisas, su ternura...

Edward se giró lentamente hacia ella.

—Prefiero que des a luz en Alnwick, Isabella. Y como yo debo regresar inmediatamente, es un buen momento para que te escolte a Masen.

—¡Pero no has respondido a mi pregunta, milord! —exclamó la joven. Estaba aterrada. En la corte circulaban rumores; rumores que ella no había podido evitar oír. Rumores, según le había dicho Edgar con amargura, sobre que Rufus iba a intentar colocar a Demetri en el trono de Escocia. Pero aquello no podía ser cierto.

—¿No deseas volver a casa? ¿Quieres tener a nuestro hijo aquí, en pleno verano? Londres no es muy agradable en esa época.

A casa. Isabella saboreó esas palabras. Su corazón saltó de alegría ante la idea de regresar a Alnwick y dar a luz allí a su hijo. Pero... no todo resultaba tan inocente. En caso contrario, su esposo no tendría tanta prisa por alejarla de allí.

—Tendré a nuestro hijo donde tú me digas —dijo la joven con voz firme—. La opción de Alnwick me gusta, Edward, por supuesto que sí. Pero, ¿no vas a responder a mi pregunta?

—Me marcho a la guerra, Isabella —le informó con el rostro tenso.

Ella lanzó un grito de angustia. Lo sabía. Un astuto sexto sentido le había hecho saber que los espantosos rumores eran ciertos, y que Edward iría a la cabeza del ejército que invadiría Escocia y depondría a su tío y al traicionero de su hermano. No podía creer que su esposo fuera a romper la promesa que le había hecho a Charlie de que vería a su hijo mayor en el trono. Erick había traicionado a la familia y Tyler era sacerdote, así que eso colocaba a Edgar en el punto de mira. ¡Edgar debía ser el próximo rey de Escocia!

Y por si aquella circunstancia no fuera suficiente, el miedo la consumía. Hacía sólo seis meses que había perdido a sus padres y a su hermano por culpa de la guerra, y todavía no había pasado el luto. De hecho todavía había mañanas en las que se despertaba consumida por sueños tranquilizadores en los que estaban todos juntos, en los que olvidaba que estaban muertos. En aquellas mañanas esperaba ver a su madre sonriéndole a los pies de su cama. Cuando su mente se desprendía de las telarañas del sueño y la cruda realidad la golpeaba, la invadía el dolor. Sus padres y su hermano no volverían nunca a estar con ella. Y ahora no podía evitar tener miedo por Edward. Había perdido a sus seres más queridos en una guerra. No podría soportar perder a su esposo en otra. No sería capaz de vivir sin él.

—No vayas —se escuchó decir a sí misma.

Edward apretó la mandíbula.

—No me pidas algo que no puedo concederte.

—¿Cómo puedes hacer esto?

—El rey está decidido a deponer a Phills Bane.

Isabella lo miró luchando por contener las lágrimas.

—¿Por qué obedeces siempre a tu rey? Sé que lo desprecias.

El tono de Edward resultó tan letal como la punta de su espada.

—Soy su vasallo, y al igual que tú has jurado apoyarme y seguirme, yo he jurado apoyarlo y seguirlo a él.

Isabella le dio la espalda y se dirigió hacia la ventana. Sabía que ese gesto disgustaría a su esposo, pero no le importó. Su vientre abultado le producía muchas molestias aquellos días y se acarició sin darse cuenta los doloridos músculos de la espalda. Miró por la ventana, observando sin interés la profusión de flores silvestres azules que había en los prados, siendo muy consciente de que pisaba terreno peligroso. No debía interferir en los asuntos de su esposo. Esa actitud había estado a punto de destruirlos en una ocasión.

—¿De verdad quieres que desobedezca a mi rey, a aquél a quien he jurado fidelidad de rodillas? —inquirió Edward tenso.

Isabella no fue capaz de seguir callando.

—Te aferras al juramento que le hiciste a tu rey, pero, ¿qué pasa con el que le hiciste a mi padre... a mi rey?

Edward se mostró incrédulo y al mismo tiempo furioso.

—Perdona, ¿cómo dices?

Isabella respiró hondo.

—¿Qué pasa con la promesa que hiciste de poner a Michael en el trono de Escocia? —Edward guardó un significativo silencio—. ¡Sin duda no faltarás ahora a ese compromiso! ¡Deberías apoyar a Edgar, no a Demetri!

Edward avanzó hacia ella con semblante iracundo y se detuvo en el centro de la habitación.

—¿No dejé las cosas lo suficientemente claras cuando nos reconciliamos?

Isabella alzó la barbilla. Había ido demasiado lejos y lo sabía, pero no podía echarse atrás. El destino de tres de sus hermanos estaba en juego. Tal vez ahora los estuvieran tratando como huéspedes importantes, pero eran prisioneros reales, nada más. No tenían ni oro ni tierras. No contaban con nada excepto la ropa que llevaban puesta, la buena voluntad de Rufus y el compromiso de Edward.

—Sí, lo hiciste —susurró ella—. Pero soy tu esposa. Tus preocupaciones son las mías. No pretendo enfurecerte, pero debemos...

—¿Debemos? —repitió con voz dura. A Isabella se le llenaron los ojos de lágrimas—. No existe el plural... En cuestiones políticas, no.

Ella se tragó las lágrimas y se dijo a sí misma que se debían al embarazo.

—¿Y qué pasa con Edgar? —se escuchó susurrar.

Edward tenía la mirada oscura y la mandíbula rígida.

—No quiero ni saber cómo has descubierto mi más secreta promesa, Isabella.

—Michael me lo contó la noche antes de morir —murmuró ella.

A Edward le cambió la expresión en un instante, pasando del enfado a la simpatía.

—Michael habría sido un gran rey.

—¡Edgar será un gran rey!

—Te adentras peligrosamente en los asuntos de los hombres, milady.

Isabella lloró sin contenerse.

—¿Puedes justificar la deposición de un monstruo para coronar a otro, milord? ¿Puedes?

—¿Te atreves a cuestionar mis actos? ¿Mi integridad? —preguntó más allá de la ira.

—¡Pero soy tu esposa! Si confiaras en mí...

Isabella no terminó la frase. ¿Qué podía decir? Su esposo no le hacía partícipe de sus asuntos. ¿Acaso no había dicho que nunca le perdonaría su traición? El viejo dolor había regresado, corroyéndole hasta los huesos. En realidad nunca se había ido; sólo estaba enterrado profundamente. Isabella había llegado a pensar que podría dejarlo para siempre en su tumba. Al parecer se había equivocado.

—Eres mi esposa, y te sugiero que te comportes como tal, milady, a menos que quieras llevar este matrimonio al desastre.

Dicho aquello, Edward salió de la estancia sin volverse a mirarla. Isabella corrió hacia la puerta y la cerró con fuerza tras él. Luego se echó a llorar.

¿Qué clase de matrimonio tenían? ¡Maldito Edward! ¡Era un arrogante y un terco! Ella tenía derecho a saber cuáles eran sus intenciones, porque sus hermanos eran responsabilidad suya ahora que sus padres habían muerto. Su única esperanza estribaba en que Edgar algún día alcanzara el trono. Pero, aunque sus hermanos tuvieran libertad para salir de Londres, no se atreverían a dejar el refugio que Rufus les proporcionaba. Muchos hombres habían sido asesinados por el trono de Escocia; la nación tenía un largo y sangriento historial. Phills Bane ya les había enviado a sus hermanos una invitación que ellos no se habían atrevido a aceptar. Sin duda, en el momento en que pusieran el pie en Escocia se convertirían en prisioneros de por vida o en cadáveres.

La única opción de Edgar era quedarse en la corte, ganándose el favor real con la esperanza de que algún día Rufus lo ayudara en su afán por conquistar el trono escocés. Su futuro y el de sus hermanos dependían de la buena voluntad del rey. Y algún día, si Edgar se convertía en rey, Alexander y Davie serían grandes señores con derechos propios.

Isabella no quería pelear con su esposo. Durante las últimas semanas habían disfrutado de una maravillosa paz; una paz que Isabella deseaba que durara toda la vida. Pero no era una mujer que pudiera vivir en la ignorancia, y sin embargo, Edward se negaba a compartir sus asuntos con ella. ¿Dónde los situaba eso?

Tal vez si no se tratara de algo tan vital para ella, no le importaría. Pero sus hermanos eran asunto suyo... más que de Edward. Tenía todo el derecho a instar a su esposo para que encontrara una solución que garantizara su futuro. ¿Por qué no podía entenderlo?

Porque todavía no confía en mí, se dijo desolada. Si confiara en mi yo sería su más preciada aliada, y estaría dispuesto a contarme todos sus secretos.

Isabella deseaba que Edward confiara en ella por completo. Lo deseaba más que cualquier otra cosa, exceptuando su amor. Estaba desolada. Si su esposo no podía olvidar lo ocurrido, nunca se convertiría en pasado.

Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando una doncella llamó a la puerta y entró en la habitación. La sirvienta vaciló al ver la angustia de su señora; sin duda había escuchado parte o la totalidad de su pelea con Edward.

—Milady, he venido a ayudaros a hacer el equipaje.

—Por supuesto.

Con movimientos lentos a causa del dolor de espalda, se concentró en la tarea que debía llevar a cabo. Pero había perdido la alegría ante la perspectiva de regresar a casa.

Edward y Isabella no se dirigieron la palabra en todo el viaje excepto para mantener un simulacro de cortesía impersonal. Aunque el objetivo del normando al regresar a Alnwick era reunir con rapidez a sus tropas y llamar a sus vasallos a la guerra, hizo que la comitiva mantuviera un paso acorde con el estado de su esposa. Tardaron dos días en llegar a Alnwick, pero la joven no podía mostrarse agradecida; estaba demasiado afligida. Atendía a su esposo como era su obligación, pero la alegre camaradería, el calor y el deseo se habían desvanecido. Edward se comportaba de manera rígida y formal, tan claramente enfadado como ella. Una tensión trémula forzaba sus relaciones.

Edward no se quedó en Alnwick ni siquiera una noche. Dejó a su esposa en los escalones de entrada al castillo mientras esperaba que le llevaran un caballo de refresco.

—Debo despedirme ya, milady. Por desgracia no puedo demorarme ni un instante. —De pronto, su expresión se suavizó—. Si pudiera me retrasaría —confesó en voz baja mirándola fijamente—, y pondría punto final a esta absurda guerra de una vez por todas.

Isabella estuvo a punto de suplicarle que se quedara. Entendía lo que Edward había querido decirle. Le haría el amor y le demostraría con su cuerpo que él era el amo, pero al hacerlo también dejaría al descubierto que era su esclavo. En la cama Edward se entregaba a ella sin restricciones. En ese momento, Isabella se prometió a sí misma lograr que su esposo confiara en ella sin que la pasión nublara su razón.

Los rasgos masculinos se endurecieron por la preocupación al malinterpretar su expresión.

—No te aflijas. Mi madre me ha asegurado que vendrá a hacerte compañía. Llegará dentro de una semana. No estarás sola aunque yo tarde en regresar.

La joven se asombró.

—¿Crees que tardarás mucho?

—No lo sé. Pero cuando Demetri llegue al poder tendrá que asegurar su posición.

Isabella recuperó la compostura.

—No estoy preocupada —mintió.

No enviaría a Edward a la guerra con una ansiedad innecesaria. Todas las mujeres que conocía temían el momento del parto. De hecho, muchas morían al dar a luz. Ella no era ninguna excepción, pero hasta el momento había conseguido esquivar su miedo y no dejaría que saliera a la luz justo en el momento de despedirse de su esposo.

—Entonces eres más valiente de lo que pensaba, Isabella. Eres ciertamente una muchacha escocesa valiente.

Isabella miró a su atractivo esposo y el corazón le dio un vuelco. A pesar de la angustia y preocupación de Edward, le estaba diciendo justo lo que quería oír, sabiendo lo mucho que significaría su cumplido para ella después de las crueles y horribles palabras con las que Charlie la había insultado. Su amor amenazaba con desbordarla, con dejarla sin fuerzas. ¡Oh Dios! No quería que su esposo se fuera a la guerra, pero debía ser valiente, como él pensaba que era.

—Que Dios te bendiga, milord. Sé que triunfarás.

Edward se inclinó desde su montura sin apartar los ojos de ella.

—¿Te alegrarías de mi triunfo?

Isabella suspiró pero no dudó. Su obligación era apoyarlo.

—Sí. —Luchó contra las lágrimas, asegurándose a sí misma que no estaba abandonando a sus hermanos—. Cuando triunfes, milord, me alegraré.

Resultaba difícil sonreír y llorar al mismo tiempo, pero Isabella se las arregló. —Gracias, esposa —musitó Edward. Sus ojos se habían vuelto sospechosamente húmedos.

A mediados de mayo, el ejército de Rufus avanzó sin vacilar hacia Stirling encontrando poca resistencia a su paso. Cuando el ejército enemigo los enfrentó, los normandos ya estaban cerca de la torre real. La batalla resultó sorprendentemente corta. Las fuerzas escocesas estaban dispersas, sin lugar a dudas faltas de un mando unificado, y tanto Phills Bane como Erick salieron huyendo en cuanto la derrota se hizo obvia. En la última semana de mayo, un victorioso ejército normando entró en Stirling con Demetri a la cabeza. Fue coronado aquella misma tarde.

La noticia de aquel gran acontecimiento llegó a Alnwick al día siguiente y produjo un gran regocijo en el castillo. Isabella, incapaz de participar en la espontánea celebración, dejó la fiesta y se metió en su habitación. Allí se quedó mirando por la ventana incapaz de no desaprobar a Edward aunque hubiera decidido serle leal.

Pensó en sus tres hermanos, que ya no tenían más opción que quedarse en Londres, y se sintió invadida por la tristeza. ¿Qué sería de ellos ahora? Alguien, quizá el propio Demetri, había intentado asesinarla a pesar de que ella no suponía ninguna amenaza comparada con Edgard, Alexander o Davie. Algún día uno de sus hermanos podría reclamar el trono de Escocia, reuniría un ejército e iría a conseguirlo por la fuerza. ¡Cuánto temía Isabella ahora por ellos! Los tres eran un obstáculo para lo que Demetri había ambicionado durante toda su vida.

Al día siguiente la joven recibió noticias de Edward. No iba a regresar de inmediato, sino que se quedaría varias semanas en Stirling con su ejército, tal y como había previsto. Al parecer la posición del reciente rey escocés no estaba tan asegurada.

Eso animó a la joven. Aunque no podía alegrarse por completo porque seguía decidida a ser leal a su esposo a pesar de no estar de acuerdo con él y de preocuparse por el destino de sus hermanos.

Isabella echaba desesperadamente de menos a Edward. Ahora que se acercaba el momento del parto, necesitaba más que nunca que estuviera a su lado.

Era el día perfecto para una excursión, pensó Isabella emocionada. Hacía un día muy agradable, el sol brillaba con fuerza y las urracas azules graznaban alegres desde las frondosas copas de los árboles. La joven tenía la sospecha de que la condesa trataba de distraerla de su creciente aburrimiento y de su ansiedad con aquel breve paseo. El embarazo se le estaba haciendo eterno y habían comenzado a crecer sus miedos respecto al parto. Deseaba y temía al mismo tiempo el momento de dar a luz.

Elizabeth y lady Esme montaban a horcajadas en sus palafrenes al lado de la litera en que viajaba Isabella, e iban acompañadas por dos caballeros y dos doncellas que iban a pie. Llegaron al pueblo que estaba justo debajo de Alnwick en cuestión de minutos.

La joven insistió en caminar, decidida a dar una vuelta por el concurrido mercado de verano. Quería comprar algunas baratijas, y le resultaría difícil moverse con comodidad entre los vendedores y los puestos con la litera. Quería comprarle algo a Edward, un regalo que expresara cuánto lo había echado de menos, cuánto lo amaba. Pero no tuvo oportunidad.

Cuando la joven se acercó a uno de los puestos para mirar unas telas con la condesa a su lado e Isabel corriendo delante para comprar un dulce, alguien golpeó a lady Esme.

Isabella vio el incidente y se quedó horrorizada, ya que se había dado cuenta de que su suegra había sido empujada deliberadamente. La condesa cayó sobre la mesa de un comerciante, tirando toda la mercancía al suelo y provocando un tumulto. En ese instante, el agresor se abalanzó sobre Isabella, le puso una mano en la boca para evitar que gritara y la apartó de aquella escena de confusión.

Al darse cuenta de sus intenciones, la joven comenzó a retorcerse, pero un instante después, el asaltante la había colocado sobre un caballo que estaba esperando y se había subido detrás de ella.

Isabella comenzó a gritar. La condesa, consciente por fin de lo que estaba ocurriendo, también gritó, y los dos caballeros que las acompañaban sacaron las espadas.

Aterrorizada, no por ella sino por el bebé, Isabella se agarró a las crines del caballo cuando el animal se desbocó. De pronto, otro jinete que surgió de entre el gentío se unió a ellos en desenfrenado galope. Vendedores y compradores se apartaron de su camino mientras huían con rapidez atravesando el mercado, tirando puestos, carros y todo lo que encontraban en su camino.

Isabella, que seguía agarrándose desesperadamente, miró atrás sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo y vio a la condesa salir tras ella a pie, sin esperanza, y a los dos caballeros que la debían haber protegido corriendo en busca de sus corceles.

El estruendo resultaba ensordecedor, pero la joven creyó escuchar a alguien gritar:

—¡Han raptado a la esposa del señor!

Isabella se derrumbó sobre el cuello del caballo y comenzó a temblar. ¡Oh Dios! ¡La habían secuestrado de manera fría y calculadora! ¿A dónde la llevaban? ¿Quién era el responsable? ¿Y cómo, Señor, cómo iban a sobrevivir ella y su bebé?

Penúltimo capítulo… el siguiente ya por fin es el último.

 

 

Capítulo 27: La oportunidad Capítulo 29: Epílogo

 
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