La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90596
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 29: Epílogo

Hola a todos, aquí dejo el último capítulo como regalo de k acabó un año y empieza otro k espero k traiga mas cosas buenas k mala, pero sobretodo k luchemos por lo k queremos. Espero k os guste y dejen sus comentarios

besos

 

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Edward estaba lívido.

—¿A qué te refieres cuando dices que no veías nada malo en salir a dar un paseo? —bramó.

La condesa se apartó de él.

—Ella estaba tan nerviosa...

La incredulidad desfiguraba las facciones de Edward. Ni siquiera podía hablar.

Inquieto, Carlisle se colocó entre su hijo y su esposa.

—Tu madre está completamente angustiada. El rapto no ha sido culpa suya —dijo el conde con sequedad—. Si hay que culpar a alguien es a Will y a Ranulph.

Edward apretó la mandíbula. Lo que su padre estaba diciendo era obvio, pero resultaba difícil perdonar a su madre ya que había dejado órdenes precisas de que su esposa permaneciera en el castillo. Se giró hacia lady Esme con frialdad, sin importarle su dolor. Si algo le ocurriera a Isabella...

Un terror absoluto se apoderó de él. Nunca en su vida se había sentido así de asustado. Ahora Isabella estaría en algún lugar con sus secuestradores, tal vez herida y sufriendo. O algo peor. Edward se recompuso rápidamente. No tenía tiempo para pensar en las posibilidades. Debía actuar. Con determinación, desvió su mirada acusadora hacia los dos caballeros que habían fracasado en su obligación de proteger a Isabella.

—Contadme otra vez lo ocurrido.

La noticia del secuestro había llegado cinco o seis horas atrás a Edimburgo, donde estaba ahora la corte de Demetri. El mensajero de su madre lo había levantado de su camastro a medianoche y Edward partió de inmediato hacia Alnwick, deteniéndose sólo para informar a su padre de adonde iba y por qué. Carlisle había decidido al instante ir con él. Ambos recibieron los mejores deseos por parte del nuevo rey de Escocia. Al parecer a Demetri también le habían despertado para darle la noticia.

Edward agotó por completo a su caballo y consiguió llegar a su hogar casi al amanecer, enseguida le dieron cuenta de que su esposa había sido secuestrada la tarde anterior. Dos hombres a caballo se la habían llevado sin más. Sus soldados habían seguido a los jinetes por el bosque, pero una vez allí les perdieron la pista.

—Milord, iban vestidos como aldeanos pero montaban como caballeros experimentados —estaba diciendo Will—. Está claro que todo formaba parte de un plan. Esos hombres debían estar esperando a que se presentara la menor oportunidad para apoderarse de vuestra esposa.

Él ya sabía que no se trataba de un rapto común. Ningún delincuente se atrevería a raptar a su esposa ni sería capaz de realizar semejante hazaña delante de sus hombres. El hecho era que alguno de sus enemigos había capturado a Isabella... y Edward sólo podía pensar que se trataba de un acto de venganza. El miedo volvió a apoderarse de él.

Cualquier negación, toda protesta, era inútil ahora. Amaba a su esposa hasta la locura; haría cualquier cosa por recuperarla. Y cuando la trajera de vuelta le daría todo lo que quisiera y necesitara. No le negaría nada.

Sin embargo, poco podía hacer aparte de crear un sendero de sangre en su búsqueda. Y eso haría. Cuando supiera qué loco era el responsable del rapto de su esposa no quedaría ni rastro de sus dominios. No tendría piedad. Edward repasó mentalmente quiénes podrían odiarle lo suficiente como para atreverse a algo semejante. Contaba con al menos media docena de enemigos, pero pensaba que ninguno de ellos era lo suficientemente estúpido como para cometer una atrocidad así.

—Vayamos al último lugar donde la visteis —ordenó, tenso—. Will, Ranulph, guiadnos.

Edward y dos docenas de caballeros completamente armados salieron de la fortaleza justo después del amanecer. Pero al finalizar el día no habían hecho ningún progreso. El rastro desapareció cuando los dos jinetes, junto con su cautiva, cruzaron un arroyo. El normando y sus hombres no volvieron a encontrar una sola señal de ellos. A Isabella se la había tragado la tierra sin dejar ni rastro.

Isabella sabía que viajaban hacia el norte de Escocia. A pesar de su terror, se las arregló para pensar. La inteligencia era lo único que le quedaba y sabía que debía conservar la cabeza fría. Aquello no tenía sentido. ¿Por qué querría secuestrarla un escocés? ¿O se trataba de un ardid? ¿La llevarían a Escocia porque a Edward nunca se le ocurriría buscarla allí?

Edward. El corazón se le encogió dolorosamente al pensar en lo que debería estar sufriendo y en que no volvería a verlo más.

—Edward —susurró sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta—. Te necesito. Te necesito tanto... Por favor, ayúdame.

No utilizaron la ruta normanda, sino que siguieron un camino de ciervos tras otro en lo más profundo de las colinas, pasando por territorios que ningún hombre que no fuera escocés conocería. Los jinetes se detuvieron en dos ocasiones, primero para dar de beber a los caballos y cambiar a Isabella de una montura a otra, y luego para cambiar sus corceles por dos caballos que encontraron atados en una pequeña cabaña de paja que parecía desierta. Al ver a los animales de refresco la joven se ratificó en el hecho de que su rapto había sido preparado cuidadosamente. Armándose de valor, intentó entablar conversación con sus secuestradores con la esperanza de saber quién los había enviado y el lugar al que la llevaban, pero se negaron a hablar con ella.

Llegó la noche y siguieron viajando sin tregua. Isabella se quedó dormida. Fue un descanso inquieto en el que soñó que rogaba a Edward que fuera a rescatarla. También soñó que el hijo que iba a tener sería un varón. Era un niño pequeño e indefenso. Pero no era un sueño feliz, porque ella intentaba protegerlo de una amenaza invisible. Cuando se despertó estaba más asustada que antes y no pudo precisar dónde estaban ni hacia dónde se dirigían. Los dos jinetes mantenían ahora un paso ligero.

—¿Dónde estamos? —preguntó con la boca seca.

El hombre que la llevaba en su montura le pasó un pellejo de cerveza aguada, del que la joven bebió agradecida.

—No lejos de Edimburgo, muchacha.

Isabella se quedó paralizada y el corazón comenzó a latirle dolorosamente. ¿Edimburgo? En el pasado había sido su hogar, pero ya no. Ahora era el hogar de Demetri, el nuevo rey de Escocia. Tal vez fuera su hermanastro, pero era él quien estaba detrás de aquello. Estaba aterrorizada. No podía imaginarse cuál sería su destino. Si su intención era matarla, ya lo habría hecho. Entonces, ¿qué quería de ella? Isabella puso las manos en actitud protectora sobre el vientre, rezando para que Edward todavía se encontrase en la corte de Escocia.

Cuando el amanecer rayaba el horizonte, Isabella fue llevada al castillo. Era obvio que esperaban su llegada, porque cuando uno de sus secuestradores pronunció la contraseña, las pesadas puertas se abrieron al instante para recibirlos. Un caballero y una doncella los esperaban en las escaleras de entrada.

Cuando la ayudaron a bajar del caballo se tambaleó. Apenas podía caminar tras el largo viaje, y el caballero que la había estado esperando la tomó rápidamente en brazos. Isabella alzó la vista para mirarlo mientras la metía en el castillo con la esperanza de reconocerlo y poder pedirle ayuda. Pero no lo había visto nunca.

Con eficiencia y rapidez, la llevó al piso de arriba, la colocó sobre la cama de una pequeña habitación que sus hermanos pequeños habían compartido no mucho tiempo atrás y salió de la estancia sin dedicarle siquiera una última mirada.

Isabella agradeció la cama, pero eso fue todo. Consciente de que el bebé le estaba dando patadas, se llevó una mano a la frente, que le latía. Le dolía todo el cuerpo. Angustiada, se giró hacia la doncella; era una mujer mayor y delgada que se estaba ocupando de atizar el fuego, ya que las noches de Edimburgo eran frías incluso en el mes de junio. Cuando acabó su tarea en la chimenea, la mujer se dio la vuelta y se acercó a ella.

—Os traeré algo de comida caliente, milady, y un poco de buena cerveza. No tardaré mucho.

Isabella estaba demasiado agotada para moverse.

—Quiero hablar con mi hermano.

—¿Vuestro hermano?

—Mi hermano Demetri.

—Te refieres a tu hermanastro, el rey, ¿no es así, querida? —preguntó Demetri desde el umbral.

Isabella lo miró fijamente y trató de levantarse, pero cayó de nuevo en la cama con un gemido. Un calambre le había atravesado el abdomen.

Demetri se acercó y la miró con frialdad.

—Creo que deberías descansar, querida hermana, a menos que quieras que tu mocoso nazca antes de tiempo.

La joven sintió una oleada de miedo. Sabía que el dolor que sentía podía indicar que el bebé estaba anunciando su llegada. Los niños prematuros raramente sobrevivían, y a ella le faltaban unas tres o cuatro semanas para dar a luz. Isabella cerró los ojos y luchó contra el pánico.

—Una actitud mucho más sensata —dijo Demetri por encima de ella—. Aunque no tengo muy claro si prefiero que mi sobrino viva o muera.

Isabella abrió los ojos de golpe sintiendo que el odio se apoderaba de ella.

—Si le haces daño a mi hijo...

—¿Qué harás? ¿Herirme?

—¡Edward te matará!

Demetri se rió.

—¿Y cómo lo haría, Isabella? Soy el rey. A los asesinos de reyes se les decapita y se clavan sus cabezas putrefactas en estacas para que todos las vean y estén advertidos.

La joven hizo un esfuerzo por controlar la histeria. Se estaba imaginando lo que decía su hermano y sentía náuseas. Demetri tenía razón. Edward no lo mataría.

—¿Qué es lo que quieres? —gritó aterrorizada, llevándose las manos al vientre en gesto protector—. ¿Qué tienes pensado para mí, para mi bebé?

—Todo es muy sencillo y muy civilizado —le explicó Demetri con calma—. No tienes por qué angustiarte.

Isabella lo escuchaba sólo a medias; esperaba con miedo un nuevo calambre, otra señal del bebé. Pero no llegó, y se relajó ligeramente.

—Estás amenazando a mi hijo. Tengo motivos de sobra para angustiarme.

—No tengo intención de hacerle daño a tu mocoso. Si le ocurre algo al niño será culpa tuya, no mía.

Isabella deseaba creerlo, sin embargo, no estaba segura de si decía la verdad o no. Humedeciéndose los labios resecos y agrietados le preguntó:

—Si no quieres hacernos daño, ¿por qué nos has secuestrado?

—¿No es obvio? No confío en tu esposo, Isabella. De hecho, hay mucha gente en Escocia que no confía en él y que está disgustada por su matrimonio contigo. En este momento su poder sólo influye en Inglaterra, pero cuando nazca tu hijo, ¿quién sabe?

Isabella por fin entendió el motivo de su secuestro. Demetri tenía miedo de su hijo. Sus hermanos no contaban con apoyos, pero su hijo aún no nacido tenía el inmenso poder de Masen a su disposición... Sería el heredero de Edward. Y si fuera un varón, sería además el nieto de Charlie y tal vez algún día un contendiente para el trono.

—Veo que lo has entendido, querida hermana —comentó el rey al ver su expresión—. Necesito tener ventaja sobre tu esposo para mantenerlo bajo mi control. Deseo que continúe apoyándome... mientras yo viva.

El miedo atenazó a Isabella, que consiguió incorporarse para quedarse sentada. Sin aliento, dijo:

—No me has contestado.

—Oh, claro que sí. Si tú y tu hijo estáis bajo mi tutela, Edward no se atreverá a oponerse a mí.

La joven palideció.

—¿Me vas a retener como rehén? ¿Al niño y a mí? ¿Durante cuánto tiempo?

—Indefinidamente.

—¡Estás loco! —exclamó entre jadeos.

Pero sabía que no lo estaba. Era muy inteligente. Si la hubiera asesinado, Edward lo perseguiría y se enfrentaría a él sediento de venganza. Pero si el niño y ella eran rehenes, no tendría más remedio que apoyar a Demetri.

—Si yo estoy loco, entonces William el Conquistador lo estaba también, ¿no es cierto? —exclamó furioso—. Después de todo, Charlie me entregó al rey inglés siendo yo sólo un niño; se suponía que yo garantizaría su buen comportamiento... ¡Aunque no funcionó! A Charlie no le importaba mi bienestar y rompió cuando quiso su juramento. ¡Tengo suerte de estar vivo! De hecho, tengo suerte de haber conseguido volver a casa... ¡después de veintidós malditos años!

Hizo una pausa y continuó.

—Tendrás a tu hijo y vivirás aquí todo el tiempo que yo considere necesario —aseguró Demetri con frialdad—. Tal vez algún día tu valor disminuya y permita que te marches. Pero si el niño es un varón, permanecerá aquí, igual que yo me vi obligado a quedarme en la corte de William. ¿Por qué estás tan pálida? Edimburgo es tu hogar y el mocoso es medio escocés. Si piensas en ello verás que no es tan duro. Sólo sufrirás si decides considerarte una cautiva en lugar de una invitada.

—Edward no permitirá esto. —Isabella consiguió encontrar la voz para hablar—. Pedirá la intervención del rey. Rufus te obligará a liberarme.

—No, querida, te equivocas. Rufus sabe que cometió un error cuando permitió que te casaras con de Cullen. De hecho, me ha otorgado carta blanca para que haga lo que me convenga contigo y con el niño.

Isabella sabía que debía recuperar rápidamente las fuerzas. El tiempo no corría a su favor ya que estaba previsto que el bebé naciera en un mes.

Pasó los siguientes días en la cama descansando y recuperándose del largo y duro viaje hacia Escocia. Se alimentó con comidas copiosas y bebió mucha agua, evitando el vino y la cerveza, que acrecentaban su tendencia al letargo. Salía de la cama para hacer ejercicio dos veces al día en el interior del castillo, trabajando la rigidez de sus músculos con la esperanza de mantenerse en forma. Pero sobre todo... planeaba su huida.

Se escaparía. De eso no había ninguna duda. Isabella nunca había estado tan decidida a algo.

Había averiguado que todavía no habían informado a Edward de su paradero; Demetri le había dicho que no tenía prisa en hacerlo. Resultaba obvio que se estaba divirtiendo. Isabella odió a su hermanastro todavía más porque estaba claro que disfrutaba atormentando a su esposo. Edward debía estar preocupado por ella y anhelaría que le llegaran noticias para saber que estaba bien.

Pero el reciente rey de Escocia no tenía ninguna intención de hacérselo saber, al menos por el momento.

De cualquier forma, aunque Edward supiera dónde estaba, quizá no pudiera conseguir su liberación. Isabella creía que Demetri no había mentido cuando le dijo que contaba con la aprobación de Rufus en aquel asunto. La joven se estremeció al recordar que la última vez que había visto al monarca inglés, la había mirado con odio no disimulado.

Puede que existiera una pequeña posibilidad de que Carlisle y Edward lograran persuadir a Rufus para que obligara a Demetri a liberarla, pero aquello no era suficiente. A Isabella no le cabía ninguna duda de que la obligarían a dejar allí a su hijo como garantía del apoyo continuo de su esposo al nuevo rey, igual que Charlie había entregado a Demetri al Conquistador. Ésa era la cruda realidad: se utilizaba a los niños como rehenes.

A Isabella, la idea de dejar a su hijo atrás le resultaba tan aborrecible como la propia muerte. Sólo cabía una solución: Tenía que escapar antes de que el niño naciera.

No era ninguna estúpida. Era consciente de que su condición no le facilitaría las cosas. Sin embargo, la huida resultaría mucho más difícil, por no decir imposible, con un recién nacido. También era consciente de que pondría en peligro su propia vida y la del bebé. Pero estaba decidida a que ambos superaran aquella experiencia sanos y salvos. Pensaba que su determinación y el amor que les profesaba tanto a su bebé como a su esposo, la conducirían a la salvación. Nada ni nadie impediría que volviera a reunirse con Edward, que diera a luz en su presencia y que criaran juntos a su hijo.

Ni siquiera necesitaba un plan. Había crecido en Edimburgo y conocía hasta el último rincón del castillo mejor que nadie, exceptuando quizá a sus tres hermanos. Demetri, que era un extraño en su nuevo hogar, y sus soldados, la mitad de los cuales eran mercenarios normandos, no conocían los secretos que albergaba el lugar. Como la mayoría de las fortalezas, había sido erigida pensando en un ataque enemigo. Una puerta secreta daba a un pequeño túnel que permitía a los habitantes del castillo pasar por debajo de los muros y salir libremente al otro lado del foso.

Isabella esperó una semana. En la octava noche de su llegada a Edimburgo, supo que había llegado el momento. Le costaba caminar, pero había recuperado por completo las fuerzas. Sólo esperaba que su abultado vientre no la retrasara aquella noche.

No había guardias apostados en la puerta de su habitación. Al parecer, nadie pensaba que una mujer en su estado intentara escapar. El único escollo era la doncella que dormía en un camastro en el pasillo, justo al lado de su puerta. Isabella se negó a considerar la posibilidad de hacer daño a aquella mujer que había sido tan amable con ella. Cuando se hizo finalmente el silencio en el gran salón y la joven pudo estar segura de que Demetri se estaba divirtiendo con su última conquista, llamó en voz alta a la doncella.

Eiric se despertó y corrió a su lado.

—Lo lamento, Eiric —le dijo disculpándose sinceramente—. Sé que es tarde, pero no puedo dormir ¡Me temo que el niño quiere crecer todavía más, porque me muero de hambre! Por favor, ve a las cocinas y tráeme estofado de ternera, pan caliente, pastel de cordero y un poco del salmón que hemos comido a mediodía.

Eiric tragó saliva.

—¡Milady, os pondréis enferma!

—Estoy hambrienta. —Isabella se mantuvo firme—. Ve, Eiric, pero asegúrate de que el salmón está caliente, porque seguro que enfermaré si como sobras frías de pescado.

La doncella se marchó sin protestar más y Isabella se sintió encantada durante un instante. Eiric tendría que despertar a otras sirvientas para que la ayudaran con la comida. La joven sabía que la anciana lo calentaría todo, y dado que los fuegos de las cocinas estaban ahora apagados, le llevaría mucho tiempo. Probablemente contaría con una hora o más de ventaja sobre Demetri y sus hombres.

Pero no había tenido en cuenta a los perros.

La noche estaba cuajada de estrellas. Cuando Isabella se deslizó por el túnel y salió al exterior, se sintió eufórica por un momento. No necesitaría encender ninguna de las velas que había llevado consigo, porque la luna y las estrellas iluminaban su camino. Y como había utilizado el puente muchas veces de niña, sabía perfectamente dónde estaba. Hasta el momento su huida había resultado increíblemente sencilla.

Pero su euforia se desvaneció en el momento en que escuchó el primer aullido.

Isabella estaba a punto de entrar en el bosque, pero aquel aullido solitario y parecido al de un lobo le heló la sangre, erizándole el vello de la nuca. Por favor, Señor, rezó en silencio, que sea un lobo.

Y entonces comenzaron los ladridos.

Isabella gritó de terror. Demetri había soltado una jauría de perros de caza para perseguirla. No había pasado ni un cuarto de hora desde que mandó a Eiric a las cocinas. Sin duda, la doncella debía haber regresado a su habitación antes de lo previsto. La joven no había considerado esa posibilidad e hizo lo único que podía hacer: Se levantó las faldas y comenzó a correr todo lo deprisa que le permitía su estado.

Las opciones se abrieron paso a través de su mente aterrorizada. Había contado con tener una hora o más de ventaja sobre sus enemigos y ahora apenas tenía ninguna. Originalmente había planeado encontrar un caballo en la ciudad y galopar como el viento rumbo a Masen, o robar una barca y remar a través del estuario de Forth hacia la abadía benedictina de Dunfermline.

Pero ahora sus planes no tenían ninguna posibilidad de éxito. Los perros aullaban cada vez más cerca. Los habían dejado salir por las puertas delanteras y todavía tenían que oler su rastro, aunque sin duda lo harían pronto. Isabella no creía que pudiera llegar a la ciudad y robar un caballo, y mucho menos alcanzar el estuario de Forth.

Presa del pánico, se giró y corrió hacia el bosque. ¿Cómo iba a evadir a los hombres y los perros de Demetri yendo a pie? Estaba perdida. Lo único que se le ocurría era recurrir al mismo truco que sus secuestradores habían utilizado para escapar de los hombres de Edward.

Arbustos, helechos y pinchos le golpeaban las piernas y las caderas, arañándole los pies, pero Isabella ignoró el dolor. Se limitó a centrarse en correr hacia un sendero que utilizaban los venados y que conocía de memoria, un camino que había utilizado en muchas otras ocasiones. Aliviada, se percató de que los ladridos se hacían más distantes. Los perros habían enfilado por la ruta equivocada.

La joven disminuyó el paso. El corazón le latía salvajemente y apenas podía respirar. De pronto, sintió un pinchazo en el costado y se vio obligada a detenerse un instante. Sabía que no podía detenerse. Los perros rastrearían su olor en cualquier momento y estarían encima de ella en cuestión de minutos. Esperó un segundo más para asegurarse de que el pinchazo no era más que eso, un pinchazo, y luego fue a parar a una pendiente corte y empinada.

Resbaló, cayó y finalmente bajó deslizándose el resto del trayecto. El suelo estaba húmedo, como ella sabía que estaría. Cuando llegó al fondo del barranco, se había quedado otra vez sin aliento. ¿Cómo iba a escapar si no podía caminar más de unos cuantos pasos sin quedarse sin aire?

Su plan se había convertido en polvo. Nunca conseguiría llegar a Masen sin un caballo. Su determinación no le serviría para llevarla a casa; necesitaba fuerza física... una fuerza física que no poseía.

Al oír que los ladridos de los perros sonaban más alto y más cerca, se incorporó. Parecía que todavía no habían encontrado su rastro. Sin embargo, no cabía duda de que los hombres que guiaban a los perros habían cambiado de dirección y se dirigían hacía ella. Sólo era cuestión de tiempo que los animales descubrieran su olor.

Sabiendo que era su única oportunidad, Isabella se levantó las faldas y se metió en el arroyo. La corriente era muy rápida y la joven dio un grito al sentir la frialdad del agua. Había jugado muchas veces en aquel arroyo siendo niña, pero sólo en agosto y principios de septiembre, ya que el pequeño riachuelo nacía en las montañas y el agua siempre estaba congelada.

Isabella se estremeció, preguntándose si su destino sería morir de frío en lugar de dejarse comer viva. Pero aún así, siguió avanzando por el arroyo. El agua sólo le llegaba a los muslos y al parecer había conseguido desorientar a los perros. Pero, ¿ahora qué?

En un momento de inspiración, comenzó a avanzar contra corriente, arroyo arriba. Demetri pensaría que se dirigiría al sur, a casa. Sin embargo, aunque no había un sitio en el que Isabella deseara estar tan desesperadamente como en Alnwick, sería una estupidez intentar llegar hasta allí a pie.

Cuando su hermanastro le perdiera el rastro en el arroyo, intentaría adelantársele llevando los perros hacia el sur con la esperanza de que volvieran a olería. Pero ella no se dirigía al Masen y no encontrarían su rastro.

Caminaba despacio y con dificultad, y cada vez que respiraba le dolía. Tenía que detenerse cada cierto tiempo para que su acelerado pulso se relajara. Luego volvía a andar. Hacía rato que había dejado de notar el frío, a causa del entumecimiento.

Isabella no supo cuánto tiempo transcurrió ni la distancia que había recorrido cuando volvió a escuchar a los perros aullando con renovado fervor. Se quedó paralizada. El agua resbalaba por su cuerpo y tenía que hacer enormes esfuerzos por mantener el equilibrio. Los enloquecidos aullidos llenaban la noche y sonaban muy cercanos. El pánico se apoderó de Isabella. Los perros habían encontrado su rastro. Miró a su alrededor con impotencia, tratando de discernir dónde estaba. Pero era inútil. Entumecida por el frío y el miedo, acosada de forma tan salvaje, no podía reconocer ni un sólo árbol, ninguna roca. Entonces, se le ocurrió una idea desesperada y avanzó por el arroyo hacia la otra orilla.

Una vez en tierra, miró a través de las ramas de los árboles que formaban el bosque en busca de una estrella que la guiara. Inesperadamente, la estrella polar brilló con mucha fuerza durante un instante. Isabella apretó los dientes con decisión y siguió adelante. Se tambaleó y estuvo a punto de caer. Entonces vio que las manos le sangraban debido a los muchos árboles y rocas con los que se había rozado en su largo trayecto a través del bosque. Y peor todavía, tenía agujeros en los zapatos provocados por las rocas del lecho del arroyo. Pero no quería pensar en lo doloroso que resultaba cada paso que daba. Los perros aullaban y ladraban cada vez más cerca y habían comenzado a pelearse los unos con los otros a medida que se acercaban a ella. Isabella comenzó a correr. Corrió y corrió. Su objetivo, su única oportunidad de salvarse, no podía estar muy lejos. Por favor, Dios, que estuviera cerca.

Justo entonces, vio la torre que había estado buscando. Completamente empapada, temblando compulsivamente y al límite de sus fuerzas, empezó a golpear el muro que rodeaba la fortificación. Las manos le sangraban y trató de gritar. Pero estaba tan débil que su voz no tenía fuerza y los guardias de la torre de vigilancia no la oyeron.

Tenía la impresión de llevar una eternidad golpeando las piedras del muro. Estaba tan débil que apenas podía levantar el puño. Y entonces se dio cuenta de que hacía rato que no escuchaba a los perros.

Pero no hubo euforia ni emoción, ni sensación de triunfo o de victoria. Sólo había un frío que le congelaba las venas, un dolor insoportable y una profunda desesperación.

—Por favor —susurró Isabella sollozando—. Por favor, abridme. Por favor...

Sin fuerzas, se desmoronó sobre un montículo y su mente se deslizó hacia la oscuridad.

Al amanecer, uno de los guardias de la torre de vigilancia se apercibió del pequeño bulto humano que estaba tirado justo a un lado del puente levadizo. Sin duda se trata de algún vagabundo, se dijo a sí mismo antes de volver a sus quehaceres.

Pero aquel día, el señor del castillo había decidido ir de caza y había delegado sus obligaciones administrativas en su senescal para poder salir al amanecer, así que el puente levadizo se bajó y dio paso una docena de escoceses a caballo dispuestos a cazar.

Uno de sus primos la vio al instante.

—Jacob, parece que hay una prostituta vagabunda tirada en la entrada.

Jacob Black se encogió de hombros y, justo cuando iba a seguir su camino, divisó un mechón de cabello de un brillo castaño imposible, un cabello que sólo había visto en una mujer, y obligó a su caballo a dar la vuelta.

—No, es imposible —masculló entre dientes.

Pero espoleó su montura hacia la figura caída y se bajó, ignorando las risas burlonas y los comentarios soeces de sus hombres.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Jacob giró a aquella desgraciada. Al ver su rostro, contuvo la respiración y ahogó un gemido de angustia. Al instante, levantó a Isabella en brazos y soltó un grito cuando a ella se le cayó la capa, dejando al descubierto su inmenso y abultado vientre.

—Traed a una matrona y mandad aviso a Edward de Cullen —ordenó bruscamente antes de girarse y correr por el puente con el cuerpo de la joven en brazos.

Isabella se despertó al notar que alguien intentaba obligarla a tragar varias cucharadas de caldo caliente. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor, y todavía temblaba espasmódicamente a pesar del fuego que ardía en la chimenea y la cantidad de mantas que tenía encima. Al ser consciente del inmenso dolor que le atravesaba las entrañas, Isabella palideció y contuvo un grito.

—Ya ha pasado todo —murmuró una voz familiar.

La joven parpadeó. La visión se le fue ajustando y aclarando gradualmente hasta que consiguió enfocar al hombre que estaba sentado en la cama a la altura de sus caderas, sujetándole la mano. Le sorprendió ver que era Jacob Black y, durante un instante, se sintió confundida.

—Te encontré encima de un montículo, frente a la torre de vigilancia —le explicó el escocés con suavidad mientras le acariciaba el cabello—. Ya ha pasado todo, Isabella. No sé qué ha ocurrido, pero ya ha pasado.

En un destello de terror, Isabella recordó que había escapado de Demetri y de sus perros.

—Demetri me capturó. Me tenía prisionera, Jacob —susurró.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Habría agarrado a su antiguo prometido de las manos, pero tenía las suyas vendadas, y estaba tan ronca por haber estado gritando a los vigías que apenas se la oía. El escocés tuvo que inclinarse para poder entenderla.

—Pretendía retener a mi hijo como rehén para siempre... Para asegurarse el apoyo de Edward... ¡Mi propio hermano!

—El muy bastardo... —murmuró Jacob.

Pero se sentía aliviado. Había escuchado recientemente un rumor que aseguraba que Edward de Cullen estaba arrasando la zona rural en busca de su esposa. Al igual que muchos otros, Jacob sabía que Isabella había desertado a favor de la causa escocesa durante la guerra en la que murió su padre. Así que en un principio se angustió al pensar que odiaba tanto a su esposo que había vuelto a huir de él, ya que aquélla era la única conclusión a la que podía llegar. No podía evitar seguirla amando, y a pesar de que estuviera casada con otro, no deseaba que fuera desgraciada. Cuando se dio cuenta de su estado, se había angustiado todavía más, porque su matrimonio debía suponerle una situación insoportable para llevarla a huir en aquellas condiciones. Ahora, al conocer la verdad, se sentía increíblemente aliviado.

Aunque tal vez, en el fondo, de alguna manera, se encontraba también consternado. Jacob apenas se dio cuenta de que le estaba acariciando el cabello a Isabella. Verla embarazada y tan débil, llorando en su cama, había bastado para que el antiguo anhelo que sentía por ella volviera a renacer en su pecho por mucho que hubiera tratado de ignorarlo. Jacob apartó de sí inmediatamente aquellos turbadores pensamientos. Estaba furioso con Demetri, un rey al que nunca apoyaría, un hombre al que él y muchos escoceses consideraban más inglés que otra cosa, una mera marioneta en manos de William Rufus.

De pronto, Isabella interrumpió sus pensamientos al preguntar:

—¿Dónde está Edward? Lo necesito tanto... ¡Oh, Dios, cómo lo necesito! —gritó cuando la atravesó una punzada de dolor.

El escocés sintió cómo una profunda desolación inundaba su alma y se dio cuenta de que por muy noble y desinteresado que tratara de ser, en el fondo de su corazón había albergado esperanzas para ellos. Pero ahora esa esperanza había quedado definitiva e irrevocablemente enterrada debido al obvio amor que Isabella sentía hacia su esposo.

—Edward —susurró ella con los ojos clavados no en Jacob, sino detrás de él.

—Estoy aquí —respondió su esposo desde el umbral.

Jacob se giró, pálido, pero Edward lo ignoró. Sin dejar de mirar a su esposa ni un solo instante, cruzó la habitación en dos zancadas mientras la capa llena de barro ondeaba a su alrededor.

Isabella se rió y sollozó a la vez, estirando los brazos hacia él. Edward se sentó a su lado en la cama, en el lugar que Jacob había dejado vacante, y la estrechó con infinita ternura entre sus brazos mientras lloraba en silencio.

Jacob salió de la habitación sin hacer ruido.

—Has venido —consiguió decir ella agarrándose a su esposo.

—Pero no lo suficientemente pronto —respondió Edward con brusquedad.

No se había afeitado en muchos días y tenía los ojos rodeados de sombras e inyectados en sangre, pruebas fehacientes de que no había dormido más que unas cuantas horas la semana anterior.

Acunó entre las manos el rostro de Isabella, arañado por los arbustos y las ramas, y le dijo en voz baja:

—Fue Demetri. Debí haberlo supuesto.

—¿Cuan... cuánto tiempo llevabas ahí de pie? —preguntó la joven con cierta inquietud.

—El suficiente para saber que Jacob Black todavía te ama, y el suficiente también para saber que tú me amas a mí.

Isabella se derrumbó sobre su pecho, exhausta y a la vez aliviada. Él la sujetó acariciándola con extrema suavidad, mientras sus lágrimas silenciosas se mezclaban con las de ella.

—¿Cómo, Isabella? —le preguntó finalmente cuando fue capaz de hablar. Su rostro mostraba la misma desolación que su voz—. ¿Cómo escapaste?

—Por un túnel secreto que utilizaba cuando que era una niña —le explicó—. Pero no había contado con que Demetri soltara sus perros en mi busca.

Edward volvió a abrazarla con mucha más suavidad de la que le hubiera gustado, tranquilizándola con tiernas caricias que parecían imposibles en un hombre de su tamaño.

—Nunca más, mi amor, nunca más tendrás que enfrentarte a nada parecido. He fracasado una vez, no he podido protegerte, pero a partir de hoy estarás siempre a salvo, te lo juro, Isabella.

—No te culpes —le pidió con ímpetu.

Luego gritó y palideció.

—¿El niño? —preguntó Edward con urgencia sosteniéndole la mirada.

Isabella asintió con los labios apretados, incapaz de hablar.

—No debes cansarte hablando —dijo ayudándola a tumbarse muy lentamente—. Tienes que guardar las fuerzas por si el niño decide adelantarse.

Cuando por fin pasó el espasmo, la joven le preguntó maravillada:

—¿Por qué llorabas?

Edward esbozó la sombra de una sonrisa.

—¿No es obvio? Tú eres mi vida... Y he estado a punto de perderte. —Bajó la voz y le acarició la mejilla—. Ya te lo dije en una ocasión, milady, no puedo vivir sin ti.

—Yo también te amo, Edward. Siempre te he amado —confesó ella con voz ronca.

Él hizo un esfuerzo por contener una nueva oleada de lágrimas, impropias de su naturaleza.

—Creo, milady, que estás yendo demasiado lejos. ¿Siempre?

—Desde la primera vez que te vi —susurró Isabella. Luego palideció otra vez y gritó, intentando aferrarse a las manos de Edward con sus puños vendados.

Cuando las contracciones cesaron y ella consiguió finalmente relajarse, Edward forzó una sonrisa.

—La primera vez que me viste me odiaste, mi vida, ¿no te acuerdas? —Intentaba distraerla del dolor.

A Isabella se le llenaron los ojos de lágrimas de agonía, pero sacudió la cabeza obstinadamente en gesto de negación. Cuando hubo pasado aquel nuevo espasmo, suspiró aliviada.

—No, mi... milord. Tengo que disentir. Te vi por primera vez hace casi tres años en Abernathy. Estabas de pie detrás del rey Rufus mientras mi padre hincaba la rodilla en tierra jurando fidelidad.

—¿Estabas en Abernathy aquel día? —preguntó, incrédulo.

Ella sonrió débilmente.

—Acudí con Edgar, disfrazada como si fuera su escudero.

—Es increíble. —La voz de Edward estaba llena ternura—. Así que aquel muchacho tan guapo que no paraba de mirarme eras tú.

—¿Me... me viste?

Edward se sonrojó.

—Sí, y me sentí de lo más incómodo, porque creí que me sentía atraído por un chico.

—¡Oh, Edward!

Se quedaron mirándose asombrados, preguntándose en silencio si su amor habría nacido aquel día de invierno de un modo tan extraño, y decidiendo, también en silencio, que así había sido.

De pronto, Edward se inclinó sobre ella y le rozó los labios con los suyos en un beso que duró poco más de un segundo.

—Ya basta de charla, mi amor. Ahora debes descansar. —Sonreía con una expresión tan tierna que Isabella sintió que su corazón se llenaba con su amor.

Pero la euforia fue muy breve. Durante un instante que le pareció eterno, se sintió atravesada por el dolor y gimió de nuevo con voz grave mientras su rostro palidecía como el de una muerta. Finalmente la contracción comenzó a ceder y por ultimo desapareció.

—Edward —le dijo con brusquedad—, por favor, haz llamar a la matrona.

Su esposo también palideció.

—Espera a que regrese, mi amor. Sólo por una vez... ¡No te precipites!

Pero la paciencia volvió a ser esquiva con Isabella, o con el niño. Cuando Edward volvió con la matrona escuchó el llanto del bebé. El corazón se le aceleró al tiempo que las facciones de su rostro mostraban su incredulidad. Su ausencia sólo había durado unos minutos.

Abrió la puerta de golpe y se encontró con una Isabella sonriente que yacía sin fuerzas sobre la cama; había apartado las sábanas y entre las piernas tenía un recién nacido menudo y ensangrentado.

Al ver la sangre y no haber presenciado nunca un parto, Edward creyó que estaba a punto de perder a su esposa y corrió hacia ella frenéticamente. Isabella se rió en voz baja, complacida. Sorprendido, Edward la miró y ella entrelazó las manos con las suyas.

—Le he echado un vistazo, milord. Es un varón —anunció voz triunfal. Luego, dirigiéndose a la matrona, que ya le había cortado el cordón umbilical al bebé y lo había envuelto en una toquilla, le pidió—: Muéstrele el niño a su padre.

La matrona se dio la vuelta con una sonrisa mientras levantaba a aquella pequeña criatura que tenía los ojos muy abiertos.

—Tiene todos los dedos de los pies y de las manos, milord. Está completamente despierto y es un bebé muy grande teniendo en cuenta que ha nacido un poco antes de tiempo.

Edward lo miró sin dar crédito a lo que veía.

—¿Mi hijo?

—Tu hijo —repitió Isabella feliz mirándose en sus ojos confusos—. Un niño fuerte y valiente que estaba deseando llegar al mundo para saludar a su padre. Por favor, matrona —le indicó a la mujer—, entréguele al bebé.

Antes de que Edward pudiera objetar nada, tenía al recién nacido en sus brazos, que apenas medía dos palmos de las poderosas manos de su padre.

Al contemplar a su hijo, el normando se sorprendió al darse cuenta de que el niño tenía los ojos completamente abiertos y clavados en él.

—Vaya, me está mirando —murmuró al tiempo que una oleada de sentimientos nuevos e inexplicables se apoderaba de él—. Mira qué atento está —comentó sonriendo con ternura.

—Es igual que su padre —afirmó ella con suavidad.

Al oírla, Edward sonrió llenándose de orgullo.

—Después de esto, milady, te concederé tu sueño más anhelado.

Isabella lo miró fijamente a los ojos.

—Ya he cumplido mi sueño más anhelado, Edward. Tengo al bebé y te tengo a ti. ¿Qué más podría desear?

Pero había más, por supuesto.

Isabella pasó la convalecencia en Kinross. Edward permaneció a su lado y dejó sus asuntos en manos de sus administradores. Un mes después de que hubiera nacido el bebé, al que llamaron Michael por el hermano de Isabella, regresaron a Alnwick.

Cuando se iban aproximando al castillo, la joven tuvo la extraña sensación de que iba a ocurrir algo. Edward iba montado al lado de su litera, y cada vez que miraba a su esposa y a su hijo había algo en su expresión que iba más allá de la cálida ternura que Isabella esperaba. El brillo de sus ojos resultaba al mismo tiempo misterioso y satisfecho; ella no podía descifrar su significado, pero sabía que su esposo guardaba un secreto.

Toda la familia los recibió a su llegada a la fortaleza. Isabella estaba exultante de alegría cuando Edward la ayudó a salir de la litera mientras que una niñera se encargaba del bebé. Los condes se apresuraron a ir a su lado, la abrazaron y le dijeron lo felices que estaban con que estuviera a salvo y de vuelta en casa. Luego, Riley, recién ordenado obispo de Ely, se acercó a ella y le susurró al oído que sería él quien bautizaría al niño y que nadie más disfrutaría de aquel honor. Jasper la besó fugazmente en los labios e Elizabeth gritó y chilló emocionada alrededor del recién nacido.

Y en medio de todo aquel alboroto, Isabella lloró, porque detrás de la familia de Edward estaban Edgar, Alexander y Davie.

Abrió los brazos y sus hermanos corrieron hacia ella gritando de alegría. Como era normal en ellos, se negaron a abrazarla. Edgar la levantó del suelo y le dio vueltas, Alexander le propinó un golpecito en el hombro y Davie exigió el derecho de coger al pequeño en brazos. Rodeada de los tres muchachos, que la sujetaban con tanto orgullo, Isabella miró a su esposo, le sonrió, y él le devolvió la sonrisa.

Isabella, agotada, se retiró sigilosamente a la habitación que compartía con Edward agradeciendo la oportunidad de estar un minuto a solas. A su mente volvían una y otra vez las imágenes de su familia y la de su esposo disfrutando y riendo durante la cena en el salón. Verdaderamente, había valido la pena volver a casa.

Dejó al bebé dormido en la cuna que había junto a la cama y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sentía invadida por el amor que sentía hacia su hijo y hacia su esposo.

Ahora sabía que la visita de sus hermanos significaba mucho más que una reunión familiar. Era muy consciente de lo paternal que era Edward con Edgar, Alexander y Davie, y se lo agradecía.

Aquel día su esposo le había transmitido un mensaje: Se tomaría como responsabilidad suya el bienestar de sus hermanos. Y Isabella supo entonces, sin que nadie se lo dijera, que realmente no había confiado en él y que llegaría el día en el que Edward cumpliría la promesa que le había hecho a Charlie; algún día subiría a Edgar al trono. No le cabía ninguna duda.

De pronto, al darse cuenta de que no estaba sola, se dio la vuelta y se quedó inmóvil.

Edward estaba en el umbral con una flor en la mano: una única rosa con poco tallo, roja y perfecta.

Isabella avanzó hacia su esposo, temerosa casi de tocar la flor, de tocarlo a él. Aquel hombre grande y poderoso ofreciéndole el regalo de una rosa roja era una visión demasiado hermosa.

—Edward —susurró.

Y esta vez el amor que sintió fue tan grande que le resultó incluso doloroso. Ahora comprendía que sin dolor no podría existir un amor tan inmenso y tan apasionado.

—No volverá a hacerte daño, mi amor. Le he quitado las espinas —musitó él con suavidad.

Sonriendo entre lágrimas, más allá de la emoción, Isabella estiró el brazo y aceptó la rosa sin sentir ni una sola espina.

—Siempre cumplo mi palabra —dijo Edward.

Ella se llevó la rosa al pecho.

—Lo sé.

—Mi intención es cumplir la promesa que le hice a tu padre, Isabella. Algún día Edgar será rey de Escocia.

—También lo sé —reconoció, echándose a llorar. Su esposo confiaba en ella, y eso era lo mejor que podía ofrecerle después del regalo de su amor; amor que le había estado entregando sin reservas desde que llegó a Kinross.

—Te pertenezco por entero, Isabella —aseguró Edward con solemnidad.

—Eso también lo sé —susurró ella. Poder, pureza, nobleza, pasión... La promesa de la rosa. Se puso de puntillas y lo besó—. Gracias, milord.

Él respondió abrazándola con fuerza.

FIN

Capítulo 28: Secuestro Capítulo 30: Adelanto

 
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