La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90617
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 5: ¿Quien eres?

Espero que os parezca interesante. besos

 

 

La gruesa puerta de madera del castillo de Liddel se abrió para dar paso a un grupo de hombres. Estaban empapados por la lluvia y cubiertos de barro, porque en el exterior se había desencadenado una tormenta feroz. El cielo estaba negro y el viento aullaba. Resonaban los truenos y los rayos iluminaban el cielo. La reina Renee estaba sentada al lado del fuego en el salón lleno de humo, inmóvil y desesperada. A los pies tenía su bordado sin terminar. Al escuchar un sonido en la entrada, se levantó de golpe.

—¿Hay noticias?

Charlie entró a la cabeza de los demás hombres y arrojó su manto empapado. El criado fue incapaz de agarrarlo antes de que cayera sobre los juncos embarrados del suelo.

—No la hemos encontrado, Renee —reconoció acercándose en dos zancadas a su esposa. Ella emitió un sonido aterrorizado y lo agarró de las manos.

Cuatro hombres, todos empapados y agotados, entraron en el salón detrás de él. Los tres hijos mayores de Charlie y Renee, excepto Tyler, el sacerdote, se estaban quitando las prendas de abrigo y se hacían con las tazas de vino caliente que los criados servían apresuradamente. El cuarto hombre se quedó quieto y observó fijamente el crepitar de las llamas en el hogar mientras se formaba un charco a sus pies. No hizo ningún amago de quitarse la capa empapada.

—¡Habéis encontrado algo! —gritó Renee agarrando la mano de Charlie—. ¿Qué me estás ocultando?

—Son sólo especulaciones. Nada más —respondió su esposo con gravedad.

Su sombría expresión le indicó a la reina que estaba furioso y que apenas podía contener la ira.

—¿De qué se trata? ¿Qué habéis encontrado? ¡Isabella no puede haber desaparecido sin más!

Erick se giró. Era alto y delgado, con las facciones muy marcadas, igual que su padre.

—Enséñaselo —le pidió a su padre—. Así podremos asegurarnos.

Michael, el hermano mayor, le agarró del brazo para obligarlo a darse de nuevo la vuelta.

—Deja a madre en paz —le advirtió—. No tiene sentido preocuparla aún más.

—Con esa actitud no llegarás a ninguna parte. —Erick frunció el ceño. Era un año más pequeño que Michael, y de todos ellos era el que más se parecía a Charlie—. ¿Quieres encontrar a Isabella o no?

—¡Por supuesto que sí!

—¡Ya basta! —gritó Renee, perdiendo por completo su habitual calma—. ¿Cómo os atrevéis a pelearos ahora? ¡Charlie! ¡Dímelo!

Su esposo le agarró las manos.

—Ayer vieron a una patrulla de normandos a menos de una milla de Liddel.

—¿Crees que...? —preguntó aterrorizada.

—Enséñaselo, padre —insistió Erick—. Pregúntale si es de Isabella.

Michael le dio un puñetazo a Erick en el hombro, pero éste era más fuerte y el golpe sólo le hizo tambalearse ligeramente. Edgar acudió al instante en ayuda de Michael, dispuesto a saltar sobre Erick, hasta que un grito de su padre detuvo la pelea.

Entonces, Charlie se sacó del cinturón un trozo de tela blanca y mojada. Michael emitió un sonido de protesta. Edgar, que apenas tenía un año más que Isabella, estaba pálido. Pero el rey ignoró a sus hijos y desenrolló con cuidado la tela mirando a su esposa.

—¿Podría ser esto un trozo de la camisola de Isabella?

Renee abrió los ojos de par en par y contuvo la respiración.

—¿Dónde lo habéis encontrado?

—En el lugar en que los normandos instalaron el campamento —respondió su esposo con gravedad.

La reina se tambaleó, pero Michael y su esposo la agarraron al mismo tiempo y consiguieron estabilizarla.

—No temas, madre —intentó tranquilizarla su hijo mayor. Pero tenía la mandíbula apretada—. La encontraremos y te la traeremos.

—Sólo tenemos que encontrar al hijo de perra que se la llevó —aseguró Edgar con voz sombría lanzándole una mirada rápida al hombre callado que seguía contemplando las llamas. Debido a la poca diferencia de edad que había entre ellos, Edgar era el hermano más cercano a Isabella. De niños eran inseparables. E incluso ahora, cuando Edgar no estaba luchando, era normal encontrarlo con su hermana.

—Si le han hecho daño...

—¡Los mataré a todos, hasta acabar con el último normando traicionero! —gimió Charlie—. ¡Acabaré con todos!

—Vayámonos ya, padre —le urgió Edgar. Sus ojos marrones brillaban con determinación—. Si cabalgamos toda la noche podemos estar en Alnwick al amanecer.

—¿Alnwick? —preguntó Renee—. ¿Eso no está en Masen?

—Esta mañana han visto sus tropas en la zona —respondió Charlie de malos modos—. Ha sido el cachorro bastardo. ¿Quién aparte de él se hubiera atrevido a raptar a nuestra hija?

En los últimos tiempos, Edward de Cullen se había convertido en la peor pesadilla del rey escocés.

Renee estaba pálida como una muerta.

—Mi pobre Isabella. Dios mío, protégela —gimió, rezando no por primera ni por última vez—. Por favor, que regrese a nosotros ilesa.

—¡Esto es culpa mía! —explotó de pronto el hombre que estaba delante de la chimenea, girándose para mirarlos. Su cabello negro ardía a la luz del fuego—. Si no me hubieran detenido habría estado con ella y no hubiera permitido que cayera en manos de Cullen.

La agonía que estaba pasando aquel joven se veía reflejada en las líneas de cansancio de su rostro. Renee se acercó rápidamente a él con la intención de consolarlo a pesar de su propio dolor.

—No es culpa tuya, Jacob. Isabella sabe que no debe vagar sola fuera de estos muros. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Le hemos dicho en numerosas ocasiones que debe comportarse como corresponde a una princesa y no a una huérfana. Si alguien tiene la culpa soy yo, por no haber conseguido domar su espíritu.

—No es culpa tuya, Renee —aseguró Charlie con un tono más suave—. La única culpable es Isabella, y cuando le ponga las manos encima no podrá sentarse en una semana. —Volvía a estar enfadado—. ¡Cómo puede haber sido tan estúpida! —Se giró para mirar a Jacob Black—. Y tú eres igual de culpable, por tentarla como hiciste para que acudiera a tu encuentro. Ya me encargaré de ti cuando haya lidiado con ella.

Jacob se mantuvo en silencio, pero apretó los labios en gesto tenso.

—Charlie, tenemos que saber con seguridad dónde está —sollozó Renee.

—No temas, madre —la consoló Michael tomándola de la mano—. Estamos seguros de que fue el heredero bastardo de Masen. Encontramos dos piezas más de lino antes de que oscureciera demasiado como para seguir la pista, y estaba claro que se dirigían hacia el noreste. ¿Quién aparte de Isabella sería tan astuta como para dejar esas pequeñas señales? Por lo menos, su ánimo permanece entero.

Renee se dejó caer en la silla. El corazón le latía con tanta fuerza que se sentía desvanecer.

—Tengo que mandar a buscar a Angela —murmuró refiriéndose a su hija menor, que era novicia en la abadía de Dunfermline—. ¡Necesito a Angela, Charlie!

Pero la dolorosa verdad era que necesitaba a Isabella. ¡Cómo necesitaba saber que su querida y obstinada Isabella se encontraba bien!

Su esposo la tomó de las manos.

—Enviaré esta noche a uno de mis hombres; estará aquí a tu lado por la mañana.

Renee lo miró con gratitud. Era un hombre duro, difícil incluso, pero ella sabía que no resultaba sencillo ser el rey de los escoceses. Nunca lo había culpado por sus errores. Y todavía no la había defraudado ni una sola vez durante su largo matrimonio. Sabía que Angela estaría con ella por la mañana, y si alguien podía rescatar a Isabella, ése era su esposo.

—¡Estamos perdiendo el tiempo! exclamó Edgar—. ¡Sabemos que fue de Cullen, así que vayamos a sitiarlo de inmediato!

—No seas estúpido —replicó Erick—. No podemos ver en la oscuridad. Y no hay que precipitar un asedio... si es que es necesario. —Su tono era escéptico.

—Tú dejarías que Isabella se pudriera allí, ¿verdad? —gritó Edgar.

—No he dicho eso —respondió el aludido con frialdad.

—Nadie va a dejar que Isabella se pudra —aseguró Michael dirigiéndole a Erick una mirada fría como el hielo.

—¡Ya basta! ¡No puedo soportar estas riñas! ¡Ahora no! —Todo el mundo se giró para mirar a Renee—. ¡Y tampoco habrá ninguna guerra! —exclamó poniéndose en pie.

Raramente daba órdenes, y nunca interfería en asuntos políticos, pero ahora temblaba con la fuerza de su determinación.

—Charlie, pagarás cualquier rescate que te exija ese Carlisle de Cullen ¡Debes hacerlo!

—No tienes de qué preocuparte —la tranquilizó su esposo—. Querida mía, ¿por qué no vas arriba a descansar?

Aunque Renee sabía que aquella noche no conseguiría dormir, estando Isabella desaparecida, asintió con la cabeza y obedeció. El silencio llenó la sala hasta que ella salió del salón.

—¿Qué tienes pensado hacer? —preguntó Michael con incomodidad.

Charlie esbozó una sonrisa feroz.

—Haré lo que hay que hacer, hijo mío. Escuchad con atención. Se puede sacar un beneficio de esto, y mi intención es conseguirlo.

Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer con ritmo constante sobre las almenas de Alnwick en el momento en que Isabella se detenía ante la puerta abierta de los aposentos del normando. No había considerado la posibilidad de negarse a su llamada, aunque estaba prácticamente paralizada por el miedo al pensar en lo que podría ocurrir. Él llevaba puestos únicamente sus calzones de lino, y verlo con tan poca ropa hizo que su pálido rostro ardiera con un súbito calor.

Él la miró sin expresión. El sonido de la lluvia, que ahora golpeaba con decisión sobre el tejado, llenaba el silencio de la estancia.

La joven, que estaba inmóvil en el umbral de la habitación, echó un rápido vistazo a su alrededor mientras el corazón le latía a un ritmo frenético. Había considerado la posibilidad de revelarle su identidad. A pesar del pánico creciente que sentía y de haber tenido menos de una hora para dilucidar su dilema, había repasado cuidadosamente las alternativas.

Hasta el momento en que había acudido a los aposentos de su enemigo, había albergado una pequeña esperanza de salir ilesa del encuentro. No aceptaría su propia ruina, al menos no de forma sumisa. Estaba decidida a no dar su brazo a torcer en la lucha que se avecinaba, una lucha en la que estaban en juego su virtud y su orgullo. Lucharía contra él. Si se mantenía firme en su determinación, negándose a que la sedujera como había estado a punto de ocurrir con anterioridad, y si el normando había dicho la verdad respecto a su aversión a la violencia, entonces no la violaría.

Pero cualquier esperanza que pudo haber tenido murió súbitamente. Al tenerlo delante, clavándole aquella mirada brillante, Isabella no lo creyó capaz de renunciar a poseerla y supo cuál sería su destino. Porque prefería aceptar su propia ruina, antes que revelarle su identidad y ofrecerle a su captor una ventaja sobre su padre.

En el exterior aullaba el viento y, por primera vez aquella noche, un trueno resonó directamente sobre sus cabezas. Isabella dio un respingo.

—¿Os ponen siempre así de nerviosa las tormentas? —preguntó Edward.

Ella lo miró y apretó la mandíbula. Una luz cruzó el cielo y, durante un instante, la completa oscuridad exterior se volvió blanca.

Sabía que la estaba observando. La joven hizo un esfuerzo por mantener la mirada en la ventana, contemplando la lluvia mientras caía en pesados torrentes de plata. No era una tarea fácil. La presencia de aquel hombre era abrumadora. Deslizó la vista hacia la cama con dosel y vio que él estaba en medio de la habitación. Las cortinas de la cama estaban descorridas y las pieles y las mantas dobladas a un lado.

La habitación parecía demasiado caldeada. Le estaba costando trabajo respirar con normalidad. A pesar de la inclemencia del tiempo, anheló que el fuego se extinguiera hasta convertirse en meras ascuas. Deseó que el hombre dejara de mirarla fijamente y poder hacer algo, cualquier cosa, para acabar con aquel tormento, con aquel suplicio.

Él, finalmente, se acercó a ella con lentitud, sin dar ninguna muestra de la impaciencia que su cuerpo debía estar sintiendo. El suelo de piedra estaba cubierto de gruesas alfombras y sus pies desnudos no hicieron ningún sonido. La guió hacia el interior del aposento sin que la joven opusiera resistencia y cerró la puerta tras ellos.

Isabella levantó la vista y lo miró con los ojos muy abiertos, temblando y sintiendo como si le hubiera cerrado la puerta a su destino. Y tal vez así había sido. El comportamiento de Edward indicaba que no había vuelta atrás. Decidida a permanecer callada el mismo tiempo que él, le mantuvo la mirada demostrándole su valentía.

Edward sonrió y Isabella se tambaleó hacia atrás. Él la sujetó sin dificultad. Pero en lugar de estabilizarla, la apoyó contra sí.

—No tienes que tenerme miedo —aseguró.

—No te tengo miedo... ¡Normando! —le espetó.

Pero ya estaba entre sus brazos. La calidez de su pecho le indicó que él también estaba sintiendo calor y, al sentir cómo su rígido miembro se apretaba contra su abdomen, Isabella intentó inútilmente apartarse de él.

—¿Acaso crees que llamarme normando es un insulto? —Parecía divertido.

—Bastardo —susurró ella cesando un instante el forcejeo. Estaba jadeando. Él era demasiado fuerte. Tal y como había imaginado, estaba perdida.

—Eso es cierto —murmuró Edward—. Me temo que no puedo cambiar las circunstancias de mi prematuro nacimiento. ¿De verdad pretendes insultarme con esas palabras?

—No, pero me vas a hacer daño, ¿verdad? No puedo esperar otra cosa de alguien como tú.

Él deslizó una de sus poderosas manos por la espalda femenina, lo que provocó que Isabella se estremeciera.

—Ahh, tienes miedo. Sé que es mucho pedir que confíes en mí. Pero no te haré daño; al menos no después de la primera vez. El cuerpo de la mujer está preparado para recibir a un hombre, incluso a uno como yo.

Los pechos de Isabella se alzaron y volvieron a bajar con fuerza. Su declaración evocaba el recuerdo de sus apasionadas caricias del día anterior... y una emoción que estaba decidida a negar. Lucharía contra él, porque, mártir o no, aquél era claramente su deber. Su voluntad debía ser más fuerte que su cuerpo. Debía serlo.

—Me... me defenderé —le advirtió entre dientes.

—No lo creo. —Su divertida sonrisa volvió a brillar—. Claro que, podemos terminar con nuestro dilema fácilmente. No tienes más que pronunciar dos palabras: el nombre y apellido de tu padre.

—¡No!

Isabella se agitó contra él y Edward la obligó a quedarse quieta al instante, agarrando el firme montículo de sus nalgas. Ella se quedó paralizada.

—¿Quieres que pongamos a prueba tu determinación? —le murmuró al oído.

La joven apenas era capaz de hablar, debido a la estratégica colocación de sus dedos.

—Acabemos... con... esto.

El normando permaneció inmóvil durante un instante.

—Una invitación que no puedo rechazar. ¿Significa eso que tienes intención de guardar tu secreto, que vas a entregar tu virginidad en lugar de tu identidad?

Isabella lo miró fijamente. Había detectado un cambio sutil en su tono de voz, que ya no parecía tan despreocupado; la tensión se palpaba bajo la superficie de sus palabras. Los ojos le brillaban más, las aletas de la nariz se movían, ahora la sujetaba con mayor fuerza, y la evidencia de su deseo seguía apoyándose con fuerza contra ella. Edward trataba de ocultarlo, pero en aquel momento no cabía lugar a duda respecto a la intensidad de su excitación. La joven asintió una vez con la cabeza. Era incapaz de hablar.

Él sonrió lentamente.

—Llegados a este punto, debo advertirte de que mi interés por la verdad ha disminuido. Si vas a hablar, hazlo ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Aturdida, la joven pensó que probablemente ya era demasiado tarde, y se dio cuenta de que, sin querer, sus manos reposaban sobre las caderas de Edward. Las encontró firmes y percibió su calidez incluso a través del delgado lino de sus calzones. Entonces, entendió el significado de sus palabras.

—No tengo nada que decir —aseguró con voz fría al tiempo que apartaba las manos con dificultad.

—¿De veras? —preguntó con la voz un tanto entrecortada, antes de alzar a la joven con sus manos.

Isabella se quedó inmóvil, sabiendo que debía hacer algún esfuerzo para resistirse. Pero sus miradas se cruzaron y su voluntad murió allí mismo. Para su asombro, se dio cuenta de que su cuerpo deseaba a aquel poderoso hombre y que se estaba agarrando a él en lugar apartarlo de sí.

Estaban a un paso de la cama. Sin sonreír, Edward la deslizó hasta el centro del colchón y Isabella se encontró tumbada de espaldas. Su mirada, como el resto de ella, estaba cautivada por la intensidad de la suya.

—Ésta es tu última oportunidad —dijo con voz ronca mientras apretaba los puños—. Pero no se te ocurra mentirme.

A la joven le costó trabajo recordar todo lo que estaba en juego.

—Soy... soy Marie Sinclair —susurró.

Edward curvó los labios y se inclinó sobre ella al tiempo que deslizaba la mirada por su rostro sonrojado, sus senos y sus esbeltas piernas.

—El tiempo de las palabras ha pasado ya.

Ella se agarró a la colcha de la cama. Había olvidado el calor sofocante de la habitación y dejado de escuchar el crepitar del fuego, un sonido que se entremezclaba con el de la lluvia, difuminándolo hacia la nada. Los relámpagos iluminaban el cielo de la noche que el normando tenía detrás, pero Isabella tampoco fue consciente de eso. Todos sus sentidos estaban concentrados en la imponente presencia masculina que se cernía sobre ella, y en el doloroso pulso de su propio cuerpo.

Edward se deslizó en la cama a su lado y la ayudó a sentarse con un movimiento firme pero suave. No se apresuró. Disimulaba muy bien cualquier urgencia que pudiera sentir. La joven emitió un sonido profundo desde la garganta, que se pareció sospechosamente a un gemido. Entrelazaron las miradas. Sin dejar de mirar sus ojos, él le deslizó con lentitud los velos que le había prestado Elizabeth, dejando libre su largo cabello castaño. Al normando le temblaron las manos mientras sus dedos acariciaron su melena hasta llegar a los rizos que tenía a la altura de las caderas.

Isabella, sin poder moverse, se preguntó si iba a besarla. Entonces, Edward sonrió, le rasgó la túnica y la dejó indefensa ante su mirada.

La joven gritó.

—Te tomaré desnuda —dijo mientras ella intentaba saltar de la cama.

La joven volvió a gritar, furiosa. Edward la agarró y esta vez la tiró sobre el colchón, apartando a un lado los restos de su ropa. Antes de que Isabella pudiera zafarse lo tenía encima, presionándola. Sólo un fino jirón de lino separaba la rigidez del deseo masculino de la suavidad que se ocultaba entre las piernas femeninas.

—¡Maldita seas!, ¿quién eres? ¡Me dirás la verdad, y me la dirás ahora mismo!

—¡Así que después de todo no voy a tener elección! —exclamó, rabiosa.

Él se rió. Cuando Isabella alzó los puños, la agarró de las muñecas y se las colocó por encima de la cabeza, sujetándola así a la cama. Edward le abrió las piernas con una rodilla, se colocó entre ellas y comenzó a incitarla con el roce de su cuerpo. Siguió haciéndolo hasta que su rabia se fue desvaneciendo, pero el pulso de la joven no disminuyó. Al contrario, se había acelerado desaforadamente, provocando que Isabella, indefensa, gimiera.

La firme boca de Edward se acercó todavía más a la suya, haciendo que su respiración le rozara la cara. Sus ojos brillaban ahora peligrosamente.

—Tu historia tiene cierta solidez —le dijo en voz baja—. Pero eso sólo demuestra que eres una mentirosa experimentada. Eso debo reconocértelo. Toda mi vida he estado rodeado de mentirosos y traidores, y he adquirido mucha práctica desenmascarándolos. No creo que seas la hija bastarda concebida en un corral del señor de Sinclair. Mi instinto me dice que eres mucho más de lo que aseguras. Dime de una vez cuál es tu nombre.

Isabella lo miró a los ojos. La estaba presionando más allá de su resistencia.

—Nunca.

Él se asombró. Aquélla era la primera vez que la joven admitía que estaba mintiendo, que no era Marie Sinclair, que había una verdad oculta. No cabía duda de que acababa de arrojar el guante.

El normando sonrió sin alegría y se deshizo de sus calzones. Al darse cuenta de lo que aquello significaba, Isabella gimió.

—Todavía tenemos que terminar con nuestro asunto. —Su expresión era dura, el sudor le perlaba los pómulos—. Escoge. O me dices tu identidad... o me entregas tu virginidad.

La joven no podía moverse, no podía hablar. Le estaba resultando extremadamente difícil entender sus palabras al sentirlo desnudo entre sus muslos. Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento y sus caderas se movieron involuntariamente, invitadoras.

Edward le cubrió un seno con la mano.

—¿Quién eres? —le susurró con voz ronca mientras la atravesaba con la mirada.

Ella hizo un esfuerzo por recuperar la cordura.

—¡Nunca lo sabrás! —exclamó en un susurro tan ronco como el de él.

La breve sonrisa que el normando le dirigió no mostraba ninguna alegría. Sin duda, aquello era un signo de peligro. La joven estaba rígida y paralizada. Todavía sonriendo, él inclinó muy despacio la cabeza y su lengua rozó su duro pezón. Ella se mordió el labio para no gritar. El normando le había soltado una mano y la joven la convirtió en un puño para evitar agarrarse a él, aferrarse a él. Un instante más tarde, Edward se introdujo todo su seno en la boca. Isabella se escuchó finalmente gritar.

Él levanto la cabeza. Tenía el rostro casi pegado al suyo.

—Dime quién eres, dímelo ahora. No tienes por qué pagar con tu virginidad. Y, créeme, estás peligrosamente cerca de perderla.

Isabella no podía responder. Estaba sintiendo un profundo placer... y una intensa necesidad. Había levantado el puño para apoyarlo lentamente sobre su hombro duro y desnudo, y, sin darse cuenta, abrió los dedos y los deslizó sobre su piel. Él se estremeció.

—¿Quién eres? —musitó con voz ronca y apenas audible. El brillo de sus ojos resultaba salvaje—. Dime quién eres.

Isabella no podía recordar quién era y emitía pequeños gemidos de placer. Lo miraba fijamente a los ojos, deseando que su boca se posara sobre la suya. Edward esbozó una sonrisa torcida y, sin dejar de observarla, le tocó un pecho con suavidad. Luego deslizó los dedos por su vientre y siguió bajando. La joven gritó al sentir que él apartaba con delicadeza los húmedos pliegues de su inocencia y que comenzaba a torturarla acariciando con el pulgar el centro de su placer. Abrumada, echó la cabeza hacia atrás y olvidó cualquier pensamiento coherente, mientras comenzaba a gemir sin saber lo que estaba haciendo.

—¡Dímelo antes de que sea demasiado tarde! —exigió él—. ¿Quién eres?

Ella haría cualquier cosa que le pidiera con tal de que la siguiera tocando.

—Marie —susurró.

—Dios —gritó él con voz quebrada.

Isabella también gritó al sentir que Edward había sustituido sus dedos por algo mucho más duro, que la atormentaba sin piedad. En algún momento le había soltado la otra mano y ella se aferró a él furiosamente.

—Marie —gimió él.

—¡Sí, por favor, Edward!

Sus miradas se cruzaron. La de él era dura, cargada de agonía y frustración. Se erguía sobre ella con el rostro casi pegado al suyo y los ojos ardiendo con la llama de un deseo incontenible, moviendo la punta roma de su poderoso miembro sobre su suave carne una y otra vez, como si también él estuviera indefenso ante la fuerza de su pasión. Isabella arqueó la espalda sin control, sollozando y susurrando su nombre.

—Que Dios me ayude —exclamó él antes de descender sobre su boca—. ¡Ya no me importa!

El femenino grito de euforia quedó cortado por el beso. Isabella se abrió a él sin reticencias, dejó que saqueara su boca, que la explorase, que no dejase un milímetro de piel por conocer, urgiéndolo a que la poseyera por completo. Edward emitió un sonido profundo y grave, y se colocó en posición para hacerla suya mientras la joven le rodeaba las caderas con las piernas y se arqueaba contra él.

—Por favor —gimió.

—Marie —susurró Edward estrechándola entre sus brazos y hundiéndose en su interior de un solo movimiento.

El dolor duró menos de un segundo, porque estaba tan húmeda y excitada que llegó casi al instante a un intenso y profundo éxtasis. Sus gritos de placer, tan antiguos como la noche, inundaron la habitación de piedra, al tiempo que salvajes estremecimientos se apoderaban de su cuerpo, dejándola prácticamente sin sentido.

Fue resurgiendo poco a poco. No tenía fuerzas y sentía las piernas pesadas; parecía como si la hubieran drogado.

Fuera había tormenta. El viento aullaba, la lluvia caía y cada poco tiempo los relámpagos iluminaban la noche y la habitación en la que estaban.

Fue entonces cuando Isabella fue de nuevo consciente de Edward. Sus cuerpos continuaban unidos, y él todavía estaba parcialmente erecto. Su mente confusa recuperó de pronto la lucidez suficiente como para sentirse dolorida y resentirse de la invasión del enorme cuerpo masculino dentro del suyo, mucho más pequeño. Y lo que era peor, mucho peor, tenía la lucidez suficiente para sentirse horrorizada.

¿Qué había hecho?

El normando se incorporó un tanto para apoyarse sobre un codo y sus miradas se cruzaron. Al ver el horror reflejado en los ojos femeninos, apretó la mandíbula. Pero antes de que Isabella pudiera apartarlo de sí, sintió cómo su enorme miembro volvía a cobrar vida dentro de ella, creciendo, hinchándose.

—Luego —dijo Edward con voz rota—. Luego puedes dedicarte a lamentarte.

La joven se puso tensa y abrió la boca para protestar, pero cuando los firmes labios masculinos cubrieron los suyos y él comenzó a mover las caderas, Isabella se supo perdida.

 


De regalo para que les vaya gustado la historia

Capítulo 4: Llegada al castillo Capítulo 6:

 
14444789 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios