La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 13: ¿hermano?

 

Durante un instante, Edward, al igual que ella, se quedó paralizado. El sonido de su mano golpeándole la cara parecía seguir retumbando por la estancia.

—Isabella. —Su incredulidad se había convertido en ira que le hizo avanzar hacia ella.

—¡No! —sollozó ella alzando las manos en un gesto de rechazo.

Edward se detuvo. Había notado su nerviosismo desde que entraron en el castillo y lo había sentido crecer. Lamentaba profundamente haber tenido que actuar como lo hizo delante del rey, pero, conociendo a Rufus como lo conocía, no tenía elección. Lo cierto era que no la culpaba por haberlo abofeteado.

—Deja que te explique mi comportamiento en los aposentos del rey.

—¡No! —Se apartó hasta que sus piernas chocaron con una de las tres camas de la habitación. Dio un respingo e inmediatamente se pegó a la pared, que era lo más lejos que podía estar de él.

—Isabella —dijo Edward forzándose a mantener la calma y hablándole como lo haría con alguien trastornado—. No podía mostrarle al rey lo complacido que estoy con nuestra próxima unión. Debes confiar en mí. En su momento te lo explicaré todo, cuando hayas asumido nuestra unión, cuando me seas leal.

—Nunca la asumiré... ¡Y nunca seré leal! —Edward se sobresaltó—. ¡Te odio! —Gritó Isabella dejándose arrastrar por otro sollozo—. ¡Dios mío, nos vamos a casar de verdad!

Edward la miró fijamente, preguntándose si se habría vuelto loca.

—Por supuesto que nos vamos a casar de verdad. Eso se decidió hace días.

Isabella gimió, lo que provocó que él se sintiera impotente. No comprendía nada.

—Estás fuera de ti. Cuando te calmes...

Su risa mezclada con lágrimas cortó su frase tranquilizadora.

—¡Por supuesto que estoy fuera de mí! ¿Puedes culparme por ello, normando? ¿Qué te parecería a ti estar aquí prisionero?

Él permaneció inmóvil, sin expresión, limitándose a apretar la mandíbula. La estancia quedó en silencio mientras Isabella lloraba sin hacer ruido.

—No estás prisionera —dijo finalmente Edward en tono duro—. Eres mi prometida y pronto serás mi esposa.

No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando ella se cubrió el rostro con las manos. Le temblaban los hombros, y esta vez, los sollozos resultaron perfectamente audibles.

Estaba claro que era la idea de casarse lo que le provocaba la histeria. Lo que no entendía era por qué tenía aquella crisis ahora y no antes, y sólo se le ocurría que la había desencadenado el hecho de que él la hubiera humillado delante del rey. Edward permanecía inmóvil sintiéndose culpable, no sólo por el ataque que le había provocado, sino porque la estaba obligando a unirse a él en contra de su voluntad. Aquel era un hecho que no podía seguir ignorando. ¿Era muy distinto a William Rufus?

De pronto, se sintió horrorizado de su propia conducta. Pero Rufus no le había ofrecido nada más que perversión, se recordó; había querido utilizarlo, abusar de él. Aun así, el paralelismo le paralizaba. Sin embargo, él también estaba indefenso, prisionero de su lujuria y ambición. No podía liberarla y no lo haría.

—No eres una prisionera —repitió sin saber si trataba de convencerla a ella o a sí mismo—. ¡Te vas a convertir en mi esposa! ¡Todo lo que es mío pasará a ser también tuyo!

Isabella dejó caer las manos. Tenía el rostro empapado en lágrimas y los ojos tenían le brillaban con rabia.

—¡No quiero nada de lo que tienes!

Sus palabras implicaban un doble sentido y el normando así lo entendió.

—No me obligues a probar la falsedad de lo que acabas de decir. —Edward se inclinó sobre ella casi sin darse cuenta—. No se puede decir que en la cama no quieras nada de mí.

—No, en la cama no... —reconoció, turbada—. Porque eres un diablo que me ha embrujado... ¡Pero en lo demás no estoy dispuesta a nada, y no permitiré nunca que te olvides de ello!

Edward no hubiera podido apartarse de ella aun de haber querido, aturdido como estaba por su odio.

—Poco dispuesta, desleal... Eso apenas importa —aseguró con gravedad. No habría vuelta atrás—. Nos casaremos tal y como tu padre y yo hemos planeado.

—¡No me hables de él! —exigió Isabella.

El normando tuvo entonces un ligero atisbo de lo que había provocado en ella semejante furia y se sintió consternado.

—Isabella, ¿estás enfadada con Charlie?

—¡Te odio! —gritó, apartándose de la pared y lanzándose sobre él. Sorprendido, Edward la sujetó mientras se tambaleaba hacia atrás. Isabella lo golpeó con los puños, provocando que su captor cayera en la cama tratando de abrazarla mientras ella seguía descargando su ira contra él. Rabiosa por no poder hacerle daño, curvó los dedos como si fueran garras. El normando dio un respingo cuando le hizo un fuerte arañazo a lo largo de la mejilla y no le quedó más remedio que empujarla. Se incorporó, se tocó el arañazo y sintió la textura de su propia sangre. Isabella se abrazó, haciéndose un ovillo y gimió.

Edward se olvidó de su pequeña herida. ¿Cómo no iba a acercarse a ella, a pesar de lo que Isabella sentía por él? Se sentó a su lado, la estrechó entre sus brazos y le acarició el cabello con ternura mientras ella lloraba sin control sobre su pecho. ¿Cómo podría consolarla? ¡Que Dios maldijera a Charlie Swan! Demonios, ¡que lo maldijera también a él!

Al darse cuenta de que la estaba abrazando, la joven se puso tensa, se levantó con rapidez y se apartó.

—¡Esto es culpa tuya!

Edward abrió la boca para defenderse, pero recordó que la había raptado y seducido y volvió a cerrarla al instante. Aunque se atreviera a defenderse, hacerlo sólo serviría para echar más culpa encima de su padre, algo que se resistía a hacer.

—¡Tú lo hiciste! ¡Te interpusiste entre nosotros! ¡Volviste a mi propio padre en mi contra! —gritó señalándole con un dedo tembloroso.

Edward se dio cuenta de que Isabella le odiaba. Él había esperado mucho más que un matrimonio resignado o incluso hostil. Había imaginado calor y apoyo, risas alegres y lealtad genuina. De pronto, sintió un dolor en el pecho. Por su prometida y por sí mismo.

Se puso lentamente en pie y, dándose cuenta de que tenía los puños apretados, hizo un esfuerzo para relajarlos.

—Lamento que me consideres culpable de todo este asunto —dijo con tirantez—. Pero tal vez tengas razón. Porque quiero casarme contigo... y lo haré, por mucho que me odies.

La joven ahogó un grito de desesperación.

A Edward le chirriaban los dientes por la tensión. Sin mirar atrás, abrió la puerta y desapareció en el pasillo.

En cuanto se hubo marchado, Isabella se desplomó en la cama. Era consciente de que no podía seguir llorando. El dolor latía dentro de ella. Quería golpear la cama, desgarrar las sábanas, desgarrarse a sí misma. Quería gritar contra toda aquella injusticia. Se sentía atrapada en medio de una maraña de ardides y maquinaciones.

Transcurrieron muchos minutos, minutos en los que se fue calmando y recuperando la cordura, minutos en los que dejó de pensar y se quedó entumecida. Pero poco a poco una sensación desagradable se fue apoderando de ella. Sentía que la estaban observando; que unos ojos fríos y llenos de odio la miraban.

Se giró, y para su consternación, se dio cuenta de que la mujer que estaba entre las sombras del umbral, observándola con auténtico placer, disfrutando de su angustia, era la última persona que deseaba ver. Se trataba de la hermosa mujer de cabello negro que había hablado de modo tan íntimo con Edward hacía apenas una hora; era su amante normanda, que la miraba sin disimular su desprecio.

—¡Así que vamos a compartir habitación!

La joven se incorporó y alzó la barbilla. Era muy consciente de su vulnerabilidad, de que aquella voluptuosa mujer la había sorprendido en un momento de extrema debilidad.

—Así es. —Su voz pausada trataba de no mostrar su disgusto.

La mujer entró en la habitación, paseándose tranquilamente por ella.

—Así que... te obligan a casarte con Edward.

—Al parecer sabes quién soy —respondió Isabella tensa. Sin sonreír, se puso en pie—. Pero tú no te has presentado todavía.

—Soy lady Denaly —le aclaró sonriendo con frialdad—. Tanya Denaly. La mujer con la que Edward se iba a casar.

Isabella no pudo evitar asombrarse. Había dado por sentado que Tanya era su amante por el modo en que tanto Edward como ella se habían comportado. Sabiendo eso, y también que Tanya pertenecía a la nobleza y era una gran heredera, en cierto modo se sintió en desventaja. Se dijo a sí misma que no importaba, que no eran rivales. Pero algo en su interior le advirtió a Isabella que aquella mujer era su enemiga.

—Sólo se casa contigo por la alianza que consigue —aseguró Tanya entornando los ojos, antes de cerrar la puerta y pasar una mano por su impresionante vestido turquesa a la altura de su voluptuosa cadera. Tenía una actitud provocativa; estaba marcando deliberadamente sus curvas frente al esbelto cuerpo de la escocesa.

—Del mismo modo que sólo se iba a casar contigo por tu riqueza —replicó Isabella.

Pero lo hizo en tono débil. La heredera de Essex correspondía a la descripción que el rey había dado del tipo de mujeres que le gustaban a Edward. Quizás incluso se estuviera refiriendo a Tanya Denaly cuando dijo que a su prometido le gustaban las mujeres con curvas. Por supuesto, a ella no le importaba. Lo odiaba por todo lo que había hecho.

—Por mi riqueza, sí, y por muchas más cosas —susurró Tanya.

Isabella se los imaginó fundidos en un tórrido abrazo y sintió que una marea de odio recorría su cuerpo en contra de esa mujer. ¿Cómo era posible? Tal y como Tanya había dicho, la obligaban a casarse con Edward, quien no sólo acababa de insultarla sino que había sido incapaz de defenderla públicamente. Y peor, mucho peor todavía: lo despreciaba por haber destruido su vida y su relación con su padre.

Y sin embargo, a pesar de todo, Isabella comenzó a recordar los momentos de intimidad que había compartido con Edward; momentos llenos de una descontrolada pasión. ¿Habría acariciado a aquella mujer como a ella?

Tanya dio un paso adelante hasta situarse frente a la escocesa, logrando que su estatura hiciera parecer a Isabella mucho más pequeña.

—Yo puedo ayudarte. —Tanya se giró bruscamente hacia la puerta, la abrió y miró a un lado y otro del pasillo. Nadie las estaba espiando. Volvió a cerrar la puerta y se apoyó contra ella. Tenía los ojos brillantes, como si fueran de ónice cubierto por el sol—. Yo puedo ayudarte —repitió en voz baja.

—No te entiendo —dijo Isabella con voz pausada. Pero lo cierto era que su mente se había puesto en funcionamiento e, increíblemente, comenzaba a comprender dónde quería llegar Tanya Denaly.

—Tú no deseas casarte con él. —La escocesa asintió con la cabeza sin dejar de mirarla y Tanya le dedicó una seductora sonrisa—. ¿Quieres escapar?

Isabella vaciló un instante. Dos imágenes compitieron frente a sus ojos el rostro de su padre, lleno de odio, y el de Edward, lleno de promesas Sacudiendo la cabeza, se liberó de aquella trampa.

—Sí.

—Entonces lo arreglaré.

Después de dejar a Isabella en la habitación que iba a compartir con otras damas, Edward bajó por las escaleras negándose a establecer contacto visual con nadie; no quería mantener ninguna conversación. Necesitaba desesperadamente aire fresco y pensar.

—¡Edward!

La voz de su hermano le obligó a detenerse. Se giró y vio a Riley cruzando el gran salón. Al parecer, acababa de salir de los aposentos del rey. Al acercarse, Edward vio que tenía la mandíbula apretada con tanta fuerza que se le marcaban los músculos.

—Me enteré de que habías llegado con la princesa —dijo cuando llegó hasta él.

Edward no quería hablar de Isabella, no en aquel momento, no después de que ella hubiera dejado claros cuáles eran sus sentimientos hacia él.

—Sí.

—¿Dónde vas?

—A cualquier sitio que no sea éste. Tal vez a montar un rato. ¿Quieres venir conmigo?

Riley soltó una carcajada breve y malhumorada.

—Al igual que tu, yo tampoco deseo permanecer en este lugar —afirmó. Sin embargo, cuando Edward hizo amago de marcharse, lo agarró del brazo, deteniéndolo—. ¿Has dejado a alguien vigilándola?

No había duda de a quién se refería. El normando se sonrojó. No era propio de él ser tan poco cauto.

—No.

Riley se dirigió a él en un susurro apresurado.

—El rumor de tu próxima boda ha corrido por la torre. Algunos están disgustados, y otros muchos asustados. Especialmente Denaly, Montgomery y Demetri. No puedes dejarla aquí sola sin vigilancia. No me cabe duda de que intentarán acabar con la alianza, ¿y qué mejor manera de hacerlo que dañando a tu prometida?

—O matándola. —Edward se enfureció consigo mismo por no haber pensado en la seguridad de Isabella—. Sé perfectamente de lo que hablas. No he venido con ella a la corte para divertirme, Riley.

—Vamos. —Su hermano lo tomó del brazo—. Cuando entré vi a Jasper abajo; él puede hacer guardia hasta que envíes a alguien más.

Bajaron las estrechas escaleras y encontraron a su hermano pequeño esperando en el salón de la planta baja junto con varios caballeros más del castillo, matando el tiempo como siempre hacía cuando no estaba en las zonas rurales aplastando rebeliones o luchando por su rey. Su rostro se iluminó al verlos, y luego se ensombreció cuando Edward hizo su petición.

—No temas —le dijo a su hermano mayor—. Me quedaré en su puerta hasta que regreses. Lo cierto es que odio estar en la corte. Prefiero mil veces la batalla.

—Todavía es muy joven —comentó Edward, una vez que Riley y él salieron del castillo—. Dentro de pocos años se cansará de la guerra.

El rostro del archidiácono se oscureció.

—Me temo que mi batalla no ha hecho más que empezar.

Se detuvieron en el amplio espacio que había frente al castillo, ignorando a los sirvientes y a los caballeros y cortesanos que iban y venían a su alrededor.

—¿Qué ha ocurrido?

—Rufus requirió mi presencia aquí, como sabes. Pero cuando llegué tardó tres días enteros en recibirme. —Los ojos Verdes de Riley brillaron con la dureza del zafiro—. ¡Se divierte jugando con sus vasallos, abusando de su poder!

—¿Te has reunido finalmente con él?

—Acabo de dejarlo. —El archidiácono lo miró con intensidad—. Se ha pasado media hora echando pestes del arzobispo Anselm. Parece que después de que Rufus se recuperara de su encuentro con la muerte tuvieron una gran discusión. Yo sospechaba que Anselm era un fanático y sus acciones me han demostrado que mis sospechas eran correctas.

—¿Puedo preguntar por qué discutieron?

Riley soltó una risa sin atisbo de humor.

—Por una parte mínima de la ceremonia de ordenación, una parte que el rey reclama como suya por derecho, y la Iglesia, por supuesto, no está dispuesta a ceder.

—¿Y qué ocurrió cuando terminó de criticar a Anselm?

—Tal y como yo esperaba, quería saber con exactitud cuántos caballeros le debe la sede de Canterbury a la corona.

—¿Te dijo por qué?

—No, pero dio a entender que pronto necesitaría recurrir a sus vasallos. —Riley compuso una mueca—. Rufus me ha dicho que si Anselm se niega a proporcionarle los caballeros, espera que sea yo quien lo haga.

Edward lo miró mientras asimilaba la importancia de la frase de su hermano.

—Dime, Riley, ¿A quién desafiarías? —le preguntó finalmente—. ¿A tu arzobispo o a tu rey?

El archidiácono clavó sus ojos increíblemente azules en el lejano horizonte, como si buscara una respuesta de Dios.

—No lo sé.

Edward guardó silencio. Entendía a la perfección a su hermano, cuyas batallas eran tan importantes e interminables como las suyas propias.

—No puede estar pensando en ir ahora a Normandía —comentó el archidiácono, vacilante. Edward lo miró mientras una extraña premonición lo atravesaba, congelándolo hasta los huesos—. Sus relaciones con su hermano Robert son buenas en este momento. Tengo la sensación, hermano, de que a pesar de tu matrimonio con la princesa escocesa, Rufus pretende llevar a cabo una traición. Creo que todavía podría invadir Swanter. —Riley le puso la mano en el hombro—. Si eso ocurriera, no sería fácil para Isabella y para ti —terminó con cariño.

Edward no podía hablar. Las palabras de su hermano le habían resultado devastadoras. Si Rufus reunía a sus vasallos para invadir Swanter, también convocaría a Edward. Isabella lo odiaba y su matrimonio contaba con pocas posibilidades de ser algo más que una tregua llena de hostilidad. Si Inglaterra invadía Swanter, cualquier posibilidad de felicidad que tuvieran se desvanecería al primer golpe de espada.

Isabella sabía que no debía ser cobarde. El desdén público de Rufus la había sorprendido, pero tras haber tenido tiempo para pensarlo, suponía que tenía que ver con el disgusto que le provocaba su padre y su preferencia por los muchachos. Ahora estaba preparada, y esta vez no parecería una retrasada.

Edward llegó justo a tiempo para acompañarla a cenar y apenas intercambiaron unas frases de cortesía. Justo antes de que llegaran al piso de abajo, la escocesa sintió que parte de su valor se evaporaba. Escuchaba voces masculinas elevarse en conversaciones de borrachos y risas ásperas, y todas las historias que había oído sobre la decadencia en la corte de Rufus le vinieron a la mente. La bebida y el libertinaje eran las bases de la rutina diaria.

De pronto se sintió terriblemente sola. No se dio cuenta de que se había detenido, y dio un respingo cuando Edward le puso la mano en la cintura. Sus miradas se cruzaron durante un instante, pero ella apartó rápidamente la vista, preguntándose qué haría él si conociera su plan de huida instigado por Tanya Denaly.

En el gran salón estaban presentes aproximadamente cien damas y caballeros cenando con el rey. La mesa estaba repleta de comida y bebida, y detrás de los comensales había bufones embriagándose y trovadores cantando. Edward la guió hacia el extremo de la mesa, en dirección al estrado en el que estaba sentado el rey.

Rufus estaba riendo, pero al verlos, su sonrisa se desvaneció y se quedó mirando fijamente a Edward. Isabella se sintió forzada observar el rostro de su prometido. Resultaba inexpresivo, imposible de leer.

—¡Vamos, siéntate conmigo! —gritó Rufus con una sonrisa—. Todavía no hemos terminado nuestra conversación, querido Edward.

La pareja obedeció y ocuparon sus asientos como invitados de honor en lo alto del estrado. El monarca estaba a la izquierda de Isabella. Ella lo odiaba tanto que estaba rígida por la tensión, aunque sabía que debía disimular sus sentimientos. Lo último que le convenía hacer era enfadar al rey de Inglaterra cuando era prácticamente una prisionera en su castillo.

Edward se sentó a su derecha. No le había dicho nada desde que la acompañó a la mesa, y ahora comenzó a responder a las amables preguntas del rey. Sus cuerpos se rozaban y sus muslos la apretaban desde la rodilla hasta la cadera. La escocesa no quería nada con él, pero la mesa estaba abarrotada y no podría desembarazarse de la proximidad de su prometido hasta que hubiera terminado la comida.

De pronto fue consciente de que muchas miradas ávidas y curiosas se dirigían hacia ella y le ardieron las mejillas. Los cortesanos sentían curiosidad por ella. No era ninguna invitada de honor y todo el mundo lo sabía, pensó con amargura. Era una prisionera y una pagana escocesa. Los señores normandos y sus damas la miraban como si tuviera escamas y despidiera fuego por la boca.

Entonces Isabella se fijó en Tanya Denaly. Estaba sentada justo debajo del estrado ignorando su presencia, aunque con frecuencia posaba su sensual mirada en Edward. Al recordar su plan, cuyos detalles todavía tenían que ajustar, la escocesa se sintió incómoda. Porque si todo salía bien, Tanya se convertiría algún día en la esposa de Edward.

La heredera de Essex estaba sentada entre dos hombres que Isabella recordaba haber visto con anterioridad; estaban presentes en los aposentos del rey cuando ella sufrió aquella humillante entrevista. Uno de ellos era alto y de cabello castaño claro, y por alguna razón, a la escocesa le resultaba extrañamente familiar aunque estaba segura de no conocerlo.

Edward seguía sin hablarle mientras el rey se explayaba sobre ciertas dificultades que tenía en Kent. Isabella no le escuchaba. No le importaba lo más mínimo. Mientras atendía atentamente lo que Rufus decía, Edward le ofreció su vino. Pero la joven no podía beber. Sólo deseaba estar en cualquier lugar que no fuera aquél y que terminara aquella maldita comida.

—¿No os complace la corte de mi hermano, princesa?

Isabella fijó la atención en el príncipe Henry, que estaba sentado al otro lado de Rufus, sonriéndole. Le recordó a un perezoso lobo que saltaría sin previo aviso sobre su desventurada víctima.

—Por supuesto que me complace, milord —aseguró sonriendo forzada—. ¿Cómo no iba a ser así? Estoy aquí con mi prometido y su majestad me honra. Lo cierto es que me siento abrumada.

Su tono parecía casi sincero, pero sus ojos desmentían sus palabras. La sonrisa del príncipe Henry se desvaneció. Había captado su sarcasmo, que era precisamente lo que la escocesa pretendía. Por desgracia, Edward no estaba tan enfrascado en su conversación con el rey como ella pensaba, y también lo había oído. Para él, su ironía era evidente. Puso una mano cálida sobre la de ella y, a cambio, Isabella lo miró con ojos inocentes y una dulce sonrisa.

—¿Y qué os parece Londres? —preguntó Henry con un brillo inquisidor en su mirada.

—Es una ciudad enorme, ¿cómo no iba a impresionarme? Lo cierto es que los normandos sois sorprendentes. Vuestras hazañas maravillan. Todas ellas. —Isabella no pudo contenerse—. Después de todo, se necesita un gran coraje para obligar a una prisionera escocesa a ir al altar, ¿verdad?

Edward se quedó paralizado, al igual que Henry. Isabella tembló porque había conseguido enfurecer a su prometido. En cambio, el príncipe parecía divertido.

—Supongo que el coraje tiene poco que ver con esto. —Henry bajó los párpados. Cuando los volvió a alzar, sonreía de nuevo y Isabella se puso tensa—. ¿No queréis conocer a vuestro querido hermano, princesa? —preguntó arrastrando las palabras.

—¿Mi hermano? —En un instante él había hecho añicos su compostura.

—Disculpad, ¡qué confusión! Vuestro hermanastro, el querido amigo de mi hermano, Demetri. —Henry se rió y señaló hacia el caballero de cabello castaño claro que estaba sentado al lado de Tanya, el hombre que le había resultado en cierto modo tan familiar.

Isabella dio un respingo. ¡Por supuesto, Demetri estaba en la corte! Había llegado allí como prisionero muchos años atrás. Era el hijo mayor de su padre, nacido de su primer matrimonio. De hecho, era casi de la misma edad que Rufus y sin duda habría crecido con él, lo que explicaría que se hubieran hechos tan buenos amigos y que hubiera sido uno de los tres cortesanos que estaban con el rey aquella tarde. Isabella sintió una oleada de emoción. Ya no estaba sola.

—Por fin nos conocemos. —Demetri se levantó y le dirigió una leve reverencia—. Estoy abrumado por la emoción, hermana.

Entonces la joven sí lo reconoció. Tenía los rasgos de su padre y también los mismos ojos. Aunque sus palabras y su tono le resultaron en cierto modo irónicos, su sonrisa parecía sincera. Isabella sonrió a su vez. Tenía un verdadero aliado en la corte, uno real en medio de tantos enemigos: su casi olvidado hermanastro.

—Ven, hermana, y deja que te bese —le pidió estirando los brazos y acercándose al estrado.

Llevaba mucho rato observándola. A Isabella le habían asignado un puesto de honor en el estrado entre Edward de Cullen y el rey. Horas antes, le había parecido desaliñada por el largo viaje, pero ahora llevaba puestas sus mejores galas en un ostentoso despliegue de realeza y poder. El vestido dorado con pasamanería verde azulada en el bajo y las mangas se ajustaba a la perfección a su figura, y el pesado cinto de oro y joyas junto con los zafiros de la tiara proclamaban su estatus y su riqueza. Nadie podía poner en duda que era una auténtica princesa.

Sin embargo, no creía que Edward de Cullen estuviera precisamente complacido con ella. Parecía que lo odiaba tanto a él como a la torre. No podía ocultar su disgusto, y su inteligencia resultaba evidente así como su temerario coraje. Sí, era digna hija de Charlie en su comportamiento aunque no en su aspecto. Era la viva imagen de la reina Renee.

Rufus la había llamado masculina. No era cierto; una mujer tan hermosa no podría considerarse nunca masculina. Y dudaba mucho que su prometido la viera de aquel modo.

Edward había estado escuchando al rey durante toda la noche, hablando cuando era necesario y sin sonreír una sola vez. Pero a Rufus no le importaba. Estaba más animado que nunca; jamás había estado de tan buen humor y apenas había bebido.

Cuando su mirada se cruzó con la de su futuro cuñado, Demetri desvió la vista al sentir un escalofrío de miedo. Siempre lo había odiado y, aunque se llevaban diez años, se conocían muy bien el uno al otro. El escocés siempre había sentido celos de su coraje y valentía. Ahora, al verlo sentado en el lugar que Demetri solía ocupar en el estrado, sintió algo más que celos. Se sintió amenazado. Se dijo a sí mismo que Edward de Cullen no se quedaría mucho tiempo en la corte, pero eso no lo tranquilizó. Faltaban tres semanas para los esponsales, y eso era mucho tiempo.

También le molestaba que de Cullen nunca hubiera intentado ocultar el desprecio que sentía por él. Hasta el momento, Demetri no sabía si aquel desprecio se debía al hecho de que compartía las preferencias sexuales de Rufus por los niños o a sus maquinaciones políticas. Siempre había sospechado que Edward sabía que él siempre haría lo que fuera necesario para conseguir sus ambiciosos objetivos. Ahora, el miedo que de Cullen despertaba en él aumentó su ira. Pero no lo odiaba tanto como a su prometida, porque Isabella era de su sangre.

Demetri no pudo evitar volver a observar a su hermanastra. Ella había crecido al calor de su familia, como debería haberlo hecho él. No podía mirarla sin pensar en su padre, a quien despreciaba más que a nadie. El ilustre Charlie Swan. El heroico rey escocés. El padre que había entregado a su hijo mayor como rehén a William el Conquistador por su propio bien y que después había procedido a violar una y otra vez su juramento sin importarle que eso supusiera poner en peligro a su hijo. Si Demetri había sobrevivido se debía sólo a su propia sagacidad, de la que dio muestra ya de niño.

Pero los días de gloria de Charlie estaban contados. Tenía ya muchos años, y algún día no muy lejano, Demetri confiaba en que subestimara a alguno de sus enemigos y sucumbiera ante un golpe fatal. Entonces el trono de Escocia estaría listo para el asalto, y Demetri tenía la intención de ser quien lo asaltara.

No permitiría que nadie se interpusiera en su camino, y menos que nadie su hermana y su esposo. Masen se había mantenido siempre fiel a la corona; su ayuda había sido decisiva para aplastar rebeliones, y nunca antes se había aliado con Escocia. Sin embargo, Demetri era lo suficientemente astuto como para vislumbrar posibilidades que iban en contra de sus ambiciones. Tal vez Masen se mantuviera firme en su apoyo a William Rufus. Pero, ¿y si no fuera así? La tremenda ambición de los de Cullen era bien conocida. ¿Y si decidían apoyar al sucesor que había escogido Charlie, su hijo Michael, o intentaban conseguir el trono para uno de los suyos? El hijo todavía no nacido de Isabella tenía tanto derecho a reclamar Escocia como cualquier pariente de Charlie.

No cabía duda de que aquel matrimonio tendría lugar en un plazo de tres semanas, a menos, por supuesto, que ocurriera un accidente.

Capítulo 12: Actuación Capítulo 14: NOTA

 
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