La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 18: Una boda y ¿una espía?

Un nuevo capítulo espero k os guste, dejen sus votos y comentarios. Besos

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—¿Pretendes robarme a mi prometida, Black?

—No sería tu prometida si no la hubieras raptado y violado, de Cullen —repuso el aludido cuadrando los hombros.

Isabella dio un respingo. Estaba tan pálida como Jacob, esperando a que Edward expusiera cruelmente la verdad de su propia participación en su seducción.

—Eso forma parte del pasado. —Sonrió sin asomo de humor—. Y mañana será mi esposa. Así que hazte a la idea, Black. Isabella es mía.

La joven sintió un gran alivio al ver que Edward le había ahorrado aquella humillación. Decidió no intervenir, algo que al instante demostró ser un error.

—Puedes hacerla tuya, de Cullen, pero no puedes borrar lo que ella y yo compartimos —afirmó con los ojos brillantes.

Edward se quedó quieto mientras una sombra oscura atravesaba sus ojos.

—¿Y qué habéis compartido, Black?

El escocés sonrió, y ahora le tocó el turno a él de mostrarse frío, triunfante incluso.

—Amor.

Isabella cerró los ojos y contuvo un gemido. El corazón le dolió por Jacob. Todavía la amaba y creía que era correspondido. Se sintió consternada. Debería haberle dicho claramente que su corazón pertenecía ahora a otro. Temía la respuesta de Edward, que sin duda mostraría una furia incontrolable.

Pero, sorprendiéndola, se limitó a reírse y a encogerse de hombros.

—El amor es para estúpidos como tú, muchacho, no para hombres como yo. —Se giró hacia su prometida con una mirada glacial—. Es hora de que regresemos a casa, princesa.

Isabella sabía que estaba enfadado con ella a pesar de que no había hecho nada por provocarlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas tanto por la injusticia como por el pobre Jacob, al que le tocó el brazo.

—Edward y yo nos casaremos mañana, tal y como han acordado nuestros padres. Por favor, danos tu bendición.

El escocés la miró a los ojos, comunicándose con ella en silencio, suplicándole. A Isabella se le encogió el corazón. Todavía confiaba en convencerla para que accediera a aquella locura de fugarse.

—¿Jacob?

—No me pidas algo imposible, Isabella —dijo tenso antes de apretar los puños y darse la vuelta para marcharse.

Edward la agarró del brazo.

—Debes sentirte abrumada en este momento.

—Edward...

—¿Qué vas a decirme ahora para tranquilizarme, princesa? —le preguntó con amargura—. ¿Que no lo amas? No te engañes a ti misma. Tal vez lo ames. No me importa siempre y cuando vivas en mi castillo, calientes mi cama y críes a mis hijos.

Isabella sintió deseos de gritar. Edward no había entendido nada.

Era un día precioso para casarse.

Los cielos se habían aclarado dando paso a un sol invernal, y el frío de la semana anterior había disminuido. El día era cálido y soleado aunque Isabella apenas lo notó. Estaba consumida por un nerviosismo que llevaba arrastrando desde la noche anterior. Pronto llevaría el anillo de Edward de Cullen, convirtiéndose en su fiel esposa. Lo estaba deseando, pero no podía evitar sentir miedo. Estaba a punto de casarse con el peor enemigo de su familia. Cuando se unieran, su alianza no podría romperse bajo cualquier circunstancia y permanecerían juntos hasta que la muerte los separara. Pero si en el futuro tuviera lugar una guerra, ¿cómo sobrevivirían?

La misa estaba resultando interminable, sin embargo, Isabella, que estaba familiarizada con la ceremonia, apenas le prestaba atención al arzobispo Anselm, que se estaba dirigiendo a la congregación. Tanto ella como Edward estaban arrodillados frente al altar. Él estaba rígido como una estatua; no se había movido desde que se hincó de rodillas en el suelo. Y ahora, mientras Isabella ladeaba ligeramente el rostro para observar su duro perfil al tiempo que inclinaba la cabeza, tampoco se movió. No la había mirado desde que la joven cruzara el pasillo escoltada por su padre.

Todavía estaba enfadado con ella por la conversación que había mantenido con Jacob, a pesar de que si la hubiera escuchado en su totalidad, sabría que se había negado a fugarse con el escocés. Edward apenas le había dirigido la palabra desde que el día anterior la acompañara de vuelta a Greystone. Superarían aquel pequeño conflicto, por supuesto, pero era desagradable comenzar de aquel modo la vida de casados, con un novio distante y frío y la amenaza de una guerra interminable.

Cuando el arzobispo les pidió que se pusieran en pie y se tomaran de la mano, la joven regresó a la realidad. Tenía las rodillas temblorosas y agradeció la fuerza de Edward para ayudarla a incorporarse. Trató de mirarlo a los ojos y finalmente obtuvo recompensa. Tal vez Edward estuviera experimentando una oleada de celos enfermizos, pero cuando sus miradas se cruzaron algo salvaje y poderoso vibró entre ellos. En ese momento, Isabella tuvo la imperiosa necesidad de decirle que le haría feliz, que siempre le sería fiel. Sin embargo, los ojos de Edward tenían un brillo letal. A la joven se le encogió el corazón. Daría la mano derecha por que confiara plenamente en ella y la amara del mismo modo.

Pronunciaron sus votos y, su ya esposo, le puso finalmente el anillo en el dedo corazón. El arzobispo los bendijo con una sonrisa y Edward se inclinó para besarla. Isabella, anhelante se acercó a él cuando sus labios se rozaron. Pero el normando se retiró al instante, lo que provocó que Isabella, que estaba de puntillas, se tambaleara.

Edward la sujetó y ella se sonrojó. Los ojos masculinos parecían mucho más cálidos.

—Me complace que te gusten tanto mis besos —murmuró—. Habrá mucho tiempo para ellos en el transcurso de nuestra vida.

Isabella le sostuvo la mirada con el pulso acelerado por la emoción. Finalmente, recorrieron juntos el largo pasillo de la catedral mientras la multitud, compuesta por nobles normandos e ingleses, los aclamaba. Cuando salieron de la iglesia cayeron sobre ellos semillas de centeno. Isabella se rió, exultante y, para su sorpresa, cuando la lluvia de semillas se convirtió en torrente, su esposo también se rió.

—Con tanta semilla, estoy seguro de fundaremos una larga estirpe —comentó sin soltarle la mano.

Isabella dejó de reírse. Aquella genuina alegría había alegrado el rostro taciturno de su esposo, provocando que a ella le latiera el corazón sin control.

—Eso espero, milord —dijo muy seria. Edward también dejó de sonreír y la expresión de Isabella se volvió traviesa—. Después de todo, mi madre ha tenido seis hijos y dos hijas. ¿Te conformarías con ese número?

—Dame un hijo, Isabella, sólo un hijo y te concederé el mayor deseo de tu corazón —le prometió su esposo con voz ronca.

El banquete de bodas se iba a celebrar en el gran salón de la torre. La estancia estaba tan llena de nobles que hacía un calor asfixiante. Isabella y Edward se sentaron solos en el estrado que habían erigido para el acontecimiento. El rey Rufus estaba justo debajo de ellos, a un lado de la mesa de caballete. Los de Masen se hallaban al otro lado y Charlie estaba sentado justo detrás de ellos. Era un insulto deliberado.

Riley no tenía apetito. Se preguntó por qué el rey humillaba y provocaba de aquella forma al padre de la novia. Por suerte Charlie no llevaba armas y no se atrevería a dar rienda suelta a su rabia. Además, era demasiado tarde para impedir aquella unión. Pero no para que la alianza se resintiera, pensó con gravedad, consciente de que en cuestión de pocos días atacarían Swanter.

El archidiácono se levantó abruptamente de su sitio ignorando la mirada inquisidora de su padre. No quería seguir viendo cómo los novios se daban de comer el uno al otro y se miraban con ojos llenos de deseo. No estaba celoso. Pero tenía envidia y no tenía derecho a experimentar semejante sentimiento. ¿Acaso no había escogido libremente su camino?

Pasó por el medio de los bufones y las bailarinas que estaban actuando, y casi se tropezó con un perro de circo. Por último, encontró una esquina milagrosamente vacía, apoyó el hombro contra la pared e, incapaz de contenerse, dirigió de nuevo la mirada hacia la pareja de recién casados que estaba en el estrado. Edward le susurraba algo al oído a Isabella. Ella se sonrojó y le dedicó a su esposo una mirada llena de amor.

De pronto sintió un dolor en el pecho. ¿Cómo sería tener una esposa así? Apartó la vista, enfadado consigo mismo, y observó a las bailarinas. Su intención era seducir y provocar. Riley las encontraba atractivas, como le sucedería a cualquier hombre; iban ligeras de ropa, tenían la piel bronceada y un aspecto exótico. Justo entonces vio cómo Tanya Denaly se levantaba del asiento y su interés por el espectáculo se desvaneció. La heredera de Essex se abrió paso entre la gente y la perdió de vista durante un instante.

Una única tarde no podía compensar tantos meses de abstinencia. Pero si se atreviera a identificar parte de la angustia que sentía, Riley se daría cuenta de que la herida que le había quedado tras su encuentro amoroso no podría sanarse nunca con satisfacción sexual; necesitaba algo más. No se odiaba a sí mismo, pero se despreciaba. Los apetitos de su cuerpo seguían siendo más poderosos que su inclinación a la santidad. Pero, ¿acaso no había sido siempre así?

Se había enclaustrado con los monjes de San Agustín de los trece a los dieciséis años. Y, como novicio, había jurado, entre otros muchos, voto de castidad. Pero había sido un joven de sangre caliente y le había resultado imposible mantener sus votos. Por suerte no había oportunidad de perseguir al bello sexo dentro de un monasterio, pero había otras formas de satisfacerse. La culpa le había supuesto una pesada carga que soportar, y Riley siempre sospechó que su mentor era consciente de sus excursiones nocturnas. Pero Lanfranc nunca perdió la fe en él, y el propio Riley tampoco. Ahora tenía la determinación de un hombre y era mucho más fuerte que de adolescente. Se abstenía durante largos periodos de tiempo, hasta que la llamada de la carne se anteponía a sus nobles intenciones. Por eso no se había ordenado todavía. La mayor parte de los archidiáconos se ordenaban sacerdotes y, por supuesto, la totalidad de los obispos, aunque la ordenación no fuera más que un espectáculo ceremonial.

Cuando llegara aquel instante, alcanzaría su mayor ambición en la vida y no habría vuelta atrás. Había evitado la ordenación porque sabía que si juraba ante Dios lo que se esperaba de él, si se convertía en uno de los representantes de Dios en la tierra, nunca traicionaría aquellos votos.

A diferencia de otros clérigos que hacían promesas que luego rompían incluso al instante, él no podría. Pero no podía evitar sentir que todavía no estaba preparado para dar el paso final. Tal vez no lo estuviera nunca. O tal vez le diera miedo pronunciar aquellos votos, fallarle tanto a Dios como a sí mismo.

Y Riley, al igual que todos los de Cullen, no podía soportar el fracaso. Era algo inaceptable, imposible.

De pronto fue consciente de que Tanya estaba saliendo del salón. Su primer instinto fue regresar a la mesa. Pero estaba sufriendo; sentía un inexplicable dolor en el pecho que se mezclaba con el deseo que sentía por ella y no pudo evitar seguirla.

No tuvo que ir muy lejos; la encontró en la planta que había debajo del salón mirando por la ventana. Le temblaban los hombros. El archidiácono se sobresaltó al darse cuenta de que estaba llorando y se acercó, rozándola casi.

—¿Lady Denaly?

Ella dio un respingo. Cuando lo vio, batió rápidamente sus largas y negras pestañas. A Riley le sorprendió ver sus facciones devastadas por las lágrimas.

—¡Me has asustado!

—No era mi intención. —Estuvo a punto de pasarle el dedo por la mejilla húmeda, pero Tanya se apartó antes de que pudiera hacerlo—. ¿Por qué lloras? —le preguntó, entendiendo a la perfección que odiara que la vieran en aquel momento de debilidad.

—¡El rey me entrega a Henry Ferrars! —exclamó sin dejar de llorar.

Riley vaciló, y luego, al comprobar que su disgusto era real, la estrechó entre sus brazos. Era muy consciente de que Ferrars, gran soldado y al que le había correspondido una gran propiedad en Tutberry por su lealtad, no era comparable con Edward.

—Es un buen hombre, Tanya. Imagino que está enamorado de ti... o lo estará muy pronto. —La sujetaba con extremo cuidado, ya que no estaba acostumbrado a consolar a nadie.

Tanya se echó hacia atrás para mirarlo con sorpresa e indignación.

—¡No me importa lo que él sienta! El rey me ha insultado por culpa de mi maldito hermano Marcus! ¡Y Edward y Isabella están haciéndome quedar como una estúpida con su abierta demostración de amor!

—Lady Denaly —dijo Riley intentando por todos lo medios que su cuerpo resistiera la tentación—, nadie se reiría nunca de ü.

Ella no se movió. En aquel instante su atención cambió de objeto, dándose cuenta de la creciente lujuria de Riley.

—Me has estado evitando —susurró colocándole las manos en los hombros.

—Sí, así es.

—¿Por qué?

—No lo entenderías.

Riley se alegró y lamentó al mismo tiempo de haberla tocado, consciente de que estaba a punto de rendirse a su seducción. ¿Cómo iba a sobrevivir a aquella batalla que llevaba librando toda su vida para ganar el control de su propia alma? Si albergara la más mínima santidad en su interior se apartaría. Pero no se movió.

Tanya se aferró con fuerza a los hombros masculinos.

—¿Por qué eres tan amable conmigo?

—Estás disgustada.

Ella parpadeó y dio la impresión de que los ojos se le llenaban de más lágrimas.

—Nadie ha sido amable conmigo en toda mi vida. ¿No es gracioso?

—Estás exagerando, lady Denaly.

—No —dijo negando salvajemente con la cabeza—. Mis padres se mostraban indiferentes ante mí porque no era el niño que tan fervientemente deseaban. Mi padre murió cuando yo todavía no andaba y entregaron a mi madre a William Denaly. Me quedé huérfana a los diez años. ¿No lo sabías? Denaly y mi madre murieron a manos de los rebeldes en una emboscada en el norte, y mi hermanastro —Tanya escupió la palabra—, no vino siquiera a verme en dos años a pesar de ser mi tutor. Y luego..., luego sólo buscaba una cosa. —Los labios femeninos se contrajeron en una mueca de desagrado—. ¡Así que no hables de lo que no sabes! ¡No estoy exagerando!

—Lo siento —dijo Riley antes de estrecharla contra su cuerpo y besarla con ternura.

Pretendía ser un beso tierno, pero cuando sus lenguas se cruzaron con frenesí, el deseo estalló entre ellos. Tanya se apartó, jadeando.

—Pensé que eras duro y peligroso. No creí que fueras capaz de ser tierno.

—Ahora mismo no me siento tierno, lady Denaly —aseguró el archidiácono con un oscuro brillo en los ojos.

—En este momento no deseo tu ternura, milord —le confesó mirándolo a los ojos.

—Entonces, celebremos juntos estas nupcias.

Pero cuando tomó su boca con la suya supo que sólo calmaría el deseo de su cuerpo, mientras que el vacío que sentía en su interior sería incluso más grande que antes.

Edward se comportó con su esposa como si la amara. Compartieron la cerveza, y cada bocado que atravesaba sus labios había sido cuidadosamente escogido por su esposo, que se lo metía además en la boca. No era momento de palabras; de hecho, Isabella no las hubiera encontrado aunque lo hubiera intentado. Era momento de miradas largas e intencionadas. La joven sabía que Edward también estaba pensando en la noche que los esperaba.

Debieron transcurrir horas hasta que terminó la cena de doce platos, pero parecieron minutos. Hubo entretenimiento a lo largo de toda la velada: baile, bufones, juglares, perros de circo, trovadores y un hombre mono. Mientras los invitados se hallaban sumergidos en la búsqueda del placer, del baile, de los postres y el vino, Edward le dedicó a Isabella una mirada tan intencionadamente sexual que le provocó un estremecimiento y que la hizo desear marcharse con él en aquel mismo momento.

—¿Podría hablar con mi hija y desearle lo mejor?

La escocesa alzó los ojos y se encontró con su padre, que estaba de pie a su lado en el estrado y les sonreía abiertamente. Imperturbable, Edward se incorporó con una sonrisa.

—Por supuesto. —Acarició a Isabella con la mirada—. Regresaré en pocos minutos.

La joven sintió de pronto una opresión en el pecho. Edward le besó la mano y detuvo un instante allí la boca. Su respiración le rozaba la piel.

En cuanto Edward descendió del estrado y se vio rodeado al instante por un puñado de hombres escandalosos que querían felicitarlo, el rey escocés se deslizó en su asiento y rodeó a su hija con el brazo. Ella dejó decididamente a un lado sus oscuros pensamientos. Estaba encantada con la idea de que su padre la felicitara.

—Pareces muy complacida con esta unión, hija.

—Oh, padre, lo estoy. Aunque al principio luché contra ella y me sentí decepcionada, ahora he aceptado a Edward con todo mi corazón.

—Es bueno que aceptes lo inevitable, Isabella —dijo Charlie mirándola fijamente sin sonreír.

Isabella se puso tensa. Tenía un mal presentimiento, pero decidió no preocuparse por lo que vio en su mirada.

—Padre, ¿es posible que ahora que Edward y yo estamos casados, haya una paz auténtica en la frontera?

Las rígidas facciones de Charlie se oscurecieron.

—¡Qué rápido has olvidado!

—¿Olvidar qué? —preguntó ella—. ¿La sangre y la muerte?

—Qué rápido has olvidado quién eres, Isabella.

—¿Acaso no soy la esposa de Edward?

—Eres mi hija. Siempre serás mi hija y eso nunca cambiará.

Si hubiera pronunciado aquellas palabras en otro contexto o de otra manera, Isabella se hubiera sentido halagada. Pero ahora se sentía sometida a una tensión insoportable.

—Por supuesto, padre. Eso nunca cambiará.

—Sigues siendo hija de Escocia.

Isabella se agarró a la mesa. Le costaba trabajo respirar.

—Sí, eso también.

Charlie sonrió, pero sus ojos permanecieron serios.

—Cuento contigo, Isabella.

—¿Cuentas conmigo? —repitió ella con incredulidad, mientras sentía que su corazón y su alma se resquebrajaban.

—Cuento con tu lealtad.

—¿De qué estás hablando? —exigió saber, poniéndose en pie.

—Lo que estoy diciendo es que perteneces a Escocia antes que a de Cullen —aseveró el rey poniéndose también en pie.

Isabella clavó las uñas en la mesa de madera. Aquello no podía estar sucediendo, ¡no podía ser! Su padre no podía estar diciéndole algo así. Y sin duda no seguiría por aquel camino.

—Debes ser una buena esposa. Pero tu lealtad siempre debe estar conmigo y con Escocia.

Las lágrimas nublaron la visión de Isabella. No podía hablar ni siquiera para negarse, tal era el horror y la desesperación que sentía.

—Debes espiar para mí, Isabella —exigió Charlie con un brillo peligroso en los ojos.

Isabella sintió que la debilidad se apoderaba de ella y se agarró a la mesa.

—¿Me estás pidiendo que me convierta en espía? ¿Me pides que espíe a mi esposo y a los suyos?

—¡Debes hacerlo! Nada ha cambiado. Los normandos me odian y yo los odio a ellos. Masen es mi enemiga y Rufus todavía desea el suelo escocés. Debes recordar quién eres. En primer lugar eres una princesa escocesa, y después, la esposa de Edward de Cullen. Es una oportunidad perfecta. ¿Por qué crees que accedí a tu matrimonio?

Isabella no pudo seguir mirando a su padre. Y no sólo porque las lágrimas la cegaran.

—Ésta es mi boda —susurró.

—Y eres una novia preciosa —dijo Charlie dándole una palmada en el hombro—. Sécate las lágrimas, se acerca el novio. Recuerda quién eres y a quién le debes lealtad, Isabella.

Capítulo 17: Jacob Capítulo 19: La traición

 
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