La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
Visitas: 90591
Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 19: La traición

Disfruten del nuevo capítulo, dejen sus comentarios. besos

 

_____________

 

 

Tres días más tarde regresaron a Alnwick.

Los recién casados, inmersos en una vorágine de pasión, no habían salido del dormitorio hasta la hora de partir. Isabella no tuvo tiempo de pensar ni de reflexionar, ni tampoco quiso hacerlo. Edward era un amante exigente, voraz e insaciable, pero nunca egoísta o cruel. La joven no tenía voluntad para negarle nada y aprendió rápidamente a seducirlo. Aunque no hubiera estado embarazada antes de casarse, la joven creía que, tras aquellos dos días, lo estaría sin dudarlo.

Alnwick se alzaba delante de ellos. La larga jornada de viaje había llevado consigo la desagradable intrusión de la fría y tremenda realidad. En circunstancias normales, si Edward no hubiera sido un de Cullen y ella una princesa escocesa, estaría encantada con la idea de llegar a su nuevo hogar, comenzar su vida de casada y vería el futuro con optimismo y cargado de promesas. Pero la realidad era dura y cruel. Su esposo era el heredero de Masen y ella la hija del rey de Escocia.

Isabella tenía un mal presentimiento. Hubiera deseado comenzar una nueva vida que les perteneciera sólo a Edward y a ella, pero le asustaba lo que el futuro pudiera depararles. Ahora, a la luz de un nuevo día, las palabras de Charlie la perseguían. Eran un terrible recordatorio de la realidad: su matrimonio estaba condenado debido a quienes eran.

La joven no había tenido un solo momento para meditar sobre lo que su padre le había pedido en la celebración de su boda. Pero la larga jornada de aquel día animaba a la reflexión y a recordar lo que ella trataba desesperadamente de evitar, impidiéndole que siguiera esquivándolo. Charlie le había pedido que espiara para él. Que espiara a su esposo. No podía creerlo. La razón principal por la que había accedido a la celebración de aquel matrimonio era que ejerciera como espía en medio de Masen.

Isabella no sólo estaba conmocionada, sino también abatida y furiosa.

¿Era aquél el hombre al que había querido y al que había entregado toda su vida? ¿El hombre que se había reído con sus modales mientras su madre torcía el gesto? ¿El hombre que se había sentido tan orgulloso de su talento y su belleza cuando se hizo mujer? ¿Aquél era el gran rey escocés? ¿Cómo podía hacerle eso a ella?

Isabella amaba a su patria y a su pueblo. Su matrimonio nunca cambiaría eso. No había duda de que ella también deseaba que su país permaneciera unido e independiente, y que Masen no se adentrara en las fronteras escocesas. Ni tampoco cabía ninguna duda de que se negaría a hacer lo que su padre deseaba. Había pronunciado sus votos ante Dios conscientemente. Se debía a su esposo antes que a nada ni a nadie. Antes incluso que a su padre o a su patria. Pero ahora que había entendido que no habría alianza, ¿cómo iba a sobrevivir? ¿Cómo iba a sobrevivir su matrimonio?

Estaba claro que Charlie iba a traicionar a Masen y a su esposo. Era sólo cuestión de tiempo que aquella frágil paz se quebrara. A pesar de haberle entregado su fidelidad a Edward, ¿cómo se sentiría cuando se dirigiera a la batalla a luchar contra su padre?

A Isabella le dolía el corazón y sintió que la bilis le dejaba un sabor amargo en la boca. La espantosa exigencia de Charlie permanecía dentro de ella, torturándola. ¿Cómo era posible que pretendiera utilizarla de aquella manera, destrozando la única oportunidad que tenía de ser feliz?

—Hemos llegado a casa, Isabella —indicó Edward en voz baja, arrancándola de sus pensamientos.

Aunque la joven había estado todo el día sumida en sus pensamientos, había sido consciente al mismo tiempo de la presencia de su esposo. Él iba montado a su lado, pero apenas le había hablado. Permanecía rígido y severo, como si supiera lo que Charlie le había pedido.

Isabella lo miró y recordó lo que habían vivido los últimos días. Aunque habían hecho el amor de una docena de formas diferentes, aunque había dormido repetidamente en sus brazos, Edward seguía siendo un desconocido. Isabella forzó una sonrisa. No podía permitir que notara que estaba preocupada o que adivinara su sufrimiento, y no quería bajo ninguna circunstancia que averiguara lo que Charlie le había pedido.

—A casa —repitió Isabella temblando. El dolor enmascaraba cualquier alegría que pudiera haber sentido. Se giró hacia su esposo y dijo—: Voy a ser una buena esposa para ti, Edward. Te lo prometo.

Edward le buscó la mirada como si sospechara que había algo detrás de sus palabras, algo que necesitaba averiguar.

—¿Hay algo que te preocupe, Isabella?

Ella negó con la cabeza, incapaz de decir nada más, y giró la vista hacia la impenetrable fortaleza de Alnwick. El día estaba gris, y las oscuras nubes que flotaban sobre sus cabezas convertían las piedras de los muros del castillo en algo negro y sombrío. Isabella quería creer que eran sus pensamientos los que proyectaban sobre su nuevo hogar aquella luz y que no se trataba de ningún augurio que presagiara un futuro lóbrego y trágico.

En cuanto llegaron al castillo, Edward fue recibido por Marcus Baldwin y enseguida se enfrascó en una conversación sobre los asuntos de Alnwick. Isabella se excusó, consciente de la mirada de su esposo sobre ella mientras el mayordomo seguía hablándole de la enfermedad que había matado a docenas de ovejas, y subió corriendo las escaleras hacia la habitación que utilizarían mientras el conde y la condesa permanecieran en Londres. Ordenó inmediatamente que deshicieran el equipaje de Edward, hizo que encendieran el fuego y envió a por vino. También ordenó que prepararan un baño para él y luego bajó las escaleras para comprobar que en las cocinas se estaba organizando la cena. Había caos, por supuesto, debido a la intempestiva llegada de Edward sin avisar a aquellas horas, pero Isabella tranquilizó al angustiado cocinero y enseguida llegaron a un acuerdo para una cena sencilla pero agradable. Cuando salió de la cocina, la joven cogió del brazo a una sirvienta y le pidió que pusiera flores frescas en los maceteros del pasillo. Luego se agarró las faldas de la túnica y subió corriendo las escaleras.

Le faltaba el aliento. Mientras la gran bañera de cobre se llenaba con agua caliente que dos muchachos robustos echaban con cubos, Isabella miró alrededor de la habitación, comprobando que el fuego ardía a toda potencia, que sobre la mesa descansaba el vino y que habían sacado ropa limpia para su esposo. Sonrió, satisfecha consigo misma. No resultaba sencillo ser una buena esposa y no era un papel por el que ella hubiera suspirado nunca, pero ahora se alegraba de haber contado con el ejemplo de su madre para poder imitarlo. Se preguntó qué más podría hacer para complacer a Edward, y entonces vio que estaba en el umbral y que parecía en cierto modo divertido.

Su cálida mirada, la suave curvatura de sus labios, que sugerían una sonrisa, y su poderosa presencia, provocaron que Isabella se sonrojara. Se inclinó levemente para saludarlo, consciente de que el corazón le latía a toda prisa y de que tendría un aspecto horrible tras la larga jornada de viaje y su precipitación por verlo cómodo. Con toda seguridad parecería más una de las sirvientas de la planta de abajo que una princesa. Presurosa, trató de meterse dentro de la toca los mechones rebeldes de cabello mientras Edward se adentraba en la estancia y se desabrochaba el cinto.

Cuando Isabella se inclinó para sujetárselo, él sonrió más abiertamente.

—No puedes manejar mi espada, milady. Eres demasiado frágil —señaló Edward al tiempo que colocaba el arma, larga y pesada, sobre una cómoda a la que se podía acceder fácilmente desde la cama.

—¿No puedo? —Él se giró para mirarla, sorprendido. Isabella no podía creer lo que acababa de decir, pero le sostuvo la mirada y añadió con voz ronca—: ¿Acaso no lo he hecho ya, milord?

—Sí, milady, lo has hecho. Y con mucha habilidad, añadiría.

—Me temo que me has enseñado a ser audaz —confesó con voz apenas audible.

—Me gusta tu audacia, milady, al menos la de este tipo. —Edward dejó de mirarla para recorrer con la vista la habitación, que ya no presentaba un aspecto frío ni oscuro, y luego la dirigió de nuevo hacia Isabella con cariño—. Tal vez debí tomarte antes como esposa.

La joven, contenta, sonrió.

—Si tú estás complacido yo también lo estoy, milord.

—Estoy más que complacido, milady.

Ella no podía malinterpretar el significado de sus palabras, ya que el brillo de sus ojos le resultaba ahora más que familiar y el tono de su voz se había vuelto más ronco.

—¿Hay algo más que pueda hacer por ti, milord?

—Podrías ayudarme a desvestirme —sugirió Edward sentándose y quitándose las botas llenas de barro.

Aunque Isabella había pasado dos largos días y tres noches aún más largas en la cama con su esposo, complaciéndolo de cualquier modo que a él se le pudiera ocurrir y en alguno que ella se había imaginado, se sintió abrumada por una extraña combinación de nerviosismo y placer al poder hacer algo tan cotidiano por su esposo como ayudarlo a desvestirse y a tomar un baño. Por supuesto, tenía una idea exacta de cómo terminaría aquel baño y estaba ansiosa por llevarlo a cabo.

Se acercó rápidamente a él y le ayudó a quitarse los cintos y las túnicas. El pulso se le aceleró cuando deslizó las manos por su cuerpo; nunca podría ser indiferente a su contacto, a su visión. Sus hombros anchos y poderosos, el pecho duro y el abdomen plano quedaron desnudos ante su mirada posesiva.

—Eres magnífico —se escuchó decir a sí misma, cuando él se movió provocando que se marcaran sus músculos.

Al oírla, Edward, vestido únicamente con unos calzones, se giró para mirarla a los ojos.

—Me alegro de que pienses así, milady.

A la joven le latió el corazón todavía con más fuerza. Se arrodilló a su lado y se dispuso a despojarle de la prenda que le quedaba. En su posición, resultaba imposible no ser consciente del estado de excitación de su esposo. Alzó la vista para mirarlo y él le devolvió la mirada. Un instante después se encontró entre sus brazos.

—Tú también me complaces, esposa —confesó en voz baja.

—¿No quieres bañarte? —preguntó sonrojándose de placer.

—Sí, pero también te quiero a ti. —Edward suspiró—. No entiendo cómo puedes lograr que me excite con sólo mirarte, pero así es. Un hombre de mi edad debería llevar ya largo tiempo fatigado. ¿Me has dado alguna pócima y yo no me he dado cuenta?

—No —dijo Isabella sonriendo—. Sin duda, una pócima de amor nos mataría a ambos.

Él sonrió de buena gana y el efecto resultó cegador. Edward tema normalmente una expresión seria, pero su sonrisa bañaba su rostro de una belleza serena y masculina. Sin dejar de sonreír, entró en la bañera y se acomodó. Temblorosa, Isabella agarró la toalla de aseo.

—Haz lo que desees —murmuró Edward.

Tratando de pensar sólo en bañar a su esposo y en no tomarse la invitación tan literalmente como le gustaría, Isabella comenzó a frotarle la espalda, haciendo que él suspirara de placer. Cuando terminó de enjabonarle y aclararle los músculos, Edward se giró ligeramente y la miró. La joven intentó no temblar y trató de mantener los ojos apartados de la parte de su cuerpo que se perdía bajo la superficie del agua. La boca masculina se había convertido ahora en una línea recta. Se reclinó hacia atrás y la joven se arrodilló a su lado, soltó la toalla y utilizó las manos para enjabonarle el pecho, deslizando las palmas por su piel de seda y sus poderosos músculos. Su esposo permanecía tenso e inmóvil. Cuando bajó la mano por su vientre duro y plano, acariciándolo con movimientos circulares, Edward cerró los ojos. Tenía la mandíbula apretada y el cuello tenso. Isabella bajó la vista y, olvidándose de su pudor, metió la mano en el agua y enjabonó su miembro erecto.

Edward gimió pero ella no apartó la mano.

—¿Hay algo más que desees que haga, milord? —susurró en su oído.

La risa masculina resultó baja y ronca. Antes de que ella se diera cuenta, Edward se puso en pie salpicándolo todo a su alrededor. Un instante más tarde, Isabella se encontró tumbada boca arriba en la cama con su esposo situado a horcajadas sobre ella, levantándole las faldas a la altura de la cintura y presionando su miembro caliente y húmedo contra el centro de su placer.

—¿Quién está seduciendo a quién, milady? —murmuró.

A Isabella le resultó imposible responder. Se colgó de sus hombros y le clavó las uñas en la piel sintiéndose libre para actuar a su antojo, para dejar a un lado cualquier pretensión de comportarse como una esposa adecuada, para ser la seductora insaciable que Edward le había enseñado a ser. Emitió un sonido impaciente y desesperado por sentirlo en su interior, y el normando entró en ella al tiempo que lanzaba una grito salvaje. La joven suspiró de placer. En cuestión de segundos ambos estuvieron jadeando en ardiente abandono.

Aunque Isabella bajó tarde a cenar, todo resultó un éxito.

En el momento en que llegó al salón, Edward, relajado y de buen humor, le dirigió una cálida mirada. La joven se sonrojó y, al echar un rápido vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que los soldados que estaban bajo el estrado los observaban con una mezcla de picardía y complicidad. Isabella supuso que sabían perfectamente por qué la señora de la fortaleza había bajado tarde a cenar. El aire de plena satisfacción de Edward resultaba inconfundible; ella confiaba en que su propio aspecto resultara más circunspecto.

Pero si no era así, si la vibrante pasión que sentía arder en todo su cuerpo era visible, no le importaba. Había decidido dejar atrás sus oscuros pensamientos sobre su padre y sus exigencias. No tenía sentido. Su lealtad estaba con su esposo. Y entonces, como si hubiera necesitado una prueba de que su decisión era correcta, la encontró en su lugar en la mesa cuando fue a sentarse al lado de Edward: una única rosa roja en plena floración.

Isabella se detuvo, asombrada. Confusa, miró hacia Edward, que le dirigió una tierna sonrisa. En sus ojos se dibujaba una promesa que iba más allá de lo sexual.

—¿Cómo la has encontrado? —La joven susurró las primeras palabras que se le ocurrieron.

—Es un fenómeno extraño, ¿verdad? Una rosa en invierno. Es un regalo para ti, milady.

Isabella sentía deseos de llorar. Tomó asiento, pero no tocó la rosa. Tenía el tallo corto y, con sus afiladas espinas, era la viva imagen de la rosa del escudo de Edward.

—Mi madre cultiva rosas, y quizás el tiempo tan cálido de la última semana ha hecho que las flores salgan prematuramente.

Isabella no quería llorar como una estúpida. ¿Qué significaba aquello? Confusa, miró a su esposo con la intención de descifrar con exactitud lo que había querido decirle con aquel gesto tan significativo de sus sentimientos por ella, un gesto que nunca creyó posible que viniera de él.

—Edward, le has cortado el tallo. Esta rosa... es exactamente igual que la que aparece en tu escudo.

—Así es, milady. Confiaba en que te dieras cuenta —comentó con una sonrisa de complacencia.

—¿Qué significa tu escudo de armas?

Edward se inclinó sobre ella sin apartar la mirada de su rostro y habló con tono intenso.

—El fondo negro significa poder y supone una advertencia para todos aquellos que se enfrenten a nosotros. —Isabella se estremeció—. El color blanco que hay por encima de la flor, significa pureza, y el oro, nobleza.

—¿Y... la rosa?

—La rosa roja significa pasión, milady. Me sorprende que lo preguntes.

Isabella se sonrojó. El corazón le latía salvajemente. Poder, pureza, nobleza... pasión.

—Los de Cullen son conocidos por su poder, su honor, su nobleza y su extrema pasión por todas las causas que les son queridas —afirmó Edward con voz tensa y baja, mirándola significativamente a los ojos.

Isabella estaba conmocionada. Era consciente de que no estaba malinterpretando lo que Edward decía... ni por qué le había regalado la rosa. Se estaba entregando a sí mismo.

—Pero debes tener cuidado —murmuró él—, y no dañarte con las espinas.

La mayoría de las mañanas Edward se sumergía en los asuntos administrativos con su asistente, pero aquel día no fue así. Se incorporó y miró fijamente el fuego sin verlo. Isabella estaba ocupada con sus responsabilidades como señora del castillo, comprobando las despensas con el encargado del almacén, y los soldados estaban entrenando. Se trataba de un momento poco común, porque estaba completamente solo.

Tenía un dolor persistente en la parte de atrás de la cabeza; una molestia que no le resultaba del todo desconocida. Hacía ya muchos años que sabía que la migraña aparecía en épocas de angustia.

Llevaba cuatro días casado. Cuatro días perfectos más allá de cualquier expectativa. Su esposa era perfecta para él. Si no se conociera mejor pensaría que era un estúpido romántico enamorado. Apenas podía creer que hubiera encontrado para ella una rosa roja y se la hubiera regalado. Pero así era. Isabella había comprendido a la perfección el significado de su regalo y se había sentido encantada. Lo había visto en sus ojos.

Edward debería sentirse feliz. Sin embargo, sufría una espantosa migraña porque la terrible cuestión seguía en el aire. ¿Había conseguido Carlisle disuadir al rey de su plan de traicionar a Charlie e invadir Swanter? ¿O estaría a punto de lanzarse a una guerra contra la familia y la tierra de su esposa?

Dios, ¿cómo reaccionaría Isabella si luchara contra Charlie? ¿Comprendería que tenía que cumplir con su deber para con el rey, como siempre? ¿Lo apoyaría como era su obligación? Se había convertido en su esposa. Su relación había cambiado desde que ella despertó tras estar a punto de morir ahogada. No cabía duda de que había aceptado su destino y que se había casado de buena gana. Cumplía con sus obligaciones en Alnwick con entusiasmo y Edward era consciente de que buscaba complacerlo. Y desde luego, lo conseguía. Pero, ¿contaba con su lealtad por encima de todo, tal y como debía ser?

Isabella era uno de los seres humanos más orgullosos y decididos que había conocido en su vida. ¿Podría aquella extraordinaria mujer que había luchado contra él y lo había desafiado cada vez que había tenido ocasión hasta que alguien intentó matarla, cambiar sus lealtades tan radical y completamente? ¿Sería su esposa dentro de su corazón, así como él era su esposo dentro del suyo? ¿Lo sería?

Edward no lo sabía. Tenía miedo de saberlo y de lo que pudiera ocurrir en el futuro.

Los condes de Masen llegaron a la fortaleza la tarde del día siguiente acompañados de Elizabeth y Riley. Edward no estaba en el castillo cuando llegaron, así que Isabella bajó para recibir adecuadamente a sus suegros, e intercambió saludos cálidos y afectuosos con todos. La joven se sintió absurdamente complacida al darse cuenta de que la familia de su esposo no sólo la aceptaba, sino que además la apreciaban. Subió a toda prisa las escaleras para supervisar el traslado de sus cosas y las de Edward del dormitorio principal, deseando que le hubieran notificado con un poco más de tiempo la llegada de los condes.

Los gritos de los vigías de la torre, seguidos del sonido de los cascos de un caballo sobre el puente levadizo, le hicieron saber que su esposo estaba en casa. Sonriendo emocionada, Isabella se acercó a la ventana y observó cómo su esposo se bajaba del caballo y le entregaba las riendas a su escudero. Estaba cubierto de barro hasta las rodillas ya que los últimos días había estado lloviendo sin cesar. Edward necesitaría un baño, pero la joven estaba convencida de que no se lo daría hasta después de cenar. Sin duda querría disfrutar primero de la compañía de su familia.

Algo más tarde, tras haberse asegurado de que la habitación principal estaba limpia y preparada para sus suegros, Isabella se apresuró a reunirse con su esposo. Cuando se acercó al salón del piso inferior se percató de que el conde y sus hijos estaban inmersos en una intensa conversación susurrada. No había escuchado ninguna voz femenina cuando descendía, así que se sintió una intrusa y disminuyó el paso. Cuando dobló la esquina escuchó a Riley comentando que los muros de Swanter eran prácticamente escombros y necesitaban una reparación.

La joven apenas había asimilado que estaban hablando de Swanter cuando entró en el salón. Al verla, los tres hombres que había sentados a la mesa guardaron silencio al instante. Su sonrisa, la que tenía reservada para su esposo, se desvaneció y olvidó el saludo que tenía en los labios a punto de ser pronunciado. Los tres de Cullen se giraron para mirarla. Ninguno sonreía. Estaba claro que la joven los había interrumpido y también que no querían que escuchara su conversación.

Isabella detuvo sus pasos a mitad del salón. Por primera vez desde que se había casado se sintió como una intrusa escocesa en lugar de como la señora de Alnwick, pero, de alguna manera, se las arregló para esbozar una sonrisa que dirigió directamente a su esposo.

—Buenas tardes, milord.

Edward se puso en pie y avanzó, pero no para saludarla. Detrás de él, su padre bebía cerveza y Riley tamborileaba con impaciencia los dedos sobre la mesa.

—Mi madre está en la sala con Elizabeth. ¿Por qué no vas con ellas?

La joven apretó los labios, sintiendo un intenso dolor en el corazón. Él también veía su repentina aparición como una intrusión no bienvenida. La estaba echando. No confiaba en ella y estaban hablando de las defensas de Swanter. No, no podía ser.

Se lo quedó mirando durante unos instantes en espera de una señal, de cualquier indicación de que esa reunión privada no era lo que parecía ser. Pero Edward se limitó a repetir aquella orden apenas disfrazada.

—¿Por qué no te reúnes con mi madre en la sala, milady?

Isabella se había esforzado durante los últimos días por complacerlo, le había ofrecido todo tipo de comodidades y le había jurado abiertamente obedecerlo y apoyarlo, y sin embargo Edward no confiaba en ella. ¡No confiaba en ella y estaba hablando de Swanter!

Incapaz de hablar y llena de temor, la joven hizo una breve inclinación de cabeza antes de girarse bruscamente para dirigirse a la sala.

Cuando llegó, la condesa alzó la vista del bordado que tenía en las manos y la miró con preocupación. Elizabeth corrió hacia ella con un grito de felicidad y comenzó a relatarle las últimas noticias de la corte de Londres. Isabella asintió y fingió escuchar, pero no estaba oyendo lo que la niña le contaba. Trató de decirse a sí misma que aquello no era lo que parecía, que se estaba precipitando en sus conclusiones y que su esposo, al mandarla salir de la habitación, no era diferente a la mayoría de los hombres cuando hablaban con otros caballeros. Pero los argumentos silenciosos de Isabella para disculpar la conducta de su esposo le resultaron vacíos, y ni ella misma se los creyó.

Swanter. ¿Qué planeaban? ¿Estarían pensando en la guerra? ¿Podría ser?

No era posible, gritó Isabella en silencio. Porque aquella misma madrugada Edward la había abrazado con exquisita ternura después de haberla hecho suya una vez más, y su sonrisa adormilada le había hablado de amor. Y el día anterior le había regalado una rosa, su promesa de amarla... O eso había creído Isabella. Porque si la amara, no lucharía en una guerra contra su familia por el control de Swanter.

Tenía que averiguar cuáles eran sus planes. Pero, ¿cómo escuchar sin alertar a la condesa? Isabella miró a la madre de Edward y se sonrojó por la culpabilidad, porque la mujer la estaba observando con expresión sombría sin hacer amago de utilizar el hilo y la aguja, como si conociera sus intenciones. La joven se sintió una vil traidora, pero se recordó a sí misma que no iba a traicionar a nadie. Lo único que quería era saber si su esposo pretendía hacerle la guerra a los suyos o no. Tenía que saberlo.

Debe amarme un poco, pensó desesperadamente. Sólo un poco. En ese caso no habría ninguna guerra. Edward se negaría a participar.

—Disculpe, condesa —le dijo Isabella a lady Esme—. No me encuentro bien. Creo que voy a subir a echarme. —Cómo odiaba mentirle a su suegra.

—¿Quieres que ordene que te suban algo de comer? —preguntó la madre de Edward poniéndose en pie y observando a Isabella con gravedad.

La joven no tenía apetito, así que declinó el ofrecimiento y salió de la sala. Los aposentos de las mujeres daban directamente al gran salón, así que una vez más interrumpió la conversación de los hombres. En cuanto ellos la vieron cesaron las palabras. Isabella los ignoró y corrió hacia la salida, aunque le ardía el rostro por la humillación. Sólo se detuvo cuando estuvo a mitad de la escalera y escuchó cómo retomaban la conversación. Temblorosa y al borde de las lágrimas, pensó que era una recién casada enamorada de su esposo y que sin embargo estaba a punto de espiarlo.

No podía oírlos bien, así que comenzó a bajar muy despacio y en silencio las escaleras. Cuando llegó a la segunda planta no pudo seguir avanzando, ya que si doblaba la esquina se descubriría a sí misma. Pero ahora podía escuchar con claridad que estaban hablando de lo que ella más temía... Traición contra su padre... Un ataque sobre Swanter.

—¿Cómo te llevas con Anselm? —estaba preguntando Edward con voz extrañamente neutra.

—Somos enemigos. Es mucho más ambicioso de lo que nunca imaginé —contestó Riley muy serio—. Pero ahora más que nunca, Rufos necesita Canterbury. Mis espías dicen que el príncipe Henry está tan enfurecido con tu boda que se niega a participar en esta causa. Y yo he tenido que mendigar para reunir los hombres necesarios, ya que el tesoro de Canterbury está sin fondos.

—Tu misión está clara. Y aunque puede que ahora no tengas dinero, no te olvides de lo cerca que estás de conseguir tu verdadera recompensa —aseguró Carlisle con firmeza—. Ningún precio será demasiado alto si consigues un nombramiento del rey. —Riley no respondió nada y su padre continuó hablando—. No te engañes. Henry ha escogido tener ahora las manos limpias para poder ensuciárselas en otra ocasión. ¿No es mejor que luchemos todos juntos como si fuéramos uno solo... y ser débiles como uno solo? Seguramente, Henry piensa unirse después para que todos lo vean como un héroe.

—Con suerte, Swanter caerá fácilmente y nos ahorrará a todos muchas pérdidas y a mí un dinero necesario —manifestó Riley gravemente tras otra pausa—. Y evitará que Henry vea cumplidos sus planes.

—La lluvia juega en contra nuestra —comentó Edward con desánimo—. Los caballos se mueven con dificultad en el barro.

—Yo hubiera preferido que esta emboscada hubiera tenido lugar un mes atrás, si es que hay que llevarla a cabo. Pero ahora no tenemos elección —dijo Carlisle—. El rey ha tomado una decisión y no cambiará de opinión.

—Sí —apuntó Edward—. Rufus ha tomado una decisión y nada ni nadie lo apartará de su camino.

—Al menos Charlie estará desprevenido —remarcó Riley de nuevo con gravedad—. Después de todo, te acabas de casar con su hija.

—Sí —reconoció Edward—. Sin duda sorprenderemos al rey escocés.

Isabella se atragantó. Su esposo había coreado a su hermano sin ningún entusiasmo. ¿Cómo podía ser tan objetivo, tan desapasionado, cuando estaba discutiendo sobre una traición contra su país, su gente, su familia? De pronto cayó en la cuenta de la importancia de lo que acababa de escuchar. Su matrimonio era una farsa, pensó amargamente. No era una esposa amada, sólo una amante que hacía las veces de sirvienta. No era importante para Edward. ¡En caso contrario habría expresado al menos algo de remordimiento por romper la alianza que había hecho con su padre! La joven quería llorar y gritar su decepción. Su matrimonio no significaba nada para su esposo más allá de la utilidad política... Y sin duda ella significaba para él todavía menos. Jadeando, se agarró al pasamanos e intentó no llorar.

No tenía sentido entretenerse, decidió obligándose a sí misma a recuperarse de la impresión, consciente del silencio que se había hecho en el salón. Había descubierto lo que había ido a descubrir, lo que no quería descubrir, lo que temía descubrir. El dolor inundaba su corazón y casi le resultaba imposible contener las lágrimas. Se imaginó a los hombres absortos ahora en la emoción de la batalla venidera. ¡Malditos fueran todos! ¡Y maldito fuera Edward, su esposo! Isabella se giró para subir las escaleras y resbaló a causa de su precipitación. Mientras caía varios escalones abajo no pudo evitar gritar. Horrorizada, convencida de que todos los que estaban en el salón la habían oído, se quedó paralizada un instante antes de ponerse de pie para huir de allí. Pero fue demasiado tarde. Su esposo era rápido, mucho más rápido que ella.

Isabella reconoció al instante el tacto de sus manos y su fuerza. Edward la agarró, le dio la vuelta para mirarla y la soltó. La joven se tambaleó, tanto por la fuerza con la que él la había manejado como por la expresión de su rostro. Estaba asombrado.

Pero en aquel momento a ella no le importó, en aquel momento estaba demasiado furiosa para que le importara.

—Maldito seas —susurró, lamentando al instante sus palabras.

El asombro de Edward se transformó en furia. Isabella se dio la vuelta y salió corriendo al tiempo que se daba cuenta de la magnitud de lo ocurrido: Su esposo la había sorprendido espiando.

Cuando escuchó el sonido de los pasos de Edward en la escalera, acortando la distancia que había entre ellos, corrió hacia los aposentos que estaban utilizando ahora. Iba sólo un paso o dos por delante de él, y se giró para cerrar la puerta con la esperanza de dejarlo fuera. Fue demasiado tarde. Su esposo estaba en el descansillo y golpeó la puerta contra el muro con el brazo como si fuera de paja y no estuviera hecha de tres capas de roble.

Isabella se apartó de él de un salto con las mejillas llenas de lágrimas.

—¿Me has estado espiando? ¿A tu esposo? —preguntó mientras se cernía sobre ella con expresión severa y el cuerpo temblando de rabia.

—¿Y tú vas a hacerle la guerra a los míos? —contraatacó Isabella—. ¿Cómo puedes iniciar una guerra ahora? —gritó con el corazón latiéndole salvajemente.

—¿Me estás cuestionando? —inquirió Edward finalmente en voz baja y contenida, con los rasgos contraídos a causa de la ira—. ¿Me estás acusando? Cumplo con mi deber, igual que tú cumples con el tuyo. —Isabella no respondió. Estaba temblando—. Milady —dijo él muy tenso—, la guerra no es asunto tuyo. Tú sólo debes tener una preocupación, y es atender mis necesidades.

—Me preocupo por tus necesidades —aseguró ella con voz temblorosa—. Pero si vas a hacerle la guerra a mi familia, a mi gente... ¡Entonces esa guerra también se convierte en mi preocupación! ¡No me pidas que permanezca en la ignorancia ahora!

—No te pido que permanezcas en la ignorancia. Pero necesito hacerte una pregunta: ¿Tengo tu lealtad?

—¿Vas a declararle la guerra a Escocia, Edward? ¿Lo vas a hacer?

—No me has contestado, Isabella. —Su expresión, su actitud, su tono, todo se había vuelto peligroso.

—Tú tampoco me has contestado a mí —susurró la joven con voz quebrada. Tenía las palmas de la mano apretadas contra el pecho, contra su corazón dolorido.

—¡Contéstame, Isabella! —le exigió Edward.

—Sí —contestó ella con el ánimo destrozado—. Sí.

—¿Me estás mintiendo? —Edward alzó el tono de voz. Su mirada se volvió más salvaje—. ¿Estabas espiándome?

—Sí. —Isabella cerró los ojos un instante.

—¿Cómo vas a ser una esposa leal si me espías, milady? —Ella no respondió—. ¡Contéstame! —rugió Edward.

Alzó la mano y ella, asustada, dio un respingo. Edward se quedó paralizado por un momento antes de agarrarla del hombro y zarandearla.

—¡Me has estado espiando en mi propia casa! ¿Acaso no es eso deslealtad?

—¡Te odio! —susurró. De pronto, se dio cuenta de que estaba llorando. Sólo unas horas antes había estado entre los brazos de aquel hombre. Sólo unas horas antes se había sentido llena de amor por él. Por aquel hombre para el que ella no significaba nada.

Se miraron a los ojos durante un instante mientras Edward la atraía hacia sí.

—¡Así que hemos llegado a la verdad!

—La verdad —dijo Isabella—, es que no eres distinto a mi padre. Te has casado conmigo para utilizarme, para que te ayude en tu horrible traición.

Edward la arrojó sobre la cama y la joven se encogió esperando los golpes. Pero no llegaron. Las manos del normando, fuertes y duras, la obligaron a colocarse boca arriba de modo que no tuvo más opción que mirarlo.

—¿Mi traición? ¿Mi traición? ¿Y todavía te atreves a acusarme? Lo que quiero es que tú expliques tu traición —exigió, inclinándose sobre ella.

A Isabella no se le ocurrió nada que decir en su defensa; lo cierto era que no tenía deseos de defenderse en aquel momento ante él.

—¿Dónde está ahora tu astucia? ¿No vas a negar siquiera la acusación? —Ella se tapó los ojos con el dorso de la mano y guardó un obstinado silencio mientras Edward la sujetaba contra la cama—. Eres mi esposa, milady, mi esposa. Hemos pronunciado nuestros votos ante Dios. ¿Qué pasa con tus votos?

Estaba tan furioso que a la joven no le quedó más opción que responder.

—Si te dijera la verdad no me creerías.

—¡Vaya! ¿Y qué verdad quieres venderme esta vez? ¿Que me quieres? ¿Que nunca me traicionarás? —Estaba gritando Isabella temblaba; le resultaba imposible pensar que unos instantes antes había creído estar enamorada de aquel hombre. Se sentó y apretó la manta con los puños.

—¿Por qué me estabas espiando? —bramó Edward.

—¡Para conocer tus intenciones! —Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.

—¡Para conocer mis intenciones! —Edward se rió sin asomo de humor—. Y para advertir a Charlie. Para advertir a tu padre. Para traicionarme.

—¡No!

Él guardó silencio durante un breve momento, limitándose a mirarla fijamente.

—Dame una razón, Isabella. Dame una razón para que te crea.

—¿No te he dado razones suficientes durante los últimos días para que confíes en mí? —jadeó.

—¡Esperas que confíe en ti! —Edward pareció no dar crédito durante un instante—. Desde el momento en que nos conocimos intentaste engañarme reiteradamente. Haría falta algo más que unos cuantos días de lujuria para que confiara en ti. ¿O me tomas por un débil y un estúpido?

Isabella se estremeció sintiendo sus palabras como latigazos en su interior. Para ella lo que había compartido con él era mucho más que «unos cuantos días de lujuria». Lo había considerado como el comienzo de una larga vida juntos. Desolada, no pudo evitar que le resbalaran más lágrimas por las mejillas. Su esposo era un bruto sin sensibilidad. ¿Cómo había podido considerarlo en algún momento de otra manera? Finalmente cruzó la mirada con sus ojos fríos e implacables, y cuando habló, lo hizo en tono amargo.

—La traición recela de la traición, ¿no es cierto?

Edward se movió tan deprisa que Isabella no tuvo tiempo de reaccionar. La arrastró hasta ponerla de rodillas y la apretó contra su cuerpo.

—Estoy tan furioso que si continúas por ese camino voy a perder completamente el control, Isabella. Y no querrás estar cerca de mí cuando eso ocurra. No sobrevivirías en caso de que ocurriera.

La joven no lo dudaba. Lo sentía temblar de rabia. Edward tenía la mirada llena de ira y resultaba aterrador en aquellas circunstancias. La estaba agarrando con tanta fuerza que le hacía daño, pero en cierto modo, Isabella agradecía aquel dolor físico, porque era más fácil de soportar que el dolor de la traición que sentía ardiendo en las entrañas.

—Si yo te importara lo más mínimo no me harías esto.

—Aunque me importaras no podrías desviarme de mi deber hacia mi rey —afirmó apretando la mandíbula sin dejar de mirarla—. Nunca podría amar a una esposa desleal.

Isabella se quedó paralizada. Edward la estaba mirando de un modo que le hizo desear insistir de nuevo en que no era su intención traicionarlo. Parecía como si él estuviera esperando en cierto modo aquella explicación, pero sin duda la joven se equivocaba. No había ninguna posibilidad de que Edward la amara aunque le fuera leal. Su actitud, las palabras que había pronunciado el día anterior, cuando le había regalado la rosa roja, la atravesaron con fuerza y comenzó a sollozar.

—Edward...

Él esbozó una sonrisa perversa y alzó la mano, impidiendo que pudiera continuar.

—Ya es suficiente. Sécate las lágrimas, sécatelas ahora mismo. Tus acciones han demostrado tu culpabilidad más de lo que cualquier palabra... o cualquier lágrima podría demostrar tu inocencia.

—No —susurró Isabella, consciente de que en aquel instante se le estaba rompiendo el corazón y que no le esperaría más que un futuro miserable, a menos que lo impidiera en aquel mismo momento. Pero, ¿cómo, Dios mío?

Edward se apartó bruscamente de ella. Se marchaba, su matrimonio había quedado hecho pedazos, su amor arrojado al barro. Isabella se incorporó ayudándose de las manos, sintiéndose impelida a salir corriendo tras él. No debería dejar que se marchara así. Pero entonces recordó cuáles eran las intenciones de su esposo y se sintió asfixiada por la amargura, incapaz de salir tras él, incapaz de llamarlo.

Él se detuvo bruscamente en el umbral dándole la espalda. Parecía como si estuviera esperando una explicación. Isabella se dijo a sí misma que debería hablar antes de que fuera demasiado tarde, antes de que su matrimonio quedara destrozado para siempre. Abrió la boca pero no consiguió articular palabra. Los hombros de Edward se pusieron rígidos.

—Soy un estúpido —dijo con aspereza antes de marcharse.

—¡No! —gritó Isabella. Supo entonces que a pesar de la traición de Edward y de la suya, no podían terminar así. Se puso en pie y se lanzó tras él por el pasillo—. ¡Edward! ¡Edward!

Pero ya era demasiado tarde. Se había marchado. La joven se dejó caer al suelo y dio rienda suelta al dolor de su corazón con amargas lágrimas.


Capítulo 18: Una boda y ¿una espía? Capítulo 20: Tración II

 
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