La Promesa

Autor: kristy_87
Género: + 18
Fecha Creación: 31/05/2011
Fecha Actualización: 01/01/2012
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 37
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Capítulos: 30

 Isabella es la hija de rey escoces y prisionera de los normandos, se niega a revelar su identidad aunque esto signifique sacrificar su virtud ante el su peligroso enemigo Edward de Cullen

 

 

Los personajes no son mío son de S. Meyer

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Capítulo 4: Llegada al castillo

Aqui dejo un vuevo capitulo. besos


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—¡Me estáis haciendo daño! —gritó Isabella.

Edward la soltó al instante y permitió que la joven se apartara de él.

—¿De verdad creíais que podríais hacerme prisionera sin que luchara? —le preguntó mientras se frotaba el brazo.

El normando se arrepentía de haberle hecho daño, pero sus palabras le provocaron deseos de volver a zarandearla.

—¿Desde cuándo? —inquirió, asombrado por su inteligencia y valentía.

—Desde esta mañana.

—Os he juzgado mal —dijo con brusquedad. Luego gritó—: ¡Marcus!

El hombre mayor apareció a su lado al instante.

—¿Milord?

Edward no apartó su furiosa mirada de la prisionera.

—Al parecer la joven que encontraste ayer es muy lista. Nos ha engañado a todos y ha estado dejando pistas. Alerta a los hombres, tal vez nos estén siguiendo.

Marcus clavó las espuelas a su montura y se dirigió hacia los soldados.

El normando la agarró por el brazo y, ante su resistencia a seguirlo, tuvo que arrastrarla hasta su montura.

—¿A quién queríais alertar? ¿A vuestro amante? ¿A vuestro padre?

—¡Sí! —gritó ella—. ¡Sí, sí y sí! ¡Y pronto, muy pronto, mi padre os atravesará con su espada, normando, porque es el mejor guerrero de toda Escocia!

—¿De veras? Entonces seguro que lo conozco. —Ella apretó los labios con gesto obstinado—. Vuestro padre no es ese tal Sinclair de Dounreay, tal y como insistís, ¿verdad? Un hombre tan insignificante nunca me atacaría y ambos lo sabemos. Entonces, ¿a quién estáis esperando, Marie? ¿Es ése siquiera vuestro nombre?

Su pregunta sólo obtuvo silencio.

Furioso, Edward la subió con brusquedad a la silla. Ella se tambaleó y tuvo que dar un pequeño salto hacia delante para permanecer fuera de su alcance. Al normando no le importó. La agarró con dureza y la colocó sobre la silla como si fuera un saco de grano. Luego se subió al caballo detrás de ella e hizo una señal hacia sus hombres. Al instante, la comitiva se puso a medio galope.

Isabella cerró los ojos y se dejó llevar por un momento de desesperación. No debía angustiarse. En realidad, debería estar eufórica. Había engañado al normando. Pero no sentía ninguna alegría sino algo parecido al terror. El instinto de Isabella le decía que el heredero bastardo le haría pasar por un infierno. Angustiada, no podía evitar mirar de vez en cuando hacia atrás con la esperanza de ver al ejército escocés en el horizonte. Pero no vio nada, y a cada milla que recorrían sentía cómo sus esperanzas se hundían un poco más. ¿Dónde estaba su padre?

Cuando llegaron a la cima de un risco, Edward detuvo bruscamente su montura, haciendo que Isabella chocara contra su poderoso cuerpo. Las palabras del normando sofocaron cualquier protesta que pudiera haber hecho.

—Habéis perdido, milady —aseguró—. Ya hemos llegado. Mirad, ahí está Alnwick.

El pavor la invadió de tal manera, que ni siquiera se dio cuenta de que agarraba con fuerza el antebrazo de su captor y que le clavaba las uñas en la cota de malla. Habían llegado... y ella estaba perdida. Delante se encontraba Alnwick, su prisión.

El sol se estaba poniendo. Oscurecidos en parte por la penumbra, los muros de piedra de Alnwick parecían negros e impenetrables. La fortaleza estaba situada sobre una colina natural rodeada de un cerco inexpugnable cavado por el hombre. Los gruesos muros exteriores de la zona defensiva del castillo estaban intercalados con altas e imponentes torres vigía, que resguardaban la torre principal de la fortaleza iluminada en ese momento por la tenue luz de la puesta de sol.

Isabella sintió que la invadía el abatimiento. Si no conseguía escapar y no la liberaban u ofrecían un rescate por ella, tenía pocas esperanzas de volver a ver su hogar y a sus parientes, porque contra un lugar así no podría sostenerse durante mucho tiempo un ataque. Ni siquiera una ataque comandado por Charlie.

Avanzaron por un puente levadizo y atravesaron la puerta de hierro en dirección al castillo, siendo recibidos por el saludo de una docena de hombres armados. Dentro había al menos doce construcciones: cuadras para los caballos, tiendas para los artesanos del castillo, cuarteles para los excedentes de caballeros, despensas y almacenes de suministros. También había gente por todas partes: mujeres llevando gallinas debajo del brazo para hacer caldo, niños arreando cerdos, carpinteros trabajando con sus aprendices, herreros y mozos de cuadra, sirvientes y esclavos. El ruido era ensordecedor. En medio de la cacofonía humana se escuchaban los ladridos de los perros de caza, el graznido de las gallinas, el relinchar de los caballos, el repicar del yunque del herrero y el estruendo del martillo del carpintero. Había gritos, risas, y órdenes que se daban lacónicamente. Isabella nunca había estado en el interior de una fortificación tan grande; era más grande que la mayoría de los pueblos escoceses y desde luego mucho más grandiosa que su propia casa, el fuerte real de Edimburgo.

Alcanzaron los escalones de entrada al castillo y el normando la bajó al suelo con facilidad. Isabella se tambaleó un poco; tenía las piernas rígidas tras haber pasado el día a caballo. Edward se deslizó a su lado y luego la guió con firmeza hacia las escaleras.

—No tengáis miedo —le espetó la joven al tiempo que liberaba su brazo—. Está claro que no tengo hacia donde correr aunque deseara hacerlo.

—Me alegra que tengáis el buen juicio de pensar así.

—No estaríais tan satisfecho si supierais lo que realmente pienso.

—Al contrario, me encantaría conocer vuestros pensamientos más íntimos.

Aterrada, Isabella apartó la vista. Temía que la tenacidad del normando fuera superior a la suya.

Llegaron a la segunda planta y entraron a un inmenso salón. Dos grandes mesas de caballete dominaban la sala formando un ángulo. Una de ellas, la más elevada, estaba vacía. Allí sería sin duda donde tomarían asiento el conde y su familia. En las mesas bajas estaban sentados un gran número de caballeros y hombres de armas, tomando la cena que servían las doncellas de la cocina, supervisadas por el chambelán del castillo; otros soldados jugaban a los dados, borrachos.

De todos los muros colgaban bellos tapices de colores vividos, el suelo estaba cubierto de juncos frescos dulcemente aromatizados con hierbas y había un fuego encendido en una inmensa chimenea de piedra. Isabella se dio cuenta sorprendida de que no había ni un solo perro de caza en el lugar. Frente al fuego estaban colocadas dos sillas grandes y talladas con cojines en el asiento, idénticas a las que había en la cabecera de la mesa principal. La joven se quedó paralizada durante un instante al pensar que el conde de Masen estaba allí, cuando vio una cabeza dorada en una de aquellas sillas.

Pero se trataba de un hombre joven, un año o dos mayor que ella, que estaba sentado solo. Al verlos entrar, se puso de pie con agilidad y se acercó a ellos. Tenía los ojos azules y era muy apuesto. Su piel parecía dorada por el sol de verano.

—Saludos, hermano —dijo el desconocido. Pero su mirada azul oscuro estaba clavada en Isabella, a quien le dirigió una sonrisa irresistible.

—¿Debo dar por sentado que tu presencia aquí es significativa? —preguntó Edward con sequedad. De pronto, su tono cambió volviéndose imperativo—. Y Jasper, ella es mía.

El aludido miró por fin a su hermano e hizo una reverencia burlona.

—Por supuesto. Me inclino ante el heredero. Y sí, me envía el rey, como sin duda habrás adivinado.

Isabella se puso tensa. El comentario posesivo de Edward se volvió irrelevante. Podría serle de mucho valor a su padre mientras se viera obligada a permanecer allí, convirtiéndose en la espía que su secuestrador creía que era y enterándose de los planes más secretos del enemigo.

—Todo está bien, hermano; relájate. —Edward colocó su poderosa mano en el hombro rígido de Isabella—. Hablaremos más tarde. ¿Cuándo tienes que regresar?

—Inmediatamente. —Jasper miró a la joven y volvió a sonreír. Sus labios esgrimían una sonrisa burlona que no aparecía en sus ojos—. ¿No vas a hacer las presentaciones? ¿Tienes miedo de que me prefiera a mí? ¿Y acaso no tenemos aquí suficientes criadas, o es que ya las has probado a todas?

Edward ignoró la broma.

—Marie, este insolente es mi hermano pequeño, Jasper, capitán de las tropas del castillo del rey. Ignorad sus comentarios. Además, él es el seductor, no yo.

Isabella dudó de las últimas palabras de Edward. Sin duda, los dos hermanos eran predadores en lo que se refería al sexo opuesto. No se parecían físicamente, siendo uno tan rubio y el otro tan moreno, pero ambos eran llamativos y ninguna mujer sería inmune a ninguno de los dos. La joven no le devolvió la sonrisa al hermano de su captor y se limitó a mirarlo con recelo.

La mirada de Jasper se volvió interrogativa y miró alternativamente a Isabella y a Edward.

—Es mi invitada —le aclaró su hermano mayor con sequedad con la clara intención de ahorrarse más preguntas.

—Qué afortunado eres —murmuró Jasper. Tras dirigirles a ambos una última mirada, se alejó unos pasos para contemplar el fuego.

—No soy vuestra invitada —le espetó Isabella furiosa, incapaz de contenerse y apartándole la mano—. A los invitados se les trata bien y son libres de entrar y salir. ¿Ni siquiera a vuestro propio hermano le habláis con sinceridad?

—¿Vos me acusáis de no hablar con sinceridad? —Edward le dedicó una mirada fría.

—Sí. —Se sonrojó, pero se negó a ceder.

Él levantó una mano. Isabella no pensó que tuviera intención de golpearla, sin embargo, no pudo evitar estremecerse. Pero el normando se limitó a deslizar un dedo por la suavidad de su mejilla, demorándose en la comisura de su boca.

—Sois vos quien está interpretando una farsa.

—No —murmuró la joven apartándose—. Ya he explicado por qué voy vestida así. Debéis soltarme de una vez.

—Parecéis desesperada, milady. Confesad vuestra verdadera identidad ahora y hablaremos de vuestra libertad.

—¡Después de que me hayáis violado!

Edward la miró fijamente.

—Tal y como os he asegurado antes, no habrá ninguna violación.

Ella le sostuvo la mirada. ¿Cómo era posible que estuviera a punto de creerlo?

—Cuando os lleve a la cama, lo disfrutaréis. —El normando le dirigió una sonrisa lenta y fría, y ella no pudo moverse ni responder—. Ayer tuvisteis suerte. Hoy... hoy me he cansado de este juego.

La joven encontró por fin la voz, que resultó demasiado ronca para su gusto.

—Esto no es ningún juego.

La sonrisa de Edward era más fría que antes, pero sus ojos brillaban con más fuerza.

—Si deseáis perder la virginidad, hacédmelo saber de inmediato. —Ella se quedó atónita—. Nunca he sido capaz de resistir asestar el golpe final, milady. Me refiero en una batalla —añadió con suavidad—. Ha llegado el momento de la rendición.

—No —susurró Isabella al tiempo que sentía cómo una marea hirviente recorría su cuerpo helado.

—Sí —murmuró él seductoramente.

—Pero... —La joven estaba mareada, le resultaba difícil pensar con coherencia—. ¡Pensé que ibais a enviar espías a Liddel para averiguar si os estaba diciendo la verdad o no! ¡Eso sin duda lleva su tiempo!

—Está claro que si tenéis algún valor me lo diríais antes de que arruine vuestra virtud a ojos de otro hombre.

Seguían con las miradas clavadas el uno en el otro. A ella le latía el corazón con fuerza, le estaba resultando difícil respirar, pensar. Sólo sabía que no podía, no debía decirle quién era.

—Se me está agotando la paciencia. Si sois quien decís que sois, seréis mi amante después de esta noche —afirmó Edward con rotundidad.

El silencio se interpuso entre ellos como el golpe de una espada. Isabella estaba pálida. Se agarró las manos con fuerza, intentando desesperadamente resolver el dilema en el que él la había colocado. Si insistía en que era Marie Sinclair la haría su amante, pero no podía revelarle su verdadera identidad. Cuando habló, sintió los labios secos y rígidos.

—Soy Marie Sinclair.

Su respuesta fue inmediata.

—Mi habitación es la primera subiendo las escaleras. Id y esperadme allí. —Ella apretó la mandíbula. No se movió, pero tampoco apartó la vista—. Id y esperadme allí —volvió a ordenarle Edward en voz baja.

Sus miradas seguían entrelazadas, fijas. A la joven se le ocurrió pensar que, ya que tenía que enfrentarse a aquella fatalidad, era una locura entrar en guerra con aquel hombre. No podía ganar. Debería rendirse, tal y como él había asegurado que terminaría por hacer, y revelarle quién era. Tórridas y apasionadas imágenes le invadieron la mente; imágenes de una pareja haciendo el amor, imágenes de ella con Edward de Cullen... No podía traicionar a su padre, el rey, a quien amaba y respetaba más que a nadie en el mundo.

Isabella irguió los hombros, alzó la barbilla y se alejó de él. Durante un instante, el normando no se movió y se limitó a observar cómo subía por la escalera de caracol. Luego, hizo un gesto señalando con el dedo, y uno de sus soldados se materializó al otro lado del vestíbulo para acompañar a la joven a sus aposentos.

El silencio reinó en el salón mientras los hermanos la observaban marchar. De pronto alguien soltó una carcajada. Siguieron varias risas y se retomaron las conversaciones. Uno de los caballeros le dio una palmada en el trasero a una criada cuando le rellenó la copa de vino, arrancándole un chillido y un salto que hizo que se derramara el líquido de la jarra. Se tiraban los dados, se hacían apuestas.

Jasper se giró hacia Edward arqueando una ceja.

—¿Qué es esto? ¿Una doncella reticente? —Su curiosidad era evidente—. ¿Por eso te fascina tanto? Mi hermano mayor no se deja llevar por la lujuria normalmente.

Edward se acercó al estrado, subió y se sentó a la mesa. El chambelán se materializó a su lado con un recipiente de vino tinto de borgoña, que sirvió a su señor en una copa.

—Lo que me intriga es el misterio que encierra.

Jasper tomó asiento a su lado.

—¿De veras? —Parecía escéptico—. ¿Acaso no te agrada su rostro?

—Después de todo soy humano. ¿Qué diferencia hay? Ella me revelará esta noche su identidad y no tendré que cumplir mi amenaza —explotó, exasperado.

—Si se trata de una dama —dijo Jasper—, se rendirá antes. Ninguna dama de alta alcurnia regalaría su virginidad a cambio de nada.

—Sí. —Edward esperó a que llegara una doncella con bandejas de carne, pan y queso, y las pusiera sobre la mesa. Después, le ordenó—: Llévale carne y vino a la invitada que espera en mis aposentos.

—¿Y le prestarás atención a pesar de eso? —preguntó Jasper dudando.

—Tendré que hacerlo, ¿no? —Su expresión resultaba oscura e impenetrable. Ella se rendiría, le confesaría su identidad y él la devolvería al lugar del que procedía, después de cobrar el rescate que exigiría.

—No hagas ninguna tontería —le advirtió Jasper, serio—. Recuerda lo que acabas de decir.

—Gracias por tu confianza, hermanito.

El aludido se encogió de hombros.

—El rey está deseando saber lo que has averiguado.

—Se puede conquistar Swanter. Pero acabaríamos con la paz —dijo Edward en voz baja.

—Él no está interesado en la paz. Está interesado en asegurarse el norte para poder centrarse en otro lado. —El normando gruñó. Su hermano no le estaba diciendo nada que no supiera—. Deberías darme un informe completo —sugirió Jasper.

—Por la mañana —repuso Edward suspirando. Su hermano asintió con la cabeza, agarró su taza de aguamiel, bebió, y se reclinó en la silla.

—Te traigo noticias.

—¿De padre? —preguntó al tiempo que se servía un trozo grande de pan.

—No, de Tanya Denaly. —Edward mantuvo silencio mientras Jasper pasaba el dedo por su cubierto—. Te manda sus más cariñosos recuerdos.

—Y yo los míos.

Su hermano se giró para mirarlo directamente sin ningún pudor.

—Pero no del modo que le entregarás tu cariño a tu cautiva esta noche si descubres que es verdaderamente la pequeña Marie.

—Ya es suficiente.

—No conoces a lady Denaly. Apenas has hablado con ella. Yo, sin embargo, he tenido bastantes oportunidades de observarla desde que llegó a la corte. No es una mujer corriente. La dama con la que vas a casarte dentro de tres meses se sentiría muy desgraciada si supiera que has instalado a una amante en tus aposentos.

—No temas —contestó su hermano con sequedad—. No tengo ninguna intención de poner en peligro mis relaciones con Tanya Denaly.

Dicho aquello, Edward salió hacia los muros. Sólo había unos cuantos vigilantes en las torres, y encontró la soledad que buscaba. Se dirigió al muro que estaba más al norte y miró por encima de las almenas. Era un ritual nocturno que hacía en Alnwick: observar sus dominios.

Toda la tierra que se veía, hasta donde alcanzaba la vista, pertenecía a su padre, Carlisle de Cullen, y algún día sería suya: La ancestral Umbría del norte. Edward experimentó una fuerte oleada de orgullo y un sentimiento de posesión. Su padre había llegado a Inglaterra con su señor, William, duque de Normandía, y había luchado a su lado en Hastings veintisiete años atrás. Era el hijo menor sin tierras de un conde normando en busca de las riquezas de una nueva tierra. Había sido el mando militar de más confianza de William el Conquistador desde las campañas previas de Maine y Anjou, y su reputación había crecido después de Hastings. Enseguida lo recompensaron con Aelfgar por su lealtad y sus progresos militares. Y con el permiso y el apoyo del Conquistador, Carlisle había ido empujando sus fronteras hacia el norte y el oeste hasta que rodearon todo el territorio que no era suyo. Así se hizo con todo su poder.

Edward era muy consciente de que algún día todo el poder de Masen sería suyo. Había nacido bastardo, ya que sus padres no pudieron casarse hasta que el conde quedó viudo. Pero su padre lo había nombrado heredero. Era una gran responsabilidad, una carga pesada; carga que había asumido el mismo día que lo enviaron como protegido del rey a la tierna edad de seis años. Pero nunca se había cuestionado su deber hacia su padre y hacia Masen. Ni entonces, ni ahora, ni durante los años intermedios. Un hombre tenía que hacer lo que debía. Había aprendido aquella lección el mismo día que salió a caballo de su casa escoltado por los hombres del rey para no regresar hasta una década más tarde. Casarse con la heredera de Essex, Tanya Denaly, no era más que otra responsabilidad que debía asumir.

Llevaban dos años y medio prometidos y por fin iban a casarse aquella Navidad, ahora que ella había cumplido la mayoría de edad. Carlisle habría querido que la unión hubiera tenido lugar dos años atrás, pero el tutor de Tanya no quiso ni oír hablar de ello. La joven le proporcionaría a Edward una inmensa propiedad en Essex, y lo que era más importante, muchas monedas de plata. Su familia siempre estaba necesitada de dinero. Al contrario de lo que ocurría con otros grandes condados ingleses, Masen llevaba la pesada carga de mantener las defensas militares más al norte de Inglaterra, algo extremadamente caro.

Por otro lado, el matrimonio de Edward con Tanya Denaly convertiría Masen en un lugar peligrosamente independiente, hecho que no complacería al rey. Pero Rufus necesitaba autofinanciarse, ya que estaba decidido a hacer su propia guerra contra su hermano mayor, Robert, con el objetivo de reunificar Normandía e Inglaterra. Al rey no le convenía contar además con el gasto adicional de subvencionar a Masen en sus guerras contra Escocia, así que permitió aquella unión entre las poderosas casas de Essex y Masen.

Edward se dio cuenta de que sus pensamientos habían generado una gran tensión en su interior. Su deber era mantener seguro el norte, y durante dos largos años había caminado por la cuerda floja para conservar una frágil paz, respondiendo a cada incitación que ocurría en la frontera una por una, consciente sin embargo de que no debía contraatacar con toda su fuerza para no hacer volar en pedazos la tregua. No había sido tarea fácil.

Estaba cansado.

Tenía ganas de casarse, porque la dote de Tanya aligeraría la carga generada por las constantes guerras que siempre acarreaba a la espalda.

De pronto, recordó las palabras de advertencia de Jasper y soltó una maldición. Él era un hombre prudente, en absoluto impulsivo ni precipitado, pero su decisión de tomar a aquella mujer que se hacía llamar Marie como prisionera no había tenido nada de prudente. Su belleza y su engaño lo intrigaban, y la había secuestrado. Esperaba descubrir que no tenía un gran valor y así poder llevársela a la cama, aunque lo dudaba mucho. Ningún hombre en su posición pondría en peligro su matrimonio con una heredera por otra mujer, por muy deseable que fuera. Una breve aventura, si tenía la suerte de conseguirla, no pondría en peligro su alianza con los Denaly. Pero la joven no podía quedarse en sus aposentos. Había actuado de nuevo con precipitación al enviarla allí, ya que se trataba de una peligrosa falta de etiqueta. Su prometida se pondría furiosa si se enteraba de que tenía una mujer en su dormitorio. En cuanto hubiera manejado su siguiente confrontación la sacaría de allí.

Tenía que resolver el misterio que ella suponía. Cuando se viera enfrentada a una ruina inminente, no tenía ninguna duda de que confesaría su engaño, revelaría que era una dama de alta cuna y él la mandaría de regreso por donde había venido, intacta, como había jurado que haría. Le costaba trabajo imaginar que la iba a dejar marchar sin acostarse con ella, pero lo haría si tuviera que hacerlo.

Solo le quedaban tres meses para casarse con la heredera de Essex. Pero aquel pensamiento ya no le proporcionaba placer.

Edward se enfureció al descubrir que Marie lo había desobedecido una vez más. No estaba esperándolo en sus aposentos como él le había dicho que hiciera. Pensativo, se desnudó de cintura para arriba. Los poderosos músculos de su espalda se tensaron y definieron todos los tendones de los brazos, marcando sus bíceps. Tenía el estómago plano y duro como una roca; su cuerpo era el de un caballero, esculpido por años de práctica con la espada y la lanza y años de combate.

Se encontraba más que molesto. Estaba perplejo por la confusión que había sentido de pronto en lo que se refería a su matrimonio con Tanya Denaly. ¿Cómo era posible que su prisionera, fuera hermosa o no, despertara aquellas emociones tan extrañas en él?

Su ira creció por momentos. Ya le ardía la sangre y la joven todavía no había entrado en sus aposentos. Por primera vez, Edward se preguntó si podría tener el suficiente control como para negarse a sí mismo aquel deseable cuerpo; algo que tendría que hacer en cuanto ella se desenmascarara. Pero se recordó a sí mismo que no tenía elección.

De pronto, su hermana entró a sus aposentos. Él agradeció aquella brusca interrupción a sus inquietantes pensamientos, aunque no le gustó que lo sorprendiera medio desnudo.

—Deberías llamar Elizabeth —le advirtió, girándose para darle la espalda y ponerse una camisa.

Era una adolescente precoz y muy astuta. Edward temía que algún día lo encontrara en algún pasatiempo inadecuado a ojos de cualquier dama, y más a los de una tan joven. Ella le sacó la lengua.

—¿Por qué?

Su hermano reprimió una sonrisa. Todavía no había visto a Elizabeth desde su regreso. Sin duda, había estado haciendo alguna travesura por el castillo.

—Porque es de buena educación. —Edward trató de torcer el gesto—. ¿Qué clase de recibimiento es éste?

Elizabeth se lanzó a sus brazos y él la abrazó un instante, incapaz de contener una oleada de orgullo. Todo el mundo quería a su hermana y, desde luego, él también. Era inteligente, demasiado hermosa y todavía no se había comprometido. Edward sabía que Carlisle estaba esperando el momento oportuno, pero pronto le encontraría un esposo y conseguiría otra poderosa alianza para los de Cullen. Creía, aunque no estaba seguro, que su padre pretendía casarla con el hermano pequeño del rey, Henry Beauclerc. El príncipe tenía pocas tierras pero mucho dinero, porque su padre, el Conquistador, le había entregado Normandía a su hijo mayor, Robert, e Inglaterra a William Rufus. Al hijo pequeño le había dejado sólo una gran fortuna. Edward lo conocía bien por los largos años que había pasado en la corte del Conquistador y no estaba muy seguro de aprobar aquella posible unión.

—¿Dónde has estado esta tarde? —preguntó mirándola con afecto.

—Oh, por ahí —respondió ella misteriosamente. Pero al instante esbozó una sonrisa angelical—. ¿Por qué debería llamar? Estás solo. Escuché a través de la puerta para asegurarme.

Él abrió los ojos de par en par e Elizabeth dio un paso atrás, riéndose.

—Ya no soy una niña, Edward —aseguró con arrogancia. Ella era la única que se atrevía a utilizar aquel diminutivo para dirigirse a él—. Sé lo que haces por la noche con las criadas.

Edward no podía creerlo. No sabía si reírse o regañarle.

—¿Qué es exactamente lo que crees que hago con las criadas?

—¡Padre dice que si nace un bastardo más en Alnwick te dará con la fusta como si tuvieras doce años! —afirmó con alegría.

—¿Ah, sí? —Tuvo que contener una carcajada—. Todavía no has contestado a mi pregunta, Elizabeth.

—¿Crees que soy idiota? Tú haces bebés, Edward, y a las criadas les gusta, lo sé porque las he escuchado hablar de ti.

Esta vez se quedó muy quieto.

—Las has oído hablar —repitió—. Y dime, fisgona, ¿qué decían?

—Bueno... —Elizabeth puso sus ojos azul oscuro en blanco—, dicen que estás muy bien dotado... que eres fuerte...

—¡Ya basta! —Escandalizado, se abalanzó sobre ella, pero su hermana lo esquivó riéndose—. Confío en que no tengas ni idea de lo que estás hablando —gruñó—. Pienso decirle a nuestra madre que andas fisgoneando... ¡Y nada menos que con las sirvientas!

Elizabeth parecía herida. Herida de verdad.

—¡Madre me enviará con el padre Bertold! —aseguró con voz temblorosa. Sus ojos grandes y luminosos se clavaron en los de Edward, dulces e inocentes como los de un cervatillo—. Te prometo que ya no escucharé más, de verdad. No se lo cuentas a nuestra madre.

Él suspiró, desesperado. Elizabeth era demasiado adorable, siempre lo había sido, y algún día dominaría a su esposo sin que se enterara.

—No se lo diré por esta vez —la tranquilizó—. Pero Elizabeth, no me pongas a prueba.

Ella se mordió el labio. Ahora estaba seria. Ambos sabían que a partir de aquel momento ya no podría seguir manipulándolo.

—¿Por qué está Marie prisionera?

—¡Ah! Así que has conocido a la misteriosa Marie. Yo prefiero considerarla mi invitada.

—Ella dice que está prisionera y que debes liberarla.

—¿Te ha pedido que me digas eso?

—Sólo sé lo que ella me ha dicho. —Su hermana permanecía expectante.

Edward volvió a enfadarse con su invitada. ¿Acaso pensaba manipularlo a través de su hermana? ¿Tan astuta era?

—¿Dónde está?

—En la sala de las mujeres. ¿Por qué te tiene tanto miedo?

—Tu curiosidad por los asuntos de los demás será tu perdición algún día, Elizabeth. Si eres lista, recordarás mis palabras y lucharás contra ese defecto.

La joven estaba decepcionada pero siguió en sus trece.

—¿Significa eso que no vas a decirme qué le has hecho?

—No le hecho nada —dijo. Y luego añadió—: Todavía. —Elizabeth parpadeó—. Ve a buscarla, tráela aquí y luego reúnete con Jasper.

No quería que su hermana anduviera curioseando al otro lado de la puerta de sus aposentos. Ella asintió con la cabeza, con los ojos todavía abiertos de par en par, y se marchó. Edward se quitó la camisa. Había llegado el momento de que Marie Sinclair revelara la verdad sobre sí misma.

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Capítulo 3: ¿ Invitada ó Prisionera? Capítulo 5: ¿Quien eres?

 
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