EL ESCLAVO DEL PLACER.....(+18)

Autor: Monche_T
Género: + 18
Fecha Creación: 06/01/2013
Fecha Actualización: 26/09/2013
Finalizado: SI
Votos: 18
Comentarios: 123
Visitas: 69757
Capítulos: 25

"FINALIZADO"

 

Cuando la anticuaria de Santa Fe Isabella Swan  fue curiosamente dirigida a comprar un abollado joyero, nunca hubiera imaginado que este contendría su propio y personal esclavo para el amor. Especialmente el alto, oscuro, pecaminoso y guapo Edward (un hombre difícil de resistir, decidido a cumplir todos sus deseos). Aunque Edward era un pícaro tanto en la batalla como en el dormitorio, hacer el amor a Bella no se parece a nada qué haya conocido. Sin embargo, revelar la verdad de su corazón podría romper el hechizo de siglos de antigüedad y separarlos para siempre. Y Edward haría lo que fuese por quedarse como amante de Bella..… aún siendo un esclavo por toda la eternidad.

 

Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer y la historia es una adaptacion del libro "The pleasure Slave" de Gena Showalter.

 

Mi otra historia: "No me olvides" http://www.lunanuevameyer.com/sala-cullen?id_relato=3552

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Capítulo 11: COMPRAS

DEDICADO ESPECIALMENTE PARA

CARO, NEMESIS, JENNI, KIMBERLY

 

 

REGLA 8: Retrasarás tu placer por el de tu Ama.

Bella maldijo por lo bajo mientras caminaba, pisando con fuerza, hacía el coche. Los hombres eran taaaaan increíblemente obstinados.

Al ordenarle a Edward que regresara a casa y al negarse a decirle a Jacob la verdad, había herido el orgullo de Edward, tratándolo como un esclavo en vez de cómo

un hombre. Pero sus acciones habían sido inevitables. El permitir que Jacob creyera que tenía a su amante viviendo con ella, no era la mejor forma de ganarse su afecto. Además, había querido evitar toda confrontación, evitando así la ejecución de Jacob.

Con el oscuro mal humor de Edward, Jacob podría haber dicho algo inadecuado por casualidad, que podría haberlo hecho saltar. Edward habría desenvainado su daga, y Jacob se habría derrumbado en el suelo, en posición fetal, gritando por su mamá y chupándose el pulgar. Luego Edward lo habría matado.

Bella resopló con repugnancia. Los hombres no eran un premio; eran un tormento. Una enfermedad en la sociedad, y en este momento, ella no podía pensar en ninguna sola razón por la cual había decidido seducirlos.

Era mejor esta sola.

Sola.

La palabra se repetía en su mente una y otra vez, luchando contra sus sueños y deseos más profundos, hasta que sucumbió a la verdad. Ella realmente no quería estar sola. Ella quería el maldito cortejo entero. Con velas a la luz de la luna. Con promesas de amor eterno. Con música suave, dulce y caricias. Con cuerpos calientes enredándose. Ella quería sentirse hermosa, admirada y maravillosamente especial.

Como Jacob era tan simple y tímido como ella, sabría cómo se sentía, el por qué quería aquellas cosas, y haría todo lo que estuviera en su poder para darle lo que tanto ansiaba. Estaba segura de eso. Pero ahora tenía que quitarle el miedo a enfurecer a su —hermano—, algo que podría llegar a ser considerablemente difícil, ya que Edward prácticamente lo había partido en dos con un mero fulgor.

Oh, Anímate, Bella. Ella había levantado su negocio con nada más que su ingenio, y podría construir una relación con Jacob del mismo modo. Sólo porque su seducción había tomado un giro inesperado, sólo porque no pudiera verlo o contactar con él de ninguna forma hasta que sus lecciones con Edward terminaran, no se rendiría. Ella esperaría, y cuando fuera el momento adecuado, haría planes. Quizás para entonces Jacob la encontraría tan irresistible que se hincaría de rodillas y se le declararía al instante.

Sintiéndose más ligera, más libre, canturreó por lo bajo mientras abría el maletero de su coche. Minutos más tarde, encontró el paquete de calzoncillos negros y extra-grandes y, colocándoselo bajo el brazo, regresó a la casa. Edward holgazaneaba sobre el sofá de la sala de estar y, hasta en su relajada postura, irradiaba furia y autoridad.

Su ligero humor desapareció y tragó aire.

—Encontré tus calzoncillos, —dijo ella, colocando el paquete encima de la mesita.

Sin mirarla, él contestó,

—Gracias, ama.

Su tono fue cortante y acerado como un cuchillo, y la culpa se desplegó profundamente en su interior.

—No quería ordenarte que entraras, Edward, pero no me dejaste otra opción. Estabas enfadado, y no quería que descargaras tu ira sobre Jacob.

Nada. Ninguna respuesta.

—Él no es tan fuerte como tú, —siguió ella—, y si le hubieras hecho daño, te habrían detenido.

Cuando Edward siguió sin moverse, ignorándola de todas las maneras, luchó contra un dolor agudo en el pecho. ¿Había causado un daño irreparable a su orgullo? ¿Había arruinado su creciente amistad?

—Edward, por favor, dime algo.

—¿Es una orden?

—No.

Sólo el silencio la saludó.

Después de una breve vacilación, ella salió de la habitación.

Edward la observó marcharse, odiando su existencia como jamás lo había hecho antes. Ella lo había deshonrado, lo había avergonzado y lo había rechazado. Unas circunstancias que había soportado miles de veces antes, pero que ahora eran aún más potentes al mezclarse con su necesidad de poseer y conquistar.

Él era el encargado de cuidarla y sabía lo que era mejor para ella.

¡Maldita sea, lo sabía! Ella podría desafiarlo, atraerlo y enfurecerlo. Podría confundirlo con su ilógico discurso. O, la mayoría de las veces, simplemente cautivarlo. Pero ninguna de aquellas cosas importaba. Tenía que mantenerse inflexible, guardar las distancias. Algún día ella moriría, o incluso hasta podría perder su caja, y él continuaría atado a otra mujer.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Se relajaron. Se tensaron otra vez. El pensamiento de Bella sola, sin alguien que se preocupara de ella, no le sentó muy bien.

Inspirando profundamente, captó un pequeño atisbo de la aún persistente fragancia de Bella. Se inclinó hacia adelante y estudió los retratos que descansaban sobre la mesita que tenía frente a él. En una, Bella posaba al lado de una muchacha algo más mayor y, mientras que los ojos de Bella eran verdes, los de la otra muchacha eran grandes y azules. Ambas eran unas alegres adolescentes, y Bella no se parecía a la cascarrabias que él sabía que era. En la otra, las mismas muchachas estaban tumbadas sobre una alfombra de hierba verde esmeralda, con sus brillantes ojos mirando al cielo, con sus labios levantados en unas sonrisas tristes y melancólicas.

La misma sonrisa que Bella tenía antes de alejarse hacía sólo unos momentos.

Él no podía dejar las cosas como estaban.

Poniéndose en pie, siguió la dirección que ella había tomado, aunque no sabía lo que iba a hacerle o decirle.

La encontró en el cuarto de aseo, preparándose un baño. Un chorro de agua caía de una pequeña apertura, llenando un contenedor blanco y alargado. Una bata larga, azul la cubría de los hombros hasta los dedos de los pies. Su pelo estaba trenzado en lo alto, como una corona, con algunos mechones sueltos sobre sus sienes. Ella parecía tan pequeña en este mismo momento, tan frágil.

Verla así fue como si lo atravesaran con lanzas de ternura. Ella era vida y belleza. Era completa y pura inocencia. A veces, como ahora, él se sentía como si fuera indigno de mirarla siquiera. Ella se merecía sólo la felicidad.

Los últimos vestigios de su cólera desaparecieron, y él sacudió la cabeza con asombro. ¿Cómo conseguía calmar sus agitadas emociones tan rápidamente? ¿Cómo podía hacerle sentirse tan enojado... y luego tan calmado? No sabía la respuesta.

—Te agradezco lo de la ropa interior, Bella.

Con un jadeo de sorpresa, ella miró hacia la puerta. A él. Cuando sus ojos se encontraron, su expresión se suavizó.

—De nada —dijo ella—. Antes no quería hacerte daño. Yo...

—Lo sé. No pasa nada. —contestó él, tomando prestada una de sus palabras favoritas, y apoyando el hombro contra el marco de puerta. El aromático vapor llenaba el pequeño espacio, envolviéndola como una caricia amorosa

Mientras lo miraba, ella se mojó los labios con la lengua y, tal como antes, su aliento se atascó en su garganta. La tentación de empujarla contra la fría pared, de llenarla con el calor de su carne y de romper el silencio del cuarto con sus gritos de placer, lo invadió. Y ella gritaría. Él se aseguraría de ello.

Edward tuvo que obligarse a permanecer donde estaba. Control. Necesitaba controlar sus emociones.

—Después de que te bañes, —dijo él—, me gustaría ir a ese centro comercial tuyo. —Él prefirió no pensar en el entusiasmo y la diversión que solía haber en los mercados, ya que sabía que la visita a tal lugar le traería recuerdos de sus amigos y de las muchas cosas que hacía tanto tiempo eran imposibles para él. Pero él deseaba pasar más tiempo con Bella, conseguir que sonriera de nuevo. Quería verla vestida con la ropa que él le escogiera... pero sólo porque le había dado su palabra, se forzó a añadir.

Se dirigieron al centro comercial Bella y Edward. Ella trató de no pensar en el rótulo de Cerrado sobre la ventana de su tienda y a los clientes que miraban a través del cristal, confusos y enfadados.

Con un suspiro, caminó al lado de Edward, dirigiéndose a una pequeña tienda de ropa donde sólo tenían las marcas más de moda. Incluso en vaqueros y camiseta –y calzoncillos, pensó esperanzada- Edward generó bastante expectación femenina. No es que a ella le preocupara. Él podía atraer a todas las mujeres que quisiera con su depredador contoneo y extraños ojos.

Las uñas de Bella se clavaron en su palma cuando reconsideró su último pensamiento. El idiota no tenía que atraer a nadie, no después de estar de acuerdo con su primera regla. La fulminante mirada que le dirigió contuvo bastante calor como para incinerarlo. Sorprendentemente, los ojos de él no se fijaban en ninguna otra mujer.

Poco a poco, los músculos de su cuerpo se relajaron. No estaba celosa, se aseguró. Simplemente protegía su inversión. Su tutor. Si alguien lo apartaba de ella, ¿quién le daría sus lecciones de etiqueta? Nadie, nadie lo haría.

Soy patética, pensó.

Mientras tanto, Edward se zambullía en su aventura con la impaciencia de un adolescente encerrado en una habitación llena de mujeres desnudas. Una vez que alcanzaron la tienda Coco’s, él saltó de un estante a otro, recogiendo toda clase de pendas en su camino.

—Te probarás éste. Y éste. Y éste. —Él sostuvo una corta, roja y arrugada Tira-Elástica, algo que apenas se le podía llamar vestido. Una maliciosa intención brilló en sus ojos—. Éste sería divertido de quitar.

—No llevaré eso, —le dijo ella, negando con la cabeza.

—Sí, lo harás.

—Es tan... sexy. Demasiado sexy para mí.

—Bella, Bella, Bella. No existe nada demasiado sexy para ti.

—Necesito ropa conservadora. No me sentiré cómoda exponiendo tres cuartas partes de mi piel.

Él arqueó una ceja.

—¿Quién es el experto aquí?

—Tú, —admitió ella de mala gana.

—Exactamente. —Él agarró otro ajustado vestido, éste de un corriente y vaporoso blanco. Sin cesar, continuó hasta que ella tropezó bajo el peso de la ropa. Al cabo de un tiempo, los músculos de sus brazos temblaban con el esfuerzo.

—No necesito tantos, —refunfuñó ella.

—Una vez serví a una mujer que insistía en tener al menos cien vestidos para escoger cada día, —dijo Edward, mientras buscaba a través de un nuevo estante.

—Bueno, bueno, ¡hooolaaa! encanto, —dijo una voz fuerte y masculina—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Sí, gracias. —Aliviada, Bella estiró el cuello hasta que pudo ver por encima del montón de ropa—. Necesito algún lugar donde poner estos vestidos...

El dependiente ni siquiera la estaba mirando. Él miraba fijamente a Edward, total y completamente traspuesto. Ella casi se rió y rodó los ojos con exasperación. La palabra —encanto— debería de haberla avisado. Los hombres por lo general se referían a ella como —¡Eh!, tú—.

—Soy Gary —dijo el dependiente a Edward—. Seré tu asesor personal. O todo lo que tú quieras que sea.

Gary tenía el hermoso pelo negro cortado a la moda, justo por encima de su cuello. No llevaba ninguna joya salvo el anillo de ónice negro sobre su índice derecho. Era más alto que la media; el final de su cabeza alcanzaba los hombros de Edward. Su ropa estaba perfectamente combinada y en general, presentaba un conjunto bastante atractivo. Era bastante obvio que deseaba embadurnar el desnudo cuerpo de Edward con nata montada y lamerlo como si fuera un helado. No dejaba de mirar el cuerpo entero de Edward con unos ojos que parecían decir: Como-me-gustaría-tener- visión-de-rayos-X.

Edward no pareció notarlo.

—No necesitamos ayuda, —dijo él.

—Sí, la necesitamos —dijo a su vez Bella—. Voy a comprarme un nuevo guardarropa y necesito toda la ayuda que pueda conseguir.

—Excelente, excelente. —Perdido en el fantástico macho que era Edward, Gary le echó una rápida mirada, una que decía, ¿todavía estás aquí? Ella no pudo culparlo por su falta de atención. Ella misma a menudo se encontraba en un apuro cada vez que Edward se acercaba—. Lo lamento, pero no he pillado su nombre, encanto, —le dijo él a Edward.

—No lo lancé. —Edward cogió la mano que le ofrecía Gary, la examinó, y luego la dejó caer.

—¿Estás seguro que no hay nada que pueda hacer por tí?

—Sí. Estoy más que seguro.

Bella dudaba que Edward comprendiera que le estaban echando los tejos, y ella no iba a ser quien se lo dijera. De hecho, tenía que desviar la lujuria de Gary antes de que la situación se transformara en una de muerte y desastre.

—¿Le importaría ayudarme a llevar estas prendas a un probador? —le preguntó, extendiendo los brazos y dejando caer el bulto de golpe—. Realmente se lo agradecería.

Finalmente él le prestó toda su atención.

—Me encantará ayudarla, querida. —Con gesto imperial, chasqueó los dedos y otra dependienta voló a su lado—. Recoge esto y llévalo al cuarto probador.

La joven muchacha, de no más que veintidós años, se inclinó, levantó toda la ropa y luego comenzó a alejarse, aunque lentamente.

— ¡Espera! —La llamó Gary bruscamente. La muchacha se congeló. Con sus dedos índice y pulgar, él apartó una falda blanca de punto, de lo alto del montón—. A no ser que quiera parecer anticuada, —le dijo a Bella, con tono correctamente disgustado—, esto se queda fuera. Tu cuerpo pide a gritos cualquier cosa que te estilice. Estoy pensando en unos zapatos de tacón. Adelgazantes pantalones negros. Camisa gris oscuro. En cuanto a la talla... —Él rodeó su cintura con las manos—. Treinta y ocho, ¿verdad? Justo la treinta y ocho.

Con una velocidad y agilidad en desacuerdo con su gran tamaño, Edward fijó al dependiente contra la pared, dejando los pies del pobre hombre colgando en el aire. Cada centímetro de él aparentaba ser un asesino frío, duro, con un destello depredador en su mirada fija y con un músculo temblándole nerviosamente en la mandíbula.

—Nada de toqueteos a mi mujer. ¿Entendido?

Lejos de estar asustado, Gary cerró los ojos con abandono, como si acababa de entrar por las puertas de paraíso.

—Posesivo, ¿verdad? me gusta eso en un hombre.

—¿Lo entiendes? —exigió Edward, articulando cada sílaba.

Bella estaba a punto de ordenarle a Edward que liberara al dependiente, cuando Gary habló.

—Oh, sí, entiendo. Pero ¿y a ti? —Una sonrisa lenta jugó en los labios de Gary, y sus entrecerrados párpados se abrieron, revelando un sugestivo e impaciente destello—. ¿Está permitido tocarte?

Edward lo liberó como si acabara de transformarse en desechos nucleares, y Gary cayó al duro suelo de madera con un ruido sordo. Gracias a Dios que ella tenía guardada la espada de Edward, sino él podía haber despellejado vivo al dependiente.

¿Pero le diste un cuchillo, recuerdas?

Sus ojos se abrieron ampliamente. Estúpida, estúpida, estúpida: El sudor perló su frente mientras ella echaba un vistazo alrededor de la pequeña tienda. La gente los miraba abiertamente, algunos preocupados, otros simplemente divertidos. Con su velocidad de guerrero, Edward podría cortar a Gary en tiras antes de que pudiera pronunciara una sola palabra para detenerlo.

—No has contestado a mi pregunta, encanto. —Gary le dirigió a Edward un coqueto guiñó—. ¿Está permitido tocarte?

—No, —gruñó él—. Ningún toque. Ni a mí. Ni a Bella.

El alivio se estrelló contra ella como las olas de un océano. La inminente amenaza de ataque había pasado. Todos vivirían.

Intrépido, Gary simplemente continuó.

—¿Qué dices de esto? —Él caminó arrastrando sus pies a través de un estante de pantalones y, con una floritura, sacó un sedoso y negro par—. Estos le darán a tu mujer un toque fashion, querido. Completamente fashion.

Sin parecerse ya a un nubarrón de ira, Edward se acarició la barbilla, dándole a los pantalones una cuidadosa inspección.

—No. Quiero que Bella lleve un vestido suave y femenino, que fluya alrededor de sus tobillos. Eso quiere decir que nada de drocs.

—Nada de pantalones, —tradujo ella.

—Si eso es lo que quieres, encanto, eso es lo que tendrás. —Con un movimiento rápido de muñeca, Gary abandonó los pantalones—. Por aquí, —llamó él, guiándolos. Bella lo siguió, con Edward pegado a sus talones—. Aquí es, querida, y no seas tímida. Queremos ver todo lo que te pruebas. Absolutamente todo.

—Te lo mostraré, —dijo ella severamente, y esperó, dando golpecitos con el pie, a que se marchara.

Él captó la indirecta.

—Desde luego, desde luego. —Riendo con placer, agitó una mano a través del aire—. Simplemente mantendré al gran hombre ocupado, ¿de acuerdo?

Su buen humor sobrepasó al suyo, y ella le dedicó una sonrisa propia.

—Eso me gustaría, gracias.

Edward abrió la boca para protestar, pero ella cerró de golpe la puerta y echó el cerrojo. Bella se quitó los vaqueros y su camiseta. Vestida sólo con un sujetador y unas bragas dispares —siguiente artículo para comprar: ropa interior—dedicó un tiempo a estudiarse en el espejo. Un foco colgaba directamente sobre ella con su implacable luz brillante. Ella giró a la izquierda, luego a la derecha y a la izquierda otra vez, con una mueca tirando de sus labios todo el tiempo. Fuera cual fuera el ángulo, la imagen era la misma. Poco atractiva. Las dietas nunca funcionaron con ella, demonios, así que nunca se parecería a una delgada modelo. Una treinta y ocho en una mujer pequeña, no era lo mismo que en una alta.

—Es el espejo, el espejo de pared, —refunfuñó ella, girando para verse el trasero. Su ceño se hizo más profundo. Por alguna razón, su culo hoy parecía considerablemente más grande. ¿Cómo era posible? ¿Se reproducían las células de la gordura? Antes de que ella misma se indujera un buen pánico, desvió la atención a otra parte. Sus pechos eran bonitos y grandes. ¿Qué pensaría Edward de ellos? se preguntó, para luego regañarse por preocuparle.

—Tal vez deberíamos olvidarnos de los vestidos y dejarte tal como estás. Ningún hombre podría resistirse a esto.

El corazón se le paró de golpe y Bella pronunció un grito de terror al girarse… sólo para encontrarse con Edward que la miraba. A causa de su inmensa altura, su cabeza sobrepasaba la puerta del probador, dándole una perfecta vista del interior.

Ahora mismo, sus ojos ardían con el mismo calor que había llameado a la vida justo antes de que él la hubiera besado.

—¿Qué haces? —chilló ella, cogiendo un vestido y apretando la prenda contra su cuerpo, moldeándola. Su sujetador y bragas cubrían las zonas cruciales, pero eso no la salvó de la vergüenza. O la excitación.

La sonrisa que él le dio a Bella, recordaba a la un niño travieso que acabara de encontrar un trozo de caramelo olvidado bajo un cojín del sofá.

—¿Pensé que debía permanecer cerca por si me necesitabas?

—No te necesito, —contestó precipitadamente ella—. Lo juro.

El fuego en su mirada ardió aún más fuerte, como si ella le hubiera ofrecido una ardiente insinuación y tuviera toda la intención de aceptarla.

—Ah, pero en verdad me necesitas, pequeño dragón, —dijo él suavemente—. Lo haces. —Las siniestras palabras sonaron como una promesa y no tuvieron nada que ver con la renovación de su vestuario—. Pronto te demostraré cuanto.

Ella decidió cambiar de tema antes de que su lengua se volviera de caucho y su cuerpo un tembloroso bulto de necesidad. Si sólo su olor no fuera tan seductor o pareciera tan eróticamente peligroso. Tan… apetitoso.

—¿Don...dónde está Gary?

En un segundo, Edward perdió su aire apasionado. Sus mejillas empalidecieron y le dijo en un susurro estrangulado,

—Ese hombre me desea, Bella. ¡Cómo amante!

—Lo sé, —contestó, y rezó para que él no notara la repentina risa en su voz

No hubo suerte. Sus ojos se entrecerraron.

—¿Lo sabes?

—Bueno, sí.

—¿Y aún así me dejaste a solas con él?

Sus labios se apretaron, y ella contestó de nuevo,

—Bueno, sí.

Mirándola, él tamborileó los dedos sobre la repisa de la puerta.

—Quizás no debí de hacerle lo que le hice.

Un jadeo se escapó de su garganta. Juntando sus cejas, ella se imaginó extremidades cortadas y suelos de madera empapados en sangre.

—No mataste a Gary, ¿verdad?

Sólo el silencio la saludó, haciendo que la sangre en sus venas se cristalizara como el hielo.

—Edward, por favor dime que no lo mataste.

—No lo hice, —admitió él finalmente—. Lo encerré en una cámara de almacenaje.

—¿Muerto o vivo?

Sus hombros se enderezaron, y su expresión se volvió más seria.

—No mataré a tu gente, Bella.

Una especie de alivio la atravesó, sólo para desaparecer rápidamente, substituida por la consternación cuando ella recordó su estado de desnudez. Despachándolo con las manos le dijo.

—Ve a ponerlo en libertad, Sr. Tom Peeping.

—Soy Edward.

—Mira, este es el probador de las mujeres —Cuando no se alejó inmediatamente, ella añadió—. Y eso significa que los hombres no están permitidos.

—Durante tus lecciones, —dijo él con un filo de determinación en la voz—, yo estoy al mando. La compra de ropa nueva es parte de la lección, y eso significa que, ahora mismo, tú me obedeces a mí. Y quiero quedarme.

Maldita sea, la había pillado. No podía romper esa regla, no cuando ya había roto una esta misma mañana.

Desesperada, ella optó por la única opción posible. Con ojos suplicantes, dijo,

—Por favor, Edward. Te lo ruego. Ve a buscar a Gary y ponlo en libertad antes de que nos metamos en problemas. —Y antes de que ella se muriera de la mortificación.

Edward se puso rígido y la miró con una perturbadora emoción que no pudo identificar, o que tal vez no quiso identificar. Aunque pudo ver un atisbo de dolor, tanto dolor que se preguntó cómo podía él sobrevivir.

—¿Estás bien? —Preocupada, cerró la distancia entre ellos hasta que sólo la puerta impidió que sus pechos le tocara y apretó su mano contra la suya—. ¿Qué pasa? De repente estás pálido.

La furia y la incredulidad se reflejaron en las duras líneas de su cara.

—Me rogaste, —declaró él con frialdad—. Me rogaste que me marchara.

—Sí, lo hice. —¿Qué tenía eso que ver con esto? Exasperada ahora, ella le dirigió una severa y sensata mirada—. Por favor, ¿puedes marcharte ya? Quiero vestirme.

Sin otra palabra, él se dio la vuelta y se alejó.

Apresúrate, apresúrate, apresúrate, repetía su mente mientras Bella se ponía los vaqueros y la camiseta. Ella intentó no preocuparse por lo que habría pensado Edward de su pobre excusa de cuerpo. Tapada por fin, agarro al azar diez de los vestidos que él había escogido, más algunos pantalones de un estante cercano y se apresuró a pagar. Estaba recogiendo el cambio cuando Edward se acercó a su lado, con Gary detrás de él.

—Hice como deseaste, —dijo Edward rígidamente.

—Gracias. —Ella echó un rápido vistazo al dependiente —él la miraba enfadado pero vivo— y luego enfocó toda su atención en Edward—. Quiero visitar algunas tiendas más antes de que volvamos a casa. —Ella se había tomado el día libre, y por Dios, que iba a terminar de hacer sus compras.

—¿Y los vestidos?

—Ya los he pagado.

—Quería vértelos puestos.

¿Había un poco de lloriqueo en su tono

—Te los enseñaré más tarde, ¿vale? —¡Cuándo pueda cambiarme detrás de una puerta cerrada!

—¿No conoces el significado de la frase “estar al mando”? —gruñó él.

—Al parecer no, —refunfuñó ella.

Con deliberada tranquilidad, él apoyó su cadera contra el mostrador.

—Quizás tenga que darte una lección de obediencia, en vez de seducción.

Bella se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—Inténtalo, tipo duro, y conseguirás una lección de karate.

—Debo admitir, que cada vez estoy más y más intrigado por ese karate tuyo. ¿Es, quizás, un deporte que practicas desnuda?

—Sólo en los días lluviosos, —contestó ella secamente—. Ahora vamos. —Cargados de bolsas, visitaron tres tiendas más, comprando zapatos, accesorios y sí, atrevida ropa interior, que ella consiguió mientras Edward estaba distraído con las —asombrosas delicias— de los perritos calientes y las patatas fritas que encontró en un puesto de comida rápida.

No importaba a donde fueran, él siempre se cernía detrás de ella. Necesitaba protección, le dijo, por lo tanto él la protegería. Fin de la historia. Si un hombre la miraba de una forma remotamente hostil (o amistosa), su encantador y juguetón esclavo del placer, se transformaba en un demonio del infierno. Él fruncía el ceño, gruñía, y apretaba los puños.

Exasperante. Simplemente exasperante.

En casa, ella lo plantó delante de la TV mientras tomaba otro relajante baño de espuma. Como cualquier hombre, Edward se sintió fascinado por el mando a distancia.

Genial

 

GRACIAS CHICAS POR SU APOYO; SUS VISITAS Y SUS VOTOS, ESPERO LES HAYA GUSTADO ESTE CAPITULO, A MI ME HIZO REIR ¿A USTEDES?

Capítulo 10: ¿HERMANO? Capítulo 12: INICIAN LECCIONES

 
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