Cuando desperté escasas horas después, encontré a Elizabeth sosteniéndose sobre la camilla de Edward, tratando de convencerlo que bebiera. Él sólo balbuceó en respuesta, oponiéndose dentro sus ilusiones inducidas por la fiebre.
“Te diría que deberías estar descansando, pero se que no escucharías,” dije. Elizabeth levantó la mirada con una sonrisa sombría. Su cara estaba tan agotada, me hizo querer llorar.
“Él es mi hijo,” dijo simplemente. “Si sobrevive, lo que sea que me pase en un costo aceptable.”
“Descansa ahora,” sugerí. “¿Al menos mientras yo estoy despierta? Él no querría que te esforzaras así. El costo no sería aceptable para él.”
“Cierto,” aceptó a regañadientas, largándome la taza de agua. “Aunque odio este sentimiento de que no hay nada que pueda hacer. Es más fácil cuando estoy haciendo…algo.”
La ayudé a regresar a su propia camilla; se movía con paso vacilante. “Se como te sientes. Desafortunadamente, no parece haber mucho que podamos hacer sobre ello.”
“La peor clase de problema,” suspiró Elizabeth mientras se recostaba de nuevo sobre su almohada. “¿Me despertarás? Si algo -”
“Por supuesto,” prometí.
Cayó en un profundo sueño, y yo me obligué a despertar por completo, para hacer las cosas que necesitaban ser hechas. Fui a conseguir agua fría de nuevo y un poco de caldo para tratar de alimentarlos, si despertaban. No quería tener que dejarlos más de lo necesario.
El día pasó lentamente. Principalmente, traté de mantener sus frentes y cuellos fríos y los miré dormir. Elizabeth estaba más tranquila; su fiebre permaneció manejable, pero Edward…Edward empapaba sus sábanas con sudor mientras daba vueltas. Era…horrible. Peor, incluso, que ver a Jane torturándolo en Volterra. Dolor era algo que mi Edward podía manejar; él era casi invencible. Pero el chico en la cama era frágil, humano, y tan, pero tan…rompible.
En algún momento de la tarde, Edward regresó a la realidad, sólo por un ratito. Fue suficiente para que estirara su mano por mí, para que me sonriera mientras me cernía sobre su cama.
“¿Cuánto tiempo has estado aquí?” preguntó.
Traté de forzar un poco de caldo dentro de su boca mientras respondí. “Casi 24 horas.”
Tragó frunciendo el ceño. “¿Has dormido?”
“Un poco.” Forcé otra cucharada sobre él.
“Bella…deberías ir a casa…descansar. No te tendré tumbada en el hospital también.” Verlo tratar de ser protector cuando estaba tan claramente indefenso hizo que mi estomago se retorciera infeliz.
“Tu me conoces mejor que eso.”
Edward suspiró. “Si no lo logro, Bella, necesito que estés segura.” Sus ojos me suplicaron; yo me alejé.
“No te preocupes por mi ahora. Necesitas concentrarte en mejorarte -”
“La caja fuerte, en la casa,” interrumpió, agarrando mi mano para evitar que lo silenciara con sopa; su palma estaba sudorosa. “La combinación es ocho-uno-siete-cinco, por favor, promete que recordarás. Dejé tanto dinero como pude…”
“Shh,” insistí. “Recordaré, lo prometo. Por favor, Edward. No quiero pensar sobre eso ahora.”
“Bella…a pesar de todo, un día nos casaremos…” masculló. Sus ojos estaban llenos de sudor, y supe que estaba perdiéndolo de nuevo. “En un hermoso prado…”
Mis lágrimas chocaron, demasiado calientes, contra mi mano. “Si, Edward. Lo haremos. Te lo prometo.”
Él no volvió a hablar, arrastrado una vez más bajo el hechizo de la fiebre. Me senté impotente a su lado, sabiendo que nada de lo que hiciera borraría su sufrimiento. Así que lloré. Era aceptable, aquí entre dos pacientes durmiendo, aún aferrándome a su mano. Edward no me vería de este modo; no importaba si yo dejaba que las emociones salieran corriendo de la única forma en que sabía hacerlo.
Salté cuando sentí una cálida mano cubrir la mía de manera confortante. Levanté la mirada para ver a Elizabeth despierta y mirándome con comprensión.
“Mi hijo está muriendo,” dijo. Si hubiera sido una pregunta, podría haberla alentado a ser positiva, que todos ellos tenían una oportunidad. Pero no fue una pregunta; ella sabía la verdad tan bien como yo, y era evidente en sus ojos.
“Pero tu,” continuó. “Tu conoces una forma de salvarlo.”
Me quedé sin aire. “Qué – qué te hace pensar –”
“Cuando te vi por primera vez,” explicó con cuidado, “noté dos cosas. La primera era que amabas a mi hijo. La mirada en tus ojos no podría ser confundida por algo menos. Y la segunda era que llevabas mi anillo de compromiso. Pude haber pensado que eras una ladrona, si yo no hubiera tenido el anillo sobre mi propio dedo.”
“Oh,” dije en voz baja, mi corazón latiendo nerviosamente. Me las había arreglado para esconder quien era tan bien de Edward, pero Elizabeth había sabido todo el tiempo que yo tenía un secreto.
“Sólo podía imaginar una forma en que la tendrías el mismísimo anillo – que mi hijo te lo hubiera dado, después que yo falleciera…en el futuro.”
No sabía que decirle, dónde comenzar a explicar.
“No tienes que decir nada,” continuó. “Probablemente es mejor si no lo haces. Pero tu amigo –el doctor-. El extraño. Lo conoces de tu época, ¿cierto? Y él es el que puede mantener a mi hijo con vida.”
Asentí lentamente, sorprendida. ¿Era así como Edward se había sentido ante mi sencilla reacción frente el mundo de los vampiros? No podía creer que Elizabeth me estuviera hablando sobre viajes en el tiempo como si fuera un tema tan banal como el clima.
“Bien,” suspiró, cerrando sus ojos una vez más. “Siempre que él sea salvado, puedo descansar tranquila.”
Cuando ella estuvo dormida, dejé que las lágrimas cayeran un vez más.