EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
Visitas: 109197
Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 8: CAPITULO 8

CAPÍTULO 8

De juerga

Aún tenía palpitaciones cuando, minutos más tarde, me detuve en Park Avenue con la intención de parar un taxi. Pero, claro, en esta ciudad de ocho millones de personas, siempre parece que todas menos unas pocas quieren un taxi al mismo tiempo que yo. Ese día no era una excepción. Agitaba los brazos desesperadamente, haciéndole señas a un taxi tras otro, sin que me hicieran caso.

Ya casi me estaba dando por vencida, resignándome al metro, cuando, dos calles más allá, un conductor hizo un movimiento temerario y atajó casi horizontalmente por el parque, deteniéndose con un chirrido delante de mí a sólo unos centímetros de pisarme la punta de los pies. Abrí la puerta de atrás y me introduje en el vehículo.

—Vamos a la Segunda Avenida con la calle Dos —dije apresuradamente, mientras me instalaba en el resbaladizo asiento trasero—. Y, por favor, rápido.

El conductor asintió en silencio y comenzó a avanzar en dirección al tráfico, que al parecer se había detenido ante un semáforo. Cerré los ojos y me recliné en el asiento, deseando que la luz cambiase pronto y el tráfico se pusiera en marcha.

Pero claramente los hados no estaban dispuestos a conceder mis ruegos ese fin de semana.

De repente sentí un fuerte golpe en la ventanilla. Dada la suerte que había tenido en las últimas veinticuatro horas, sumado al hecho de que recibir un golpe en la ventanilla en pleno Manhattan raramente es algo bueno, abrí los ojos alarmada. Mi mente comenzó a considerar horrendas posibilidades. Quizá se tratara de un psicópata que blandía un cuchillo. O un ladrón con máscara de hockey y una nueve milímetros.

En lugar de ello, al mirar por la ventanilla vi a un hombre con aspecto de loco, aferrado a la manilla de la puerta. Dejé escapar un grito ahogado.

—Es Edward Cullen —dijo el conductor del taxi con un fuerte acento de la India. Se había vuelto para mirar por la ventanilla, sorprendido.

—Sí, es él —admití lentamente.

Fuera, Edward trataba de decirme algo, al tiempo que hacía malabarismos con una taza de café, una manzana, un plátano, una magdalena y un cruasán. El conductor y yo nos limitamos a contemplarlo.

Edward me hacía gestos con desesperación, mientras luchaba por que el desayuno no se le cayera al suelo. Se lo veía como si estuviese a punto de comenzar algún tipo de número circense.

—Y bien, ábrale —dijo el conductor, que daba la impresión de que iba a empezar a babear en cualquier momento—. ¡Es una gran estrella!

—¿Debo hacerlo? —murmuré de mala gana, comenzando a sentir pena por Edward, muy a mi pesar. Vencí la tentación cuando se le cayó el plátano y pareció verdaderamente desolado. Alrededor de nosotros, el tráfico comenzaba a ponerse en movimiento, pero el conductor del taxi se quedó donde estaba, al igual que Edward.

—¡Sí! ¡Sí! —me respondió desesperado el conductor, ajeno a los bocinazos que le dirigían—. ¡Vamos, ábrale la puerta!

Con desgana, me estiré para abrirle la puerta a Edward, que inmediatamente suspiró aliviado.

—¡Bella! —dijo, colorado por el esfuerzo—. ¿Por qué has tardado tanto en abrirme?

—Tengo que volver a casa, Edward —le dije, tratando de sonar severa.

Sin pronunciar palabra, me ofreció la magdalena (que parecíaser de arándano) y el cruasán. Sosteniendo aún el café y la manzana, se deslizó en el taxi, se puso la manzana sobre las piernas y cerró la puerta.

—Son para tu desayuno —dijo, indicándome con un gesto de la cabeza las pastas que me ofrecía, como si ése fuera el anuncio más normal del mundo. Miré la magdalena y el cruasán en sus manos, sin saber qué decir—. Te harán sentir mejor. Es bueno comer productos a base de harina cuando tienes resaca.

—Gracias, señor médico de cabecera —dije entre dientes.

Edward me ignoró.

—Y aquí tienes una manzana, pero ya te la daré luego —dijo—. También te traía un plátano, pero se me ha caído. Y una taza de café. Pero tencuidado de que no se te vuelque.

El conductor nos miraba por el espejo retrovisor. Ahora que la luz del semáforo había cambiado a rojo, los bocinazos habían amainado y ya estábamos de nuevo trabados por el tráfico.

—Encantado de conocerlo, señor Edward Cullen —dijo el taxista, quien aparentemente se había armado de coraje para saludar a su nuevo pasajero. Su rostro se había puesto rojo—. Es un honor tenerlo en mi taxi.

—¡Oh! —exclamó Edward, mirando al conductor, como si lo sorprendiera descubrir que estaba ahí—. Gracias. Para mí es un placer estar aquí —repuso; sonaba como si estuviese aceptando un Oscar. Tuve que contener la risa. Parecía sincero. Se volvió para mirarme como si esperase que fuera a decir algo.

—Esto... gracias —dije al fin, mirando la magdalena y el cruasán, que parecían deliciosos—. Pero, Edward...

—¡Aguarda! —me interrumpió él triunfalmente, al tiempo que rebuscaba en su bolsillo. Al cabo sacó de allí una botella de agua y me la mostró—. Esto también es para ti. Te ayudará a superar la resaca.

Finalmente me di por vencida y comencé a reír.

—Edward... —empecé a decir. No sabía cómo proseguir—. No tenías que molestarte...

Pero en algún lugar muy dentro de mí estaba encantada con lo que él había hecho.

—Discúlpeme, señor Edward Cullen... —intervino el conductor, volviendo a interrumpir la guerra en miniatura que se desarrollaba entre la Bella Profesional y Ética, y la Bella Engañada y Sedienta de Sexo—. Sería un gran honor tener un autógrafo suyo.

—Sí, sí, claro —respondió Edward amablemente.

El conductor le tendió un trozo de papel y él garabateó su nombre con un gesto rápido.

—Muchísimas gracias, señor Cullen —dijo el taxista, que cogió el papelito de la mano de Edward justo en el momento en que cambiaban las luces.

—De nada —repuso Edward con una sonrisa.

El taxi comenzó a avanzar entre sacudidas hasta perderse en el tráfico y me quedé mirando a Edward con desconfianza.

—¿Vienes conmigo? —le pregunté.

—Sí —dijo con firmeza, empleando un tono que dejaba claro que no era materia de discusión.

—¿Por qué? —pregunté, entrecerrando los ojos, confusa a medida que el taxi se adentraba en el centro de la ciudad. Era consciente de que, repentinamente, el corazón me palpitaba con violencia, y no sabía por qué. Edward sacudió la cabeza y cambió de tema.

—¿Por qué tenías que irte tan deprisa? —me preguntó amablemente. Antes de que pudiera contestarle, me hizo un gesto indicándome la magdalena—. Come algo —añadió, como si se tratara de un padre preocupado.

Me lo quedé mirando por un instante, me encogí de hombros y le di un mordisco a la magdalena. Aparentemente, iba a acompañarme me gustara o no. Bueno, y aunque me pese debo admitirlo: me encantó que lo hiciera.

Pensé por un momento antes de responder a la pregunta de Edward. ¿Qué podía decirle? Finalmente, me decidí por la verdad.

—No sé qué otra cosa hacer —admití después de tragar mi tercer trozo gigante de magdalena. Tenía más hambre de lo que pensaba. Edward me miraba con preocupación y me tendió la botella de agua. Bebí un buen trago y se la devolví—. Me siento tan avergonzada por todo lo que pasó... Creí que... si me iba, tal vez lograríamos olvidarnos de la cuestión, ¿entiendes? Quiero decir, yo no soy así. No suelo hacer esa clase de cosas.

—Lo sé —dijo Edward en voz baja, mirándome de cerca—. ¿Acaso crees que estaría haciendo esto si pensara que te comportas de ese modo todo el tiempo?

Reflexioné por un segundo.

—No —admití. Su razonamiento era plausible. Respiré hondo—. Es que intento con todas mis fuerzas mantener los límites profesionales en su lugar, y ahora, mira lo que he hecho. —Suspiré y me quedé en silencio por un instante. El taxi avanzaba lentamente—. Bueno, ahora me toca a mí hacerte una pregunta —añadí al cabo—: ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué me sigues?

Edward pareció ponerse a la defensiva por un instante. Luego se relajó.

—No sabía si tu novio todavía estaría en el apartamento —dijo finalmente, y me tendió la taza de café, sosteniéndome la mano mientras bebía un sorbo. Estaba perfecto: la cantidad de crema y endulzante exactos—. No quería que tuvieras que afrontar la situación sola, si todavía está allí —concluyó.

Lo miré fijamente por un instante, por encima de la taza.

—¿Me has seguido por si tenía que vérmelas con Jacob? —pregunté incrédula.

—Claro —contestó Edward, y habría jurado que se ruborizó—. No quería que tuvieras que estar sola con él, ¿sabes? No parece un buen tipo.

—No lo es —concedí, sonriendo a mi pesar. Era demasiado bueno para ser real.

Pero ése era el problema. Era el tipo perfecto —el hombre con el que toda mujer norteamericana soñaba—, y yo no podía ni tocarlo porque hacerlo equivaldría a violar aquello en lo que profesionalmente creía. De pronto comprendí el significado de «fruto prohibido».

Por no mencionar que, si alguna vez me entusiasmaba con él, sería totalmente inútil. Sabía por los recortes de prensa que su última novia formal había sido Kris Milán, la glamorosa y esbelta modelo. Su rostro perfecto se cernía sobre Times Square, no sólo desde el cartel de Calvin Klein, sino también desde el anuncio del perfume Dior y la publicidad de Volvo. No jugábamos exactamente en la misma liga.

—Gracias —le dije, dándome cuenta de lo aliviada que me sentía al tenerlo allí conmigo. Hasta el momento me había preocupado la posibilidad de topar con Jacob. Imaginaos su sorpresa si estuviera todavía en el apartamento y yo entrara con el soltero más codiciado de Hollywood—. De veras, gracias.

Edward bajó la vista.

—De nada —dijo suavemente. Me miró y sonrió amablemente—. Ahora, cómete el cruasán, ¿quieres? Te juro que te hará sentir mejor.

—Bueno —contesté, sonriendo yo también.

El taxi avanzaba lentamente y Edward, sentado a mi lado en silencio, me observaba comer.

 

 

El resto del viaje pareció durar una eternidad, y para cuando llegamos a la esquina de la Segunda Avenida con la calle Dos, me había despachado toda la comida que Edward había llevado, así como el agua y el café. En consecuencia, tenía la vejiga a punto de estallar.

—Ha sido un placer llevarlo en mi taxi, señor Cullen —dijo el taxista formalmente cuando bajamos del coche—. Y no le hablaré a nadie sobre usted y su amiga. Puede confiar en mí.

Edward sonrió y yo me ruboricé, furiosa.

—Gracias —dijo con seriedad al taxista, le pagó la carrera y le dio veinte dólares de propina. Nuestro conductor fanático de las estrellas se quedó estupefacto, mientras Edward y yo entrábamos en mi edificio.

Apenas atravesamos la gran entrada, corrí hacia las escaleras. Edward se quedó dos pasos detrás de mí. Mientras que yo subía los cuatro pisos resollando, Edward apenas parecía notarlo.

—Es aquí —dije jadeando apenas estuve ante la puerta. Metí la llave en la cerradura y la hice girar a toda velocidad.

Pero entonces me detuve de repente.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Edward, poniéndome una mano en el brazo con cara de preocupación.

—Sí —contesté, aunque no era cierto. Era como si no quisiera abrir la puerta.

—Oye, déjame entrar primero —dijo Edward tranquilamente, colocando su mano derecha sobre la mía—. Por si él está en casa.

Asentí. Edward me apretó suavemente el hombro, hizo girar elpomo y entró, mientras yo me quedaba esperando en el vano de la puerta.

Transcurrió lo que me pareció una eternidad. Finalmente, Edward regresó.

—No está —dijo sencillamente, mientras me abría la puerta para que pasara.

—¡Oh! —exclamé sin moverme del lugar.

—Entra —me urgió Edward.

Lo miré por un instante y se apartó, manteniendo la puerta abierta. Con cautela, crucé el umbral y entré en la cocina.

Todo estaba igual que el día anterior, el anterior a éste y el precedente. Casi esperaba que Jacob, con toda tranquilidad, saliese del dormitorio para decirme con indolencia que acababa de concluir un capítulo de su novela.

Pero no estaba allí. Nunca volvería a estar allí.

 

 

Cuando finalmente entré en el cuarto de baño, me quedé allí por un instante, inclinada sobre el lavabo. El cepillo de dientes de Jacob había desaparecido. Había sacado su crema de afeitar del botiquín. Sus maquinillas ya no estaban junto a la que yo usaba. Se había ido y sabía que debía sentirme contenta. Pero en algún lugar de mi interior, en un rincón que no debería existir en el corazón de una mujer que se respetase a sí misma, lo echaba de menos. Lo odiaba con toda la furia que había irrumpido el día anterior, cuando lo había sorprendido follando con otra, pero no podía ignorar la parte de mí que había pasado un año intentando desesperadamente que la cosa funcionara. No podía librarme del sentimiento de culpabilidad que me producía el haber fracasado de manera tan estrepitosa.

Contemplé mi imagen en el espejo. Me veía horrible. Tenía bolsas oscuras debajo de los ojos y el maquillaje que había usado para embadurnarme la cara en el baño de Edward poco había hecho para esconder el enrojecimiento que todavía tenía en los ojos, a causa del llanto de la noche anterior. Y para colmo, al otro lado de la puerta estaba la estrella de cine más atractiva de Estados Unidos, sin duda pensando en lo patética que yo era (por no mencionar lo penoso de mi aspecto).

Aspiré hondo. Edward Cullen me había ayudado cuando más vulnerable me había sentido, y nada podía hacer por evitarlo. Pero ahora me encontraba bien. Seguiría estándolo. Y tenía que alejarme de él antes de que la cosa llegara más lejos.

Intenté ignorar el hecho de que mi corazón latiera cincuenta veces más rápido que de costumbre debido a que Edward Cullen —el mismísimo Edward Cullen— se hallaba en ese momento sentado en mi cocina. Ignoré la incómoda fantasía que sigilosamente avanzaba en mi mente y que incluía a Edward Cullen, a mí, la mesa de la cocina y varias de las prendas que en ese momento vestíamos. Ignoré, o traté de ignorar, el hecho de que estaba enamorándome. Era algo fuera de duda, además de completamente inapropiado. Y se parecía a algo así como imaginarme que me había tocado la lotería.

Volví a cerrar los ojos y me juré que le pediría a Edward que se fuera, de la manera más amable, antes de que la situación fuese a más.

Jacob ya se había llevado los últimos jirones de mi dignidad personal. No dejaría que la situación que él había iniciado la noche anterior terminara también con mi dignidad profesional.

—¿Quieres un café? —le pregunté a Edward jovialmente, al tiempo que salía del cuarto de baño.

—Sí, claro. Gracias —contestó.

¡Maldita sea! Se suponía que diría «no», y por cierto, también se suponía que no debía verse tan sexy cuando me contestara.

—De acuerdo —dije con toda la frialdad de que fui capaz—. Voy a preparar una cafetera. Pero me temo que luego tendré que salir. He de volver a la redacción para terminar el artículo.

Eso había estado bien. No lo había echado. En verdad tenía algo que hacer, ¿no?

—¿El artículo sobre mí? —preguntó Edward, recostándose en la silla y sonriendo—. Espero que sea bueno. Te conviene pulirlo a fondo. Hazme quedar bien.

Sonreí y me pregunté de qué manera alguien podría hacer que él quedase mal. Era perfecto. De pronto estaba segura de que todo el asunto de su adicción al sexo no había sido más que un falso rumor.

—Voy a cambiarme de ropa —dije.

Encendí mi vieja cafetera Black & Decker, en la que tanto caféhabía preparado durante los últimos cinco años. Empezó a gorgotear de inmediato, y pude oler el reconfortante aroma.

—Pero la ropa que llevas puesta ya fue lavada y planchada —bromeó Edward.

—Es cierto —repuse—. Pero me encantaría que pudieras darte cuenta de que tengo más de una muda.

—¿Ah, sí? Bueno, veamos.

Hice un mohín y nos echamos a reír. Pude sentir cómo me observaba cuando entré en mi dormitorio y cerré la puerta detrás de mí.

Desde la cocina llegaba el aroma del café, mientras inspeccionaba lentamente mi cuarto, tratando de no pensar en la escena que allí había presenciado la noche anterior; intentando olvidar lo que había ocurrido en la cama que compartí con Jacob casi durante un año. La estancia se veía tan acogedora como siempre, lo que me resultó extraño, a pesar de no saber con certeza qué se suponía que debía esperar.

Miré en el armario y di un respingo al comprobar que la mayoría de la ropa de Jacob aún estaba colgada allí. Por la manera en que había vaciado el cuarto de baño, supuse que se había ido para siempre, llevándose todas sus cosas. Me quedé contemplando aquellas prendas por un instante, razonando que al menos tendría que hacerme una visita más. Sentí un nudo en el estómago, mientras trataba de decidir de qué manera iba a afectarme.

Cuando inspeccioné el resto del cuarto, me llamó la atención, en un rincón, un objeto que no me era familiar, y me acerqué para averiguar qué era.

Se trataba de un pequeño bolso Louis Vuitton que no me pertenecía. Estaba apoyado de costado, oculto a medias por la sombra del escritorio. Me quedé contemplándolo con recelo.

Di unos pocos pasos y me agaché junto al bolso, sintiendo de pronto una incomodidad que no atinaba a explicarme. Por un instante lo sopesé entre mis manos y lo hice girar pensativa. De inmediato supe que pertenecía a la mujer del cabello perfecto, de los pechos perfectos y de las piernas perfectas. ¿Acaso también tenía el bolso perfecto? Por supuesto que sí.

En su interior seguramente estaría la clave que me revelara la identidad de su dueña. Tenía que saberlo. Pero lo que no sabía erasi estaba preparada para volver a enfrentarme a ella, aun cuando esta vez sólo fuera a través de una foto minúscula y un nombre en los documentos.

—Edward, ¿podrías venir un momento? —llamé débilmente, y me senté en el borde de la cama.

—Claro —dijo, y oí sus pasos acercarse antes de llamar suavemente a la puerta—. ¿Estás visible?

—Sí —repuse, todavía con el bolso en la mano.

Abrió lentamente la puerta y entró.

—¿Estás bien? —preguntó, mirándome preocupado al tiempo que se sentaba a mi lado.

—Es de ella —dije, y al instante supo de qué le hablaba. Sostuve el bolso para que lo viera y finalmente lo miré.

Apoyó su poderosa mano sobre mi espalda; en su rostro perfecto había preocupación.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó en voz baja.

—Supongo que abrirlo —dije, y por un momento permanecí en silencio—. ¿Crees que estaría mal?

—Tienes todo el derecho del mundo a saber quién es —repuso Edward—. Siempre que así lo desees.

—Es que no sé si quiero —dije. Pero quería. Aunque sólo fuera para ponerle un nombre a la cara que había hecho que mi vida cambiara de rumbo. Más importante aún: tenía que saber si efectivamente ella había sido la mujer de la fiesta de Navidad. Y si era ella, ¿con quién había ido? ¿Acaso alguno de mis compañeros de trabajo había estado al corriente durante todo ese tiempo del ligue de Jacob?

—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Edward amablemente.

—Sí —respondí, aliviada por que él se hiciera cargo de la situación. Guardé silencio mientras lo contemplaba abrir la cremallera del bolso y hurgar en su interior.

Al cabo sacó una cartera Louis Vuitton. La abrió, la miró por un instante y me la pasó en silencio. Era un permiso de conducir del estado de Nueva York. Desde la minúscula foto del documento, ella me miraba sonriente. Tenía el cabello largo y brillante, tal como había visto el día anterior en persona, y los labios perfectamente pintados y carnosos. Su cutis era perfecto. Se la veía como si la hubiesen maquillado profesionalmente mientras hacía cola ante la oficina de permisos de conducir.

—Estella Marrone —leí en voz alta. Volví a repetirlo más despacio. Había algo que me sonaba, aunque estaba segura de no haberlo oído antes.

—¿Estás bien? —preguntó Edward, que, mientras yo examinaba los documentos, había empezado a frotarme la espalda lentamente.

De pronto se oyó un golpe seco en la puerta de entrada. Pegué un salto, asustada. No esperaba a nadie. Edward y yo intercambiamos miradas de desconcierto.

—Debe de ser Alice —dije. Seguramente se había preocupado al recibir mi mensaje y advertir que estaba borracha—. Mi mejor amiga —aclaré—. Espera un instante mientras voy a ver.

Dejé a Edward sentado en la cama y me encaminé hacia la puerta, sintiéndome repentinamente aliviada, a pesar de que Edward todavía estaba en casa y de que el rostro de la misteriosa Estella Marrone seguía dándome vueltas en la cabeza. Alice era la única persona en el mundo que sabría cómo hacerse cargo de la situación.

Para cuando llegué a la puerta ya estaba sonriendo, esperando quedar deslumbrada por la sonrisa de oreja a oreja de Alice y por su atuendo deslumbrante. Cogí el pomo, lo hice girar y abrí la puerta con una amplia sonrisa.

Sin embargo, cuando advertí que no era Alice quien estaba ante mi puerta, parpadeé con expresión atónita.

Era Tanya Delani.

Me quedé mirando boquiabierta a la jefa de la sección de moda de Mod, vestida de arriba abajo con cuero negro, a pesar de que era un cálido día de junio. Como de costumbre, tenía el cabello rubio y largo, muy lacio; las cejas perfectamente depiladas y delineadas, y el color de sus labios era rojo sangre. Su perfume invadía el corredor.

Se quedó mirándome en silencio, al parecer tan sorprendida como yo. Mi mente empezaba a acelerarse.

Oh, Dios santo. Alguien me había visto abandonar el hotel de Edward. Alguien había llamado a Mod. Margaret había enviado a la Trilliza en jefe para comprobar si el rumor era cierto. ¡Y ella creía que sí! ¡Edward estaba en el otro cuarto! ¡En mi dormitorio! Tanya lo vería, supondría lo peor, ¡y mi vida se habría acabado! ¿Cómo era posible que me sucediera eso?

Por fin, Tanya dijo:

—Hola, Bella. —Me miraba de un modo extraño. Echó un vistazo por encima de mi hombro hacia el interior del apartamento y, rápidamente, me moví a la derecha para bloquearle la vista. Todavía me sentía confusa por su aparición, pero no me olvidaba de Edward Cullen y de sus potenciales posibilidades de arruinarme la vida, si Tanya lo descubría.

—Esto... ¿Puedo ayudarte con algo? —pregunté rápidamente, esperando de ese modo abreviar su visita. Mi incomodidad aumentaba. Tarde o temprano, Edward saldría del dormitorio, y no tendría posibilidad de salvar mi reputación.

—No sabía que estabas aquí —dijo Tanya de manera críptica—. He venido a buscar el bolso de mi prima.

Por un instante, me quedé mirando al vacío y luego, cuando caí en la cuenta de lo que debería haber sabido desde el principio, el alma se me cayó al suelo. La mujer con la que Jacob había estado acostándose tenía un sorprendente parecido con Tanya Delani. El mismo cabello en oscuro, la misma nariz respingona, los mismos pómulos (aunque apostaría a que se trataba de implantes, tal vez realizados por el mismo cirujano plástico), los mismos pechos postizos. Por supuesto.

—¿Tu prima? —jadeé.

—Eso he dicho, ¿no? —replicó Tanya, puso los ojos en blanco y me miró como si yo fuera imbécil. Luego hurgó en su bolso y extrajo un cigarrillo que procedió a encender, dejando caer la ceniza en la entrada de mi casa y echándome el humo a la cara—. Será mejor que nos demos prisa. No tengo todo el día.

—¿Tu prima? —repetí estúpidamente. Tanya me miró con ojos centelleantes. No podía moverme. Aspiré hondo.

—Sí, Bella —me dijo, pronunciando despacio, con paciencia forzada, como si le estuviese hablando a un niño—. Mi prima, Estella. Dejó el bolso en el apartamento de su novio y me pidió que viniera a recogerlo. ¿Es tan difícil de entender?

—¿Su novio? —repetí con voz ahogada—. Era mi novio y éste es mi apartamento.

—Vaya —dijo Tanya, con aire de estar aburrida. Dio una larga calada a su cigarrillo y añadió—: Es una situación más bien incómoda.

Le temblaron las comisuras de los labios y sospeché que, de no haber sido por todo el colágeno que se había aplicado últimamente, se habría echado a reír. De pronto tuve ganas de agarrarla del cuello y estrangularla.

—¿Se conocieron...? —No sabía cómo terminar la frase ni siquiera sabía si quería saberlo—. ¿En la fiesta de Navidad? —concluí al fin.

—Sí, Bella —respondió Tanya lentamente—. Ahora dime, ¿vamos a estar aquí todo el día jugando a las preguntas y respuestas, o te limitarás a darme el bolso? ¿Sabes? Tengo cosas que hacer.

—¡Oh! —exclamé; la cabeza me daba vueltas. Aquello era demasiado.

—¿Oh? —se burló Tanya—. Mira, me está esperando un coche. No tengo tiempo que perder.

—Ya te traigo el bolso —dije. Apreté los puños e imaginé una escena en la que golpeaba a Tanya y Estella hasta hacerlas papilla, usando tal vez el bolso Louis Vuitton de Estella como arma. Aporreadas hasta la muerte, con un bolso Louis Vuitton. Un final adecuado para sus vidas superficiales.

Pero entonces advertí que Tanya ya no me prestaba atención. Dirigía la mirada por encima de mi hombro, y con horror supe incluso antes de volverme qué era lo que encontraba tan interesante.

—¡Esta debe de ser Alice! —exclamó jovialmente Edward cuando salió, sonriendo, del dormitorio. Cruzó la cocina a grandes zancadas y llegó hasta mi lado, colocando una mano protectora sobre mi espalda.

—No —murmuré mientras Tanya nos miraba atónita. Prácticamente pude sentir que mi mundo se hacía trizas—. Ésta es Tanya Delani, la directora de moda de Mod.

—Vaya —dijo Edward, confuso, pero todavía sonriendo amablemente. Era peor de lo que me había imaginado—. Encantado —añadió tendiéndole la mano—. Soy Edward.

—Sí, lo sé —dijo Tanya, estrechándole la mano. Se me revolvió el estómago. Me miró y añadió—: Bueno, bueno, bueno... ¿Qué tenemos aquí? —Me preguntó arqueando la ceja.

—No es lo que parece —tartamudeé—. En realidad, llegamos hace un minuto, y apenas lo conozco...

Tanya me cortó en seco, aún sonriendo peligrosamente.

—Oh, ya sé a qué se parece esto. —Miró a Edward con aire conspiratorio—. Yo salía con George Clooney, ¿sabes? Me complace comprobar que la pequeña Bella sigue mis pasos —añadió riendo disimuladamente—. A no ser que en realidad no estés saliendo con ella. —Soltó una carcajada.

—¿Por qué? —preguntó Edward.

Me volví hacia él, sorprendida (y un poco halagada) y advertí que su sonrisa había sido reemplazada por una mirada glacial.

—Creo que ella es maravillosa. Y qué curioso: nunca oí a George mencionar que saliera contigo.

A Tanya le brillaban los ojos, como si se dispusiera a degollar a Edward. Me apresuré a intervenir.

—Tanya se acercó un instante para recoger el bolso de su prima. —Edward, abrió los ojos asombrado.

—Pero veo que estoy interrumpiendo algo —dijo Tanya con picardía.

—Voy a buscar el bolso —dijo Edward secamente, dejándonos a solas mientras se marchaba por un instante.

Ella seguía sonriendo de manera cómplice, en tanto mi estómago volvía a amenazar con revolverse. Me distraje pensando de nuevo en la fantasía de golpear a Tanya con la cartera Louis Vuitton.

—Toma —dijo Edward a su regreso, y me sorprendió arrojándoselo en lugar de dárselo. Ella lo cogió diestramente y me sonrió con suficiencia.

—Estoy segura de que en Mod estarán encantados de enterarse de esto —dijo, con un tono peligroso en la voz—. Esto vale oro —añadió, y comenzó a retroceder. Pero, como si se le hubiese ocurrido algo, se detuvo y volvió a sonreímos de aquella manera—. Bella, querida, algo más: ese lápiz de labios te queda horroroso—. Considéralo un consejo —agregó mirándome con frialdad, como si me desafiara. Dejó caer el cigarrillo sobre mi felpudo color azul y amarillo y lo apagó con el tacón de su bota de cuero—. Hasta luego, tortolitos. Que tengáis un buen día.

Giró sobre sus talones y comenzó a descender las escaleras ruidosamente. Su risa ascendió por el hueco de la escalera a medida que bajaba y desaparecía de nuestra vista.

Capítulo 7: CAPITULO 7 Capítulo 9: CAPITULO 9

 
14437771 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10756 usuarios