EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 11: CAPITULO 11

CAPÍTULO 11

Flirteando

—¿Qué crees que hará? —le pregunté a Alice, mientras comíamos ensalada en Les Sans Culottes, un bistro francés en la calle Cuarenta y seis Oeste. Alice había insistido en llevarme allí para celebrarlo.

—¿Tanya? —dijo Alice, momentáneamente distraída por un camarero cuyo nombre escrito en la tarjeta de identificación era Jasper Whitlock—. Guapo, ¿no? —susurró, haciéndole ojitos cuando él miró en dirección a nosotras. El camarero sonrió tímidamente y regresó a la mesa que estaba atendiendo.

—Sí, Tanya —dije, tratando de no sonar exasperada. Debería haber supuesto que incluso el almuerzo era una buena oportunidad de conquista para Alice, la novia de los camareros—. Sé que la cosa no queda ahí. El modo en que me miró me puso la carne de gallina.

—Bella —comenzó Alice, suspirando y volviendo a prestarme atención—. Tal vez estás siendo excesivamente sensible sobre este asunto. Quiero decir que a ninguna de nosotras le gusta Tanya, pero tal vez no sea tan mala. Quizá se limite a seguir diciéndote ciertas cosas sobre Jacob para intentar molestarte, y eso sea todo.

—Quizá —repuse sin convencimiento alguno.

—De modo que no me parece que tengas que preocuparte por nada —dijo Alice de buena fe. Me observó preocupada, al tiempo que yo cortaba sin ganas una hoja de lechuga.

—No sé —dije finalmente—. Por el modo en que me miró... Pero ¿qué podría ser peor que hacerme despedir?

—Mira, ¡tienes razón! —exclamó Alice triunfalmente—. Si hubiese querido perjudicarte, sólo habría tenido que contarle la historia de Edward Cullen a Margaret, y te habrían puesto de patitas en la calle. De todos modos, ¿qué interés podría tener en hacerte daño?

—No seas tan ingenua —le dije—. Ya has visto cómo me mira, las cosas que dice. Me odia porque tengo éxito. Y ahora también está celosa de mí por otra razón.

—¿A qué te refieres? —preguntó Alice con cara de intriga, y por fin me prestó toda su atención. Al fin y al cabo, Jasper se había metido en la cocina y, por un rato, no había a quién mirar.

Me encogí de hombros.

—Me vio con Edward Cullen en mi apartamento —dije lentamente—. Es decir, ella siempre está dale que te pego con su supuesta relación con George Clooney, ¿no? Y aquí estoy yo, una compañera de trabajo a la que odia por ser quince años menor que ella. Tengo a la mayor estrella de Hollywood en mi apartamento, y todo hace pensar que pasó la noche allí. Es como si en realidad yo viviera su mentira.

Alice se quedó mirándome por un momento, y casi pude ver cómo los engranajes giraban en su cerebro. Miró su ensalada. Luego alzó la vista y me contempló con expresión seria.

—Puede que tengas razón —dijo en voz baja, con tono de preocupación—. Pero ¿qué se supone que estará tramando, si no te ha hecho despedir?

—No lo sé —murmuré.

Durante unos minutos, terminamos nuestras ensaladas en silencio, concentradas en adivinar cuáles serían los planes de Tanya. Tal vez estuviese siendo paranoica y no iba a pasar nada más.

—Basta —dijo Alice finalmente—. ¡Se suponía que íbamos a celebrar tu aumento! —Le hizo señas al camarero, que se acercó de inmediato—. Dos copas de champán, por favor —pidió pomposamente. Luego me dirigió una sonrisa.

—¿Champán? —dije, sonriendo—. ¡No deberíamos beber! ¡En media hora hemos de volver al trabajo! ¡Y ya sabes que tengo poco aguante!

—Sí, creo que ya lo demostraste la otra noche. Y estoy segura de que Edward Cullen podría confirmarlo —bromeó Alice, haciéndome ruborizar—. De todos modos, ¿qué importa? Has trabajado de firme. ¿Qué importancia tendría que hoy estés un poco lenta? Además, después de haber pasado por todo lo que has pasado esta mañana, creo que necesitas algo para desconectarte.

La miré, lista para protestar de nuevo, pero Alice levantó una mano para silenciarme.

—Insisto —dijo firmemente.

—Está bien —respondí con una sonrisa—. Si insistes...

El camarero volvió enseguida con dos copas. Las puso en la mesa y se dirigió a Alice:

—¿Algo más, madame? —le preguntó.

—Sí —dijo Alice con coquetería—. ¿Ve al camarero que está allí? —dijo señalando a Jasper, que estaba llenando los vasos de agua de otra mesa, dándonos la espalda.

—¿Jasper? —preguntó nuestro camarero—. ¿Necesita agua? Con mucho gusto se la traeré.

—No, no, no —dijo rápidamente Alice—. ¿Podría decirle que venga?

El camarero pareció confuso por un momento, hasta que entendió lo que se proponía Alice.

—Señora, él no habla muy bien inglés. No creo...

Alice lo interrumpió.

Je parle français —dijo en perfecto francés.

—Oh —dijo nuestro camarero, tan sorprendido como yo—. Oui, mademoiselle. Enseguida lo llamo.

Se apresuró en dirección a Jasper mientras yo miraba a Alice divertida.

—¿Desde cuándo hablas francés? —le pregunté.

—No lo hablo —dijo mirando a Jasper, al tiempo que nuestro camarero le susurraba algo al oído y él enarcaba las cejas. Sonrió tímidamente hacia Alice y se encaminó hacia nosotras—. Sólo he aprendido lo necesario para ligar con camareros franceses —explicó Alice, sondándole ya a Jasper mientras se acercaba. Se acomodó las puntas negras y añadió—: Me encantan los restaurantes franceses, pero me cansé de no poder hablarles a los tipos recién llegados de Francia. Por eso aprendí francés, para ligar.

Enarqué una ceja mientras Jasper se acercaba tímidamente hasta nuestra mesa, con las mejillas ruborizadas. Alice tenía buen gusto por más que le tomara el pelo a propósito de sus citas. Jasper era alto y de cabello rubio oscuro casi hasta los hombros. Sus rasgos eran firmes y sus ojos grandes y verdes.

Bonjour, mademoiselle —le dijo a Alice con una voz profunda y ronca.

Bonjour —contestó una sonriente Alice, con perfecto acento francés. La observé maravillada—. Comment allez-vous?

Tres bien, merci —respondió Jasper a Alice con entusiasmo, aparentemente convencido de que Alice hablaba su idioma. Y se lanzó en otras varias frases rápidamente dichas en francés, ante las cuales Alice asintió y sonrió.

—¿Lo entiendes? —susurré cuando él distrajo su atención por un instante para ver si todo andaba bien en las mesas vecinas.

—Ni una palabra —respondió Alice—. Pero ¿acaso importa?

Negué con la cabeza y traté de no reír, al tiempo que Jasper volvía a prestarnos su entusiasta atención.

—¿De modo que así te ligas a un francés? —pregunté.

—Así es como me lo ligo —confirmó Alice con una sonrisa.

 

 

Una hora más tarde estaba de vuelta en la redacción, revisando recortes que había sacado de nuestro servicio de búsqueda. Se suponía que el jueves próximo iría a una conferencia de prensa que se hacía por la última película de Emily de Ravin y quería leer todo lo que pudiese sobre la película y sobre ella, antes de presentarme allí.

Por supuesto, como de costumbre, estaba preparada de sobra. Pero me gustaba ir a cada entrevista —e incluso a las conferencias de prensa— todo lo bien informada que me fuera posible. Tenía particular aprensión hacia esa conferencia porque, claro, Emily  había sido asociada en los periódicos y en las páginas de cotilleos con Edward Cullen. Pero él había insistido en que no era cierto, y suponía que ella había sido tan víctima de los chismes como él. Con todo, no podía evitar sentir una remota punzada de celos.

Mientras hojeaba artículo tras artículo, sorprendida por tener todavía un trabajo, me maravillé por la fascinación de los medios por todo lo que se relacionara con la vida de las celebridades. Daba la impresión que los paparazzi estaban escondidos detrás de cada arbusto, esperando sacarles fotos a los famosos que salían a comer, a hacer compras en Beverly Hills, o a susurrarse cosas en los rincones con gente no identificada del género opuesto. Se había especulado sobre todo, nutriendo los rumores que habitualmente corrían por ahí.

Y entonces caí en la cuenta.

Me levanté a toda prisa y me acerqué al cubículo de Alice.

—¿Alice? —la llamé. Me sudaban las manos y el corazón me latía con fuerza.

—¿Qué pasa? —preguntó jovialmente, y me dirigió una sonrisa como si yo no hubiera estado hacía sólo un rato al borde de la crisis nerviosa.

Tattletale —dije.

—¿Cómo has dicho? —preguntó confusa.

Tattletale —repetí—. Así es como Tanya piensa joderme. ¿Por qué contentarse con quemarme un poco, cuando puede hundirme en el mismo infierno?

Alice me miró sin moverse. Mi corazón seguía latiendo con fuerza. Sentí que estaba a punto de desmayarme, y me apoyé en la pared del cubículo de Alice para recuperar el equilibrio.

—Podrías estar en lo cierto —dijo en voz baja. Se la veía tan horrorizada como yo me sentía. Luego se aclaró la garganta e intentó sonreír para darme valor—. Pero probablemente eso no sucederá. Quiero decir, ¿quién la creería?

Tattletale —respondí sin dudar—. Tattletale la creería. De todos modos, tienen lo suficiente como para publicar el artículo. No les importa si es verdad. Sólo si vende. Y lo que tienen es jugoso, ¿no? «Redactora de Mod se acuesta con la mayor estrella de Hollywood.»

—No tiene sentido —dijo Alice firmemente, tratando de transmitir una seguridad que no sentía. Me cogió la mano, apretándola un poco, mientras me sonreía para darme valor—. Todoel mundo en las revistas conoce la reputación de Tanya. ¿O crees que alguien se traga la historia esa de George Clooney?

—¿Qué pasa si tienen fotos? —pregunté.

—¿Fotos?

—Por ejemplo, de cuando dejé su hotel. De cuando subió al taxi en que yo iba.

—Pero no viste a ningún fotógrafo, ¿verdad? —preguntó esperanzada Alice. Se acercó y se apartó los mechones rizados del rostro.

—Eso no significa que no estuvieran allí. Ocultos entre los arbustos o algo así. Ya sabes cómo son los paparazzi.

Alice frunció el entrecejo. Sabía que ella no quería decirlo, pero estaba potencialmente jodida. Muy jodida.

Permanecimos un momento en silencio. Oía la sangre que me galopaba en los oídos, al tiempo que el corazón me latía al doble de velocidad. Alice se mordisqueaba el labio nerviosamente.

—Sin embargo —dijo Alice al cabo—, no saliste del hotel con él. Lo máximo que podrían tener son fotos de los dos en un taxi. Lo cual sería completamente inocente.

—Hasta que Tanya agregue su relato —apunté rápidamente—. Hasta que ella les diga que ambos dejamos el hotel juntos y que nos dirigimos a mi apartamento para volver a tener sexo.

Alice permaneció en silencio por un instante, con el ceño fruncido.

—Quizás estamos preocupándonos en exceso —dijo por fin—. Quiero decir, quizá no seas el objetivo de Tanya. Al fin y al cabo no te hizo despedir, ¿no?

—Sabes que me odia.

—No tiene ningún sentido —respondió Alice, sacudiendo la cabeza—. ¿Sólo porque le llevas unos cuantos años de delantera?

—Sólo porque me convertí en redactora una década antes de que ella lo fuera.

—Pero podrías considerar que se trata de quedar bien —murmuró Alice—. Lo que quiero decir es que al fin y al cabo su hermana se estaba follando a tu novio...

Sentí que inesperadamente los ojos se me llenaban de lágrimas e intenté impedir que cayeran antes de que Alice lo notara. Demasiado tarde.

—Dios, lo siento —se apresuró a decir—. No debí decir eso. O sea, lo de su hermana.

—No importa —le dije, secándome las lágrimas con la mano. Forcé una sonrisa—. Supongo que la cosa todavía está fresca, ¿verdad?

No quería añadir que parte del problema eran los sentimientos ilógicos —por no decir vergonzosos— que todavía albergaba por Jacob. ¿En qué me equivocaba? ¿Cómo era posible que cada centímetro de mi cerebro me dijera una cosa mientras mi corazón sentía otra?

—Olvídate de él —dijo Alice amablemente. Se levantó y me abrazó con fuerza—. Es un gilipollas, Bella. Nunca fue lo bastante bueno para ti.

—Lo sé —dije, pero en realidad no sabía. No es que los hombres se pusieran a hacer cola ante mi puerta para tener la oportunidad de salir conmigo. Y, dejando de lado las apariencias, lo que en realidad había pasado con Edward Cullen era excepcional.

Sonó el teléfono de mi cubículo y me arrancó de aquel nefasto autoanálisis. Alice todavía estaba mirándome preocupada y advertí que yo había estado parada en el corredor por lo menos un minuto, con la mirada perdida, mientras pensaba en mi fracaso social como persona.

—¿Estás bien? —me preguntó, mientras mi teléfono seguía sonando—. ¿Quieres que lo coja?

—No, yo lo haré —respondí. Sacudí la cabeza para sacarme a mí misma de la autocompasión. Afortunadamente, los cubículos eran tan pequeños y próximos que pude fácilmente desplazarme de la oficina de Alice a la mía a tiempo de atender al teléfono. Me pregunté por un instante por qué el aumento de ese día no había venido acompañado por una oficina de verdad. Llegué a mi cubículo al quinto timbrazo y me abalancé sobre el teléfono—. Bella Swan —dije casi sin aliento. Había tirado una pila de papeles y me agaché para empezar a recogerlos, sosteniendo el teléfono entre el hombro y la oreja. Como respuesta recibí silencio. Tal vez no hubiese llegado a tiempo. Fantástico, ahora, encima, perdía llamadas de trabajo porque estaba demasiado ocupada compadeciéndome de mí misma—. ¿Hola? —insistí.

—¿Bella?

El corazón me dio un vuelco al reconocer la voz.

Era Jacob. Me quedé inmóvil. Sin habla.

—¿Bella? —repitió Jacob. Su voz sonaba desesperada, inquisitiva. O quizás era yo la que deseaba que sonase así—. ¿Estás ahí, nena? Soy Jacob.

Seguí sin responder. Alice estaba de pie, mirándome intrigada desde su cubículo. Sabía que algo no andaba bien. Yo no tenía ni idea qué hacer. ¿Qué quería? ¿Tenía acaso que contestar? ¿Me pediría que lo perdonase, que lo dejara volver? ¿Qué le diría?

Todavía mirando a Alice, como si pudiese proporcionarme una respuesta a las preguntas que no le había formulado, me aclaré la garganta, pero eso fue todo lo que pude hacer. Ni siquiera estaba segura de querer hablar con él. No había pensado en la posibilidad de que él me llamara al trabajo.

—¿Bella? ¿Estás ahí? —Parecía preocupado. Pero yo ya estaba más que jodida como para tener que lidiar con eso ahora. Colgué violentamente, sin pronunciar palabra.

—¿Estás bien? —me preguntó Alice. Me senté lentamente en mi sillón, olvidándome de la avalancha de papeles que tenía a mis pies.

—¿Quién era?

—Era Jacob —respondí, mirando el teléfono fijamente. Me pregunté si volvería a llamar, y de pronto supe que también lo necesitaba. Lo necesitaba para recuperar mi vida. Lo necesitaba para que me demostrara lo mucho que yo valía.

Era patética.

Deseé que el teléfono sonara, pero tercamente permaneció en silencio.

—Bien hecho —dijo Alice por encima de su cubículo, confundiendo aparentemente mi pena con resolución—. Sé fuerte, chica. Bien hecho, por colgarle.

—Sí —dije suavemente, aún mirando el silencioso aparato—. Bien hecho.

 

 

Me sentí mal toda la tarde, y a eso de las cuatro terminé en el lavabo, vomitando. Fui consciente de que estaba batiendo algo así como un récord. Había vomitado dos veces en los últimos tresdías, lo que era extraño para mí porque no lo hacía desde la escuela, cuando devolví el almuerzo en mitad de la clase de Historia de Estados Unidos de la señora Dorsett. Sorprendentemente, atravesé los años de adolescencia sin vomitar ni una vez; ni siquiera en las fiestas para emborracharse, cuando me rodeaba de amigos vomitadores. Y sin embargo ahí estaba yo, vomitando por segunda vez en tres días. Alguien debía llamar a los del libro Guinness.

Me enjuagué la boca y me mojé la cara, agradecida por que nadie fuera testigo de mi estado lamentable. Al mirar hacia abajo para asegurarme de que no tuviera la ropa manchada, noté que tenía el estómago más liso de lo que había estado en meses. Ey, quizás ése era el secreto para tener un cuerpo esbelto: permitir que los hombres te rompieran el corazón y deshacerse de toda la comida ingerida en el día. Excelente. Pérdida de Peso para Perdedoras. Bulimia para Corazones Rotos. Ya podía lanzar mi propia campaña de dietas.

Escupí un trago de agua en el lavabo, respiré hondo y me contemplé en el espejo. Me veía horrible. Había perdido todo el maquillaje por el agua que me había arrojado en el rostro. Sin maquillaje, las oscuras ojeras que tenía debajo de los ojos se veían más pronunciadas, e incluso mis pecas parecían pálidas sobre la piel sin vida.

Aún estaba examinándome en el espejo, cuando Alice irrumpió en el baño con su habitual energía.

—¡Aquí estás! —exclamó mientras salía por la puerta—. ¡Te he estado buscando por todas partes! —Su rostro se ensombreció cuando me volví hacia ella. Me miró de arriba abajo por un instante—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondí, obligándome a sonreír, y parecer animada. Me miró dubitativa, pero supe que podía leer en mi rostro que no quería hablar de eso—. ¿Qué pasa?

Me miró preocupada otra vez, y luego pareció decidir que lo mejor que podía hacer era simular que no había problema alguno. Sonrió.

—¡Te acaban de enviar un ramo de flores! —exclamó—. ¡Veamos de quién son!

La miré intrigada.

—¿Estás segura de que son para mí? —pregunté. Nadie mehabía enviado jamás flores. Ya sé que es penoso, ¿no? Tengo veintiséis años y nunca he recibido flores de un hombre. Ni una vez.

Alice, por el contrario parecía recibirlas de varios camareros a la vez, al menos una o dos veces al mes.

—Quizá sean para ti —dije.

—La tarjeta dice que son para «Bella Swan» —me informó Alice con una sonrisa.

La miré por un instante, mientras la cabeza me daba vueltas considerando las posibilidades. Debían de ser de Jacob. Un rato antes le había colgado y se sentía tan mal que me había mandado flores para disculparse. La tarjeta seguramente diría: «Te quiero más que a la vida misma», o algo igualmente cariñoso. Me llamaría después para decirme lo mucho que lo lamentaba, lo equivocado que había estado, lo mucho que me quería. Me llevaría un tiempo olvidarme de lo que había pasado, pero puede que funcionase. Nunca tendría que decirle a mi madre que no había sido capaz de salir con otro hombre aún.

—Bien... —añadió Alice. Abrió la puerta del lavabo—. ¿Vienes? No soporto estar en ascuas. —Me guiñó un ojo y le sonreí.

—Está bien —dije finalmente. Pero sabía que las flores eran de Jacob. No quería que Alice supiera que pensaba de ese modo o que me preocupaba. Ella pensaba que haberle cortado hacía unas horas era un signo de fortaleza y yo prefería que me viera de ese modo. No quería que ella supiera que me había pasado el resto del día fantaseando sobre cómo me pediría perdón y sobre cómo me rogaría que volviera a recibirlo.

La miré de reojo.

—Quizá sean de Jacob —dije no muy convencida.

—¿Me tomas el pelo? —espetó Alice de repente—. Jacob jamás te ha enviado flores. Es un completo estúpido. ¿Estás delirando?

—No sé —murmuré. Pero eran de Jacob. Lo sabía.

Fuimos de vuelta hacia los cubículos, y cuando vi el ramo sobre mi escritorio sentí que me quedaba sin aire.

Era el ramo más grande que hubiera visto en mi vida. Fácilmente era tres veces más grande que los ramos que aterrizaban sobre el escritorio de Alice varias veces por mes. Tres docenas de rosas blancas de tallo largo, metidas en un florero gigante adornado con una enorme cinta morada. Estaban rodeadas por montones de perfectos lirios blancos. Cuando nos acercamos, vi un sobrecito blanco en el extremo de una varilla de plástico que sobresalía entre el montón de lirios.

—¡Uau! —exclamé involuntariamente. Era bellísimo.

—Sí, uau —dijo Alice intimidada—. Es el ramo más bonito que haya visto.

—¡Uau! —repetí. Nos detuvimos ante mi escritorio y cogí la tarjeta. Alice aguardó impaciente a mi lado, brincando de un lado a otro como una niña a punto de que le den una galletita. Por un instante me quedé contemplando las flores con la tarjeta en la mano, e imaginando lo que Jacob habría escrito en su nota. ¿Qué haría cuando la hubiera abierto? ¿Debería llamarlo? ¿O esperaría a que él lo hiciera?

—Ábrela, ábrela —pidió Alice, impaciente. La miré divertida. Se la veía diez veces más entusiasmada de lo que yo me sentía. Me preguntaba cómo reaccionaría cuando viera que ese sorprendente presente era de Jacob.

Amanda y Gail, las dos chicas que se encargaban de las fotocopias, se acercaron para admirar las flores mientras yo seguía sosteniendo la tarjeta en la mano, dejando vagar mi imaginación.

—Qué hermosas —dijo Amanda, sonriéndome. Se estiró para tocar una de las rosas y luego se agachó para admirar el florero.

—¿De quién son? —preguntó Gail, también sonriente.

—No lo sé —mentí con una sonrisa, olvidándome de que apenas unos instantes antes me había descompuesto. De pronto me sentía bien sabiendo que, en algún lugar, Jacob se había preocupado—. Déjame ver la tarjeta.

Alice y las dos chicas esperaron expectantes, mientras yo rasgaba el sobre con mi dedo índice y sacaba de su interior una tarjetita. Apenas leí unas pocas líneas, sentí que perdía el aliento y que el corazón me daba un vuelco.

—¿De quién son? ¿De quién son? —preguntó Alice excitada. Miré los tres rostros llenos de ansiedad, apiñados en torno a las flores. Fingí una sonrisa e intenté controlar mi corazón para que dejara de latir de aquella manera. Me pregunté si habrían reparado en el color de mis mejillas o en el temblor que súbitamente tenía en las manos cuando volví a meter la tarjeta en el sobre.

—Me las envía mi madre —dije rápidamente.

—Uau —dijo Gail admirada—. Es increíble. Mi madre jamás me ha mandado nada como esto. Eres realmente afortunada.

—¿Es tu cumpleaños o algo así? —preguntó Amanda. Alice me miraba en silencio. Sabía que mentía.

—No —contesté en voz baja—. No es mi cumpleaños.

Permanecieron a la expectativa, de modo que mantuve la sonrisa.

Le eché una rápida mirada a Alice, quien todavía me contemplaba con aire suspicaz.

—Esto... tengo que ir al lavabo. Ahora vuelvo.

Me metí el sobre en el bolsillo y corrí por el pasillo, con Alice siguiéndome de cerca. Miré rápidamente hacia atrás y vi a Gail y a Amanda contemplándonos extrañadas, pero no les hice caso. Estaba segura de que se volverían a mirar las flores y que en un segundo se habrían olvidado de que me había ido.

—Di la verdad: ¿de quién son? —me preguntó Alice una vez en el servicio, sonando casi acusadora. Silenciosamente me incliné para mirar por debajo de los compartimientos. No había nadie, así que saqué el sobre de mi bolsillo y se lo tendí a Alice.

La observé mientras abría el sobre y leía rápidamente la tarjeta. Se quedó boquiabierta y con los ojos como platos. Levantó la vista y me miró con cara de pasmo. Volvió a leer la tarjeta, volvió a mirarme y nuevamente leyó la tarjeta.

—«Querida Bella —leyó por fin en voz alta, con voz incrédula. A medida que iba leyendo, yo iba ruborizándome—. Te pido disculpas si te he causado algún inconveniente. Eres una mujer maravillosa y me alegro de haber compartido tiempo contigo, aun cuando fue en circunstancias menos que ideales. Quería asegurarme de que estuvieras bien. Llámame en caso de que necesites algo. Con mis mejores deseos: Edward Cullen.» —Alzó nuevamente la vista, con la sorpresa grabada en el rostro—. ¿Edward Cullen? —exclamó—. ¡¿Edward Cullen te ha enviado esas flores?!

—¡Baja la voz! —la conminé—. Por favor, no quiero que nadie se entere.

Alice no hizo caso.

—Edward Cullen te ha enviado flores —repitió en voz baja. Esa vez, en lugar de una pregunta era una afirmación.

—Edward Cullen me ha enviado flores —confirmé quedamente, con el corazón todavía latiéndome a toda velocidad.

—Y dice que eres una mujer maravillosa. —Suspiró.

—Supongo —respondí, encogiéndome de hombros y sintiéndome a la vez avergonzada y un tanto eufórica. Rápidamente traté de sofocar esa última sensación, sabiendo que no me haría nada bien.

—Y no te acostaste con él... —dijo Alice. Abrí los ojos sorprendida.

—¿Qué? ¡No!

Alice volvió a mirarme con ceño. Sostenía la tarjeta en la mano como si se tratara del Santo Grial.

—Le gustas, Bella —dijo finalmente.

—No, no —protesté, consciente de que mis mejillas se ponían cada vez más rojas—. Es una tontería. Sólo siente lástima por mí.

Alice meneó la cabeza.

—Los hombres que sienten lástima por los demás no mandan flores —dijo con seguridad.

—Tal vez los hombres con millones de dólares para gastar sí —apunté rápidamente. Era ridículo. No podía estar pasándome a mí. Y menos en la oficina. ¿Qué pasaría si alguien (Tanya, por ejemplo) viera la nota?

—No lo creo, Bella —dijo Alice. Por fin me devolvió la tarjeta y el sobre y me los guardé en el bolsillo. Todavía me miraba con una expresión extraña en el rostro.

—No es nada —insistí, sin realmente creerlo. Tenía la cara en llamas e intentaba no mirar a Alice a los ojos—. No significa nada.

—Significa mucho —murmuró Alice.

Traté de no reconocer el hecho de que, en lo más profundo, también esperaba que significara algo. Pero habría sido ridículo y poco profesional pensar que alguna vez podría pasar algo entre Edward Cullen y alguien como yo. Por otra parte, Jacob todavía estaba allí, en algún lugar, y sabía que nunca me perdonaría a mí misma si no intentaba una vez más que la cosa funcionara.

Capítulo 10: CAPITULO 10 Capítulo 12: CAPITULO 12

 
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