EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 4: CAPÍTULO 4

Capítulo 4

Cómo conocer a una estrella de cine

Llegué al hotel Ritz, en Central Park sur, a las diez menos cuarto, quince minutos antes del desayuno pactado con el hombre de moda en Hollywood. Me froté los ojos, tratando de sacudirme el sueño de encima, mientras esperaba a la entrada del Atelier, el restaurante del Ritz y uno de los más chics de Nueva York. Y por chic quiero decir ostentoso. Pretencioso. Extravagante.

Me sorprendió de alguna manera que Edward Cullen hubiera elegido ese lugar para encontrarnos. Pero con los famosos nunca se sabe. Tal vez su carácter bostoniano de clase media hubiera sido reemplazado por el de un habitante del Upper East Side, rico y amante del caviar. Me sentí fuera de lugar, mientras veía, cambiando el peso de una pierna a la otra, el desfile de Gucci, Prada y Escada que flotaba a mi alrededor.

Siempre he odiado entrevistar a famosos durante las comidas. A simple vista parecía glamuroso. De hecho, he conocido restaurantes exclusivos que con mis medios no habría podido permitirme ni en un millón de años. Una vez que el famoso llegaba veinte minutos tarde, a menudo acompañado por un maquillador, un agente de prensa y un asistente personal, nuestra mesa se convertía de inmediato en el centro de la atención de todo el mundo, el núcleo luminoso de nuestro propio sistema solar. Era el objeto de la envidia de docenas de comensales que sin duda se preguntaban quién era yo y por qué una chica tan corriente estaba cenando con Julia Roberts, Paris Hilton o Gwen Stefani.

Y entonces comenzaba el ejercicio de vanidad. El actor/modelo/cantante en cuestión prácticamente olvidaría que yo estaba allí, incluso si le hacía preguntas. En vez de mirarme y mantener una verdadera conversación conmigo, el famoso se convertía en un profesional de las tareas múltiples: escrutaría alrededor para comprobar la adoración de los fans, consultaría los mensajes del teléfono móvil, sorbería su champán y les murmuraría cosas tanto a su asistente personal como a su agente de prensa, todo a la vez. A veces me sentía como si me estuviera entrometiendo en su pequeño mundo privado, más allá de que fuese Mod quien pagaba la comida del actor/cantante/modelo en cuestión y con frecuencia también la bolsita con las sobras que se llevaba para su perro.

Entonces podréis imaginaros por qué un desayuno con el guapísimo Edward Cullen no me entusiasmaba tanto como debería haberlo hecho. No tenía dudas de que él llegaría: a) tarde, b) rodeado de un séquito impresionante y, posiblemente, con una modelo o actriz con la que se había acostado la noche anterior, c) con resaca o simplemente demasiado aburrido como para responder a mis preguntas, y d) pasaría toda la entrevista tratando de ver sus facciones perfectas en el brillo de las cucharas, las bandejas y botellas que traería el atareado camarero.

No estaba de humor para otra prima donna esa mañana. Pero tenía que hacer mi trabajo y no me quedaba elección.

Diez minutos después de llegar al Atelier, decidí que me sentaría a la mesa reservada y esperaría a Edward Cullen ya sentada allí. Me moría por un capuchino y pensé que a Edward Cullen no le iba a importar si arrancaba con mi dosis de cafeína matinal. Pedí una mesa cerca de la puerta y miré la entrada intensamente, sabiendo que lo vería entrar apenas apareciera.

Las mesas estaban bien separadas unas de otras y el cielo raso elevado le daba al lugar un aire fresco. Las maderas y telas oscuras se combinaban armoniosamente y con gran estilo (de una manera un poco indescriptible, si me preguntáis). En las paredes se alineaba una cantidad de cuadros de arte moderno tan costosos como brillantes. Camareros inexpresivos atendían casi a la carrera a sus ricos clientes, mientras éstos reían suavemente, usando con precisión los cubiertos de plata correctos, elegidos de entre casi una docena de utensilios dispuestos ante ellos. Mis maneras no se acercaban ni remotamente a nada tan sofisticado. Después de los tres cubiertos básicos y el tenedor de ensalada, me sentía perdida.

Consciente de que mi blusa sin mangas rosa pálido de Zara y mi falda negra de tubo de Gap no eran allí más apropiadas que yo, me senté en la silla tratando de mimetizarme con los cuadros. Desafortunadamente, éstos eran mucho más coloridos y excitantes que yo.

Para cuando dieron las once sin que Edward Cullen se presentaba, mi capuchino se había acabado y mi buen humor también. Los famosos solían llegar tarde a las citas, pero ¿por qué tenía que ser una hora completa? Y eso, además, cuando yo había renunciado a un fin de semana con Jacob para hacer una entrevista de última hora. Estaba totalmente dispuesta a darle a Edward Cullen el beneficio de la duda, dado que realmente me había parecido agradable y con los pies sobre la tierra en la mayoría de las entrevistas que había leído, pero esto ya ponía a prueba mi paciencia. Comenzaba a ser evidente que se trataba de otra estrella haciendo esperar a una periodista, mientras se tomaba el tiempo para acicalarse o dormir su resaca o lo que fuera que estuviera haciendo. Cogí el móvil para llamar a Jane Vulturi, la agente de Edward que había arreglado el encuentro, pero me atendió directamente su contestador. Aparentemente, ella tampoco estaba despierta.

Cinco minutos después, tras rehusar de mal humor el ofrecimiento del obsequioso camarero de otro capuchino, sonó mi móvil. En la pantalla se leía «número desconocido». Estaba segura de que era Jane respondiendo mi llamada.

—¡Hola! —espeté, consciente de que mi voz sonaría tan fastidiada como me sentía.

—¿Bella? —La voz masculina no era la que esperaba oír, pero al mismo tiempo me sonaba familiar. Era muy profunda y ronca como para ser la de Jacob. Pero la forma en que suavizaba el sonido de la erre de «Bella» me recordaba a algo.

—Sí... —repuse lentamente, tratando de identificar aquella voz familiar.

—Soy Edward —dijo—. Edward Cullen —aclaró, como si yo pudiera recibir llamadas de otro hombre llamado Edward. «Bueno, ésta sí que es una primera vez», pensé de mal humor, encogiéndome de hombros. Nunca antes un famoso en persona me había llamado para cancelar una cita o lo que fuera que iba a hacer.

—Hola —dije. No podía pensar en otra cosa para contestar que no fuera «¿Dónde demonios estás?». Pero eso no sería apropiado, ¿no? De manera que me até la lengua y esperé.

—¿Estás ahí? Quiero decir, en el restaurante —preguntó Edward. Su voz sonaba terriblemente sexy, pero eso no me iba a ablandar demasiado.

—Sí, en el Atelier —contesté con aspereza—. Estoy en una mesa cerca de la puerta. Sola —añadí enfatizando esa última parte—. ¿Dónde estás?

El hecho de que fuera una de esas hermosas estrellas de cine no hacía que pudiera dejarme plantada esperando.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Edward Cullen entre risas. Muy a mi pesar, me relajé un poco—. ¡Llevas aquí más de una hora!

—Sí, claro —repliqué, detestando que me gustara tanto su voz profunda. Recordé que se suponía que estaba enojada con él. Y entonces caí en la cuenta—: Un momento, ¿cómo lo sabes?

—Porque he estado sentado a dos mesas de ti todo este tiempo.

Para mi horror, descubrí que su risa no sólo provenía del teléfono, sino de un hombre con una gorra de béisbol, a su vez sentado solo a una mesa, a unos metros detrás de mí. Llevaba la gorra encajada sobre los ojos y no había advertido su presencia. Los famosos nunca llegaban puntuales, por lo que estaba segura de que había llegado antes que Edward. Sólo le había echado una mirada rápida al restaurante nada más llegar.

—Espera. Voy para allá —dijo Edward despacio, y oí que cortaba la comunicación.

Por un segundo no pude moverme y continué con mi teléfono pegado a la oreja, congelada por la vergüenza. Tenía las mejillas totalmente rojas y me preguntaba si alguna vez me había sentido más idiota (la respuesta, era no, en caso de que lopreguntéis; había alcanzado una nueva marca en el registro de mis estupideces).

Había dejado al actor de moda en Hollywood esperando durante más de una hora porque no lo había reconocido. Ése sí que era un récord de estupidez, incluso para mí.

—¡Hola! —dijo animadamente Edward Cullen cuando al fin llegó a mi mesa.

Lo miré con cautela. Por primera vez reparé en sus brillantes ojos azules y en los mechones de cabello castaño despeinado que asomaban por debajo de la gorra de los Red Sox. En persona, su cara parecía aún más perfecta que en la pantalla o en las cubiertas de las revistas. Aunque suene sensiblero, realmente parecía tallado por el mismo Miguel Ángel.

Cuando sonreía, era adorable, encantador el oyuelo  de su barbilla . No suelen gustarme las patillas, pero repentinamente me fascinó la forma en que las suyas terminaban al final de los lóbulos de las orejas, perfectamente recortadas. Tenía unas pocas pecas en el puente de la nariz, cosa que no había notado antes en la pantalla, y una pequeña, casi imperceptible cicatriz cerca de la sien. Recordé que había leído que se trataba de una herida sufrida en un partido de fútbol cuando iba al colegio.

Vestía unos sencillos téjanos gastados (que no tenían pinta de ser de diseño) y una camiseta con cuello azul que se ajustaba perfectamente a su cuerpo.

Sin embargo, lo más llamativo era lo bien parecido que era de cerca. Yo llevaba bastante tiempo en el mundo de los famosos para saber que la gente no siempre lucía tan bien en persona como en la pantalla. Las estrellas de cine masculinas siempre eran un poco más bajas en persona. Sus cabellos siempre parecían estar retrocediendo (incluso había identificado dos casos de implante capilar en dos de los hombres más populares de Hollywood). Sus cabezas, por extraño que parezca, tendían a parecer más grandes que sus cuerpos. Y los rostros más perfectos de la pantalla solían estar tan llenos de bótox que parecían máscaras sin expresión.

Pero Edward era perfecto. Perfecto. Su cara era absolutamente proporcionada y sus ojos brillaban con la misma intensidad que en la pantalla. Había supuesto que esos ojos azules brillantes eran producto de un trucaje, pero aquí estaban, relucientes ante mí. Tenía unas pequeñas arruguitas alrededor de los ojos y en la frente, lo que revelaba su falta de experiencia con el bótox, y sonreíade una forma muy real. Tenía un poco de barba y el cabello broncineo libre de mermas o implantes.

Hasta ese momento había pensado que yo no era tan superficial como para fijarme en el aspecto de la gente. Pero aquélla era una nueva situación. Me hallaba, sin lugar a dudas, ante el ser humano más atractivo que hubiera visto jamás. Era asombroso.

Por supuesto, pensé todo eso mirando hacia abajo, presa de la vergüenza.

—Dios mío —dije, levantándome y tendiéndole una mano, advirtiendo de pasada que estaba temblando. De pronto tenía problemas para respirar—. Lo lamento tanto... No me he dado cuenta de que estabas aquí...

Era plenamente consciente de que tenía las mejillas sonrojadas. Al fin fui consciente de que Edward había terminado de estrecharme la mano y cogía una silla, cerca de la mía. No parecía enfadado. Al contrario, sonreía. Y hasta se echó a reír. ¿Me había perdido algo? Parecía reírse conmigo, no de mí. Pero tal vez mi detector de risa estuviese estropeado.

Hizo un gesto de que me sentase en una silla antes de hacerlo él.

—Bueno, supongo que eso significa que mi disfraz es bueno, ¿no? —dijo.

Lo miré sin saber qué responder y de repente comprendí por qué la gente a veces describe ciertos ojos como embrujadores. Eso era lo que sus ojos hacían en ese momento.

—Yo... quiero decir... me siento tan avergonzada... —tartamudeé hasta que finalmente me permití una risita nerviosa—. ¿Cuánto hace que estabas ahí?

Tal vez no había estado allí todo el tiempo. Tal vez yo era menos idiota de lo que había pensado.

—Oh, algo así como una hora y media —contestó Edward, todavía sonriente.

Enrojecí aún más. Sí, definitivamente era una idiota.

—¡Oh, no! —dije—. ¡Qué estúpida que soy! Quiero decir, obviamente conocía tu cara...

Aquello sonó decididamente estúpido.

—Y aun así no te reconocí —agregué.

Edward volvió a reír y me miró asombrado. Parecía perfectamente en sus cabales. Sí, debía de estar perdiéndome algo. Esperaba que su guardaespaldas apareciera de un momento a otro de detrás de uno de los tiestos del rincón y me echara de allí. Ningún famoso de los que yo conocía se hubiese reído de algo como lo que había pasado. Pero Edward Cullen era distinto. Y no había guardaespaldas detrás de los tiestos. Creedme. Lo verifiqué.

—En realidad, yo te había visto, pero pensé que no eras la chica que debía encontrar —dijo Edward—. Quiero decir, Jane me dijo que eras mayor.

¿Cómo? Yo no conocía a su agente de prensa... ¿Por qué había supuesto eso? A menos que...

—No soy tan joven como parezco —dije, repentinamente a la defensiva—. Es decir, sé que parezco adolescente. Eso no es difícil cuando mides un metro sesenta de estatura... —añadí, acordándome de la comparación que había hecho Mike conel Club de Mickey. Entonces vi que Edward se echaba a reír de nuevo, así que cerré la boca. Tal vez estuviera siendo demasiado susceptible.

—¡No quise decir eso! —exclamó.

Me ruboricé todavía más. Bien, ahora lo estaba malinterpretando.

—Y para que conste, no pareces adolescente agregó—. Para mí luces como toda una mujer. Y además, hummm, un metro sesenta de estatura... Eso me hace veintitantos centímetros más alto —bromeó.

«Veinticinco, para ser exactos», pensé, recordando la información de su biografía.

—¿Puedo llamarte «Duendecita»? ¿O tal vez «Damita»?—preguntó fingiendo seriedad.

Finalmente yo también reí.

—Si sirve para que te congracies conmigo de nuevo... —dije. Sentí cómo me abandonaba el aliento que había estado conteniendo, al exhalar un suspiro de alivio.

—Me has caído bien desde el primer momento —dijo—. Pero tendré en mente esos sobrenombres por si los necesito.

Me reí de nuevo y supe que se había roto el hielo. En menos de cinco minutos habíamos pasado del peor inicio de una entrevista que recordaba al mejor. Supe que sería una buena mañana.

Entonces, otra vez, supuse que cualquier mañana pasada con un hombre apuesto y amable debería calificarse como buena.

—Mira —dijo Edward inclinándose hacia delante con complicidad. Sus ojos azules eran enormes y sus perfectos dientes blancos brillaban a sólo unos centímetros de mí—. ¿Qué te parece si vamos a otro lugar a tomar el desayuno?

—Bueno —acepté sorprendida y un poco decepcionada.

¡Uf!, los famosos y sus caprichos. Justo cuando comenzaba a pensar que él era diferente, ahí estaba desmontando lo que habíamos acordado. Probablemente quería ir a un lugar más caro. ¿A Nobu, tal vez? ¿O a la Tavern in the Green? Genial.

—Si lo prefieres, nos quedamos —añadió Edward, mirándome con preocupación—. Pero ¿has visto este menú? ¿Quién come «Huevos en cocotte con trufas» de desayuno? Y de todos modos, ¿qué diablos es eso?

Apartó la vista del menú para mirar a un camarero que se acercó trayendo lo que parecía ser ese plato, acompañado de patatas cocidas con tomillo y el caviar de veinticinco dólares que se ofrecía en el menú. Los dos comenzamos a reírnos y mi corazón, misteriosamente, se estremeció cuando su brazo derecho rozó el mío. Me sacudí de encima esa sensación y traté de serenarme. Tenía cosas mejores que hacer que sentirme aturdida ante los famosos. Aunque ése tuviera unos hermosos ojos azules y la sonrisa más perfecta que jamás hubiera visto.

—¡Y mira los precios! —exclamó mientras terminábamos de reír, mirando nuevamente el menú—. Acaban de pasar treinta y seis dólares en huevos. ¿Están de broma?

—Ridículo —admití. Incliné la cabeza a un lado y lo miré intencionadamente tratando de no parecer acusatoria—. Pero entonces, ¿por qué me citaste aquí?

—¿Yo? —preguntó. Sacudió la cabeza y se echó hacia atrás en su asiento—. Mi agente, Janr, lo sugirió. Es su restaurante favorito. Quería venir y encontrarse con nosotros durante la entrevista, pero debió de quedarse dormida.

Se volvió a reír y me di cuenta, repentinamente, de que su risa sonaba distinta en persona. Era más rica, plena, musical.

—Entonces, ¿qué te parece si nos vamos antes de que Jane se decida a aparecer? —prosiguió—. Necesito un verdadero desayuno. ¿Te apetece tomar beicon, huevos y las patatas y cebollas más grasientas de Manhattan?

Sonreí y respondí:

—Indícame dónde.

 

 

Diez minutos más tarde, tras pelearme para pagar mi capuchino de diez dólares, estábamos en la calle con rumbo este hasta el final de Central Park. Por extraño que parezca, nadie reconoció a Edward hasta entonces. Nos rodeaban edificios de sesenta pisos y el silencio de Central Park desaparecía rápidamente detrás de nosotros, pero no había aparecido un solo admirador, ni siquiera una mirada curiosa. Estábamos en un área de la ciudad tan lujosa, con residentes tan absortos en sí mismos, que un alienígena verde de dos metros y tres ojos habría pasado inadvertido.

—¿Cogemos un taxi? —propuse tratando de sonar despreocupada. No acababa de entender por qué estar con Edward Cullen me hacía sentir tan aturdida. Había entrevistado a docenas de galanes de primera línea y nunca había reaccionado de esa forma. Y llevaba muchos años haciéndolo.

—¿Un taxi? —dijo dándome un leve codazo. Se me erizó la piel de una manera extraña cuando me tocó—. De ninguna forma, señorita. Iremos en metro.

—¿En metro? —repetí, mirándolo incrédula. Era imposible. Todas las estrellas que había conocido viajaban en limusinas o en coches con chofer. O como mínimo en su propio cuatro por cuatro de lujo. Nunca tomaban el metro. Sólo los seres anónimos como yo tomábamos el metro.

—Qué demonios, sí —dijo Edward animadamente, ajeno a mi confusión. Me tomó del brazo juguetonamente—. Fíjate. Nadie me reconoce. ¿No es divertido?

Era cierto. Miré alrededor para asegurarme de que estuviéramos rodeados de seres vivos que iban al cine y conocían a las estrellas de la pantalla. Parecía que sí. Estaba perpleja.

—Debo decir en mi defensa que esa gorra que llevas puesta está tan baja que apenas puedo verte la cara —afirmé con una sonrisa. Desde mi altura tenía una perfecta visión de su mentón hendido y sus patillas perfectas, que se hacían más grandes cuando sonreía.

—Excusas, excusas —dijo con una sonrisa—, pero tienes que reconocerlo: soy un maestro del disfraz.

—Lo eres —repuse. Pero me callé lo que en realidad pensaba: que nada que fuese tan hermoso debería ser escondido. Me mordí la lengua. Al fin y al cabo, yo era una profesional. Una profesional. Traté de olvidar mi abstinencia sexual. Estaba fuera de lugar.

—¿Te das cuentas de que eres parte del disfraz? —preguntó Edward en tono de complicidad.

—¿Eh?

—Bueno, en lo que respecta a toda esta gente —dijo señalando a la gente que se ajetreaba a nuestro alrededor—, somos una joven pareja que ha salido para dar un paseo romántico.

Me puse roja como un tomate. Por un momento había olvidado que Jacob existía, al caer en la cuenta de que ciertamente me encontraba en lo que parecía ser un paseo romántico con Edward Cullen.

Podía acostumbrarme a eso.

—Quiero decir, toda esa gente espera que Edward Cullen salga con Emilie De Ravin y no con una joven y guapa castaña —continuó sin dejar de sonreír mientras caminábamos.

Lo miré boquiabierta, no estaba segura de si era porque él había tocado el tema de Emilie de Ravin o porque se había referido a mí como a una joven y guapa castaña (¿realmente Edward Cullen pensaba que yo era bella?). Como resultado, mi respuesta fue un borboteo sin palabras, y él volvió a reír.

—No te preocupes —dijo. Me puso la mano en el brazo y se detuvo. Yo me detuve también, y permanecimos en medio de un mar de viandantes ajenos a nosotros. Se inclinó hacia mí hasta colocar su cara a escasos centímetros de mi mejilla derecha—. Sé que tienes que preguntarme sobre Emilie de Ravin —susurró. Pude sentir nuevamente que me sonrojaba y su respiración me rozó la oreja. De hecho, era sorprendente que el calor que emanaba de mi cara no lo estuviera quemando—. Pero no es cierto. Lo juro por Dios. Realmente, ella es una mujer muy agradable, pero no hay nada entre nosotros. Nunca, nunca me involucraría románticamente con una mujer casada. Odio todos esos rumores... ¿Sabes? Quiero decir... te parecerá una locura, pero hiere mis sentimientos.

Hurgué en la cartera hasta encontrar un bolígrafo y mi libreta de notas y escribí las palabras que él acababa de pronunciar.

—Quiero decir, odio que piensen que no tengo moral y que me relacionaría con una mujer casada —continuó, apenado—. ¿Es una mujer guapa? Sí. Pero eso no necesariamente significa que quiera acostarme con ella. O que ella quiera acostarse conmigo. No sé cómo se les ocurren esas cosas a los periódicos. Y puedes citar estas palabras. Todo. De hecho, por favor, hazlo. Odio toda esa basura de la prensa rosa. —Sacudió la cabeza, con un gesto en el rostro que me recordaba al de un niño perdido. Instantáneamente quise abrazarlo y decirle que todo iba a salir bien. Por fortuna, pude contenerme—. Quiero decir, ella está casada con un hombre con quien yo trabajé antes. ¿Sabes? —prosiguió, aparentemente dolorido, mientras yo escribía—. ¿De dónde salen todos esos rumores?

Se apartó y, antes de enderezarse por completo, me miró a los ojos. Nuestras narices sólo estaban a unos centímetros la una de la otra, y tragué saliva mientras me invadía un extraño hormigueo. Esos labios... que había visto... en la pantalla... estaban... a centímetros... de... mis... labios (tuve que hacer un esfuerzo para respirar).

Entonces recordé repentinamente a Jacob y me sentí culpable por estar pasando la mañana del sábado tan estupendamente con un extraño, cuando debería estar en casa con él. Carraspeé y me apresuré a mirar hacia otro lado.

 

 

Terminamos en la Segunda Avenida con la calle Siete, a unas cinco manzanas de mi apartamento, en una cafetería abierta las veinticuatro horas, llamada Over the Moon. Había estado allí más de una vez. Las paredes estaban pintadas de azul brillante y blanco, y un artista local había agregado encima vacas saltarinas de todos los colores. En honor de aquellas vacas, siempre me había abstenido de pedir hamburguesas.

—Me encanta este lugar —dijo Edward, mientras sostenía la puerta abierta—. Creo que fríen con más grasa que en la mayoría.

—Hummm... —repuse sin pensarlo. Me encantaba la comida frita y grasienta, aunque sabía que Merri Derekson, el jefe de lasección de salud de Mod, probablemente me daría unas buenas patadas si me oyera. Estaba segura de que en ese lugar iba a consumir la grasa equivalente a tres días, de manera que intenté mantenerme tranquila e intenté que no se me notara el nerviosismo.

Edward rió.

—Eh, Duendecita, no lo descartes hasta haberlo probado —dijo. Se detuvo por un momento, mientras yo lo miraba a la cara, asombrada de lo familiar y amistosa que parecía la inalcanzable estrella—. Y no me saques la lengua. Quedamos en que yo podía usar esos sobrenombres cuando quisiera.

—Pensé que habías vuelto a congraciarte conmigo.

—Un simple detalle técnico, querida —contestó con seriedad.

Un empleado nos indicó una mesa junto a la ventana y, mientras nos sentábamos, reparé en que me gustaba que él usara ese sobrenombre ridículo. Dios, estaba olvidando mi regla principal de trabajo, ya que Edward Cullen comenzaba a gustarme. Me reía nerviosamente ante sus bromas y me sentía algo atontada ante su presencia. ¡Se suponía que yo tenía pareja! ¿En qué estaba pensando?

—Hummm, perdóname un momento —dije tan pronto como nos sentamos—, necesito ir al lavabo.

—Te hizo efecto el capuchino del Atelier, ¿no? —bromeó Edward.

—Tienes enfrente la vejiga más pequeña de Manhattan —admití, tratando de no sonrojarme. Él rió y se levantó para ayudarme con la silla. Lo miré sorprendida.

—Perdón —dijo con una sonrisa avergonzada—. Tengo muy arraigadas las lecciones de modales de mi madre como para ignorarlas. Cuando una mujer abandona la mesa me pongo de pie por temor a que mi madre aparezca y me reprenda.

Me reí ante la imagen de una versión maternal y femenina de Edward, emergiendo de las penumbras para regañar a su hijo.

—Bueno, en realidad es agradable —dije.

—¿Qué? —Edward simuló estar horrorizado con la perfección que sólo un actor profesional puede alcanzar—. ¿Nadie lo hizo antes? ¿Por una mujer como tú? Debes de estar bromeando. Cualquier hombre se pelearía por complacerte.

La imagen deJacob sorbiendo los fideos chinos que había comprado la noche anterior se me apareció súbitamente en la mente.

—No, no exactamente —dije.

Edward sacudió la cabeza con expresión de asombro mientras me encaminaba al fondo del restaurante, donde esperaba encontrar un lavabo y recuperar mi equilibrio mental.

También necesitaba alejarme por un momento de Edward Cullen. Sentía que las cosas estaban empezando a salirse de madre.

Me gustaba. Y se suponía que eso no debería ocurrir. Se suponía que no tenía por qué ponerme nerviosa cuando me sonreía. Se suponía que no tenía que actuar como una adolescente entusiasta.

Dos cosas estaban mal. La primera, obviamente, tenía que ver con Jacob. Pero eso no me preocupaba demasiado. Jamás había engañado a nadie ni pensaba hacerlo. Quería a Jacob y nunca actuaría a la ligera sólo por sentirme atraída por alguien.

Lo que me preocupaba era que estaba dejando de lado mi objetividad profesional. Una cosa era que la gente a la que entrevistaba fuese agradable y amable, pero esto era diferente. Me encontraba hablando con Edward como si lo conociera desde hacía años y me sentía más cómoda con él que con gente a la que veía a diario. Era extraño. Aunque no podía explicar qué estaba sucediendo, sabía que no era normal.

Cierto, muchos periodistas se relacionan con los famosos a los que entrevistan, o al menos aspiran a hacerlo. Pero yo siempre me había vanagloriado de no ser ese tipo de periodista. Una vez que se cruza esa línea, no hay vuelta atrás. El mundo de las revistas es, posiblemente, el más chismoso de todos. Los redactores de Glamour, Vogue, In Style y People ya estarían hablando a los cinco minutos de que una periodista entrara en la suite del hotel de una estrella de cine. Y te convertías para siempre en «la que se acostó con Colin Farrell» o «la que salió con Chad Pennington». Nunca obtendrías un ascenso, la gente murmuraría sobre ti en los pasillos e incluso los famosos tendrían un repertorio de propuestas sexuales para ti, lo que equivale a decir que un tercio de las entrevistas incluirían un montón de sugerencias e insinuaciones para llevarte a la cama. Y es difícil hacer una entrevista con seriedad cuando tienes que rechazar miradas lascivas y toqueteos.

Finalmente, te ves obligada a renunciar, porque el estigma sexual afecta todo tu trabajo. No puedes obtener las mejores entrevistas porque los agentes de prensa conocen tu reputación. Ellos, en secreto, desean estar en la posición de acostarse con estrellas decine todos los días, por lo que se hartan de ti y dejan de responder a tus llamadas. Los directores de revistas no quieren a alguien como tú en sus redacciones. Y las estrellas que no piensan acostarse contigo comienzan la entrevista odiándote porque temen que la gente sospeche de ellas.

Le había pasado a Laura Worthington, la chica con la que viví mi primer año en Manhattan. Era colaboradora de Rolling Stone y se sentía frustrada porque, al ser la nueva, nunca la mandaban a cubrir las cosas más excitantes. De vez en cuando conseguía cubrir una fiesta, pero la mayor parte del tiempo se encargaba de confeccionar las listas de discos más vendidos, comprobaba los datos de la redactora jefe y llamaba a los agentes de prensa para verificar hechos y cifras. Una vez la redactora jefe enfermó y enviaron a Laura a entrevistar a Kirk Bryant. De cabello rizado, tatuado y no muy bien parecido, era el cantante de una banda prometedora, cuyo single había entrado en el top ten. Ella se sentía atemorizada y un poco impresionada por estar ante una estrella. Después de treinta minutos de entrevista, que él convenientemente trasladó del salón del hotel Four Seasons a su suite en el sexto piso, ella estaba desnuda en su cama. Cuarenta minutos de entrevista, y él estaba subiéndose los pantalones y señalándole la puerta. Para cuando volvió a la redacción, se dio cuenta de que la miraban con suspicacia y no tenía suficiente información para escribir un artículo sobre Kirk, ya que no habían hablado de nada. Entonces ella elaboró algo con varias citas de otros artículos y se sentó junto al teléfono durante una semana preguntándose por qué Kirk Bryant no la llamaba. Dos semanas después, de manera entusiasta, se abrió de piernas («para ver si eso me ayudaba a olvidar a Kirk», me dijo con un suspiro) ante Chris Williams, cuya banda, Mudpile, había sido recientemente catapultada de la nada a los primeros puestos en el Total Request Live de la MTV. Por supuesto, también tuvo que usar declaraciones previas para ese reportaje, porque, entre suspiros y gemidos, no tuvo mucho tiempo para una charla relacionada con el trabajo. Un año y once estrellas del rock después, Laura fue despedida. Ahora, contesta el teléfono en una agencia de cazatalentos de Los Angeles por siete dólares la hora.

Siempre juré que no pondría en juego mis emociones en eltrabajo. Yo no era Laura. No me permitiría romances. Y ahí estaba, haciéndole ojitos al soltero más codiciado de Hollywood. ¿Qué me estaba pasando?

Me reprendí por haber reaccionado como una novata ante los encantos de Edward Cullen. Después de todo era su trabajo tratar de seducirme, si quería aparecer como un buen muchacho en los medios. Tal vez era solamente un muchacho amigable que quería salir bien en la revista Mod.

Me miré en el espejo y puse los ojos en blanco. «Puedes hacerlo», me dije. Necesitaba madurar y comportarme como la profesional que era. Iba a hacer mi trabajo, iba a dejar que se pusiera cómodo. Ya era hora de dejar de tontear; había visto demasiado de eso por un día, y debía seguir con la entrevista. Cuanto antes regresara a la redacción a transcribirla, antes regresaría a casa junto a Jacob, donde estaba mi lugar.

Si volvía lo bastante pronto, quizá Jacob y yo acabáramos haciendo el amor. Ya hacía treinta y un días desde la última vez, y al fin y al cabo era fin de semana. Seguramente Jacob había dormido lo suficiente, por lo que no podría argumentar cansancio. Sí, esa noche iba a ser la gran noche. La noche para el amor en serio. Voule vous coucher avec moi?, como habría dicho Christina Aguilera.

Feliz de haber tomado esa decisión, me volví y salí del lavabo.

Edward seguía sentado en el mismo sitio y traté de no admirar el amplio contorno de sus hombros mientras me acercaba a él por detrás. A fin de cuentas, el ancho de sus hombros y la manera hermosa en que estaba esculpido su cuerpo era totalmente irrelevante. ¿No es así?

—¡Hola! —exclamó de manera entusiasta, permaneciendo de pie mientras llegaba hasta él, y esperó a que yo me sentara para hacer lo propio—. Comenzaba a pensar que te habías caído dentro.

Resistí la tentación de reír y, por supuesto, fruncí el entrecejo con actitud profesional. Imagino que mi expresión debió de ser extraña y carente de sentido, porque juraría que percibí un deje de confusión en sus ojos.

—Pues no —repuse secamente, resolviéndome a ignorar sus hermosos ojos azules. Necesitaba ser profesional. De todos modos, posiblemente usase lentillas ¿y, qué clase de vanidoso se pone lentillas de color para el desayuno? Carraspeé y dije—: Ya tehe hecho perder bastante tiempo. ¿Comenzamos la entrevista?

—Oh, no, no te preocupes por mí —aclaró Edward en un perfecto tono de barítono—. Me encanta estar aquí. Es mi restaurante favorito. Y no tengo nada más que hacer en todo el día.

Se inclinó hacia mí y sonrió. Resistí la tentación de devolverle la sonrisa. En esos momentos yo era Seriedad Bella y estaba decidida a seguir en ese papel.

—Por desgracia, yo sí —contesté, intentando sonar muy seria—. Tengo que entregar este artículo mañana, lo que significa que debo escribirlo hoy.

—¿En sábado? —preguntó con incredulidad. Se echó hacia atrás con los ojos muy abiertos—. Debes de estar de broma. Eso no parece muy divertido.

—Ya puedes decirlo.

—Entonces, no puedes escapar de los encantos de Edward Cullen este fin de semana, ¿no es cierto? —añadió sonriendo.

Puse morros a mi pesar.

—Eso parece.

—Bueno, entonces vayamos al grano, señorita —aclaró, y le dirigió un gesto a la camarera—. Pero primero debemos hacer el pedido. No puedo hacer ninguna entrevista con el estómago vacío.

Asentí y eché un vistazo al menú mientras la camarera se aproximaba. No sabía por qué me parecía tan dulce cuando me llamaba «señorita». Algo en mi cabeza me decía que sus palabras debían ofenderme, pero por algún motivo no era así. Me hizo sonrojar.

—¿Está Marge?

—No, señor —contestó tímidamente la camarera—. Hoy libra.

—Es una pena —dijo Edward con una sonrisa—. Dile que Edward le manda saludos. —Y se volvió hacia mí para explicar—: Marge es mi camarera favorita. Me recuerda a mi madre.

Sonreí y asentí. El muchacho parecía tan dulce...; pero ¿y si estaba actuando?

—¿Sabes qué vas a pedir? —me preguntó.

Como si no lo supiera. Siempre pedía el mismo desayuno, en cada cafetería que había pisado durante los últimos años.

—Dos huevos fritos, con patatas y cebollas fritas, y beicon. Que estén muy crocantes, por favor —añadí—. ¡Oh! ¿Puede agregar queso a las patatas y las cebollas?

Cole enarcó una ceja.

—Me gustan las mujeres que comen —dijo sonriendo—. Yo voy a pedir lo mismo, ¿sabes? —agregó—. ¡Oh! Y una taza grande de café para los dos. Ella parece necesitar algo de cafeína, ¿no es cierto?

—¡Eh! —exclamé, sintiéndome un poco ofendida, pero enseguida Cole sonrió de nuevo. Le devolví la sonrisa al tiempo que recordaba mi juramento de ser sólo una profesional. Carraspeé mientras la camarera se alejaba. Me sentía confundida porque ella no pareciese sorprendida ante la estrella, como las demás camareras que atendían a un famoso. Pero Cole parecía un cliente regular de ese local. ¿Era posible que sencillamente se hubieran acostumbrado a su presencia?—. ¿Comenzamos? —pregunté.

—Cuando usted quiera, jefa —repuso acomodándose en la silla nuevamente.

—¿Te importa si grabo? —pregunté, aunque nunca nadie se había opuesto a que lo hiciera—. Me ayuda a estar segura de que te cito correctamente al escribir el artículo.

—Bueno, qué diablos, no quiero que me cites mal —repuso—. Grábalo.

Capítulo 3: CAPÍTULO 3 Capítulo 5: CAPÍTULO 5

 
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