EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
Visitas: 109188
Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 21: CAPITULO 21

Capítulo 21

Auténtica malicia

Todo mi mundo se había derrumbado y no tenía la menor idea de cómo reconstruirlo.

Cuando me senté en el asiento de un taxi, en dirección a Broadway, me sentí entumecida. Alice se había quedado en el centro para encontrarse con Jasper, pero al cabo de unos cuantos tragos, lo único que quería hacer era volver a casa.

Cerré los ojos y, mientras apoyaba la frente en la ventanilla fría, dejé que el mundo diera vueltas a mi alrededor.

Repentinamente supe lo que tenía que hacer. Tenía que llamar a Edward Cullen y disculparme. Por todo. Por todas las cosas que había dicho y hecho. Necesitaba decirle que no había escrito el artículo de Mod. Que no había tenido nada que ver con el artículo de Tattletale.Que había cometido un horrible error simulando que él nada significaba para mí. Que mi sentido de la ética profesional se había revelado inservible y erróneo. Que, básicamente, era la mayor tonta del planeta.

Apenas entré en la privacidad de mi apartamento, marqué el número del móvil de Edward con dedos temblorosos y sostuve el teléfono contra mi oreja.

Sonó una vez y luego un mensaje automático me hizo saber, de manera estridente, que el número ya no estaba en servicio.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y me pregunté por qué habría dado de baja su número. ¿Había sido por mi culpa? ¿Ya no quería ni oír mi voz a causa de los artículos de Tattletale y de Mod?Eso era ridículo. Pero no tenía forma de dar con él para averiguarlo.

Por un segundo me quedé sentada, considerando qué hacer. La única conexión que tenía con Edward era a través de Jane, su agente, y la última vez que había hablado con ella los había pescado en la cama juntos. Sólo de pensarlo me sentía enferma, pero sabía que no tenía alternativa. Tenía que hablar con Edward para decirle que el asunto de Mod no era por mi culpa.

Me puse a hojear la libreta que había usado para la entrevista con Edward, buscando el número de móvil de Jane, quien se lo había dado a Margaret cuando arregló la entrevista entre Edward y yo.

Atendió enseguida al teléfono.

—¿Jane? —dije tímidamente. Hubo un silencio del otro lado de la línea—. Soy Bella Swan, de Mod.

El silencio, casi agobiante, continuó.

—¿Bella Swan? —preguntó por fin. Su voz sonaba fría y agresiva—. Creí haberte dicho que no volvieras a llamarme.

—Lo sé —repuse con suavidad, tratando de no reaccionar ante sus palabras. Tenía que encontrar a Edward, aun cuando eso significara tragarme el orgullo. Aunque, pensándolo bien, ya no me quedaba demasiado orgullo, ¿no?—. Te llamo porque...

—Zorra —masculló. Me quedé atónita y aspiré hondo mientras ella seguía—. Espero que no creas que puedes salirte con la tuya. Edward Cullen jamás se acostaría con una mujer como tú.

—Lo sé —dije lastimeramente. Vaya si lo sabía—. Yo no...

—Vete a tomar por el culo —escupió con frialdad. Luego colgó y me quedé mirando el teléfono.

Lentamente dejé el auricular y permanecí aturdida por un rato. Bien. Eso había sido un poco peor de lo que esperaba. No sabía qué más podía hacer, sólo que tenía que encontrar a Edward.

Hurgué en la caja que contenía los papeles que había recogido de mi escritorio de Mod hasta que di con un folleto de prensa sobre Adiós para siempre, su última película, que iba a estrenarse el Día del Trabajo. Allí estaba escrito el número de la encargada de prensa de la productora. Afortunadamente, era un número de Los Angeles. Allí debían de ser sólo las tres y media de la tarde.

Llamé y pedí hablar con Leeza Smith, la agente. Me pasaron de inmediato con ella.

—¿Leeza? Habla Bella Swan, de la revista Mod —me presenté, dándome cuenta al decirlo de que ya no pertenecía a la revista Mod. Fue un extraño pensamiento.

Mi introducción fue recibida con un largo silencio.

—He visto la revista hace un rato —dijo Leeza por fin, fríamente—. El número de agosto —añadió, como si no lo hubiese entendido a la primera.

Carraspeé.

—Entonces comprenderás por qué necesito comunicarme con Edward Cullen —dije. Apenas pronuncié estas palabras, me sentí estúpida. Abrí la boca para negarlo todo, para decirle a Leeza que no había sido yo la autora del artículo, que nunca me había acostado con Edward Cullen ni había dicho que lo hiciese, pero ella ya estaba riéndose.

Sus carcajadas eran agudas, y se la oía casi histérica. Mientras esperaba a que terminase, podía sentir cómo me iba ruborizando. Cuando su risa finalmente cesó, comencé a quejarme, pero me interrumpió en seco.

—¿Estás delirando? —me preguntó cortante, y volvió a reírse—. ¿Acaso crees que alguien va a permitir que te acerques de nuevo a Edward Cullen?

Todavía se reía cuando me cortó.

Al colgar el auricular, intenté por todos los medios no llorar. Rompí en pedazos el folleto de prensa y los arrojé furiosamente en el cubo de la basura que había al lado de mi escritorio. Era peor de lo que pensaba. Sacudí la cabeza y me forcé a pensar. Tenía que encontrar a Edward. Tenía que decirle que el artículo de Mod no era culpa mía.

—Piensa, Vella, piensa —mascullé. Y entonces tuve una idea: Jay, el barman. El amigo de Edward del instituto, que trabajaba en el Metro. El sabría dónde encontrar a Edward. Mejor aún: él sabía quién era yo y lo que había pasado esa noche en su bar. Él tenía que saber que yo no me había acostado con Edward. Ni siquiera había estado consciente.

Salí, paré un taxi, y le pedí al conductor que se diera prisa. Con todo, nos tomó veinticinco minutos abrirnos paso entre el tráfico hasta la Octava Avenida y la calle Cuarenta y ocho, donde me apeé y entré corriendo en el Metro.

Estaba mucho más concurrido que la última vez y eso que estábamos entre semana y hasta las siete y media no comenzaba la happy hour. Llegué hasta la barra y rápidamente busqué al amigo de Edward, sin éxito.

—¿Qué le sirvo? —preguntó un barman alto y desgarbado.

—¡Estoy buscando a Jay! —dije con voz desesperada.

—¿Jay qué?

—Jay... —Me interrumpí. Sabía que Edward había mencionado su apellido. Rebusqué en mi cerebro hasta encontrarlo—: Jay Cash, creo. Trabaja como barman aquí.

—¡Oh! —exclamó—. No sé. Soy nuevo, espere —añadió el desgarbado barman, que fue y le susurró algo a una rubia bajita, quien vino cuando terminó de servir un martini.

—¿Está buscando a Jay?

—Sí —respondí—. Por favor, ¿sabe dónde puedo encontrarlo? —añadí, sabiendo que sonaba desesperada y que probablemente parecía una loca. La muchacha dudó antes de menear la cabeza.

—Lo siento, pero se fue hace un mes. No sé dónde está.

—¿No sabe dónde vive, o cómo dar con él?

—No —contestó, y se encogió de hombros—. Me parece que está abriendo su propio bar o algo así.

Le di las gracias y me fui corriendo a casa, donde consulté la guía telefónica y llamé a cuantos Jay Cash había. Ninguno de ellos era el amigo de Edward.

Así que hasta ahí había llegado. Había agotado mis opciones. No tenía ningún otro modo de encontrar a Edward Cullen.

 

 

Al día siguiente visité a Dean Ryan, un abogado especialista en medios, y fue alentador ver la expresión de su rostro cuando le conté toda la historia sobre el artículo de Mod.Me dijo que le parecía que se trataba, claramente, de un caso de difamación, porque la labor de Tanya se ajustaba a la definición —un texto falso de un autor difundido por otras personas—, sin asomo de duda.

—Si el señor Cullen también quisiera iniciar un juicio, tampoco tendría problema alguno —prosiguió Dean, revisando sus notas—. Las personas públicas, tales como los políticos o, en el caso del señor Cullen, las celebridades tienen que demostrar auténtica malicia; vale decir que el demandado sabía que sus palabras eran falsas, o que imprudentemente hicieron caso omiso de la verdad. Si él puede demostrar que la señorita Delani sabía que estaba mintiendo (lo que no resultaría demasiado difícil), entonces también él tendría un caso de difamación tanto contra ella como contra la empresa editora.

»Su caso, Bella, será aún más fácil —prosiguió Dean con entusiasmo—. En general, los particulares como usted, para probar la difamación, deben demostrar que el demandado fue negligente. La señorita Delani no sólo fue negligente, sino que obviamente actuó con malicia y total desprecio por la verdad. No hay abogado en el mundo que pueda defenderla con éxito en un caso como éste. Si me perdona la expresión, señorita Swan, tiene cogidos tanto a la señorita Delani como a Mod por las pelotas. —Alzó la vista, me miró y sonrió—. Va a convertirse usted en una mujer muy rica —agregó.

Cuando abandoné la oficina de Dean Ryan, me sentí un poco mejor... pero menos de lo que había esperado. Aunque sentía que estaba haciendo algo, no me parecía suficiente. No me preocupaba el dinero. Ya había perdido mi trabajo y mi reputación. Ninguna suma me los devolvería. Pero suponía que un juicio exitoso probablemente representaría también el fin de la carrera de Tanya, y esa perspectiva, al menos, me producía una gran satisfacción.

 

 

En las semanas que siguieron, intenté olvidar a Edward Cullen. Lo intenté de verdad. Tenía la impresión de tener tantas cosas en la mente que no quedaría espacio para preocuparme por él; pero, por supuesto, me equivocaba. El hecho de que toda mi vida se había derrumbado ante mis ojos poco hizo para mitigar la culpa que sentía por haber avergonzado a Edward.

Alice consiguió trabajo como ayudante de chef en un nuevo restaurante llamado Swank, que estaba abriendo en el East Village, y yo sabía que estaba encantada.

—No echo de menos para nada trabajar en revistas —me dijo al cabo de su primera semana—. No puedo creer que haya estado tanto tiempo haciendo eso.

—Creía que te gustaba el trabajo —dije.

—Sí —respondió—. Me gustaba, pero no lo amaba. En cambio, este trabajo sí.

Cuando me tocó el turno de buscar trabajo, tuve menos suerte, lo cual empezaba a preocuparme. Disponía de suficiente dinero para pagar el alquiler de agosto, y tener a Alice como compañera de piso aligeraba la carga económica, pero no podría pagar el alquiler de septiembre si no encontraba algo pronto.

Cada día pasaba horas leyendo cuidadosamente las demandas de empleo en Mediabistro.com,examinando los avisos clasificados del New York Times y llamando a los editores de revistas en busca de un puesto disponible. Todos los días mandaba varios currículos, que acompañaba con llamadas telefónicas.

Allí donde fuera, todos parecían conocerme. ¿Acaso había alguien que no hubiese leído Mod?

«Preferimos contratar gente con mejor reputación», me decían a veces. O «El nombre Bella Swan podría tener una connotación que no deseamos para nuestra revista». Ésa era la gente que se molestaba en responder. Varios me colgaron nada más llamar y decirles quién era. Algunos se limitaban a reírse. Una directora de recursos humanos, de hecho, me devolvió la llamada, pero sólo para preguntarme cómo era Edward Cullen en la cama. Me sentía humillada.

Al fin, la directora de Chic,la recién llegada en el abigarrado campo de las revistas femeninas, me llamó y me pidió que fuera a verla al día siguiente. Llegué diez minutos antes y me hicieron pasar a su despacho treinta minutos después.

—¿Así que eres Bella Swan? —dijo Maude Beauvais, tan pronto como su asistente cerró la puerta detrás de mí. Estaba al final de la cincuentena y parecía como si debiera empezar a usar una bata de estar por casa y pantuflas en lugar del traje dos tallas más pequeño. Tenía el cabello de un rubio poco natural y el maquillaje tan espeso que me pregunté cómo hacía para mover la cara detrás de él. Como directora de una nueva revista de moda, no era para nada lo que me esperaba. Pero dijo que tal vez tuviesealgo para mí, de modo que estaba decidida a escucharla con mentalidad abierta.

—Mucho gusto, señora Beauvais —dije, tras entrar y estrecharle la mano.

—Igualmente —repuso asintiendo. Me indicó que me sentara e hizo otro tanto—. Llámame Maude. —Asentí, esperando que comenzara—. Dado que tienes varios años de experiencia en entrevistas a celebridades, creo que te daremos una oportunidad en Chic —dijo apenas nos hubimos sentado—. Si te interesa, claro.

—Sí, sí, por supuesto que me interesa —contesté. Probablemente soné demasiado entusiasta, pero no pude evitarlo. La pobreza inminente nos obliga a hacer esa clase de cosas.

—Me consta que has tenido problemas para que te contrataran en otras revistas —dijo sin rodeos.

—Así es —admití. Fantástico. Todo el mundo del periodismo sabía que era una perdedora.

—Por eso espero que estés abierta a mi ofrecimiento. No tengo presupuesto para contratar más personal en este mismo momento, pero necesito alguien con experiencia que pueda cubrir los eventos de las celebridades. Ya sabes: conferencias de prensa aquí y allá, actos de caridad, cosas como los Grammys y los premios MTV.

Me tragué la decepción y asentí.

—Quisiera tomarte a tiempo parcial para que hagas exclusivamente eso —dijo—. Te pagaremos veinticinco dólares la hora y puedo prometerte, al menos, diez horas de trabajo semanales. La mayor parte de las semanas trabajarás entre quince y veinte horas.

—Bueno —dije con timidez. Nunca había trabajado a tiempo parcial. Siempre había tenido un empleo con sueldo fijo, y sabía, por haber tratado con los que lo hacían por libre en Mod,que la vida así era a menudo difícil, y la paga, irregular. Pero un sueldo irregular era mejor que ninguno en absoluto—. Acepto —añadí. No era algo que me apasionara. Me gustaba escribir artículos perspicaces sobre figuras públicas, no tonterías de alfombra roja.

Pero un trabajo era un trabajo. Y necesitaba uno.

—Fantástico —dijo Maude, inclinándose hacia delante—. Sin embargo, necesitamos aclarar algunas cosas antes de firmar nada.

—Esto... bueno.

—No sé cómo eran las cosas en Mod —empezó—. Y, por supuesto, Chic ve Mod como una hermana mayor en el negocio, una revista que nos impone una serie de criterios. Pero la cuestión es que, en realidad, en Chic tenemos nuestras propias reglas, y éstas no incluyen acostarse con celebridades.

Me ruboricé. Había oído esas palabras tan a menudo que ya no me sorprendían, pero no podía evitar sentirme decepcionada.

—No me acosté con Edward Cullen —murmuré—. Por eso me fui de Mod.Es completamente falso.

Maude me sonrió con lástima. Supe que no me creía.

—Sí —dijo, restándole importancia y agitando la mano—. En cualquier caso, ése no es un comportamiento aceptable en Chic. Supongo que lo entenderás.

—Sí, por supuesto —murmuré.

—Bien entonces —dijo—. Ya he avisado a recursos humanos de que vendrías. Están en el piso treinta. Coge el ascensor y pregunta por Lauren Elkin. Ella se ocupará de todo el papeleo. Llámame mañana por la mañana y hablaremos de tu primer trabajo.

Volvimos a estrecharnos la mano y dejé la oficina de Maude Beauvais, sintiéndome avergonzada. La historia de Edward Cullen me perseguiría allí donde fuese y me acosaría durante el resto de mi vida. Ya no era Bella Swan, la que escribía sobre celebridades. Era Bella Swan, la chica que se había tirado a una estrella de cine.

 

 

Después de dos semanas en Chic,la odiaba con todas mis fuerzas. Sin embargo, no tenía opción. Continuaba enviando mi currículo y seguía siendo rechazada. Veinticinco dólares la hora a las órdenes de Maude Beauvais fue lo mejor que pude conseguir.

Me enviaron varias noches por semana a esperar pacientemente la apertura de un nuevo restaurante; la función de una obra en Broadway a la que se suponía que Anthony Hopkins asistiría esa noche; un concierto de caridad para los niños sin techo de Indonesia, al que se afirmaba que acudiría Angelina Jolie. Nochetras noche, les hacía ridículas preguntas propias de Chic a estrellas de segunda que apenas conocía. Les preguntaba a ex miembros de bandas musicales si preferían como ropa interior los boxers o los slips (ganaban siempre los boxers). Les preguntaba a actores maduros, a los que reconocía vagamente de los años ochenta, sobre lo más romántico que habían hecho por alguien («Una vez me cubrí el cuerpo de chocolate e hice que mi novia me lamiera», fue una de las respuestas particularmente repulsivas). Les preguntaba a actrices de teleserie cuáles eran sus libros favoritos y por qué (hubo quien llegó a responder que alguna vez había leído uno, antes de que su voz se desvaneciera y se marchara con una expresión soñadora en el rostro).

Descubrí información completamente inútil, como que Debbie Gibson podía jugar al hula-hoop durante horas; o que a Chris Kirkpatrick lo aterraban las alturas; o que a Mark McGrath, de Sugar Ray, le encantaba hacer malabarismos; o que Susan Lucci aborrecía el viento.

No eran noticias que cambiaran la vida, que conmovieran al mundo o resultaran constructivas.

En el plano profesional, me sentía completamente degradada, pero al menos me pagaban. La mayor parte de las semanas trabajaba quince o veinte horas, de modo que, aunque los cheques que entraban no eran cuantiosos, bastaban para ir tirando mientras decidía qué hacer con mi vida.

La experiencia con Edward Cullen y Mod lo había cambiado todo. Me gustaba escribir, pero sabía que ya no podía trabajar en un mundo que se basaba en el cotilleo como fuente de información. Claro, siempre me sentí orgullosa de los artículos que escribía entonces, abiertos, honestos y carentes de chismes, y que gustaban a nuestras lectoras. Pero a fin de cuentas formaba parte del mismo festín, fomentando el mismo culto a la fama que había llevado mi carrera a lo más hondo. A medida que mi trabajo para Chic se arrastraba de una entrevista ridícula a otra, la verdad comenzaba a abrirse paso: ése no era mi mundo; nunca lo había sido.

Era una incómoda sensación la de despertarme con veintiséis años para darme cuenta de qué la carrera para la que había trabajado tan duramente durante los últimos cuatro años, no era quizá la más apropiada para mí. Que la carrera con la que había soñadodesde niña no era más que una ilusión. De algún modo, me había convencido a mí misma de que estaba por encima de todo el cotilleo de la farándula, de que incluso ayudaba a contrarrestarlo ofreciendo un vistazo real a las vidas de los que sufrían los efectos del cotilleo, cuyas carreras eran seguidas por millones de personas. Pero no era verdad. Se trataba, apenas, de perpetuar el ciclo. Me asaltó una inmensa sensación de tristeza, pérdida y vergüenza. Era como si los cuatro últimos años de mi vida no hubiesen servido para nada.

Y de repente, no tenía idea de lo que quería hacer con mi vida. De una sola vez, la vida que había pensado alcanzar —un novio excelente, un excelente trabajo, una excelente sensación de autoestima— se había desvanecido. Peor aún, era como si las gafas de color rosa que hasta entonces no sabía que llevaba puestas se hubiesen roto, permitiéndome advertir que todo aquello en lo que creía no había sido cierto desde el principio. Nunca había tenido la vida que creía haber tenido.

Jamás me sentí tan sola y confusa.

 

 

El tercer viernes de agosto estaba sola en casa, sentada frente a la tele, comiendo helado y tratando de adivinar cuántas cucharadas harían falta para engordar medio kilo. Algunas personas, cuando están bajo estrés pierden el apetito y, como resultado, pierden los kilos de más. Yo, en cambio, encuentro mi consuelo en masivas cantidades de helado y de Doritos.

Alice había intentado arreglarme algunas citas a ciegas, pero yo no estaba interesada. ¿Quién necesita un hombre cuando tiene un buen pote de helado a mano? Estaba convencida de que mi relación con el helado era mucho más satisfactoria de lo que cualquier otra relación podía ser.

El trabajo acaparaba toda mi concentración, a pesar de la frivolidad de mi empleo y el hecho de que estaba aterrorizada de tener que ir a la velada en beneficio del cáncer de mama que tenía que cubrir para Chic a la semana siguiente. Qué pésima manera de pasar un sábado por la noche, de pie al lado de la alfombra roja, frente al Puck Building del Soho, esperando bajo el calor de agosto un desfile sin gracia, con actores de segunda que se paraban aexhibirse y contestar mis estúpidas preguntas. Nuevamente me informarían de en qué lugar de mi vida me hallaba cuando las puertas del teatro se cerrasen, dejándome fuera.

Sí, era penoso. Aquello era muy distinto de mis vertiginosos días escribiendo para una de las más prestigiosas secciones dedicadas al espectáculo en una revista femenina.

Acababan de terminar las noticias de las once y estaba tratando de decidir si me iba a poner de mal humor viendo a David Letterman o a Jay Leno (sí, mi vida se había convertido en eso), cuando el locutor del Show de David Letterman anunció que Edward Cullen iba a ser uno de los invitados esa noche.

Casi se me atraganta el helado. Dejé el mando sobre la mesa y me acerqué al televisor para no perder detalle.

Pegada a la pantalla, empecé a sentir un dolor extraño en mi corazón cuando veinticinco minutos después Edward entró en el plato. Su cabello bronce estaba alborotado, como siempre, y vestía unos téjanos Diesel oscuros y camisa Rolling Stone que se ceñía perfectamente a su cuerpo. El público femenino presente en el estudio seguía gritando después de que se hubo sentado.

—Gracias, gracias —dijo.

¿Por qué se me hacía un nudo en la garganta? Eso no era normal.

—Parece que les gustas —observó David Letterman después del último grito. Edward rió y se le arrugó la cara de la misma forma en que lo había hecho ante mí en el bar restaurante Over the Moon unos meses antes. Me sentí enfermar. ¿Por qué aquella relación entre Edward Cullen y la náusea instantánea?

—Bueno, a mí también me gustan —dijo Edward con una sonrisa encantadora. Nuevamente, la audiencia estalló en gritos y quejidos, y Edward y Letterman rieron.

—Hacía meses que no sabíamos de ti. ¿Qué te ha tenido tan ocupado? —preguntó Letterman.

Contuve el aliento y rogué para que no mencionara el artículo de Mod.

—Estuve rodando algunas películas y promocionando la que se va a estrenar en un par de semanas —respondió Edward con calma. Claro. Probablemente no había pensado en mí ni una sola vez. ¿Por qué iba a hacerlo?

Adiós para siempre —agregó Letterman.

—Exacto —dijo Edward con una sonrisa.

—¿Se estrena en el fin de semana del Día del Trabajo? —preguntó Letterman.

—Sí —contestó Edward—. El estreno en Nueva York es el próximo fin de semana, pero tendrá un lanzamiento mayor la semana siguiente.

—¡Qué bien! —dijo Letterman—. ¿Nos puedes contar un poco sobre esa película?

Mientras Edward describía la trama —un romance en tiempos de guerra, en el cual las cartas que su personaje le escribe a su joven esposa sientan el marco para la tragedia—, miraba cómo se movían sus labios. El sonido de su voz me provocaba algo. Sus sonrisas me recordaban las que me había dedicado en persona. Su tierna tristeza, a medida que describía lo que pasaba en la película, me recordaba la forma gentil en la que me había mirado la mañana del domingo en mi apartamento, cuando supo que mi corazón se había roto por culpa de Jacob. Me sentí terriblemente mal al pensar en el modo en que le había pagado yo esa ternura. Con frialdad. Con una forzada despreocupación. Y con un artículo abominable en Mod.

Llegó la pausa para la publicidad y seguí contemplando la pantalla con ojos vidriosos. Me sentía como una zombi. No es que me hubiese olvidado de Edward en un mes, pero me había esforzado por ignorar todo lo concerniente a él. Y ahora allí estaba de nuevo, imposible de ignorar.

De repente supe que tenía que desembarazarme de él. Ya estaba lo bastante confusa sin tratar de descifrar por qué aquel hombre, fuera de mi alcance y que obviamente me detestaba por una buena razón, me atraía tanto. Apagué el televisor, metí el helado en el congelador (donde no tardaría mucho en ser atacado de nuevo), cogí mi bolso y salí por la puerta antes de poder pensar adonde me dirigía.

Sólo sabía que no podía quedarme en el apartamento donde en una ocasión Edward me había mirado de esa forma tan tierna y con esa sonrisa tan amable, y que yo, en mi estupidez, no había sabido apreciar.

 

 

Mientras caminaba hacia el norte por la Segunda Avenida, seguía sin saber adonde me dirigía, pero terminé frente a Over The Moon, por primera vez desde que había comido allí con Edward. Por un extraño e irónico giro, y aparentemente para hacerme sentir más miserable, el restaurante estaba ahora bajo la sombra de un aviso publicitario gigante de Adiós para siempre.

Mientras tomaba un café descafeinado y esperaba unos huevos revueltos, beicon y cebolla con queso, un Edward Cullen de nueve metros me miraba desde lo alto de la Segunda Avenida.

—Es guapo, ¿no? —me preguntó la camarera. Era regordeta, de cabello gris y con unas patas de gallo pronunciadas, aunque sus ojos parecían amigables. Tenía una etiqueta con su nombre, Marge. Contemplaba el cartel por la ventana mientras volvía a llenar mi taza.

—Sí —contesté, sintiendo muy lejano el momento en que habíamos estado los dos allí sentados.

—Es un muchacho muy dulce también —dijo Marge. La miré fijamente—. Viene por aquí a menudo. ¿Te lo puedes creer? A nuestro restaurante...

—¿En serio? —dije conteniendo el aliento.

—Claro —respondió ella—. Sobre todo los últimos meses. Aunque no lo he visto en las últimas tres semanas.

—¿Viene aquí? —pregunté en voz alta, mientras trataba de procesarlo. La camarera sonrió con gentileza, aparentemente convencida de que había dado con la mayor admiradora de Edward.

Si ella supiera.

—Sí, claro —respondió inclinándose de manera cómplice. Observé que tenía acento de Boston, un ligero arrastre de la erre al final de las palabras—. Siempre que está en Nueva York. Y siempre pregunta por mí. Cada vez. —Me miró orgullosa.

—¿Y dijo algo sobre... esto...? —tartamudeé sin saber muy bien qué quería que me contestara.

—Cariño —dijo ella con una sonrisa—, me gustaría informarte de que es soltero, pero va detrás de una chica que vive en el barrio.

—¿Qué? —exclamé.

—Una chica que vive calle abajo —continuó Marge, ignorando mi reacción—. ¿Puedes creerlo? La estrella más grande deHollywood anda tras una chica que vive en el East Village. —Sacudió la cabeza y sonrió.

—¿Y dónde la conoció? —exclamé.

Marge se encogió de hombros.

—Creo que en alguna revista —dijo.

Tragué saliva. No podía tratarse de mí. Era imposible.

—¿Y lo de Emily de Ravin? —pregunté rápidamente—. Creía que estaba saliendo con ella. Quiero decir, lo leí en algún sitio.

Carraspeé. No quería sonar demasiado impaciente. Pero la camarera parecía más que feliz de poder cotorrear un poco. Yo era su única clienta a esas horas de la noche, y probablemente iba a la pesca de una propina más grande. Creedme, estaba dispuesta a dársela.

—Se sentía tan mal por ese asunto... —dijo. Me hizo un gesto hacia un asiento vacío enfrente de mí—. ¿Te importa?

Negué con la cabeza, mientras ella se sentaba poniendo la jarra de café en la mesa.

—Nunca salió con esa Emily —prosiguió Marge arrugando la nariz—. Él pensaba que eran amigos hasta que supo que el agente de ella vendía a los paparazzi fotos de ambos juntos, diciéndoles que eran novios. ¡Todo fue idea de Emily! ¿Puedes creerlo?

—¿Estás segura? —pregunté.

—Por supuesto —respondió orgullosamente Marge—. Él me dijo que yo le recordaba a su madre. Me cuenta cosas suyas durante todo el tiempo. Lo mismo ocurrió con su agente de prensa, ya sabes. Les sacaron fotos juntos e inmediatamente comenzaron los rumores.

—¿En serio? —dije—. Pero está saliendo con su agente, ¿no es cierto? —añadí—. Quiero decir, eso es lo que leí. En el periódico.

—Realmente sabes mucho sobre Edward Cullen, ¿no? —Marge me miró divertida—. Parece que eres una gran admiradora, de él, ¿eh?

Asentí. Tal vez continuara si pensaba que yo era una loca fanática de Edward Cullen.

—Nunca salió con ella —prosiguió—. Lo molestaba, ¿sabes? Esa agente es una tipa extraña, si quieres saberlo. Vino una vezcon él aquí. Le acariciaba el brazo y él parecía incómodo. Incluso no quería que hablara conmigo.

—¿En serio? —pregunté de nuevo, porque no sabía qué decir. Pero quería que ella prosiguiera.

—La siguiente vez que vino me dijo que pensaba echarla —continuó la camarera—. Me pareció una asquerosa. Pero me contó que era la hermana de un compañero de colegio. Por alguna razón, él pensó que debía serle fiel. Es demasiado bueno. Pero ella parece loca, y sé reconocer a una loca cuando la veo, querida.

—Suena como si lo fuera —murmuré. Mi corazón latía con fuerza. ¿Estaría Marge en lo cierto? ¿Me había dicho Edward la verdad sobre Emily y Jane, después de todo?

—Y lo peor es que lo mismo le pasó con esa chica de la revista —continuó Marge. Palidecí y el corazón me dio un vuelco—. A él le gustaba en serio. Pensaba que era diferente. Pero ella escribió un artículo en su revista diciendo que se había acostado con él. Y nunca se acostaron juntos. Es un caballero.

—Tal vez se tratase de un malentendido —dije con un hilo de voz. Podía sentir que la sangre se me arremolinaba en las mejillas.

Marge rió y me guiñó.

—Sí, es probable —dijo entre risas—. De todos modos, él se sentía realmente mal por eso. No lo veo desde entonces. Pobre chico. Pensaba que finalmente había encontrado a alguien. Alguien que no pretendía aprovecharse de él. Tendría que haberlo previsto, supongo.

Sentí que mi sonrojo se acentuaba.

—Gracias —dije.

—Siempre me gusta charlar un poco, querida —dijo con un guiño—. Voy a ver si tu comida está lista. Y vamos, anímate, encanto. Sea lo que sea lo que te molesta, no puede ser tan terrible.

—Te sorprenderías si lo supieras —murmuré mientras se alejaba.

Seguí sentada en el Over the Moon durante dos cambios de turno, tomando café y mirando por la ventana al Edward Cullen que nunca tendría.

Reflexioné sobre mi vida y lo que estaba haciendo con ella. Pensé en Jacob y agradecí a Dios que se hubiera ido. Pensé en mitrabajo y consideré un cambio de carrera. Me pregunté durante un largo rato cómo había logrado hacer que las cosas salieran tan mal.

Pero más que nada pensé en Edward Cullen, lo que no era difícil de hacer mientras él vigilaba en silencio la ciudad, justo ahí fuera.

* * *

Capítulo 20: CAPITULO 20 Capítulo 22: CAPITULO 22

 
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