EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 12: CAPITULO 12

CAPÍTULO12

Cotilleando

A la mañana siguiente estaba en pie a las 5:30, víctima de otra noche casi sin dormir. Cuando finalmente logré conciliar el sueño, tuve pesadillas en las que aparecía con Edward en las páginas de Tattletale. Margaret me vería y me echaría al instante, y Jacob se negaría a volver a hablarme.

Mis vueltas y revueltas en la cama para tratar de dormir no sirvieron de nada, sobre todo cuando a eso de las dos de la madrugada Alice llegó trastabillando, achispada y chapurreando en francés después de una cita con Jasper. Debió de olvidar que yo estaba durmiendo en su casa, en un colchón hinchable metido entre su cama de matrimonio y su minúsculo ropero, porque tropezó con el borde del colchón y aterrizó boca abajo encima de mí cuando intentaba abrirse paso hacia la cesta de la ropa que había en una esquina.

Tras escuchar su confuso soliloquio acerca de las virtudes de Jasper y los hombres franceses en general, empecé a hartarme del asunto y traté de no pensar en Jacob, Edward o Tattletale hasta el amanecer.

No me costó despertarme, a pesar de que estaba exhausta. Los ronquidos de Alice eran suficientes para disuadirme del descanso. Además, cada vez que cerraba los ojos veía a Jacob y la prima de Tanya en mi cama. A medida que contaba los minutos quequedaban para el alba (un método no tan efectivo como el de contar ovejas, dicho sea de paso), me iba preocupando cada vez más que la revancha de Tanya llegara en forma de un artículo de Tattletale que arruinara mi reputación para toda la vida. Para cuando me levanté a eso de las 5:30, ya estaba segura de ello.

Me vestí rápidamente y cogí mis cosas. Tattletale ya debía de estar en los quioscos y quería verla tan pronto como fuera posible. Mientras me pintaba rápidamente los labios, me echaba una última mirada en el espejo y me precipitaba escaleras abajo, el corazón me latía desbocado. Dos manzanas más allá del apartamento de Alice había un vendedor de periódicos. Corrí hasta allí intentando adivinar qué iba a encontrar en las páginas de ese pasquín.

—Deme el Tattletale, por favor —jadeé en cuanto llegué al puesto, sin aliento después de la carrera. El vendedor todavía estaba cortando los cordones de plástico que ataban las pilas de revistas y periódicos antes de organizarlos en el exhibidor. Rápidamente localicé la edición de Tattletale de ese día en un rincón.

—Todavía no está abierto —dijo el vendedor sin volverse.

Respiré hondo.

—Por favor —supliqué—. Estoy desesperada. Le daré... —Me interrumpí para revolver en mi billetero—. Le daré doce dólares —rápidamente conté las monedas que tenía— y sesenta y tres centavos.

El vendedor por fin se volvió y me observó de arriba abajo.

—¿Va a darme doce dólares y sesenta y tres centavos por una revista que, cuando abra de aquí a media hora, le costará un dólar?

—Sí, por favor —dije apresuradamente, ofreciéndole el dinero. El vendedor se quedó mirándome por un instante, se encogió de hombros y tomó el dinero de mi mano.

—Por mí está bien —dijo—. De todos modos, ¿por qué necesita la revista con tanta prisa? —preguntó con suspicacia, mientras sostenía las tijeras en una mano.

—Por un artículo importante. Sólo eso —respondí, esforzándome por sonreír. Se me quedó mirando un poco más. Ya no lo podía soportar—. ¡Por favor! —rogué.

—Mujeres —murmuró para sus adentros, y finalmente cortó los cordones y éstos cayeron hacia los costados de la pila. Entonces alzó lentamente el número de Tattletale y miró la cubierta antes de pasármelo. Para entonces yo estaba saltando de un lado a otro, conteniéndome para no arrancársela de las manos—. ¿Harrison Ford y Calista Flockhart han tenido una pelea de enamorados? —me preguntó, leyendo lentamente el título de la portada—. ¿Tanto le importa eso?

—¡No! ¡No! —estallé—. ¡Por favor! Démela. —El vendedor se sonrió y me di cuenta de que se divertía torturándome.

—¿Las críticas de Clay Terrell sobre el botín que obtuvo Tara Templeton? —preguntó lentamente, leyendo otro titular, mientras me miraba arqueando las cejas y riéndose.

—¡No! —exclamé de nuevo. Volvió a mirar la revista y supe que iba a leer otro titular, así que se la arrebaté de las manos—. ¡Gracias! —le dije por encima del hombro mientras me alejaba, ignorando su expresión sorprendida. Le había pagado doce dólares con sesenta y tres centavos por una copia de una revistucha que odiaba. No necesitaba escuchar la opinión del vendedor respecto a eso.

Esperé hasta dar la vuelta a la esquina y quedar fuera de la vista del quiosquero para abrir la revista. Me apoyé contra la pared de un edificio y fui rápidamente al índice. Mi corazón dio un vuelco cuando llegué al quinto titular de «Lecturas de la semana».

«Las mujeres de Edward Cullen: ¿Quién era esa chica que está con el bombón de Hollywood?»

—Mierda —dije en voz alta, mientras pasaba las páginas buscando la dieciocho. Contuve la respiración, preguntándome por qué las páginas se pegan cuando necesitas algo. Debe de ser la Ley de Murphy de las revistas—. Mierda, mierda, mierda.

Finalmente pasé las páginas dieciséis y diecisiete y respiré profundamente. Ya casi estaba. Una página más y mi vida se acabaría. Habría fotos nuestras con comentarios de Tanya. Incluso habrían encontrado al taxista que nos llevó y le habrían pagado para que les contase la historia. Tomé aliento y pasé la página.

Los ahora familiares ojos azules de Edward Cullen brillaron desde una enorme foto impresa a todo color en la revistucha. Micorazón latía mientras observaba todos los detalles. Iba paseando con una mujer rubia que lo contemplaba con adoración, mientras él miraba hacia la distancia.

Esa mujer no era yo.

Era Emily de Raven. La actriz casada, con quien él me había jurado que no tenía ninguna relación.

—¿Qué? —murmuré. Me sentía aliviada, claro, pero también me asaltó una extraña e inesperada sensación que se parecía bastante a los celos.

Pero eso no tenía sentido. Después de todo, ¿qué me importaba si Edward Cullen quería acostarse con Emily? No era asunto mío. Simplemente me enfurecía que me hubiese mentido. Sí, era eso. Me ponía furiosa haberle creído. Respiré profundamente y traté de calmarme.

Pero la sensación de molestia retornó cuando leí las palabras impresas al final de la página: «Más sobre las mujeres de Edward Cullen en la página 33.»

—Mierda —murmuré de nuevo. La foto de Edward Cullen y Emily de Raven era sólo una trampa. Ella sólo era la estrella más fulgurante con quien Edward se acostaba. En la página treinta y tres iba a encontrarme a mí, y seguro que sería peor de lo que había imaginado. Yo era la segundona de una de las mujeres más guarras de Hollywood.

—Mierda, mierda, mierda —repetía una y otra vez al pasar las páginas, que se quedaban pegadas mientras trataba desesperadamente de llegar a la treinta y tres.

Finalmente encontré la continuación del artículo y lo miré con desesperación. Se trataba de tres fotos de Edward Cullen con tres mujeres diferentes, cada una con su respectivo epígrafe. Rápidamente revisé las imágenes.

En ninguna de ellas estaba yo.

Solté un enorme suspiro de alivio y traté de no ponerme celosa, mientras veía a Edward Cullen caminando por Central Park con una Emily escasamente vestida. Edward en un restaurante de moda con una mujer de pelo rubio, identificada como Jane Vulturi, su agente de prensa. Edward abrazando a una tal Jessica Gregory, vestida de cuero, la estrella de la serie de televisión Chicas espías.

Di la vuelta a la página lentamente, para ver si la historia continuaba, pero por suerte en la siguiente había un artículo sobre cómo Carnie Wilson había logrado perder peso. Resistí la tentación de mirar mis muslos para compararlos.

Volví a la página treinta y tres y examiné las fotos detenidamente mientras el corazón me latía con furia.

Me había mentido. No podía creerlo. Me había hecho pensar que él era diferente. Me había hecho pensar que era un caballero y que las historias que corrían sobre él no eran ciertas. Me había mirado a los ojos y me había dicho que nunca se liaría con una mujer casada, pero aquí estaba, besuqueándose en Central Park con una prácticamente desnuda Emily. A todo color. No había forma de negarlo. No es que me creyera de buenas a primeras una historia del poco fiable Tattletale, pero esta vez no cabía duda del significado de las fotos.

Y los informes de Alice sobre Jane Vulturi habían sido ciertos también. En la foto, Edward se inclinaba sobre la mesa para murmurarle algo al oído y ella se sonrojaba. Había una botella de champán entre ellos y cada uno tenía una copa cerca. El brillante cabello rubio de Jane descendía sobre sus hombros desnudos y se detenía a la altura del collar de diamantes que lucía sobre su esbelto cuello, seguramente un regalo de Edward.

Y su pose con Jessica Gregory tampoco parecía inocente. La estrella de las Chicas espías tenía los brazos alrededor del cuello de Edward. Él la levantaba del suelo y los dos se miraban a los ojos. Parecía como si estuvieran a microsegundos de besarse. Los pantalones de cuero rojo que ella llevaba realzaban perfectamente sus curvas.

Regresé a las páginas dieciocho y diecinueve, donde Edward y Emily aparecían abrazándose con aspecto de estar a sus anchas. Hasta un niño de cinco años habría sabido que eran algo más que amigos. Ella lo miraba con adoración, apretándose contra su cuerpo mientras caminaban. Él la atraía apoyando la mano sobre su hombro, mientras ella se reclinaba en el costado de Edward. Él miraba hacia la cámara, aunque no directamente. Observé por un momento sus ojos azules, que el domingo anterior me habían parecido tan inocentes y amables.

—Mentiroso... —murmuré.

Repentinamente me sentí furiosa. Conmigo y con Edward. ¿Cómo había sido tan estúpida para dejarme convencer por sus encantos? ¿Cómo había podido creer ni por un segundo que yo le importaba? Era un actor. Su trabajo era hacerme pensar lo que él quisiera. Y yo había caído como una novata, como una tonta periodista que nunca antes se hubiera encontrado con una estrella. Como una tonta chiquilla enamorada. Como alguien desesperado en busca de cariño.

Era una idiota.

Normalmente no me habría comportado de esa forma. Jacob me había destruido y en un momento de debilidad me había dejado llevar por los encantos de un profesional del engaño. Maldición, él estaba acostándose con medio Hollywood. Y yo había estado tan rápidamente dispuesta a otorgarle el beneficio de la duda.

Cerré el Tattletale con enojo y lo metí dentro de mi bolso. Me separé de la pared en la que me había apoyado, me sacudí la falda y me arreglé la blusa. Tomé aliento y comencé a caminar hacia el tren F. Eran sólo las 6:30 y sabía que, si me iba en ese momento, llegaría a la oficina a las 7:15, pero no tenía muchas opciones. No había otro lugar adonde ir y además, ¿qué otra forma mejor de alejarme de mis problemas? Cuando tienes dudas, nada mejor que entregarte al trabajo.

 

 

—Te gusta —susurró, mientras me miraba con los ojos muy abiertos por encima de la mampara que dividía nuestros cubículos.

—¿Qué? —pregunté horrorizada—. Eso es ridículo. No me gusta.

—Y entonces, ¿por qué te importa que salga en Tattletale?—preguntó inocentemente. Ese día, su estilo típicamente estrafalario se veía algo moderado gracias al prudente color de su maquillaje y a unos téjanos Diesel. El único rastro del peculiar sentido de la moda de Alice era la camisa verde lima bastante escotada que llevaba debajo de una vaporosa chaqueta de punto y el pañuelo naranja atado en torno del cuello.

—No es que me importe quién sale en Tattletale —dije mirando directamente a la sucia revistucha que asomaba en mi bolso—. Es que me mintió.

—Y te hizo pensar que le gustabas —dijo Alice, terminando mi pensamiento.

—No —protesté—. No me importa si le gusto. ¿Por qué me habría de importar? Sabes que no puede pasar nada. Sería poco profesional.

—Hummm —murmuró Alice con una ceja enarcada—. Así que no te importa. Para nada.

—No.

—Está bien —dijo guiñándome un ojo—. Como quieras.

La miré. ¿Por qué pensaba que me importaba? No me importaba Edward Cullen.

—Sólo demuestra que todos los hombres son escoria —dije finalmente.

Alice volvió a arquear una ceja.

—¿Todos los hombres? —preguntó—. Estoy de acuerdo en que sí lo es una vasta mayoría. Pero ¿todos? No lo creo.

—Yo sí —murmuré. Primero Jacob, ahora Edward. Una escoria mentirosa y estafadora. Cuanto más pensaba en el asunto, más rabia sentía hacia Edward. ¿Quién se habría creído que era? Y todo porque era una estrella de cine.

—Jasper no es una escoria... —dijo soñadoramente Alice, parpadeando y mirando hacia el espacio sideral.

—Me alegra saberlo —dije, tratando de no poner los ojos en blanco. Ese día no estaba de humor para escuchar las virtudes de los camareros de Alice. No sabía cómo lo hacía. Y después se limitaba a cortar con ellos. Siempre era la que perdía el interés y seguía con lo suyo. Desde que yo la conocía, nunca la habían dejado. Nunca la habían engañado, Siempre la habían tratado como a una princesa. ¿Por qué yo atraía a tipos a los que les gustaba explotarme y luego mentir?

—Vamos, Bella. No puedes creer todo lo que lees —dijo con suavidad.

—No —repuse con firmeza—. Pero creo en lo que veo. Y esas fotos no eran inocentes. Con ninguna de esas mujeres.

—Tal vez haya una explicación —dijo Alice con cautela.

—Y tal vez no la haya —contesté mirándola—. Mintió, Alice.Mintió y es un adicto al sexo. Se acuesta con cualquiera. De todas maneras, ya estoy harta del tema. De verdad. Cometí el error de confiar en él, pero esto se ha acabado. Tendrá el artículo elogioso que quería en Mod y nunca más volveré a verlo. —De alguna forma esas palabras no me hicieron sentir tan bien como esperaba.

—¿Y las flores? —preguntó Alice suavemente. Había estado tratando de ignorarlas toda la mañana, lo que era bastante difícil, considerando que cubrían todo mi escritorio. Todavía parecían perfectas y olían maravillosamente bien—. ¿No se las vas a agradecer?

Resoplé.

—No —dije firmemente—. De hecho, vamos a hacer como si esto nunca hubiera sucedido.

Abrí el cajón de mi escritorio y saqué la tarjeta que venía con las flores, la dulce y sensible tarjeta que obviamente era una mentira. Yo no le importaba. La rompí en dos y la tiré a la papelera. Alice soltó un gritito ahogado.

—¿Tirarás la tarjeta?

—Ya lo he hecho —dije—. Y no se hable más del asunto.

 

 

Margaret convocó una reunión editorial a las once en punto de esa mañana, para recuperar la que había cancelado el día anterior. Me sentía aliviada, porque me daba una excusa para concentrarme en algo que no fuera Edward Cullen. Además, me permitía ahorrarme treinta minutos de las miradas entre piadosas y acusadoras de Alice.

La única pega de la reunión era que Tanya estaría allí. Seguro que me retorcería de incomodidad cuando ella me mirara con aire de suficiencia, satisfecha de saber que yo había sido sumariamente rechazada de la manera más vergonzosa por un baboso novio que ahora se lo hacía a su hermana.

Al sentarme en la silla de la mesa oval, sonreí a la única persona que ya había acudido a la reunión: la redactora Anne Amster. Era la inmediata superior de Alice, una columnista fantástica que hacía un gran trabajo dirigiendo su sección de la revista. Como yo, ella parecía mucho más joven de lo que era y a veces tenía problemas para que la tomaran en serio, sobre todo cuando no la conocían. Una melenita negra le enmarcaba el rostro confiriéndole un aspecto de duendecillo. Sus rasgos eran angulosos e infantiles. Me sonrió.

Todavía no estaba segura de si las reuniones editoriales semanales eran útiles o no. En teoría, se suponía que los miembros senior del equipo discutirían sobre la revista y los artículos que presentaríamos durante el mes en curso. Se suponía también que ofreceríamos informes sobre cómo avanzábamos para ayudar a debatir y decidir la dirección que tomaría la publicación.

En lugar de ello, íbamos sugiriendo cosas que de inmediato eran desechadas por Margaret, mientras Donna Foley, la directora, a la que faltaba poco para jubilarse, intentaba compensarnos con miradas alentadoras. Ella apuntaba lo que decíamos y lo discutía luego con Margaret. Con el tiempo, las buenas ideas se convertían en parte del número de ese mes. Pero, claro, Margaret se llevaba todo el crédito, diciendo cosas como «Se me ocurrió la idea cenando en el Lutéce la otra noche», aun cuando hubiera ocho testigos de que la idea había sido propuesta por una de nosotras en la reunión editorial. Hacía tiempo que habíamos aprendido que era mejor quedarnos calladas y limitarnos a dar las gracias de que fuera Margaret quien dirigía Mod, con una pequeña ayuda de las que sabíamos cómo funcionaba el negocio editorial, aunque nadie nos lo agradeciese.

Tanya entró cinco minutos tarde, lanzándose en picado sobre el asiento vacío que había al lado del de Anne, quien amablemente la saludó, sin advertir las miradas amenazadoras que Tanya me lanzaba. Tanya ignoró el saludo y Anne se encogió de hombros y meneó la cabeza. Nunca había hablado con Anne sobre las Trillizas, pero sospecho que no sentía por ellas más aprecio que yo misma.

Ese día Tanya llevaba unos pantalones muy ceñidos de cuero beis que realzaban sus caderas, y un top negro muy ajustado que le marcaba las curvas de sus pechos falsos.

—Es de Gucci —declaró con orgullo, en respuesta a las miradas de las otras redactoras. No importaba cuántas veces hubiésemos visto a Tanya: su indumentaria nunca dejaba de sorprendernos. Nunca la había visto vestida con lo mismo dos veces, y su ropa era siempre impactante—. Couture —añadió, ahogando disimuladamente una risita—. A George le encantaba.

Traté de no poner los ojos en blanco. Todas la ignoramos. Sus referencias a George Clooney eran como un récord superado del que ya estábamos hartas.

Antes de que nadie tuviera la oportunidad de decir algo, Margaret irrumpió en el salón y se deslizó hasta la cabecera de la mesa.

Cabría suponer que, en un salón de reuniones con una mesa oval, todas nos sentaríamos de manera equitativa, como los caballeros de la corte del rey Arturo. Yo misma pensaba eso cuando fui a mi primera reunión editorial hace un año y medio, hasta que noté que la disposición de las sillas dividía la mesa casi por la mitad. Ocho de nosotras nos sentábamos en la mitad cercana a la puerta, mientras que Margaret reinaba desde la otra mitad, esparciendo sus papeles frente a ella y mirándonos desde allí a nosotras, sus leales súbditas. Todas nos sometíamos a una hora de codazos y peleas por un espacio personal, en tanto que Margaret se recostaba y disfrutaba del salón.

—¡Feliz mañana, Mod!—saludó Margaret, con las mismas palabras tontas con las que solía abrir todas las reuniones.

—¡Feliz mañana, Mod!—murmuramos a regañadientes, conscientes de que en cualquier momento podíamos convertirnos en el objeto de la ira de Margaret si le daba por ahí.

—Empecemos —prosiguió la directora, acomodándose en su trono, e hizo un gesto con la cabeza a Donna.

Ella suspiró. Estaba habituada a asistir a las reuniones editoriales de Mod desde su sitio en la parte más alejada de la cabecera.

—Parece ser que vamos bien de tiempo para el de agosto —dijo Donna, echando un vistazo a sus notas y tratando de no chocar los codos con Mike a su izquierda y Carol a su derecha—. Como la mayoría de vosotras sabéis, Margaret tomó la decisión a última hora de reemplazar la portada de Julia Stiles por la de Edward Cullen, lo que de alguna forma rompe la tradición de Mod.

Su voz sonaba tensa. Algunas cejas se levantaron sorprendidas y otras pocas redactoras me miraron. Tanto Tanya como Margaret tenían una sospechosa cara de suficiencia.

—Según Margaret —continuó Donna, mirando a su jefa—, la entrevista de Bella a Edward Cullen es muy interesante y es una oportunidad de incrementar las ventas. —Traté de no sonrojarme cuando varias cabezas se volvieron a mirarme. Unas pocas redactoras me sonrieron para animarme—. No he tenido oportunidad de leerla, pero estoy segura de que Margaret sabe lo que hace.

No sonaba tan segura. Mi estómago se encogió de manera poco agradable.

—El resto de la revista marcha como estaba previsto —prosiguió Donna—. He hablado con la agente de prensa de Julia Stiles y está de acuerdo en que usemos la portada de Julia en el mes de septiembre. Su película se estrena el fin de semana del Día del Trabajo, por lo que les conviene el acuerdo. He tenido que prometerle una columna de preguntas y respuestas para otro de sus clientes en el número de septiembre, para que no protestara por esto. ¿Podrás hacerlo, Bella?

Asentí y me sentí aliviada. En este negocio, el momento justo lo es todo. Si la película de Julia se hubiera estrenado en julio o en agosto, su agente habría puesto el grito en el cielo. La mayoría de las estrellas no conceden entrevistas porque tengan un corazón de oro; las que están en primera y segunda línea lo hacen sólo cuando se va a lanzar una película, serie de televisión o álbum, porque si aparecen en una revista femenina, pueden ampliar el número de sus seguidores. Cuando originalmente habíamos acordado con el agente de Julia hacerle una entrevista para el verano, su nueva película iba a estrenarse a finales de julio, con lo que salir en el número de agosto era perfecto. Gracias a Dios, su estreno había sido retrasado hasta el fin de semana del Día del Trabajo, por lo que su agente había estado más que dispuesta a hacer el cambio para el mes de septiembre.

—Bien, pasemos entonces al número de septiembre —continuó Donna. Unas pocas redactoras tomaron sus libretas y comenzaron a escribir mientras hablaba—. Según el departamento de publicidad, vamos a tener cuatro páginas más de lo originalmente planeado, lo cual va a ser genial. Me gustaría usar una página para ampliar la sección de moda, porque Tanya , Irina y Kate tienen pensado ir a Italia este mes y nos prometieron un reportaje romántico de la moda de otoño en Venecia.

Tanya asintió sin mirarla y comenzó a limarse las uñas con una lima incrustada con diamantes.

—En cuanto a las otras tres páginas, estoy... estamos... abiertas a sus sugerencias —prosiguió Donna, mirando a Margaret paraver si había notado su desliz. Sin embargo, la jefa parecía muy ocupada mirando por la ventana y no reaccionó.

—Las nubes parecen ovejitas en el cielo —dijo repentinamente Margaret. Todos la miramos extrañadas. Yo ahogué una risa. A veces era como una niña pequeña.

Donna tomó aliento y prosiguió:

—Bella —dijo. La miré—. Margaret y yo pensamos en agregar una sección de entrevistas a «Estrellas en ascenso».

Mirando de soslayo, vi la expresión de Tanya. Sin duda estaba furiosa de que yo obtuviera atención extra.

—¿Te interesaría ocuparte de ello? —prosiguió Donna—. Si funciona podríamos hacerla fija. No sería mucho trabajo, sólo una página de preguntas y respuestas con una joven promesa. Ya sabes, como el próximo Brad Pitt. Ese tipo de cosas.

—Claro —acepté.

—Fue idea mía —intervino Margaret, volviendo su atención momentáneamente al grupo—. Por el buen trabajo que hiciste con Edward Cullen.

Me guiñó un ojo, lo que me forzó a sonreírle. Donna suspiró de nuevo y la atención de Margaret volvió hacia la ventana.

—¿Alguna idea para las otras dos páginas? —preguntó Donna. Anotó algo en su libreta y miró al resto.

—¿Qué tal una sección de dos páginas sobre «Las veinte cosas más sexis que puede hacer una mujer en la cama»? —sugirió con su voz entrecortada, la jefa de correctores, Cathy Joseph, que pasaba de los sesenta. Yo sonreí. Siempre me resultaba extraño escuchar a una mujer de esa edad hablando de sexo. Pero precisamente ese mes Cathy había sugerido el artículo sobre diez nuevas formas de alcanzar el orgasmo. Esperaba que todavía tuviera orgasmos a su edad. En realidad también esperaba poder tenerlos yo.

Donna le sonrió a Cathy.

—Me parece perfecto —dijo.

Cathy era una veterana en el negocio de las revistas, en el que había pasado los últimos cuarenta y siete años, y no era coincidencia que siempre fuera la principal fuente de ideas editoriales. Lo curioso de las revistas femeninas era que, si habías leído la revista cinco años o más, era como si las hubieras leído todas. Cierto, siempre iban a existir nuevas estrellas cada mes y nuevosgiros en torno a viejas ideas, pero este tipo de publicaciones reciclaban los mismos cientos de artículos de autoayuda, consejos sexuales y cosas para hacer una y otra vez, cada cierta cantidad de años. Por ejemplo, no me cabía duda de que «Las veinte cosas más sexis que puede hacer una mujer en la cama» no dejaría de incluir todo lo que antes ya se había mencionado en Mod, en Cosmo, Glamour o Marie Claire para el caso. Después de todo, a pesar de nuestra creatividad, había un número finito de cosas que uno podía imaginar hacer entre sábanas. Tenía la sospecha de que Cathy guardaba en su casa una pila de revistas femeninas que databan de los sesenta y que antes de cada reunión editorial simplemente hojeaba esa pila y sacaba algunas ideas del número de febrero del 68 o julio del 75. Si ése era el caso, era la más inteligente de nosotras.

—¿Anne? —preguntó Donna—. ¿Cómo te suena la idea de «Las veinte cosas más sexis»?

Como redactora jefe, Anne era la que podía asignar y corregir el artículo, por lo que tenía que dar su aprobación.

—Bien —dijo Anne con una sonrisa—. Acabo de comenzar a trabajar con una periodista free lance que trabaja regularmente en Maxim. Espero que esté disponible, porque sería la persona ideal para hacerlo.

Donna asintió y tomó nota.

—¿Margaret? —preguntó Donna sonando casi tímida.

Ella la miró brevemente y aprobó con la mano.

—Sí, perfecto —agregó—. Estaba a punto de sugerir un artículo similar. Esa idea estará bien.

—Excelente —dijo Donna; anotando otra vez, y recapituló rápidamente—: Entonces una página extra para modas, una para famosos y dos para columnas. ¿Todas estáis de acuerdo?

Un coro de «está bien» le contestó. Margaret se abstuvo porque no necesitaba dar su aprobación con las masas. Tanya se quedó callada porque creía que era demasiado buena para hablar al unísono con alguien.

Pasamos el resto de la reunión estableciendo y confirmando las asignaciones para septiembre. La mayoría de los artículos ya estaban asignados o a medio trabajar. Todos nuestros trabajadores free lance,a lo largo del país, ya estaban ocupados pergeñando.

«Diez formas de encontrar al hombre de tus sueños», «Quince formas de saber si su amor es verdadero» y «Diez formas de obtener el ascenso que mereces» (aunque confiaba en que las respuestas a esas preguntas podían encontrarse en los archivos de Mod). Las Trillizas estaban ocupadas poniendo los toques finales al guardarropa que llevarían para sus modelos en Venecia.

A lo largo del mes siguiente tenía que encontrar cinco propuestas para el artículo de portada de famosos de noviembre, actualizar mi artículo sobre Julia Stiles para septiembre, encontrar y entrevistar a una joven promesa para la nueva sección de entrevistas e incluir una excusa para hablar de la nueva película de Julia Stiles, que se estrenaría durante el fin de semana del Día del Trabajo. Además tenía que terminar dos páginas con declaraciones de famosos sobre lo que comían para cenar (idea de Margaret) y otra sobre sus secretos para encontrar al amor duradero.

Lamentablemente, muchas de nuestras lectoras seguirían ciegamente el consejo de sus estrellas favoritas, muchas de las cuales hacían malabarismos con sus precarios matrimonios a causa de sus ligues. Nadie imaginaba que el consejo sobre «cómo hacer durar tu matrimonio» procedía de una actriz de televisión que había pasado por tres divorcios a los treinta y dos años. Nadie dudaba en aceptar consejos sobre tonificación muscular por parte de una diosa de treinta y cuatro años cuyo cuerpo era un homenaje a lo que el mejor cirujano plástico del mundo occidental podía ofrecer (sin importar que ella hubiera puesto nunca un pie en el gimnasio). Todas aceptaban sin más los consejos políticos de un disc-jockey de la MTV que se había quedado sin habla cuando Jay Leno le había preguntado por el nombre del vicepresidente de Estados Unidos.

Hablamos de los ciegos guiando a los ciegos.

Cuando la reunión terminó faltaban tres minutos para el mediodía. Me levanté sintiéndome aliviada de tener una pila de trabajo que me distrajera y agradecida de que en la última hora sólo había pensado en Edward Cullen una vez. Está bien, puede que dos. Pero la segunda no contaba. Donna había hablado de él. Y no era que me preocupara. Era ridículo que eso me preocupara.

Capítulo 11: CAPITULO 11 Capítulo 13: CAPITULO 13

 
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