EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 3: CAPÍTULO 3

Capítulo 3

Diez lecturas para el verano

Estoy segura de que pensaréis que estoy loca. La mitad de las mujeres de Estados Unidos probablemente matarían por tener la oportunidad de sentarse a la misma mesa que Edward Cullen.

Bueno, hace unos pocos años yo también me habría sentido entusiasmada. Pero eso era antes de que empezara a hacer entrevistas a famosos para Mod, a razón de uno por mes. No es tan excitante como suena. Normalmente consiste en sentarse enfrente de un actor, una actriz o una estrella de rock, mientras emprenden un monólogo hueco, personificando todo lo que está mal en Estados Unidos. Quiero decir, ¿por qué podría importarme lo que piensa Liv Tyler de política, o cómo Kylie Dane sigue peleando con su inseguridad, o cómo Winona Ryder no quería realmente robar la mercancía cuando la puso dentro de su bolso?

Los entrevistados no siempre son malos. Y las Livs, Kylies y Winonas del mundo son, en general, en realidad buenas personas. Pero el problema es que la entrevista normalmente tiene ocasión tras un mes de tira y afloja con un agente de prensa que reprograma nuestra entrevista siete veces, confecciona listas sobre lo que puedo y no puedo preguntar y, finalmente, hace que mi entrevista se convierta a última hora de un almuerzo de dos horas a un café de cuarenta y cinco minutos. Por lo general llego con los nervios de punta, pero compongo una sonrisa y hago las preguntas de Mod, dando así a nuestros lectores el perfil de su estrella favorita.

Luego hay que volver a la realidad. Ciertamente, podemos compartir una taza de café en un local de moda y caro, reírnos juntos comiendo un helado de frambuesa o regalarnos con un capuchino, pero luego yo vuelvo a mi mundo y él o ella vuelve al suyo, y nuestros mundos nunca más vuelven a encontrarse. Al final del día yo compro mi ropa en Gap, mientras ellos compran la ropa que les diseñó especialmente Giorgio Armani cuando holgazaneaban junto a la piscina en su casa frente al lago de Como. A mí me preocupa no encontrar a nadie si me separo de Jacob, mientras que ellos se preocupan por si van a tener una cita con Tom Cruise, Leo DiCaprio o Ashton Kutcher tras separarse de sus actuales parejas. Yo agonizo al gastar mil dólares al mes en un apartamento de contrato indefinido que se cae a pedazos, mientras ellos gastan millones de dólares en sus mansiones de Beverly Hills o en sus áticos de Manhattan sin pensárselo dos veces.

Por supuesto que estoy feliz con la vida que tengo. Creo que, de todos modos, nunca querría nadar en el lago de la fama. Pero a veces es un poco desmoralizador comprobar cómo desluce mi vida al lado de la de ellos.

Así que, guapo o no..., Edward Cullen no encabezaba mi lista de gente con la que me apeteciese desayunar a la mañana siguiente. En serio. Podía ser el chico más sexy de Hollywood, o de todo Estados Unidos, pero probablemente fuese tan egocéntrico como el resto. O tal vez más. El ego en general es directamente proporcional al atractivo físico y, según esto, el ego de Edward debía de tener el tamaño de Tejas.

Además, prefiero desayunar en la cama con Jacob, preferentemente después de hacer el amor, a un desayuno aburrido con otra estrella de cine.

Por desgracia —tenía que recordármelo a mí misma—, el desayuno en la cama con Jacob no parecía ser una opción, puesto que Jacob jamás me había preparado comida de ninguna clase. Y luego estaba el asunto del «después de hacer el amor», que parecía igualmente improbable. Para hacer algo después de tener relaciones primero teníamos que tener relaciones. Detalles, detalles.

Finalmente apagué el ordenador, recogí mis notas y llamé al servicio de taxis, la única ventaja que teníamos si nos quedábamos a trabajar hasta tarde. Podría finalizar mi investigación sobre Edward Cullen en casa.

De regreso hacia el centro, vencí por un instante mi adicción al trabajo y no releí mis notas. En cambio, miré por la ventanilla la ciudad en sombras que fluía ante mí. Manhattan transcurría en oleadas de taxis amarillos, parejas paseando y gente de negocios tratando de volver a casa. El brillo ajetreado de Times Square desapareció mientras seguíamos viaje, pasando el Flatiron Building y Union Square, donde a menudo compraba fruta, verdura y pan en el mercado de los sábados. El edificio del Virgin Megastore en la calle Catorce arrojaba sus luces sobre nosotros mientras pasábamos, y vi los carteles gigantes, que abarcaban tres pisos, de Madonna, Matchbox Twenty, Courtney Jaye y Sister Hazel, todos entrevistados por mí en el pasado, vigilando la ciudad desde las ventanas. Al pasar frente a la librería Strand, recordé con nostalgia los días en que tenía tiempo para revolver en el infinito laberinto de estanterías durante horas, para finalmente quedarme leyendo uno o dos ejemplares rápidamente antes de perderme en Little Italy. Parecía que habían pasado siglos desde entonces.

Finalmente el taxi dobló en la calle Ocho. Cruzamos despacio St. Mark's Place, donde los estudiantes de la NYU y los personajes del Village, engalanados con todos los colores del arco iris, revolvían las tiendas de discos, miraban las infinitas estanterías de anillos de plata, gafas de sol y pañuelos o entraban en los restaurantes de comida rápida. Mientras doblábamos por la Segunda Avenida, le pedí al conductor que me dejara en uno de mis restaurantes chinos favoritos del vecindario, a dos manzanas de mi apartamento. No fue hasta que bajé del taxi cuando recordé que había quedado en llamar a Jacob al salir de la oficina.

—Pensé que te ibas a quedar unas horas más —dijo cuando contestó al teléfono un minuto después. Hice una mueca cuando el estómago me gruñó a causa de los olores dulces y condimentados que ahora me rodeaban. El señor Wong, dueño del lugar, me miraba pacientemente.

—Pensé que podía terminar de leer todas esas notas en casa —dije, mientras miraba con una sonrisa al señor Wong—. Quería verte.

—Oh —contestó Jacob. Hizo una pausa y añadió—: Y entonces, ¿dónde estás ahora?

—En el restaurante chino. ¿Qué quieres que te lleve?

—¿Tan pronto? —preguntó aclarándose la garganta—. Qué rápido.

—Supongo —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Te llevo pollo agridulce?

—Me parece bien —respondió Jacob.

—¿Con lo mein, arroz blanco y un rollito de primavera? —pregunté. Lo conocía bien. Era eso o que pedíamos demasiada comida china. Por la manera en que me miraba el señor Wong, que seguía esperando pacientemente, imaginé que sería lo segundo. Hablaba más con el señor Wong que con mi madre, y eso que apenas hablaba inglés.

—Sí —dijo Jacob—. Gracias. Te veo en unos minutos.

Colgó y mi estómago gruñó de nuevo. Hice el pedido rápidamente y no rechacé la bolsa de fideos crocantes que me ofreció el señor Wong —sin duda un sabio lector de mentes—, mientras esperaba.

 

 

—¡Ha llegado la cena! —exclamé al abrir la puerta de mi apartamento y recuperando el aliento después de subir cuatro pisos por la escalera. Si no hubiera conseguido ese apartamento de contrato indefinido (la prima de mi padre, Josie, había vivido allí durante veinte años antes de que yo me mudara, y tenía la suerte de compartir su apellido, por lo que, de forma vagamente ilegal, también me correspondía su contrato indefinido), definitivamente habría insistido en buscar un edificio con ascensor.

—Hola, Bella —dijo Jacob saliendo del baño, secándose las manos con una toalla. Llevaba la camisa por fuera del pantalón y parecía que hubiese estado durmiendo una semana. Representaba muy bien el estereotipo del novelista en lucha—. Al fin has llegado a casa.

—Al fin —repetí, dejando la bolsa marrón de la comida china sobre la mesa de la cocina y pensando en lo guapo que estaba. Mi instinto maternal quería acomodarle la camisa dentro del pantalón y alisarle las arrugas. La chica de veintiséis años que necesitaba sexo y había estado escribiendo sobre ligues de una noche durante las últimas cuarenta y ocho horas sólo quería saltar encima de él. Pero mi estómago rugía y me recordaba que debía posponer ambas alternativas hasta después de la cena—. ¡Qué día! —exclamé.

Jacob cruzó la habitación y me besó en la frente.

—Gracias por traer la cena —dijo. Se sentó a la mesa y comenzó a sacar el contenido de la bolsa que el señor Wong, no sólo un telépata, sino aparentemente también un ingeniero mecánico de la comida china, había ensamblado perfectamente—. ¿Me alcanzarías una Coca-cola?

—Claro —dije. Saqué dos Coca-colas de la nevera, una normal para Jacob y otra light para mí, y las llevé a la mesa—. Voy a lavarme y vuelvo en un segundo.

—Muy bien —contestó Jacob con la boca llena de fideos—. Alcánzame también una servilleta, ¿quieres?

—Vale —dije agachándome debajo del fregadero. Cogí un puñado de servilletas de papel y las llevé también a la mesa—. Ahora vuelvo.

Oír a Tom sorber ruidosamente los fideos detrás de mí y el aroma de los fideos crocantes no contribuyó a aplacar el creciente agujero de mi estómago, de manera que entré a toda prisa en el baño, encendí la luz y cerré la puerta.

Me lavé las manos y me miré en el espejo cuidadosamente. Hacía tiempo que había dejado de maldecir las pecas que salpicaban mi nariz y las mejillas. En el pasado solía detestarlas, no parecían casar con mi cabello ondulado y castaño, difícil de domesticar, pero ahora pensaba que quedaban bien. Aunque Jacob dijera que me hacían parecer una adolescente, a los veintiséis ya no lo creía así.

Suspiré y fui a la habitación a ponerme mi camiseta favorita, de la Universidad de Georgia, y unos téjanos. Tras quitarme la falda negra A-line y la camisa H&M de cuello amplio que había llevado puestas todo el día, fruncí el entrecejo al ver por un instante mi piel blanquecina en el espejo de cuerpo entero. Parecía que en los últimos meses mis muslos habían engordado y había ganado unos centímetros alrededor de la cadera. Claro, seguramente no eran más que unos gramos, pero cuando mides lo que yo, cada gramo parece mostrarse por triplicado. Por supuesto, ni uno solo de esos gramos había ido a parar a mis pechos. La historia de mi vida. Todavía seguía usando un sujetador de talla pequeña.

Tal vez aquella celulitis añadida a mis muslos y esos gramos en mi cadera, que realmente sólo se notaban cuando me quitaba la ropa, fuesen los culpables de que Jacob hubiera perdido el interés en mí. ¡Uf! ¿Acaso no lo sabía? «Nunca encontrarás a un hombre si no mantienes una buena apariencia.» La voz de mi madre resonaba en mi cabeza, como siempre lo hacía en tiempos de crisis. Para ella era fácil decirlo. Hacía una hora de aeróbic y una hora de Pilates todos los días. Por supuesto, aparte de eso, tenía poco que hacer. Philip, su segundo marido, era un cirujano jubilado con muchas inversiones. Había insistido en que dejara de trabajar inmediatamente después de casarse y ella había accedido gustosa.

Mi estómago volvió a gruñir recordándome mi objetivo original. Me retorcí dentro de mis téjanos y mi camiseta, ordené mis castaños cabellos y, resuelta a ignorar mis pensamientos, me dirigí a la cocina para sentarme con Jacob a la mesa.

Pero Jacob ya se había sentado de nuevo ante su ordenador, con los brazos cruzados, mirando impávido la pantalla. Su plato y sus cubiertos, todavía con restos de fideos y verduras, estaban en el fregadero de la cocina. Su lata vacía de Coca-cola seguía en la mesa.

—Gracias por haber traído la comida, Bella —dijo en tono ausente.

Miré la caja vacía de fideos que seguía en medio de la mesa, para ver si podía darles algún uso a los tres o cuatro fideos que quedaban dentro del envase.

—Estaba fabulosa —añadió.

Apreté los dientes y me dediqué a la magra ración de pollo y arroz blanco que había dejado, aparentemente por falta de hambre.

De todas maneras recordé que no tenía que comer mucho. Necesitaba bajar unos gramos. Mi estómago seguía rugiendo con insistencia. Jacob me había hecho un favor, ¿no era cierto? Inadvertidamente, me ayudaba a hacer dieta.

Como para apoyar esa ración, Jacob eructó, descruzó los brazos y comenzó a hacer clic con el mouse.

Horas después, todavía estaba ocupada revisando las páginas y páginas que tenía sobre Edward Cullen. Jacob ya se había acostado.

—Realmente, estoy agotado —había dicho—. Te veo en la cama, cariño.

Luché por mantener los ojos abiertos mientras leía bajo la lámpara de la mesa. Comenzaba a sentirme enfadada con Edward Cullen, no porque no pareciera una buena persona, al contrario, sonaba sorprendentemente bien en los reportajes, sino porque me estaba privando de mi sueño y de pasar un tiempo con Jacob. Y no es que eso garantizase nada, pero esa noche quizás hubiese sido diferente. Nunca se sabe. Tal vez el encantamiento durara sólo treinta días. Confié en que así fuese.

Suspiré y volví a mis lecturas a propósito de Edward Cullen. Ya estaba leyendo las últimas entrevistas, que había concedido hacía unas semanas, y la pantalla de mi bloc de notas estaba llena de preguntas y apuntes para mí misma sobre temas que debería cubrir a la mañana siguiente durante el desayuno.

Todos los diarios y revistas parecían adorarlo. El mes anterior el Boston Globe había publicado un artículo escrito por la columnista Kara Brown que comenzaba así:

 

 

Edward Cullen es extraordinario, y en persona no es menos impresionante que en la pantalla. Sostiene las puertas como su personaje de caballero del sur de Agua para elefantes, festeja mis chistes, reconocidamente malos, con la amabilidad de su personaje de Crepúsculo, y mira a los ojos con la habilidad de su encantador bribón de Bel Ami.

Sonríe y garabatea su nombre con simpatía cuando una risueña adolescente en busca de un autógrafo se acerca a la mesa, y se toma su tiempo para charlar con cada admiradora que se le aproxima.

«No estaría donde estoy si no fuera por ellas —dice Cullen, nacido en Boston, encogiéndose de hombros modestamente—. El día que deje de firmar autógrafos será el día que comience a preocuparme por el futuro de mi carrera. Simplemente estoy muy agradecido de que a la gente le guste mi trabajo.»

 

 

Sonaba muy agradable. Pero, me recordé a mí misma, era un actor. Su trabajo consistía en convencerte de que su personalidad era lo que tú quisieras que fuera.

 

Un breve en MSNBC se refería al reciente rumor sobre el romance de Edward Cullen con una actriz casada:

 

 

Mientras persisten los rumores de un affaire con la actriz australiana Emilie De Ravin, Edward Cullen niega que sean ciertos. «Ella es una mujer adorable y estoy orgulloso de considerarla mi amiga —dijo Cullen—. Pero es absurdo sugerir que hay algo más entre nosotros. Ella está casada y yo nunca cruzaría esa línea.»

 

 

Parecía sincero, pero era actor, y los rumores comienzan por algún motivo. No obstante, tal vez no fuera verdad; le otorgaría el beneficio de la duda, como trataba de hacer con todos los que entrevistaba. Sin duda, iba a esperar una pregunta sobre Emilie en cada entrevista que le hicieran, por lo que estaría preparado para que yo me entrometiera también en ese asunto.

Esto, desde el punto de vista periodístico, quizá no parezca muy sensato, pero de alguna forma lamentaba tener que preguntar esas cosas. Creía firmemente que la vida íntima de un famoso debía ser eso, íntima. Era lo que más odiaba de mi trabajo, tener que preguntar cosas que no eran asunto mío. Personalmente no me importaba quién salía con quién ni quién dormía con quién. Pero sí les importaba a muchas de nuestras lectoras. Y por más que yo odiara preguntarle a alguien, mientras tomábamos un café, con quién se acostaba y si estaba engañando a su esposa o marido, sabía que eso venía con el paquete. Era parte de ser famoso. Y extrañamente, cuanta más fama alcanzaba alguno por sus asuntos personales, más fama conquistaba en las pantallas o en el Billboard.

Quiero decir, fijaos en Jennifer López y todo el «caso Bennifer». O Colin Farrell y cómo saltar de cama en cama lo catapultó rápidamente al estrellato (bueno, está bien, también su sonrisa terriblemente sexy).

Como periodista, simplemente no podía ignorar el cotilleo que concernía a un actor. Preguntaría sobre eso de la manera máseducada y discreta posible, bajando la mirada y sintiéndome culpable.

Yo sabía que los actores se mostrarían molestos ante mi intrusión, pero no obstante sospechaba que se sentían secretamente complacidos de que los rumores sobre ellos fueran tan corrientes como para que aludiese a ellos en la entrevista.

Todo formaba parte del juego de cada famoso que había protagonizado nuestra portada desde que había empezado a trabajar en Mod.

El último artículo, de una serie de varios, era de la página de chismorreos:

A pesar de los rumores de un romance con la actriz Emilie de Ravin, Edward Cullen  fue visto a principios de esta semana besuqueándose con la modelo italiana Gina Bevinetto en el sector VIP de BLVD y luego reuniéndose con Rosario Dawson y Scarlett Johansson en el bar.

«Sí», pensé mientras agregaba los retoques finales de mi cuestionario y lo ponía a imprimir. Cullen era indiscutiblemente la estrella del momento en Hollywood y yo iba a tener un desayuno con él a la mañana siguiente. Miré su fotografía y fui presa de una repentina ráfaga de excitación, momentánea y poco familiar; desapareció tan rápido como había llegado. Definitivamente, era hora de ir a la cama.

Y, por supuesto, era más que probable que no me esperara ninguna «noche loca».

Capítulo 2: CAPITULO 2 Capítulo 4: CAPÍTULO 4

 
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