EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
Votos: 53
Comentarios: 149
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 1: Noticias de Primera Plana

Capítulo 1

Diez razones para tener un ligue de una noche

Con certeza, nada bueno ha surgido nunca de un ligue de una noche. Excepto que, con un ligue de ese tipo, tienes relaciones sexuales. Que es más de lo que yo podía decir. Habían pasado veintinueve días. Veintinueve días.

Lo que habría estado bien, si yo hubiera sido soltera. Pero tenía un novio. Uno con el que vivía y dormía. Eso hacía que los veintinueve días resultasen patéticos.

No ayudaba que el título «Diez razones para tener un ligue de una noche» apareciera a lo largo de la parte superior de la pantalla de mi ordenador. Miraba las palabras en blanco, preguntándome si estaban burlándose de mí. No concordaba necesariamente con el hecho de que hubiera diez o incluso cinco razones para que alguien pudiera considerar eso, pero ése no era el mayor de mis problemas.

Ya habría sido suficientemente malo estar leyendo un artículo raro, de esos que te pisotean la autoestima, sobre salir y acostarse con un hombre al azar. Pero lo que resultaba peor es que era yo quien tenía que escribir ese artículo.

Además, según mi dilatada experiencia, no existía ninguna razón en el mundo para animar a alguien a hacer ese tipo de cosas. Siempre te levantas al día siguiente con resaca, ojeras y un extraño en tu cama que murmura algo así como: «Estuviste genialanoche, cariño», cuando tu nombre, por cierto, es Bella.

Debí de murmurar mis protestas de manera audible, porque Alice, la asistente del editor de la revista Mod, me miró por encima de la separación de mi cubículo, enarcando una ceja. La primera vez que la vi, un año y medio antes, en mi primer día en Mod, me pareció sencillamente indescriptible. Luego me sonrió por primera vez y quedé casi enceguecida por una infinita exhibición de perlas blancas. No pude sino responderle con otra sonrisa. Si pones la sonrisa de Julia Roberts en la cara de una joven Ashley Greene , tendrás algo bastante parecido a Alice, quien pronto se convirtió en mi más íntima amiga.

Desde que se había teñido el cabello de rojo, el último de una serie bimensual de teñidos que poco tenían que ver con su color natural, lucía como la reina de la hamburguesa, con quien compartía nombre. Ese día, me distrajo por un momento la bufanda verde neón que llevaba alrededor del cuello y que no parecía tener nada que ver con su jersey negro de Nobu, uno de los restaurantes de moda de Nueva York, o con su falda roja plisada de tipo escolar. Pero hacía rato que había abandonado todo intento de adivinar cuál era el estilo de Alice.

—¿Problemas? —preguntó con picardía. No pude resistir responder a su sonrisa de una milla de ancho con otra.

Ella ya sabía que yo estaba atravesando un mal momento. Esa mañana me había deshecho en quejas sobre Margaret Weatherbourne, la directora de Mod, mientras el ascensor nos llevaba silenciosamente hasta el piso cuarenta y seis. Por debajo de su apariencia impecable del Upper East Side, Margaret había estado un poco nerviosa desde que se enteró de las cifras de venta de la revista, que habían puesto a Cosmopolitan, nuestra mayor competidora, en tres millones de ejemplares, mientras que Mod seguía teniendo unos estables 2,6 millones (lo que todavía nos daba un margen por encima de Glamour, que tenía 2,4 millones, gracias a Dios, o Margaret nos habría arrojado a todos por la ventana del piso cuarenta y seis). Había sido vista más de una vez murmurando palabras que no concordaban con su imagen de persona con estilo en la línea de Cosmopolitan, subiendo once manzanas por Broadway.

En nuestro encuentro editorial semanal, ella había anunciado la guerra. Iba a derrotar al siguiente Cosmo aunque fuera la últimacosa que hiciera en la vida. Por eso supongo que no debí de obnubilarme completamente cuando ella me llamó a su oficina, el día anterior a las seis de la tarde, para decirme que había tenido una idea brillante y quería hacer ruido en el número de agosto con una historia sobre lo maravilloso que era para la autoestima de una chica del siglo XXI un ligue de una noche. Aparentemente ése sería un tema que elevaría las ventas y restauraría el estatus de Margaret como la Diosa Suprema de la Moda de Nueva York.

—Pero no son buenos para la autoestima —dije llanamente.

La revista iba a entrar a imprenta en la mañana del lunes, lo que significaba que, si quería tener alguna esperanza de disfrutar el fin de semana libre, tendría que darle vueltas a su ridícula idea en menos de cuarenta y ocho horas.

Además, yo era una de las últimas personas en la redacción de Mod que debería escribir ese artículo. Ciertamente había tenido mi picara porción de ligues de una sola noche en la facultad (algo que no admitiría ante cualquiera), pero me gustaba pensar que a los veintiséis ya había dejado eso atrás. Además estaba el hecho de que yo estaba saliendo con Jacob, mi novio desde hacía un año (aun cuando técnicamente él no había empezado a dormir conmigo. Yo estaba convencida de que eso tenía que ver con una casualidad o una fase). Entonces, ¿qué sabía yo de ligues de una noche?

Ni siquiera era mi sección. Como editora de espectáculos de Mod era responsable de los perfiles de los famosos de la revista. Pero era la única editora que aún estaba en el edificio a esa hora y mi reputación como «la chica buena» había convencido a Margaret de que yo podía hacerme cargo de proyectos imposibles sin pelear.

(Nota para mí misma: trata de reconsiderar tu reputación como «la chica buena».)

—Sí lo son —dijo Margaret, sin ofrecer, por supuesto, ejemplos o pruebas para sustentar su opinión de que los ligues de una noche fueran de repente chics y estuvieran de moda. Sus ojos verdes ardieron y por un momento pensé que podría ver fuego emergiéndole de las narinas.

—¿Ligues de una noche? —pregunté finalmente.

—Ligues de una noche —hizo eco de manera animada. Movió su delgada mano en el aire, con un floreo dramático—. Están tan de moda... Dan poder a la mujer.

Hice una mueca. Como si ella lo supiera. La única cosa que le había dado «poder» era que el cuarto marido de su madre (a quien ella todavía llamaba «papi», a pesar de que tenía más de cuarenta años) era el dueño de Smith-Baker Media, la compañía madre de Mod.

—¿Poder? —repetí. Traté de pensar en aquellos tiempos de la facultad para ver si los ligues de una noche me hacían sentir poderosa, pero no estaba segura. Margaret me miró por encima de sus gafas de Prada, sin armazón y con patillas adornadas con diamantes que, sin duda, costaban más de lo que se me iba en pagar el alquiler del mes.

—Hazlo, Bella —dijo firmemente—. La revista cierra en cuatro días y quiero incluir ese artículo. Y lo escribirás.

Antes de que yo pudiera abrir la boca para preguntar lo obvio, añadió tajantemente:

—Y lo harás porque yo lo digo.

Así fue como aterricé en mi escritorio en la mañana del jueves, con dolor de cabeza y una tarea aparentemente imposible por delante. El hecho de que yo no tuviera experiencia reciente en el campo del sexo, o en cualquier ámbito relacionado con lo sexual, sólo empeoraba las cosas.

—Esa pantalla parece bastante vacía —dijo Alice por encima del cubículo, guiñándome un ojo, mientras yo me desplomaba sobre el teclado y apoyaba la frente sobre el escritorio.

Alice ya había cerrado agosto, todos lo habíamos hecho, y estaba trabajando para el número de septiembre. Aparte de la gente de maquetación, que corría hasta el último minuto para hacerle lugar al artículo del ligue de una noche y colocar el titular en la cubierta, yo era la única del personal de Mod que lidiaba tratando de terminar algo para el mes de agosto, teniendo tan poco tiempo.

—¿Qué se puede decir sobre un ligue de una noche? —me quejé, mirando a Alice. Todos sabían que yo era la menos experimentada sexualmente en la redacción de Mod, debido a una inexplicable escasez de citas AJ (Antes de Jacob). Alice, por otro lado, era a la liberación sexual lo que Manolo Blahnik a los zapatos: una líder sin miedo y que establecía tendencias, por no decir la cara visible del movimiento.

—Yo podría decir muchas cosas —afirmó Alice, echándose sus mechas pelirrojos sobre los hombros y ajustándose la brillante bufanda—. Quiero decir, podría salir y hacer una investigación de campo. ¿Mod corre con los gastos? —Me guiñó un ojo y agregó—: De hecho, tengo una cita esta noche. Podría aprovecharla para poner a prueba tu teoría.

—¿Una cita? ¿Con un camarero? —pregunté inocentemente.

Aliec asintió con excitación y puse los ojos en blanco.

—Pablo —dijo, poniendo la mano derecha sobre su corazón y haciendo un pequeño giro—, del Caffe Linda de la calle Cuarenta y nueve. Es tan sexy...

—Piensas que cualquiera que te tome el pedido y te traiga comida es sexy —murmuré tratando de no sonreír.

Alice se rió. En la redacción la llamábamos «cazadora de camareros en serie», un título que ella exhibía con tanto orgullo como Miss América su corona.

Alice era una aspirante a chef, convencida de que la grandeza culinaria le sería mágicamente otorgada si comía todas las noches en los restaurantes top de Manhattan, probando las creaciones de los mejores chefs de la ciudad. Como resultado, apenas tenía dinero para el alquiler, había contraído una deuda enorme con su tarjeta de crédito, pero tenía un suministro continuo de camareros, a los que lograba seducir entre la ensalada y el postre. Todavía no consigo saber cómo lo lograba. Pensaba pedirle lecciones.

—Mira, yo sería la persona perfecta para escribir ese artículo —dijo, yo no podía discutírselo—. Si no quieres, no me hagas caso, pero mi primer consejo sería que dejaras a Jacob y salieras a hacer trabajo de campo. —Alice enarcó una ceja y agregó—: ¿Con qué frecuencia puedes explicar un ligue de una sola noche diciendo que tenías que hacerlo por tu trabajo?

—Tú sólo quieres que deje a Jacob —le dije arrugando la nariz.

A Alice nunca le había gustado. Yo confiaba en ella, era mi mejor amiga, pero eso no significaba que siempre tuviese razón. Y aunque ella se acostaba con hombres con más frecuencia, igualmente yo no quería vivir como ella, saltando de cama en cama, en una vertiginosa serie que se leía como una guía Zagat.

Aunque, en el día número veintinueve de mi inadvertida virginidad rediviva tenía que admitir que había cierto atractivo en su filosofía sobre las citas.

Mis amigos, allá en los suburbios de Atlanta, donde había pasado la infancia, se estaban casando uno detrás del otro, y, con casi veintisiete años, empezaba a sentirme una solterona. Con un armario lleno de tafetán inútil en todos los colores del arco iris matrimonial, comenzaba a dar un nuevo sentido al dicho «Siempre dama de honor, nunca novia». Por supuesto, según los estándares de Nueva York yo era demasiado joven para preocuparme por el matrimonio. Pero para los estándares sureños ya había alcanzado la cumbre, matrimonialmente hablando. En las bodas de mis amigos (que ahora parecían tener lugar bimensualmente) ya escuchaba los tristes rumores y siempre quedaba colocada en el extremo receptor de las miradas piadosas, reservadas para las eternas solteronas.

El mes anterior había confiado a mis amigos recién casados que pensaba que Jacob era el elegido. Y realmente lo sentía así, no me malinterpreten. Después de todo, ambos éramos escritores, me hacía reír, nos divertíamos juntos, parecía tan lógico...

Por supuesto, al cabo de unas pocas horas mi madre me llevó aparte y me recordó:

—Bella, no puedes ser demasiado selectiva, ya sabes. No seguirás siendo joven para siempre.

«Gracias, mamá.»

—Ni siquiera tiene trabajo —añadió, despertándome de mi ensoñación nupcial.

—Está escribiendo una novela —dije encogiéndome de hombros, con lo que esperaba pareciera despreocupación. Sabía que sonaba como un disco rayado, pero proseguí—: Necesita tiempo. Realmente es un gran escritor, ya sabes. Siempre está trabajando en ella.

Alice suspiró.

—¿Y te parece normal que no quiera dormir contigo? —preguntó con gentileza. Como mi mejor amiga, Alice había escuchado los detalles completos y desafortunados de mi hechizo.

—Es sólo una fase —murmuré. De acuerdo, no creía totalmente en mis palabras, pero sonaban bien—. De todos modos, creo que tiene un trastorno del sueño o algo así. Quiero decir, duerme todoel tiempo. Tal vez no tiene nada que ver conmigo. Tal vez debiera sugerirle que vea a un doctor.

—Tal vez —dijo Alice un instante después. Y me sonrió con picardía—. O tal vez debieras salir y probar esa teoría del ligue de una noche.

Puse los ojos en blanco y me dirigí con resignación al ordenador, tratando de ignorar su risita nerviosa. Apreté los dientes e intenté pensar en el sexo, lo que no fue muy difícil considerando que el tema había absorbido cada uno de mis pensamientos matinales de las últimas semanas.

 

 

Al final de ese día había logrado escribir deprisa unas dos mil palabras, en las cuales no creía realmente y que no sonaban muy diferentes de cualquier otro artículo del tipo «Cómo complacer a tu hombre» que publicábamos cada mes. Y no era que yo pensara que no se podía encontrar información útil en Mod. De hecho, la leía religiosamente todos los meses, incluso antes de trabajar allí. Pero asumámoslo: no resolvíamos ningún problema real. Cuando el día terminaba, seguía habiendo tensiones en Oriente Medio, guerra civil en Colombia y niños muriendo de hambre en el África subsahariana. Pero al menos nuestras lectoras usaban los colores correctos de lápiz de labios, compraban faldas del largo apropiado y aprendían cosas del tipo de cómo un ligue de una noche podía elevar tu autoestima. En otras palabras, todas las cosas importantes.

No era eso exactamente lo que imaginaba como futuro cuando me licencié. En aquel entonces era una especie de fanática de la literatura inglesa que prefería una noche con Joan Didion o Tom Wolfe a un día alrededor de la piscina con el último número de Vogue. Y a pesar del curso rápido que recibí durante mi primera semana en Mod sobre los méritos de Michael Kors, Chloe y Manolo Blahnik, yo era todavía, para vergüenza de muchos de mis compañeros de trabajo, una «chica Gap». Con la notable excepción de un par de téjanos Seven de los que me enamoré y seis jerséis de Amy Tangerine, por los que desarrollé una obsesión este último año. La mayor parte de mi vestuario procedía de la estantería de ofertas de Gap, Banana Republic, el departamento juvenil deMacy's o de los siempre populares y baratos Forever 21 o H&M. Yo gastaba como máximo unos quince dólares en una camiseta, lo que estaba muy lejos de los ciento ochenta dólares que algunas de mis compañeras gastaban en una camiseta blanca que tranquilamente podía conseguirse en Fruit of the Loom.

A Dios gracias, la atmósfera de la redacción no era como las de otras revistas de alta costura donde trabajaban algunas de mis compañeras de clase. Aquéllas habían sido asimiladas rápidamente y ahora tenían peinados similares, carteras Fendi o Louis Vuitton para cada temporada y vestuarios conformados por la ropa más cara de los diseñadores de moda. Margaret sólo pedía que luciéramos presentables, pulcras y con estilo, cosa con la que yo no tenía ningún problema, incluso con mi reconocidamente magro salario.

Después de todo, si iba a relacionarme con un grupo de gente fabulosamente rica, tenía que estudiarme el libreto. Había cometido ese error durante mi primer año en People, al vestirme con formalidad, pero sin mucho estilo, y pronto aprendí la lección. Gastar un poco más en algunos accesorios de diseñadores conocidos, incluso si sólo podía comprarme un pañuelo que hiciera juego con cosas menos impresionantes, me llevaría más lejos. Cuando eres una actriz engalanada de miles de dólares en diamantes, pavoneándose sobre la alfombra roja, es más probable que te pares y converses un poco con una periodista que luce un pañuelo de Gucci. Triste, ¿no es cierto? Pero ésas eran las reglas del juego.

Y las notas, ¡uf!, las notas. No me malinterpretéis, me gusta lo que hago. Me encanta entrar en la cabeza de la gente, incluso si esas cabezas pertenecen a celebridades vacías, y encontrarme con lo que piensan, lo que les preocupa, lo que las moviliza. Así que encajaba, de manera perfecta, en el trabajo de redactora de famosos en Mod, tanto que podría sorprender, considerando que originalmente mis aspiraciones se orientaban al más noble y elevado mundo literario del New Yorker.

Pero eran las otras notas, los encargos que una Margaret vestida de Prada me arrojaba sobre el escritorio en el último momento, las que me volvían loca. Quiero decir, hay pocas maneras de dirigirte a tus lectores sobre cuestiones tales como «Las másíntimas preguntas sobre sexo» (aunque no serán tan íntimas cuando 2,6 millones de mujeres leen acerca de ellas), la verdad sobre «Cómo perder esos últimos dos kilos y medio» (haz ejercicio y come menos) y el siempre popular «Cómo saber si a él le gustas» (bueno, un hombre al que le gusta una mujer generalmente quiere acostarse con ella... Un momento, ¿no debería tomar nota de eso?).

Incluso las entrevistas con famosos tenían esos momentos en los que deseaba enterrar mi cabeza en Jane Austen y volver a mis clases de literatura. Me convertí en editora porque me gusta escribir. Y acepté este trabajo en Mod porque me gustan las entrevistas y elaborar perfiles de la gente. De niña me encantaba leer las revistas de espectáculos de mi abuela: People, The Enquirer, Star... Las vidas de la gente hermosa que aparecía en las películas parecían tan glamorosas y excitantes... Tal vez era eso lo que me había llevado al periodismo de espectáculos, aunque después de muchos años de trabajo en ese campo, sabía que nada era lo que aparentaba ser.

En People, donde trabajé antes de entrar a Mod, me hice un nombre al publicar dos grandes noticias en el mismo año: la ruptura más importante de la década, la separación de la estrella de cine Clay Terrel y la princesa pop Tara Templeton (gracias a la amistosa relación que después de muchas entrevistas llegué a desarrollar con Clay, un tipo con los pies sobre la tierra); y el diagnóstico de cáncer de mama que recibió la diva de la música Annabel Warren (también la había entrevistado muchas veces antes, por lo que cuando comenzó el rumor de que tenía cáncer, sólo atendió mi llamada). Como resultado, Mod se interesó por mí. Margaret me tentó con un salario mayor y, lo que es mucho más importante, la posibilidad de un trabajo más interesante, de manera que me vendí. Y así me convertí en la redactora de espectáculos más joven del negocio.

Me encantaba el trabajo, pero semejante maniobra me había proporcionado enemigos. En el mundillo de las revistas había circulado el rumor (que estuvo dando vueltas durante seis meses) de que me había acostado con el jefe de Margaret, Bob Eider, el presidente de Smith-Baker Media. Por supuesto que no lo había hecho, pero los profesionales celosos tienden a rabiar cuando alguien de menos de treinta años obtiene un puesto de trabajo soñado, codiciado por mujeres diez años mayores. A veces me percataba de las miradas sospechosas y había algunas editoras que no me hablaban, pero la cosa estaba decidida. No había hecho nada malo para llegar a donde estaba. Ciertamente, no me había acostado con Bob Eider, que rondaba los sesenta y pesaba tres veces más que yo. Sólo hacía mi trabajo. E irónicamente, tampoco era el trabajo de mis sueños.

Cuando estudiaba literatura inglesa en la Universidad de Georgia, analizando el estilo indirecto de Shakespeare, no hubiera creído que apenas cuatro años después estaría preguntando de manera entusiasta a los famosos si usaban boxers o slips. O preguntándoles a algunas actrices si pensaban que los pantalones de Seven, Diesel o Miss Sixty levantaban mejor sus traseros de por sí perfectos (como si Gwyneth Paltrow o Julia Roberts tuvieran traseros que levantar).

Hablando de mujeres perfectamente esculpidas en ropa de diseño, desperté de mi ensoñación debido a que una densa nube de perfume se aproximaba hacia mí a medida que Tanya, Kate y Irina se deslizaban por el vestíbulo, justo en el momento preciso, luciendo sendos pares de Jimmy Choos con los que yo no habría sido capaz de caminar.

Alice y yo las llamábamos «las Trillizas». De alguna manera milagrosa, las tres jefas del departamento de moda tenían nombres chics, eran delgadas como un lápiz, anormalmente altas y tenían narices en punta que parecían combinar con las puntas de sus zapatos de tacón de aguja. Las tres lucían perpetuamente pulcras como si visitaran la peluquería todas las mañanas, dado que no nos prodigaban su presencia nunca antes de las once. Jamás un cabello fuera de lugar, jamás un centímetro de la cara sin el maquillaje perfectamente aplicado, nunca un momento en que sus narices no apuntaran hacia arriba.

Pude escuchar parte de su conversación mientras pasaban.

—Oh, Dios mío... —decía Tanya Delani, la hermosa jefa de modas y belleza de Mod, sonando igual que Janice, la ex novia de Chandler en Friends. Por un momento me pregunté cómo podía lograrse una voz tan nasal—. Ella llevaba un bolso Louis Vuitton de la temporada anterior...

Kate y Irina ahogaron un grito ante aquel pecado mortal.

—¿De la temporada pasada? —preguntó, incrédula, Kate, correteando detrás de Tanya.

—Uf —resopló Irina, temblando de horror antes de que las tres desaparecieran doblando la esquina.

Puse cara de estar ahogándome en la nube de Chanel No. 5 que dejaron flotando a su paso.

Cómo lograban hacer frente al último grito de la moda tan sólo con sus sueldos de editoras era algo que se me escapaba. Sospechaba que, como muchas de las flacuchas altas como maniquíes que habitaban los corredores, abusaban de las cuentas de gastos de las revistas de mujeres más importantes del país, por lo que las Trillizas eran muñecas financiadas por un fideicomiso. No dañaba a nadie que su afición por los pantalones de dos mil dólares y los últimos Jimmy Choos, Manolo Blahnik o botas Prada fueran asistidos por su facilidad de acceso a las prendas que aparecían en las revistas de moda y un puñado de diseñadores listos para complacerlas a la velocidad de un telefonazo.

De hecho, la semana anterior, cuando cruzaba el departamento de moda para recoger una copia que Alice tenía que editar, oí que Tanya decía al teléfono:

—Pero, Donatella, querida. Simplemente debo tener esa falda de ante para mi viaje a París la semana que viene... Sí, querida, realmente te debo una si me la mandas de inmediato.

A esa llamada la siguió una hora después la notoria llegada de una caja de Versace que fue introducida en el departamento de moda. Las puertas se cerraron tras ella.

Tanya, la mayor de las Trillizas y su líder, era algo así como una leyenda en el mundo editorial de Nueva York. Decía que había salido con George Clooney por un mes, a mediados de los noventa, y usó ese hecho como una suerte de referencia laboral durante el resto de su carrera. Se sabía que dejaba caer con frecuencia un «cuando George y yo salíamos...» en conversaciones donde realmente no correspondía decir esas cosas.

George negaba conocerla. Eso no impedía que de vez en cuando ella arrastrase el nombre de George por el lodo, en beneficio propio y para el infinito regocijo de los cotillas de Nueva York. Su nombre era un ingrediente básico de la página seis de las revistas.

Por razones que todavía no había logrado desentrañar, Tanya había desarrollado un disgusto instantáneo hacia mi presencia en Mod desde el primer momento, un año y medio atrás. Cuanto más la conocía más sospechaba que era un caso de celos profesionales. Era quince años más joven y estaba sólo un escalafón por debajo de ella en la cadena editorial. Investigué su curriculum y supe que a mi edad (veintiséis años) ella todavía era colaboradora editorial en Cosmo.

Mis pocos intentos de congraciarme con ella mediante alguna charla ocasional durante el primer mes fueron recibidos con frialdad, y hasta la fecha nunca habíamos tenido una conversación de verdad. La mitad del tiempo ella rehusaba reconocer mi existencia y si lo hacía era para hablar pestes de mí en la redacción. Mis compañeros, por suerte, la conocían lo bastante bien como para que sus quejas les entraran por un oído y les salieran por el otro.

Desafortunadamente, a ella también le gustaba hablar pestes de mí con gente de otras editoriales que no sabían cuan maliciosa era. En una ocasión oí que le decía a un redactor de In Style que yo era una especie de enferma que se hacía pasar por la editora de espectáculos de Mod y que era mejor ignorarme y seguirme la corriente.

Como directora de moda y belleza de Mod, Tanya supervisaba a Kate y a Irina, quienes claramente estaban siendo preparadas para convertirse en sus clones. Hasta el momento todo funcionaba bien. Kate, la editora de moda, todavía no entendía que vestir modelos de Gucci y Versace no la congraciaba con Margaret, quien, maravilla de maravillas, era lo bastante inteligente como para saber que los lectores de Mod no juntaban en una década dinero suficiente para comprar las prendas que Kate adquiría de una vez. Esa no era la mejor forma de competir con Cosmo.

Irina, la redactora de belleza, era responsable de los consejos de maquillaje. Ella también se equivocaba al no darse cuenta de que no todas tenían pómulos salientes, labios carnosos y la misma piel sin defectos como la de ella. Por supuesto, tampoco todas tenían la buena fortuna de dormir con el doctor Stephen McDermott, el principal dermatólogo de las estrellas de Manhattan.

A veces pensaba que la única forma de diferenciar a las Trillizas era por el hecho de que Tanya era la única que había invertido veinte mil dólares en implantes mamarios, operación realizada por el doctor David Aramayo, el mejor cirujano plástico de Manhattan. Estaba segura de que las otras no iban a tardar demasiado en imitarla.

Me habría gustado que Alice no se marchase a su casa. Habría sido agradable terminar el día intercambiando frases ingeniosas sobre Tanya. Era nuestro pasatiempo favorito. Y era completamente inocente, porque Tanya, por la razón que fuese, hacía como que Alice y yo no existíamos, a pesar de que llevábamos dieciocho meses asistiendo juntas a las reuniones editoriales. Y como no existíamos, me imaginaba que nuestros comentarios despectivos no importaban demasiado.

Volví a mirar la pantalla de mi ordenador, que todavía resultaba provocadora. Un ligue de una noche, en este momento, en realidad sonaba extraordinariamente. Por Dios, si hasta Tanya, que tenía la calidez y el sex appeal del iceberg que hundió al Titanic, probablemente se acostaba con alguien con más frecuencia que yo. Tal vez algunos hombres, aparentemente George Clooney incluido, a juzgar por los chismorreos de Tanya, encontraban que el acento nasal alía Fran Drescher era excitante. Tal vez esa noche pudiera intentar apretarme la nariz y graznarle nasalmente a Jacob. Tal vez eso rompería su cinturón de castidad.

¿Era posible que ya estuviera dando manotazos de ahogado?

Imprimí las dos mil palabras que había logrado escupir durante el día como para poder hacer una primera edición en casa esa noche. Hice clic en «guardar», cerré el programa y apagué el ordenador. Eran las seis y media de la tarde. Si Margaret todavía estaba dando vueltas por la oficina, era mejor irme a casa antes de que ella pudiera endosarme otro trabajo ridículo.

Capítulo 2: CAPITULO 2

 
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