CAPÍTULO 7
Vicios y habladurías
Beber
Oí sonar el teléfono muy lejos, en alguna parte. Deseé que alguien contestase. Con cada estridente timbrazo, las punzadas que sentía en la cabeza parecían empeorar. Intenté abrir los ojos, pero incluso los mínimos reflejos de la luz matinal resultaban demasiado para el dolor terrible que sentía en la nuca. A lo lejos, el teléfono seguía sonando.
—Jacob —farfullé—. Jacob, ¿podrías atender?
Nadie respondió. Finalmente, el teléfono enmudeció. Refunfuñé y volví a hundirme entre las sábanas. Lo único que quería era ir a algún sitio donde la cabeza dejara de latirme como si me hubiesen golpeado con un bate de béisbol.
Me cubrí con las sábanas, con los ojos bien cerrados, en un vano esfuerzo por protegerme de los hirientes rayos de sol. Me estremecí, luché por impedir que regresasen las náuseas y busqué mi edredón. Tanteé por un instante a los pies de la cama, pero no lo hallé.
—¡Jacob! —gruñí, odiando la manera en que mi estómago se retorcía. Cada vez que hablaba, sentía que me latía la cabeza—. Jacob, ¿qué has hecho con el edredón? ¡Tengo frío!
Tenía la impresión de que estaba gritando, pero era vagamente consciente de que mis palabras salían a un volumen apenas superior al susurro. Si hablaba más alto, temía que mi cabeza fuera a explotar.
Sabía que acababa de despertar de una pesadilla, lo que tal vez explicara el dolor de cabeza. No recordaba demasiado. Jaco estaba allí y, en la pesadilla, estaba enfadada con él. También Edward Cullen estaba presente, en un bar, lo cual me extrañó. No entendía por qué había estado soñando con él, aunque fuese el hombre más atractivo que había conocido.
—¡Jacob! —repetí, esta vez un poco más alto. Él seguía sin responder, y de pronto reparé en que se oía el sonido de la ducha. No recordaba haberla oído antes desde el dormitorio. Tal vez el terrible dolor de cabeza que sentía me había proporcionado una capacidad auditiva sobrehumana.
Al fin advertí que, si quería el edredón, tendría que arrastrarme sobre la cama y buscarlo yo misma. De mala gana me forcé a abrir los ojos y la luz me deslumbre momentáneamente. Poco a poco, la habitación empezó a enfocarse ante mis ojos.
En ese momento el tiempo pareció detenerse, porque me di cuenta de que no estaba en mi dormitorio.
A medida que recobraba la conciencia y la vista se me aclaraba, con los ojos todavía perezosos por el sueño, la sorpresa se mezcló con la completa confusión. Mi austero escritorio, comprado hacía cuatro años en un mercadillo, había sido reemplazado por una brillante cómoda con cajones, rematada con un espejo ovalado. En lugar de mis desvaídas cortinas de tela de algodón a cuadros azules que cubrían las minúsculas ventanas, había unas finas de gasa blanca, que apenas si impedían que la luz del sol entrase a raudales por los gigantescos ventanales que iban del suelo al techo. Estaba cubierta con sábanas de raso blanco, y la cama era al menos el doble de grande que la mía. En el suelo había una alfombra de felpa blanca como la nieve, aparentemente interminable, que cubría una superficie tal vez más grande que todo mi apartamento.
Por un instante me incorporé, sin aliento. La cabeza todavía me zumbaba y sentía el estómago peligrosamente revuelto. Pero ambas molestias no eran nada comparadas con el creciente pánico que se estaba apoderando de mí.
No tenía la menor idea de dónde estaba.
«Piensa, Bella, piensa.» Tras una rápida evaluación de mi estado físico, recordé que la noche anterior había cogido una cogorza. Pero ¿dónde? Y lo que era más inquietante: aquel lugar me era por completo desconocido. ¿Me había ido con un extraño?
Eso disparó un recuerdo brumoso. Ligues de una noche. Había algo con los ligues de una noche... ¡Oh, Dios, el artículo para Mod!¿Lo había hecho? ¿Había seguido mi propio y disparatado consejo y tenido un ligue de una noche? No, eso no estaría bien. Nunca le haría eso a Jacob.
Jacob. Oh, Dios. Jacob.
Cerré los ojos, tratando de bloquear las imágenes que repentinamente mi cerebro empezaba a reproducir, pero ya era tarde. Jacob con la morena de piernas largas de la fiesta de Navidad. Jacob dentro de la morena de piernas largas. Y el maldito Bruce Springsteen, que cantaba como si no pasara nada. Yo saliendo como una tromba del apartamento. La botella de merlot, el Metro, los chupitos de tequila, las Coronitas...
Y Edward Cullen.
Oh, no. Edward Cullen.
Con creciente horror, recordé haberlo visto en el bar. Recordé que estuve llorando sobre su hombro a propósito de Jacob. Le dejé sostenerme y consolarme...
Y vomité sobre sus zapatos. Repentinamente, tuve un mal presentimiento.
Y, como si el director de una de sus películas hubiese gritado «¡Acción!», la puerta del cuarto de baño que había en un extremo del amplio dormitorio se abrió y apareció Edward Cullen, de pie en el vano, apenas cubierto con una breve toalla blanca enrollada a la cintura. La parte superior de su cuerpo bronceado, constituido por músculos perfectamente torneados y marcados, brillaba por las gotas de agua. Su estómago perfecto y plano atrajo mis asombrados ojos hacia la parte superior de la toalla, que colgaba baja, a pocos centímetros de exponer lo que se suponía debía ocultar. Cuando nuestras miradas se encontraron, Edward sonrió y rápidamente se ajustó la toalla para cubrirse mejor.
—Buenos días —dijo animado—. Al fin has despertado.
Me quedé de piedra, mirándolo. Intentaba recordar desesperadamente los acontecimientos de la noche anterior. Resulta difícil pensar cuando la cabeza te duele tanto. Y por mucho que meesforzara, tenía una laguna completa sobre todo lo acontecido después de vomitar.
—Anoche vomité sobre tus zapatos —logré decir al fin. Me sentía completamente humillada y apenas consciente de que estaba procesando mis pensamientos muy despacio. Había vomitado sobre la mayor estrella de Hollywood. No era ésa la forma en que se suponía que debían comportarse los periodistas. Estaba segura de que lo había leído en el libro de estilo de Associated Press.
Pero, en lugar de mirarme con justificada indignación, Edward Cullen rió.
—Bueno, sí, lo hiciste —admitió con una sonrisa. Se acercó unos pasos—. Reconozco que es la primera vez que me ocurre algo así. Estoy acostumbrado a que los periodistas me besen los pies, no a que vomiten sobre ellos.
—Oh, Dios mío —gemí. Volví a hundir la cabeza en la almohada y me cubrí la cabeza con las sábanas, deseando desaparecer y despertar luego en mi propia cama.
—Sólo bromeaba —oí que decía Edward, con tono de preocupación.
—No he querido decir... —empecé, y emergí de las sábanas. Era evidente que no podría teletransportarme a casa desde la cama en que me hallaba—. No, no. No es por lo que decías... —agregué—. Es que no puedo creer... Dios mío, nunca antes había hecho algo así. Y menos a alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —Volvió a sonreír—. ¿Qué quieres decir exactamente con eso?
Debería haberme puesto roja como un tomate; en lugar de ello, palidecí.
—Alguien a quien hubiese entrevistado —murmuré—. Ni siquiera sé qué decir. Siempre pongo el mayor cuidado en ser absolutamente profesional. Y mírame ahora —gemí. Mientras hablaba, había algo molesto que se remontaba desde el fondo de la mente a la superficie, de modo que intenté concentrarme para recordar qué era.
—Bella, no te preocupes —dijo Edward amablemente. Cruzó el dormitorio a grandes zancadas y se sentó a mi lado, en la cama. Mi vergüenza se vio en ese momento atenuada por el pensamiento de que el hombre más atractivo que había visto en mi vida estaba sentado a apenas unos centímetros de mí, casi desnudo, en una cama con sábanas de raso. Por desgracia, antes de que pudiera procesar este pensamiento, la parte de mi cerebro correspondiente a la periodista hiperprofesional me llamó a la realidad.
—Perderé mi trabajo —me quejé.
—Bella —me atajó Edward, con su voz amable y envolvente. Me puso una mano en el hombro y me miró tan intensamente a los ojos que hizo que mi corazón diera un brinco—. Ya te he dicho que nadie tiene por qué saberlo. Esto es algo entre tú y yo, ¿vale? Nadie va a perder el trabajo.
Miré hacia abajo y recibí otro impacto para el que no estaba preparada.
En lugar de la falda de tubo y la blusa rosada que llevaba puestas la noche anterior, sólo tenía una camiseta gris del Boston College que seguramente no me pertenecía. Antes de que tuviese tiempo de asimilar aquello, el pensamiento que había estado fastidiándome de pronto llegó a la superficie. Pude oír la voz de Alice repitiéndome una y otra vez: «Edward Cullen es un adicto al sexo.» Aquella voz incorpórea volvió a oírse, clara y repentinamente fuerte.
Por un instante me quedé mirando a Edward horrorizada, con el corazón desbocado. Él seguía sonriéndome, lo que acrecentó todavía más mi temor. Aquella sonrisa de pronto parecía petulante y lasciva.
—Oh, Dios mío, ¿acaso hemos...? —Mi voz se fue apagando. Ni siquiera pude completar la frase. Mi corazón latía con tal fuerza que temí que explotara.
—¿Qué...?—preguntó Edward, ladeando la cabeza y mirándome confuso.
—¿Acaso hemos...? —No podía terminar la frase. Volví a mirar hacia abajo, a mi cuerpo envuelto en una de sus camisetas. Seguro que sí. Tendría que dejar la revista. Había dormido con alguien a quien había entrevistado.
¡Y ni siquiera lo recordaba!
—¿Qué te preocupa? —preguntó Edward. La preocupación se reflejaba en su rostro, mezclada con confusión—. ¿Tienes que volver a vomitar? ¿Te sientes bien?
Me quedé mirándolo, mientras una vocecita chillaba en el interior de mi cabeza: «¿Que si estoy bien? ¿Pensaste que te deseaba porque fuiste capaz de arrastrar mi cuerpo inconsciente a tu casa?»
Me di cuenta de que seguía mirándome desconcertado. Tenía que saber cómo había ocurrido.
—¿Acaso hemos,..? —Me interrumpí y lo miré con una mezcla de exasperación y vergüenza—. ¿Acaso...? Bueno, ya sabes...
De pronto entendió a qué me refería, y al hacerlo se echó a reír. ¿Tan malo había sido?
—¿Me estás preguntando si hicimos el amor? —preguntó incrédulo. Aquellas palabras me dolieron, pero de todos modos asentí y apreté los ojos. Me preparé para escuchar las palabras que iban a dar por terminada mi carrera, toda mi vida profesional. Hizo una pausa y añadió—: ¡Bella, estuviste inconsciente toda la noche!
—¿Qué? —Por mucho que me había preparado, ésas no eran las palabras que esperaba oír. ¿Había practicado el sexo conmigo estando yo inconsciente? ¿Qué clase de persona haría algo así? Tenía que empezar a tomarme más en serio los rumores de los diarios. Me estremecí involuntariamente.
—¿De modo que...? —empecé. Necesitaba que él lo dijera. Mi vida se había terminado. Él siguió parpadeando.
—¡No, Bella! —exclamó finalmente, al parecer, afligido—. ¡Claro que no! Dormí ahí —agregó, señalando un pequeño canapé que había al lado de la ventana y que aún tenía encima una colcha, una sábana y una almohada.
—¿Cómo? —pregunté confusa. La cosa no me cuadraba. Me miré la camiseta y, con recelo, volví la vista hacia él—. ¿Y qué pasó con mi ropa?
Suspiró exasperado y esbozó una media sonrisa.
—Estabas, ¿cómo decirlo?... cubierta por tu propio vómito —añadió incómodo, mientras lo observaba atónita—. No sabía qué hacer, así que llamé a recepción, y enviaron a una mujer que te cambió.
—¿Y tú...? —Mi voz iba desvaneciéndose a medida que se me representaba la imagen mental de Edward, observando cómo me quitaban la ropa manchada de vómito.
—Yo me quedé fuera —respondió Edward suavemente—. La mujer que se encargó de cambiarte me avisó cuando terminó.
Lo estudié por unos instantes con la mirada. Cuando vi que se ruborizaba, me recorrió una nueva oleada de humillación.
—Oh —dije finalmente. No sabía qué más decir—. Gracias.
—No hay de qué —dijo jovialmente, y me miró—. Aunque todavía no estoy seguro de si tengo que sentirme ofendido o no por la forma en que me has interrogado.
Noté que la sangre me subía al rostro, lo que quizá significara que el dolor de cabeza empezaba a remitir.
—Lo siento tanto... —dije—. No era mi intención... Es que... Bueno, quiero decir, no estoy vestida y estoy en tu cama, y... —De pronto caí en la cuenta. No quería acostarse conmigo. Tal vez fuera un adicto al sexo, pero yo le resultaba repulsiva. Me dolió el corazón.
—Lo prefiero cuando mis parejas están conscientes —dijo Edward como si hubiese leído mi mente, y me guiñó un ojo—. Trato de atenerme a esa norma.
—Oh —dije estúpidamente.
—Sólo bromeaba, Bella —dijo dándome una suave palmadita en el hombro—. Lo que hago es hacerte pasar un mal rato.
—Oh —repetí. Me sentía como una completa idiota. Cerré los ojos y me eché hacia atrás para recostarme sobre la almohada. Ojalá hubiese podido volver a dormirme, despertarme y darme cuenta de que todo había sido sólo una pesadilla.
—Espero que no te moleste que te haya traído aquí —dijo Edward, casi con timidez. Abrí los ojos y lo miré—. No sabía qué hacer, y quería asegurarme de que estabas bien.
—Gracias —dije finalmente—. Me siento tan avergonzada...
—No tienes por qué —dijo Edward, minimizando la cosa con un gesto de la mano. Pero no lograba hacer que me sintiera mejor.
Me estremecí. Era horrible. Peor aún: era como si me hubiese burlado de la ética profesional. Como si hubiera saltado en caída libre hacia otro huso horario. ¿Qué estaba haciendo?
—Tengo que irme —solté de repente.
Edward, todavía instalado en el borde de la cama, pareció sorprendido.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Adónde?
—Simplemente tengo que irme —repetí, intentando sonar firme.
—De acuerdo —dijo Edward, con tono de contrariedad, o eso me pareció—. Pero es que... Bueno, envié tu ropa a la lavandería. —añadió para mi sorpresa—. Estará lista en cualquier momento. ¿Por qué no tomas una ducha mientras llamo a la recepción y veo si pueden subírtela ya?
—Puedo tomar una ducha en casa —protesté débilmente.
—Tienes vómito en el pelo —aclaró Edward con cautela.
—¡Oh! —exclamé ruborizándome. Eso cambiaba las cosas. Miré a Edward por un momento, envuelto en su breve toalla. Todavía le corrían unas pocas gotas de agua por el cuerpo, y tenía mojado el cabello. Traté de ignorar la sensación cálida que sentía en el abdomen—. ¿No tienes que volver al cuarto de baño?
—No. Anda, ve. Me cambiaré aquí. —Y agregó—: Pero no espíes.
Sonreí y procuré que mis ojos no recorrieran su cuerpo fuerte y bronceado.
—No espiaré —afirmé, intentando no sonar tan reticente como me sentía.
Veinte minutos después había tomado una ducha rápida, tragado dos pastillas de ibuprofeno, secado mi pelo, lavado mi cara y usado el único maquillaje que tenía en el bolso —polvo, lápiz de labios y un viejo tubo de máscara— para intentar verme presentable. No era Gwyneth Paltrow, pero se me veía exponencialmente más atractiva que al levantarme. De acuerdo, quizás exageraba un poco.
Todavía estaba de pie, con la toalla alrededor del cuerpo, cuando oí que llamaban a la puerta.
—Tu ropa está aquí —anunció Edward, al otro lado de la puerta.
Asustada, volví a ceñirme la toalla y ajusté bien el extremo para asegurarme de que no se cayera. Me eché una rápida mirada para inspeccionar que los muslos no se me vieran demasiado fofos, pero al menos todas las partes importantes estaban cubiertas.
—Adelante.
La puerta se abrió lentamente. Edward Cullen, de pie al otrolado del umbral, sostenía mi blusa y mi falda de tubo perfectamente planchadas, colgando inocentemente de una percha, como si no hubiese visto lo peor de mí apenas unas horas antes. Lucía descaradamente sensual, con sus téjanos oscuros y una camisa ceñida que marcaba sus músculos a la perfección. Mientras estaba allí, en silencio, fui consciente de que sus ojos recorrían lentamente mi cuerpo. De pronto me sentí desnuda, vulnerable.
—Espero que el baño te haya sentado bien, Duendecita —dijo finalmente, bajando la vista. Se lo veía casi avergonzado—. Aquí tienes tu ropa, limpia y como nueva.
—Muchas gracias —musité mirando al suelo. Cogí la ropa que me tendía.
—Ahora vístete y ven a desayunar conmigo —propuso él alegremente.
—¿Desayunar? —pregunté, abriendo los ojos como platos—. No... no podría...
—Bueno, el desayuno ya está aquí —dijo con una sonrisa—. Y se te está enfriando el café. —Abrí la boca para protestar, pero Edward me cortó en seco antes de que pudiese hacerlo—. Y ni te atrevas a decirme que no quieres café. Te vi ayer por la mañana. Conozco tu adicción a la cafeína, Duendecita.
—Me confieso culpable —admití, esforzándome por sonreír—. Salgo en un segundo.
Rápidamente me puse la blusa y la falda y me miré en el espejo.
¿Qué estaba haciendo? Anteriormente, nunca había mirado a un actor con buenos ojos, ni le había sonreído a una estrella del rock de manera equívoca. Y ahí estaba, en el cuarto de baño de la habitación del hotel donde se alojaba Edward Cullen, después de haberle vomitado encima, dormido en su cama y dejado que me viera envuelta en una toalla minúscula. Tenía que volver a casa. No podía dejar que la cosa fuera más lejos. Empezaba a sentir que mi reputación profesional estaba arruinada.
Respiré hondo y abrí la puerta del cuarto de baño. Edward Cullen estaba sentado en el borde de la cama. Cuando aparecí, me sonrió. Fruncí el entrecejo, pero no pude impedir que mis ojos rápidamente recorrieran la habitación.
Frente a él habían dispuesto una mesa portátil, y sobre ésta había una cafetera, dos jarras de cristal con zumo de naranja yagua, y una variedad de panes, cruasanes, magdalenas, pastas danesas y frutas de todos los colores del arco iris. El ibuprofeno comenzaba a hacer efecto y mi estómago emitía ruidos, pero lo ignoré. Tenía que irme. Tal vez, si conseguía hacerlo, con el tiempo ambos consiguiéramos olvidar lo que había ocurrido. Lo dudaba, pero valía la pena intentarlo.
—Cuánto has tardado —bromeó Edward, que al parecer había olvidado lo mucho que me angustiaba la situación—. Se te está enfriando el café —añadió, y me alcanzó una taza ya servida—. Leche y edulcorante —agregó. Yo sólo lo miraba—. Lo recuerdo del desayuno de ayer.
—¡Oh! —exclamé sorprendida. Sacudí la cabeza y me aclaré la garganta—. Ejem, lo siento, pero tengo que irme. Anoche fuiste muy amable ayudándome. —«Y recordando qué le puse a mi café.» Edward parecía azorado. Respiré hondo y me dirigí hacia la puerta—. De veras, gracias —agregué mientras caminaba y evitaba mirarlo a los ojos. Podía sentir cómo me observaba, aunque no podía tolerar sus ojos—. Pero tengo que irme. Debo volver a casa. Por favor, envíame la cuenta de la lavandería.
Con los ojos fijos en el suelo, me puse los zapatos y abrí la puerta. No pude resistirme a echarle un rápido vistazo por encima del hombro antes de cerrar. Al fin y al cabo, era Edward Cullen, la estrella de cine favorita de Estados Unidos y, entre otras cosas, el hombre que la noche anterior me había salvado de mí misma. Mientras le echaba ese último vistazo y se quedaba mirándome al otro lado de esa mesa cubierta de comida, sentí una punzada de culpa. Apenas salí al pasillo, intenté no hacer caso a mi corazón, que latía a toda velocidad.
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