CAPÍTULO 6
Cómo beber un tequila
No sabía adonde me dirigía. Las lágrimas corrían como ríos calientes y salados por mi cara. Me sentía como en una neblina, mientras mis pies me llevaban en dirección norte por la Segunda Avenida, y al oeste, por la calle Ocho, hacia la estación de metro de la línea N/R. Allí, por ser sábado, estaba todo tranquilo. Mientras esperaba en soledad el tren, abrí la botella de merlot con el sacacorchos que había cogido de la cocina antes de salir de casa. Forcejeé con el corcho sin ponerme a considerar lo inapropiado que era abrir una botella de vino en el metro. ¿A quién le importaba, de todos modos? Estaba sola. No había nadie que me detuviera.
Finalmente la botella se abrió con un sonoro plop, y me eché hacia atrás para echar un trago gigante que limpiara el gusto a bilis que tenía en la boca. No me molesté en sacar la botella de la bolsa de papel y por un momento me pareció divertido el que debiese de parecer una borrachina, aunque bien vestida, eso sí. Y con una botella de merlot de diecisiete dólares. Pero todo esto habría sido divertido si hubiera habido alguien para mirarme. Estaba sola.
Me senté en uno de los sucios bancos y esperé. Tomé otro trago y luego respiré profundo, pero me arrepentí de inmediato debido al hedor a grasa y orines que inundaba la estación.
(Nota para mí misma: no respirar profundamente nunca más en el metro.)
Ahogué el hedor con otro trago de vino.
—¿Cómo he podido ser tan estúpida? —me pregunté a mí misma en voz alta.
Sólo obtuve silencio por respuesta. Empezaba a sentirme un poco tocada por el vino, y no había nadie más en la estación, de modo que proclamé mi furia todavía más alto:
—¡¿Cómo he podido ser tan estúpida?! —chillé casi hasta perder el aliento.
Esta vez el eco me devolvió el sonido de mi voz, resonando más allá del frío acero de las vías del metro.
Unos segundos después un hombre trajeado, de mediana edad, descendió hasta la estación y al pasar a mi lado me miró como si estuviera loca. Seguramente me había oído gritar. Para probar que sus sospechas sobre mi estado mental eran correctas, bebí otro trago de vino. Dejé que el líquido suave y cálido bajara por mi garganta hasta mi estómago vacío. Cuando levanté la vista, el hombre estaba mirándome de nuevo. Cuando nuestros ojos se encontraron, rápidamente miró para otro lado.
Reí. Sabía lo que yo parecía.
El metro llegó tras lo que pareció ser una eternidad y el hombre del traje desapareció en otro vagón. Me paré frente a la puerta que estaba delante de mí y me senté en un frío y duro asiento de plástico. Cuando las puertas se cerraron miré al hombre que tenía enfrente. Aparentaba treinta años, la edad de Jacob, y estaba solo. Podía oler su colonia desde enfrente y parecía recién afeitado.
Me pregunté si iría a una cita. Tal vez fuese a ver a su novia. ¿Sabía ella que los hombres nos engañaban? Alguien debería advertirla. Alguien debería decirle que no confiara en él.
Bebí otro trago sin quitarle los ojos de encima. Los suyos, cuando me vio empinar la botella para otro trago reconfortante, se abrieron con expresión de sorpresa. Me entraron ganas de reír. Con mi falda de tubo perfectamente confeccionada y mi chaleco rosa, la misma vestimenta que había usado para entrevistar a Edward Cullen, parecía lo opuesto de alguien que estuviera tomando vino de una bolsa de papel madera en un vagón de metro.
«Sí, amigo, todos estamos llenos de sorpresas. Nada es lo que parece.»
Me bajé en la calle Cuarenta y nueve (mi parada de todos los días, una cuestión de hábito), salí a la superficie y me quedé allí, respirando. Me sentía invisible. Casi nunca iba al centro el fin de semana, por lo que me resultaba extraño ver las calles tan desiertas. Estaba acostumbrada al tráfico peatonal de la hora punta, mientras iba hacia mi trabajo subiendo por Broadway.
Vacié la botella de un último trago y la arrojé a una papelera. Los efectos del vino empezaban a sentarme mal. Estaba lo suficientemente lúcida para saber que emborracharme no era la mejor respuesta a mis problemas. De hecho, nunca antes había intentado resolver las cosas así. Pero no veía muchas alternativas. No podía volver a casa. No podía enfrentarme a Jacob de nuevo. No podía soportar verle la cara. Lo odiaba. Con todo mi corazón. Y sin embargo lo amaba. Con todo mi corazón. No me había dado cuenta de que era posible sentir las dos cosas al mismo tiempo.
—Alice —murmuré, cayendo en la cuenta repentinamente de que podía llamarla. Ella sabría qué hacer. Me detuve por un momento a pensar. ¿Me diría «te lo dije»? Era posible. Pero lo opuesto también. Ella era mi mejor amiga. Se supone que puedes acudir a tus amigos en momentos así, ¿no? Y no era que yo hubiera sospechado que alguna vez podía tocarme vivir momentos como ése.
Hurgué en mi bolso, apartando las páginas que había escrito esa misma tarde sobre Edward Cullen, quien era, evidentemente, un adicto al sexo. Él también me había engañado. Me había hecho creer que era una buena persona, cuando en realidad era un obseso sexual que se acostaba con Jane Vulturi. Y probablemente con Emily de Ravin también, a pesar de sus convincentes protestas.
Todos eran escoria.
(Nota para mí misma: todos los hombres son escoria. Una escoria mentirosa.)
Finalmente encontré mi móvil. Con manos temblorosas, lo saqué triunfante del bolso. Me apoyé contra el escaparate del Katzenberg Deli, situado justo delante de las escaleras de la estación de la calle Cuarenta y nueve, como si tratase de enderezarme. Lenta y cuidadosamente marqué el número de Alice.
Sonó cuatro veces hasta que saltó el contestador automático.
¿Habría salido?... Maldición. Ella era una de las únicas personas del país que no tenía teléfono móvil. No había otra forma de comunicarse con ella que el teléfono fijo.
«Soy Alice —chirriaba su voz en mi oído—. Déjame un mensaje y te llamaré.» Luego la máquina emitió un bip.
—Alice, ¿estás ahí? ¿Alice? —Me di cuenta de que arrastraba las palabras. La lógica me indicaba que el hecho de beberse una botella de vino casi entera, con el estómago vacío y en treinta minutos, producía esa clase de efecto. Pero la mirada retrospectiva siempre llega tarde, ¿no es cierto?—. Alice, tenías razón. Todo el tiempo has tenido razón. Sobre Jacob. Tienes que llamarme, ¿me oyes? Tienes que llamarme. Necesito hablar contigo. Por favor, llámame, Alice. A mi móvil. No me llames a casa. Allí está Jacob.
Aún seguía repitiendo y arrastrando las palabras con sonidos ininteligibles, cuando el contestador se detuvo. Maldita máquina. ¿No sabía que yo necesitaba hablar con alguien? Por un momento, alejé el teléfono de mí y lo miré como si pudiera decirme dónde estaba Alice. Cuando comprendí que no iba a facilitarme esa información, suspiré y corté la comunicación. Arrojé el teléfono nuevamente dentro del bolso y me apoyé contra el escaparate del Katzenberg.
Justo cuando comenzaba a relajarme, me asaltó la imagen de Jacob con la morena tetona de la fiesta de Navidad, desnuda y sentada a horcajadas sobre él.
—No —dije en voz alta, sacudiendo la cabeza y forzándome a abrir los ojos. No quería pensar en eso. Ni allí ni en ese momento. No podía.
De repente supe qué hacer. Tenía que ir al Metro, el bar que Alice y yo solíamos frecuentar después del trabajo. De hecho, el episodio del tacón atascado en la rejilla había sucedido a la salida del Metro. Pero eso parecía haber sucedido años atrás y probablemente ya nadie lo recordaría.
En cualquier caso, sería un lugar conocido donde poder sentarme. Y sabía que necesitaba sentarme. También sabía que necesitaba un vaso de agua y probablemente una agradable ducha fría. Pero también estaba claro que en cuanto estuviera sobria comenzaría a pensar en Jacob de nuevo, y no quería hacerlo esa noche. No quería pensar en él y no lloraría de nuevo. La única forma de evitarlo era echando otro trago. Y en el Metro podría hacerlo. Comencé a caminar hacia Broadway.
El Metro estaba casi vacío cuando llegué tambaleándome a la puerta. Era la primera vez que lo veía así. Sólo había estado allí a la salida del trabajo, cuando las muchedumbres que salían de las oficinas amenazaban con desbordar el lugar en dirección a la calle Ocho, que siempre bullía con una creciente legión de taxis que podía verse a través de los ventanales polarizados.
Eché un vistazo al salón, desde la puerta de entrada. Una joven pareja se hacía carantoñas en el reservado del rincón, mirándose a los ojos. Puaj. Tres mujeres de treinta y pico se reían y hablaban en el otro rincón, todas con coloridos y brillantes Martinis en la mano. Una pareja de cincuenta y pico jugaba al billar en el fondo y, sentado ante la barra, había un hombre de camiseta negra y gorra de béisbol, dándome la espalda, conversando con el barman. Me senté en el extremo opuesto de la barra, tan lejos del hombre como me fue posible. Sabía lo que podía parecer. Una chica sola, un sábado por la noche, borracha a las nueve y deslizándose sobre la barra.
Daba toda la impresión de estar buscando un rollo. Pero en realidad, si un hombre se me acercara esa noche, me sentía capaz de atizarle una buena sacudida.
En realidad, eso parecía una buena idea. Medité sobre ella por un instante. Podía saltarme todos los pasos previos: cuando él trata de cortejarte, te paga la cena, te compra regalos, se muda a vivir contigo y luego te engaña. Podía ahorrarme un año entero por el simple método de darle un mamporro la primera vez que lo viera.
Lástima que no lo hubiese hecho con Jacob.
Al verme, el barman enarcó una ceja y se acercó. Su amigo, el de espalda amplia y camiseta negra, se volvió para mirarme desde el otro extremo de la barra. Yo le gruñí y le mandé un mensaje telepático, esos que uno puede mandar cuando está borracho.
«Ni lo pienses, amigo. A menos que quieras que te aticen. Tengo un buen gancho de derecha.»
—Lo de siempre —dije cuando se acercó el barman. Me miró confuso y reí. Siempre había querido decir eso en un bar—. Una Coronita —aclaré cuando terminé de reír—, y un chupito de tequila.
Si me iba a emborrachar... vale, si me iba a poner aún más borracha, tenía que hacerlo bien.
—¿Puedo ver su documento de identidad? —preguntó el barman, susceptible.
Maldición. Me enfermaba aparentar dieciséis años. Hurgué en mi bolso hasta encontrar mi cartera, que saqué con un gesto triunfal. Me llevó un minuto entero encontrar mi permiso de conducir y sacarlo de su envoltura de plástico.
—¡Aja! —exclamé cuando al fin lo logré. Entrecerré los ojos hasta leer el nombre del barman en su placa identificatoria—. Aquí tienes, Jay —dije con falsa seguridad, y le pasé el carnet. Lo miró por un segundo y luego me lo devolvió con una expresión en el rostro que no supe interpretar. Pero no tenía fuerzas para que eso me preocupara. Tal vez parecía extraño simplemente porque era un hombre. Todos eran raros.
—Está bien —dijo al cabo.
Lo vi dirigirse al otro extremo de la barra, donde abrió el refrigerador y sacó una Coronita. Le dijo algo al hombre de la gorra de béisbol, que me miró por un instante. Gruñí otro mensaje telepático en su dirección: «¿Qué miras? ¿Nunca has visto una chica borracha?»
—Aquí está tu bebida —dijo Jay, el barman, un minuto después, dejando la Coronita delante de mí. Sacó de debajo de la barra un vaso pequeño y una botella de José Cuervo.
—Ah, José, viejo amigo —murmuré, obteniendo de ese modo otra extraña mirada del barman.
Llenó el vaso con el líquido dorado y luego se agachó a buscar dos rodajas de lima. Clavó una en la boca de mi botella de Coronita y me pasó la otra.
—Oye —dijo, levantando un vaso de refresco para un brindis de pega—, salud.
Me bebí el tequila de un trago y mordí la rodaja de lima con todas mis fuerzas, sintiendo su acidez al tragar.
Tres Coronitas, dos tequilas y cuatro viajes al servicio después, apenas podía mantener los ojos abiertos, pero al menos no pensaba en Jacob. No. Pensaba en lo próximo que bebería. Sabía que terminaría con una Coronita, otro tequila, o con ambos, de manera que no tenía por qué ser una decisión difícil, y sin embargo me costaba tomarla. Mientras intentaba leer las etiquetas de las botellas que se alineaban en el estante que tenía delante de mí —algo imposible, dado mi sopor etílico—, Jay me acercó un vaso grande y lleno de un líquido transparente con hielo.
—De parte del caballero —dijo, guiñándome un ojo. O al menos, me pareció que me guiñaba un ojo. De todos modos, ya no veía bien. Examiné el vaso con la vista nublada. ¿Vodka tal vez? Miré con más atención y acerqué la nariz para oler. Era agua.
—¿Eh? —murmuré, mientras el barman se alejaba. ¿Caballero? ¿Qué caballero? ¿Esa palabra no era una antinomia? ¿Por qué nunca antes había pensado en eso? Los hombres no eran caballeros. Te rompen el corazón. Incluso los que te abrazan para despedirse, probablemente no son más que adictos al sexo que lo único que quieren es que te abras de piernas.
Miré hacia donde estaba el hombre de la gorra de béisbol y camiseta negra, pero se había ido. No lo había visto salir. ¿Quién me había mandado el trago? ¿Acaso el barman se había vuelto chiflado? ¿O era yo la única que estaba perdiendo la razón?
—Dos veces en el mismo día —me dijo una voz profunda al oído, sobresaltándome. Di un respingo y a punto estuve de caer del taburete en el que estaba sentada, pero noté que una mano fuerte me ayudaba a enderezarme.
—¿Dos veces en el mismo día qué? —repetí en un murmullo, haciendo girar furiosamente mi taburete para ver quién estaba a mi lado. Casi me caigo otra vez, pero de nuevo una mano en mi cintura me devolvió la estabilidad.
—Dos veces en el mismo día te has sentado a unos metros de mí y ni siquiera me has mirado —me dijo la voz al oído—. Debería sentirme ofendido.
Cuando acabé de volverme sobre el taburete, parpadeé. Era el tipo que estaba sentado en el extremo opuesto de la barra, el que había estado mirándome entre las sombras. ¿De qué demonios me estaba hablando? ¿Qué nueva forma de ligar era ésa?
Obviamente, necesitaba saber más. Estaba acostumbrada al cursi: «¿De dónde ha salido esta belleza?», frases que los hombres habían estado usando durante la década de los noventa hasta principios del nuevo milenio. Pero, mientras tanto, las cosas tal vez hubieran cambiado durante el tiempo que había pasado con Jacob.
El hombre se veía apuesto —aunque borroso—, con su camisa negra y pantalones caqui, con la gorra de béisbol haciéndole sombra en el rostro. Pero recordé que los hombres eran escoria. Escoria. Quizá debería golpearlo.
Lo miré entornando los ojos y, de pronto, tuve la sensación de que me era familiar. Muy familiar. Me llevó otro segundo darme cuenta de quién era.
Cuando al fin caí en la cuenta, me sentí mortificada.
Allí, a escasos centímetros de mí, con su acostumbrada gorra de los Red Sox, estaba Edward Cullen. La estrella de cine. El apuesto, amable y perfecto galán. El adicto al sexo.
Sonrió, esperando que le dijera algo. Maldije sus ojos azules y brillantes. Una vez me engañaron, pero ahora yo sabía su secreto. Lo miré parpadeando. «¡Es un adicto al sexo!» Las palabras de Alice resonaban en mi cabeza.
—¿Dónde está Jane? —pregunté con voz de borracha. ¡Aja! Eso le serviría de lección. Lo había pillado.
—¿Qué? —Me miró a los ojos por un instante, con el rostro perfecto, súbitamente turbado por la confusión—. ¿Jane? ¿Mi agente de prensa?
¿Cómo se podía ser tan hipócrita? Como si yo no supiera...
—Sabes a lo que me refiero —dije, intentando sonar inquisitiva, pero probablemente sonando tan sólo como una borracha.
—¿Jane, mi agente de prensa? —repitió, y se quedó mirándome por un instante. Después se rió y explicó—: Bella, no va conmigo a todas partes. De vez en cuando se me permite salir sin que me acompañe.
Traté de ponerle mala cara, pero entornar los ojos sólo sirvió para que me marease todavía más. Casi me vuelvo a caer, pero él volvió a sujetarme.
—Parece que alguien ha bebido un poco de más... —dijo con suavidad, manteniendo todavía la mano sobre mi espalda. Me dicuenta de que me gustaba que la tuviese allí. Pero sólo porque eso significaba que no iba a caerme del taburete, lo cual parecía algo más que probable en ese momento. ¿Por qué no ponían respaldos a esas cosas?
—Yo no —murmuré.
—No, claro que no —repuso con solemnidad. Parecía estar conteniéndose para no reírse. Se acercó el taburete que estaba al lado del mío, manteniendo la mano en mi espalda para darme estabilidad—. Entonces, ¿es así como pasas las noches de sábado?
Me llevó un minuto darme cuenta de que estaba bromeando.
—No —respondí fríamente—. No es así —recalqué, haciendo lo posible por sonar altanera—. ¿Y para ti, es éste el típico sábado noche? ¿Qué estás haciendo en mi bar? —le pregunté. ¿Qué era lo que estaba haciendo? De todos los bares de Manhattan, ¿por qué tenía que acabar en el mismo donde yo estaba bebiendo para tratar de olvidar mis problemas?
—No, para mí tampoco lo es —contestó Edward, sonriendo con lo que habría jurado era una amable sensación de lástima. De pronto, tuve la suficiente lucidez como para sentirme avergonzada—. Y no me había dado cuenta de que éste era tu bar —añadió. Yo le puse mala cara porque estaba casi segura de que me estaba tomando el pelo—. Ése es Jay Cash —dijo señalando al barman—. Es un viejo compañero del instituto. Normalmente paso por aquí cuando estoy en Nueva York. —Cuando miré, el barman saludó desde el otro extremo de la barra. Edward me miró por un instante—. Te toca a ti.
—¿Que me toca a mí? —pregunté malhumorada. Ya me había olvidado de qué estábamos hablando.
—Decirme qué estás haciendo aquí sola, emborrachándote un sábado por la noche —dijo—. Aun cuando éste sea tu bar. —Su rostro estaba a centímetros del mío. Entrecerrando los ojos, de pronto me di cuenta de que los suyos tenían unas motas doradas. Eran aún más hermosos de lo que había creído.
—No estoy borracha —dije.
—Sí, claro —dijo entre risas—. Completamente sobria. —Cogió el vaso de agua y me lo ofreció—. Toma, bebe un sorbo.
Estaba demasiado cansada para protestar. Bebí un largo tragode agua. Me hizo bien sentir bajar el líquido por la garganta. Era mejor que el tequila.
—¿Quieres hablar? —preguntó Edward con cautela, mientras yo bebía. Por un instante no le contesté, tan ocupada estaba tragando el agua. Cuando terminé, Edward cogió suavemente el vaso de mi mano, depositándolo sobre la barra. Cerré los ojos porque pude sentir que los pensamientos sobre Jacob volvían y quería escapar de ellos. Finalmente, abrí los ojos y miré a Edward. Aquel rostro tan perfectamente formado, que tantas veces había visto en las películas, tenía una expresión muy preocupada.
—Hoy, volviendo a casa desde la redacción... —comencé a decir, hablando lentamente porque sabía que las palabras se me agolpaban en la boca— descubrí a mi novio en la cama. Haciendo el amor. Con otra mujer.
La imagen de la morena meneándose arriba y abajo encima de Jacob volvió a mi mente, con toda la claridad de un show televisivo como los que se veían en el televisor de alta definición que le había regalado a Jacob. Pero nunca había visto ese tipo de espectáculo en Nick at Nite. Si Gilligan hubiese hecho eso con Mary Ann, lo habrían eliminado de la programación. Tragué saliva.
—Oh, no —suspiró Edward. Había empezado a frotarme la espalda con su mano cálida y fuerte. Cerré los ojos por un instante. Era agradable—. Bella, cuánto lo siento.
Me encogí de hombros, luchando para retener las lágrimas que repentinamente habían aflorado a mis ojos.
—Debería haberlo sabido —dije sollozando. Sentí que una lágrima resbalaba por mi mejilla—. Soy una idiota.
—No digas eso —dijo Edward inclinándose suavemente, y me abrazó. Volví a recordar las palabras de Alice: «¡Es un adicto al sexo!» ¿Qué? ¿Acaso creía que iba a tener sexo conmigo?
Intenté librarme de su abrazo, pero sólo por un instante. Qué demonios. Podía servirme de él para mantenerme erguida.
—Nunca digas que eres una idiota, Bella —dijo, estrechando su abrazo—. El idiota es tu novio. Engañar a una mujer como tú...
La voz de Edward se fue apagando y la pena que sintió por mí fue como un disparador.
—Le permití vivir conmigo, ¡y nunca quería hacer el amor!—Ahora divagaba entre mocos y lágrimas—. Me decía que estaba escribiendo una novela, nunca trabajaba, se pasaba todo el tiempo en la cama, me trataba como si no le importara, y no sé en qué estaba pensando yo...
Seguí lloriqueando y hablando de manera ininteligible, sin demasiado sentido. Me di cuenta de que lloraba, y mucho. Maldición. Había ido a Metro para olvidarme de Jacob, no para hablar de él. Sin embargo, resultaba agradable hablar con alguien. Alguien que no parecía estar juzgándome.
Edward me atrajo hacia sí y me frotó la espalda, mientras yo sollozaba contra su hombro. Qué agradable. Mientras su mano se movía suavemente trazando pequeños círculos, me olvidé de que se suponía que manteníamos una relación profesional. Me olvidé de Jacob. Me olvidé de que Edward Cullen era un adicto al sexo. Me olvidé de que era una estrella de cine que no tenía por qué saber quién era yo. En ese instante, era solamente Edward. Un amigo. Mi amigo, que se preocupaba por mí y quería escucharme.
—Edward —susurré. Mierda. El bar daba vueltas. ¿En qué momento había empezado a dar vueltas?
—¿Sí? —preguntó con preocupación, inclinándose hacia delante.
—Creo que voy a vomitar.
Y después vomité. Regué todo el piso. Y los zapatos de Edward Cullen.
—Perdón —dije entre sollozos, avergonzada y humillada. Es lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento.
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