No tardó mucho en meter sus escasas pertenencias y las de Jacob en dos bolsas de viaje.
—El casero…
—Spence ya se ha encargado de hablar con él —le indicó la mesita plegable—. Deja la llave ahí.
Bella lo miró con recelo mientras él agarraba ambas bolsas.
—Hice algunas llamadas desde el hospital.
A personas a las que pagaba para que se pusieran firmes a la mínima orden. La riqueza tenía sus ventajas.
Sólo tardaron unos minutos en bajar y cruzar el destartalado portal. En cuanto salieron a la calle, una figura oscura se adelantó y tomó las dos bolsas de manos de Edward para depositarlas en la parte de atrás de su vehículo.
—Es Spence —aclaró Edward—. Vámonos —dijo, acabadas las presentaciones.
¿Era demasiado tarde para que cambiara de opinión? ¿Podía hacerlo? Sí y no.
No se dio cuenta de que Spence se habia sentado al volante hasta que oyó encenderse el motor y vio que el coche se separaba de la acera. Allá iban todos sus bienes terrenales. Lanzó una mirada vengativa a Edward que perdió casi todo su efecto a la escasa luz de la noche.
—¿Leer el pensamiento es una de tus habilidades?
—¿Quieres pelea? —la voz masculina era engañosamente suave, pues se percibía su dureza bajo la superficie.
—No especialmente.
Edward se dirigió a su coche, desconectó la alarma, abrió la puerta del copiloto y se quedó esperando a que ella montara, lo que Bella hizo con mucha gracia y, aparentemente, de buena gana. Una lección en el juego del fingimiento, la primera de las muchas que tendría que exhibir en los meses siguientes.
«Llama a las cosas por su nombre», se recriminó en silencio mientras el coche se deslizaba por las calles llenas de tráfico. Edward había especificado que la quería como esposa. Un cuerpo cálido y servicial en su cama. Una anfitriona. ¿Y si se quedaba embarazada? Ahogó un gemido. Protección… no tenía. Nunca la había utilizado ni necesitado.
—¿No dices nada?
—Estoy planeando tu ruina —miró fijamente el perfil masculino.
Su risa le puso los nervios de punta.
—¿No me crees?
—Creo que lo intentarás.
—De eso puedes estar seguro —miró el entorno cuando el Aston Martín llegó a las afueras, donde las viejas viviendas del centro de la ciudad eran sustituidas por elegantes edificios de pisos y casas bien cuidadas, protegidas por muros y verjas ornamentadas.
Según los medios de comunicación, Edward residía en una lujosa mansión de Point Piper que daba al puerto interior y que había comprado cuando se casó, pero en la que ella no había vivido. Se afirmaba que había contratado un equipo de constructores, vaciado el interior y vuelto a diseñar la estructura interna antes de gastarse una verdadera fortuna en muebles y accesorios.
«Una fortaleza con segundad de alta tecnología y accesible sólo a quienes estén autorizados a entrar», pensó Bella.
La iluminación, bien situada, permitía ver praderas y jardines hermosamente dispuestos y un sendero que conducía a una elegante mansión. A Bella le resulto imposible no sentirse tensa cuando Edward detuvo el coche cerca del amplio porche. Se abrió una de las dos grandes puertas dobles y, en el umbral, apareció una mujer de mediana edad.
—María —indicó Edward mientras se desabrochaba el cinturón—. Mi ama de llaves. Josef, su marido, se ocupa del mantenimiento de los jardines.
Spence, Josef y María constituían el personal. ¿Vivirían allí?
—Hay dos pisos encima de los garajes. María y Josef ocupan uno: Spence, el otro.
Bella bajó del coche y, una vez hechas las presentaciones, entró en el magnífico vestíbulo de mármol. Era enorme, con una escalera que conducía al piso superior, lámparas exquisitas, muebles oscuros y varias puertas de madera tallada que conducían a sus correspondientes habitaciones. Bella pensó que habría vistas panorámicas del puerto durante el día y luces de ensueño por la noche.
—Hay café, o té si lo prefiere —dijo el ama de llaves—. Las bolsas las han subido a la suite del señor.
A Bella se le hizo un nudo en el estómago. No quería pensaren el dormitorio, ni mucho menos ir allí.
—Un té me sentaría bien. ¿Podría arreglarme un poco? —táctica dilatoria.
—Desde luego —Edward le indicó la escalera.
Había dos alas. En una se hallaban varias habitaciones de invitados y un salón: en la otra, tres dormitorios y la suite del señor que, situada en la posición principal, daba al puerto. Era una habitación grande, con dos cómodas sillas, un escritorio antiguo y una televisión. Tenía dos cuartos de baño y dos vestidores. Bella evitó mirar la enorme cama.
—Tienes una casa preciosa
—¿Es un cumplido?
—¿Acaso dudas que te pueda hacer uno?
Edward se quitó la chaqueta y la colgó en un galán de noche. Luego se quitó la corbata y se aflojó el botón superior de la camisa antes de dirigirse a la puerta.
—Cuando hayas acabado, ve a la segunda puerta a la izquierda del piso de abajo.
Sentirse libre de su presencia le produjo un gran alivio. Pero no iba a durar. Sería maravilloso poder ducharse despacio y lavarse la cabeza con los productos de alta cosmética que había en una repisa del cuarto de baño; usar el secador y envolverse en un lujoso albornoz, y acostarse y…dormir.
La tentación era muy fuerte. Con movimientos rápidos se desnudó y entró en la ducha de mármol para disfrutar de un agua caliente que no se acababa nunca. El gel de baño, de delicado aroma, era divino, al igual que el champú. Llevaba años sin poder comprarlos. ¿Habría recibido instrucciones María para que los pusiera allí? ¿O constituían un obsequio para cualquier mujer que Edward se llevara a la cama? Un hombre de su categoría se vería asediado por las mujeres, atraídas por su fortuna, su posición social y su antigua reputación de chico malo.
Bella inclinó la cabeza y dejó que el agua le cayera por la cara. Era estupendo no tener que depender de un pequeño sistema de calentamiento que permitía ducharse durante tres minutos, ya que, después, el agua comenzaba a salir fría. Pasó un buen rato antes de que cerrara el grifo, se secara y se pusiera el albornoz. Luego, se ocupó del pelo.
La cama tenía un aspecto muy atractivo. Retiró la colcha y tocó la almohada de plumas con una especie de reverencia. Debería deshacer la bolsa. Pero su contenido era tan básico, que sólo tardarla unos minutos en guardarlo. En cuanto a vestirse, la idea no le resultaba atrayente. Tampoco la de bajar, pues sentía sobre sus hombros el peso de aquel día y sus consecuencias. Así que se introdujo entre las sábanas con cuidado. No iba a ir a ninguna parte. Que Edward viniera a buscarla cuando estuviera listo.
Bella se durmió y no se percató, una hora después, de la presencia de Edward, que se quedó mirando su rostro en reposo. Tampoco se dio cuenta de que salió de la habitación y volvió a medianoche, ni del ruido de la ducha, ni de que se metía en la cama. Sólo se sorprendió, de madrugada, cuando su mano tocó unas fuertes y cálidas costillas, sin ser consciente de dónde se hallaba. Se percató únicamente de que estaba oscuro, de que no estaba sola en la cama y de que alguien le estaba impidiendo escapar de allí.
Oyó su nombre, luego hubo un movimiento y una suave luz bañó la habitación. ¡Canalla! Se mordió la lengua antes de decirlo. Edward observó su pelo desordenado, las mejillas encendidas, su cuerpo palpitante, el miedo desnudo en sus ojos… y fue testigo del momento en que se produjo el reconocimiento.
—¿No te acordabas de dónde estabas?
—No.
Él estaba cerca, demasiado cerca. La calidez de su piel, el aroma a jabón masculino, el fuego sensual que le era propio… Una conciencia física más intensa que nunca. Fascinante, hipnótica… La necesidad de poner cierta distancia entre ellos era imperativa, y Bella se desplaza un poco, al tiempo que se daba cuenta de la aparente calma de aquellos ojos negros.
Podía agarrarla fácilmente, atraerla hacia sí y pegar su boca a la de ella. Calmarla, seducirla y conseguir que se consumiera en el fuego del deseo, como había hecho muchas veces durante su mágica estancia en Hawai. Buena alumna y bien dispuesta, disfrutaba de sus hábiles manos, su boca y la sensación de tenerlo dentro de ella.
¿Cuántas noches se habla quedado despierta maldiciéndose por dejarle?, ¿por no tener el valor de enfrentarse a su padre? Se hallaba de nuevo en la cama de Edward, pero por motivos inadecuados. Y por eso lo odiaba.
—Duérmete.
¡Como si fuera tan fácil!
—¿Necesitas ayuda?
Sus intenciones eran inconfundibles, por lo que ella no trató de ocultar la amargura de su voz.
—¿Puedo elegir?
—De momento, sí.
—Podía haber sido peor.
—El cinismo no te sienta bien.
—Es una lástima —hizo una pausa mientras sus miradas se cruzaban—. A esta hora no se me dan bien los matices.
Edward se rió entre dientes, lo cual fue casi la perdición de Bella.
—Me parece recordar que hablabas mucho a estas horas de la madrugada.
Después de haber tenido una fantástica relación sexual. Cuando ella estaba acurrucada junto a él, con la mejilla apoyada en su pecho. Una época de sueños, amor y esperanza.
—Me sorprende que lo recuerdes —le dijo con voz cortante—. Con todas las mujeres que habrás tenido después.
—¿Crees que han sido muchas?
Pensar en el número era como si le atravesaran el corazón con un puñal.
—Habrán hecho cola para disfrutar de semejante privilegio.
—¿Es un cumplido o una grosería?
—Es un hecho objetivo.
—¿Que deriva de la experiencia?
—¿Es una pregunta capciosa? —por nada del mundo iba a revelarle que no había habido nadie en su cama ni antes ni después de él. Le subió por la garganta una risa silenciosa que casi la ahoga. La nueva virgen, la mujer de un solo hombre. Sería para morirse de risa si no fuera tan trágico.
—Que prefieres no contestar.
—Lo has captado perfectamente.
—¿Has terminado?—su boca dibujó una leve sonrisa.
—De momento, sí.
—Vamos a aprovechar las horas que quedan antes de que amanezca.
Durante unos segundos, la mirada femenina expresó incertidumbre, seguida de precaución.
—Para dormir —añadió él en tono divertido, antes de tumbarse boca arriba y hacer precisamente eso. Con gran alivio por parte de ella. O eso es lo que se dijo mientras erradicaba el deseo que se deslizaba lentamente por su cuerpo y lo invadía.
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