Bella se despertó sola en la gran cama. Miró la hora rápidamente y fue a ducharse. Edward estaría en el aeropuerto a punto de embarcar hacia Melbourne, donde tendría reuniones todo el día, por lo que estaría incomunicado incluso ante una emergencia.
Decidió, mientras se vestía, que pedirle una lista de contratistas no estaba dentro de la categoría de emergencia.
Desayunó fruta, yogur, tostadas y café en la terraza. Se acababa de servir la segunda taza cuando apareció Spence con una carpeta.
—Edward cree que le gustaría echarle una ojeada a esto.
«Esto» era un fajo de papeles que daba detalles de diversos contratistas, decoradores y comerciantes. En otro se mencionaban los terrenos que poseía el consorcio Cullen, así como las propiedades a la venta en algunos de los barrios de las afueras más ricos de la ciudad.
—Tómese un café – Bella le indicó una silla—. Hablamos de esto anoche —le informó mientras hojeaba los documentos con una creciente sensación de incredulidad.
—Sólo ha sido cuestión de acceder al ordenador y descargar el archivo adecuado. Esta mañana iremos a visitar terrenos y propiedades. Después hablaremos de los planes que usted tiene con un arquitecto y un diseñador para hacernos una idea general de lo que se necesita.
—¿Hoy?
—Parece sorprendida.
—No me espetaba que todo fuera tan rápido —le sonrió a modo de disculpa.
—Edward es famoso por hacer las cosas inmediatamente.
—¿Cuándo nos vamos?
—En cuanto esté usted lista.
—No vamos a buscar en el centro —le explicó Bella, ya en el coche—. Hay demasiada competencia.
—De acuerdo. Hay dos posibilidades. Una es una propiedad que ha adquirido recientemente Edward y que está en Double Bay.
Si Bella pudiera elegir el lugar ideal, Double Bay sería el primero. Contuvo la respiración con la esperanza de que la propiedad fuera una de las casitas antiguas transformadas en boutiques. Se alineaban a lo largo de una calle que frecuentaba la clase alta de la ciudad, situada en el centro de uno de los barrios más prestigiosos de las afueras.
—No puede ser —dijo Bella, sin ocultar su entusiasmo, cuando Spence le indicó una de aquellas casas—. Es perfecta —no se daba cuenta de que estaba pensando en voz alta—. Me había imaginado una tienda, una habitación. Pero esto… —extendió las manos sin saber qué decir.
Las casitas se habían construido muy juntas, sin vestíbulo, en un terreno mínimo.
—Formaba parte de una herencia y, tras haberla alquilado durante cierto tiempo, la familia decidió venderla.
Tenía que haber sido por una cifra astronómica, teniendo en cuenta el emplazamiento.
—Vamos a verla —dijo Spence mientras aparcaba.
Los suelos eran de madera, había alfombras orientales y muebles muy elegantes. Spence le dio una tarjeta a la dependienta.
—Sí, desde luego. Me habían advertido que vendrían.
Habla dos habitaciones, que podían convenirse fácilmente en una mayor. En la parle de atrás estaba la cocina y el cuarto de baño. Era perfecta. Bella trató de controlar su entusiasmo y de ser precavida. Se trataba de un negocio importante que implicaba mucho dinero… de Edward. ¿Y si no tenía éxito? ¿Y si no era la tienda adecuada para esa zona? Llevar un negocio no era para pusilánimes. La clientela podía ser poco fiel.
—¿Tiene dudas? —le preguntó Spence al salir a la calle.
¿Cómo explicárselo? ¿Podía confiar en él?
—El sitio es ideal.
—De primera —sacó el móvil—. ¿Quiere ir a ver el otro local? Si no, llamaré al interiorista y le diré que vamos para allá.
—Las medidas, los planos…
—Los tengo. Ahora tiene que explicar la idea que tiene, qué resultados desea. El interiorista partirá de ahí e irá enviando bocetos para que usted los examine, corrija y decida.
—¿Así de sencillo?—trató de ocultar su asombro.
—Así de sencillo —repitió Spence con humor—. El interiorista ya ha trabajado con Edward en varios proyectos.
Fue un día único. La velocidad a la que consiguieron y pusieron en marcha las cosas la dejó aturdida.
—El inquilino actual dejará la casa a finales de esta semana —le informó Spence mientras volvían—. Si decide hacer cambios estructurales, habrá que presentar los planos en el ayuntamiento. Cuando los aprueben, comenzarán a trabajar los contratistas —su móvil sonó y respondió a la llamada—. Sí, se lo diré —cortó la comunicación—. Era Edward. Tiene que resolver todavía algunos problemas. Se quedará esta noche para continuar negociando mañana.
La idea de perder de vista a Edward durante una noche no la inmutó. Quería volver a mirar los documentos, hacer sus propios bocetos, pensar cómo sería el interior… Al menos, no se había lanzado a ciegas. Sabía lo que quería, cómo organizar la tienda.
Bella descubrió, a instancias de Josef, que habían vaciado la habitación que estaba al lado del despacho de Edward y habían puesto un escritorio, armarios, un ordenador personal último modelo, una impresora y un teléfono.
—Todo suyo —dijo Spence mientras dejaba la carpeta en el escritorio—. Puede acceder a Internet desde cualquier punto de la casa, ya que hay acceso inalámbrico.
—Gracias por lodo lo que ha hecho hoy —sabía que seguía instrucciones de Edward. Habían conseguido más de lo que jamás se hubiera imaginado que fuera posible en un solo día. Para ser sincera, habría estado contentísima de haberlo logrado en una semana.
—De nada.
Spence se marchó. Bella recorrió la habitación examinándolo todo. Comprobó que el ordenador tuviera los programas necesarios y se dejó caer en una silla. No era de extrañar que Edward hubiera llegado a ser multimillonario si lo que había sucedido aquel día era una muestra de su forma de actuar. Pero ¿por qué le sorprendía tanto? ¿No había actuado con ella a la misma velocidad cuando la llevó a Hawai y se casaron?
¿Y la segunda boda? Sintió un vacío en el corazón. ¿Había estado esperando a propósito hasta que el hacha cayera sobre su cuello y no tuviera más remedio que recurrir a él? ¿Volverse a casar con ella era una forma de vengarse? Había estado convencida de que así era desde el principio. Y, sin embargo…
Sonó el teléfono por la línea interior.
—La cena estará lista dentro de un cuarto de hora, si así lo desea.
—Gracias, María.
Cuando volvió a entrar en su despacho, eran casi las siete, y se puso a trabajar con diligencia para buscar proveedores. Sabía qué productos quería: jabones de calidad excelente, aceites exóticos y envoltorios hermosos.
Al cabo de un rato sonó el móvil. Respondió automáticamente con un "diga» y oyó la voz de Edward al otro lado.
—Pareces distraída.
—Más bien abrumada.
—¿Ha ido todo según lo previsto?
—Lo ha superado con creces —hizo una pausa—. Gracias.
—Puedes dármelas cuando vuelva a casa.
—Creo que podré hacerlo —dijo, y una imagen erótica se le vino a la mente sin que fuera capaz de eliminarla.
—Imaginar cómo lo harás me va a tener despierto e incómodo toda la noche.
—Eso tiene remedio. Aunque se dice que te quedas ciego.
—¿En serio?
—No me puedo dedicar al sexo telefónico. Tengo trabajo —le dijo con remilgos, y le oyó reír.
—Buenas noches, querida. Que descanses y espero las gracias cuando vuelva—cortó la comunicación antes de que ella tuviera tiempo de responder.
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