Capítulo 2
Cómo vivir felices para siempre
Vale, día 30. Empezaba a preocuparme. Y el artículo para Mod me tenía al borde de la desesperación.
—¿Seré yo la que está mal? —le susurré a Alice, a la mañana siguiente, por encima de mi cubículo—. Quiero decir, debe de haber algo mal en mí, obviamente, si mi novio de repente deja de querer dormir conmigo.
—De ninguna manera —dijo Alice, justo como esperaba que hiciera—. Mi pregunta sería qué le pasa a él. ¿Qué clase de norteamericano ardiente no quiere tener relaciones sexuales?
Vale. Ése era un buen argumento.
—Jacob —murmuré. Pero no era exactamente que él rehusara dormir conmigo, sino que siempre parecía estar muy ocupado o bien dormido cuando yo estaba lista. Teníamos ritmos diferentes. Era eso.
La noche anterior, el día 29 había pasado a ser 30 con el Recientemente Célibe Alice. Eso significaba dos docenas y media de noches sin sexo, para todos los que quieran llevar la cuenta. Incluso había apelado a mis mejores trucos, deslizándome en el dormitorio con un baby doll rojo y un portaligas, sintiéndome ridícula.
—Vas a tener frío con eso —me dijo brevemente, mirándome por un microsegundo, para luego volver a la televisión y seguirviendo la reposición de La isla de Gilligan, lo que, como podréis imaginar, me generó bastante intriga.
¿Estaba pensando en Mary Ann o en Ginger? ¿Le gustaban las trenzas y los vestidos de noche? Uno podría pensar que el baby doll cubría ambos aspectos.
Aparentemente no.
—Mejor te pones algo más, cariño —agregó Jacob un momento después, sin mirarme.
Tragué saliva y lo intenté de nuevo, inclinándome de manera seductora en el marco de la puerta, tambaleándome un poco encima de mis tacones de aguja.
—Jacob —dije, imitando con mi voz a la sexy Ginger (probablemente a él le gustaba más Ginger que Mary Ann), pero me detuve sin saber cómo seguir—. Ejem... tengo algo que mostrarte —añadí con voz ronca, haciéndole ojitos cuando me miró.
—¿Te pasa algo en los ojos, Bella? —preguntó, antes de volver a prestarle atención a la última invención ingeniosa del Profesor, por la cual Mary Ann estaba soltando risitas nerviosas—. Hay gotas en el botiquín, si necesitas —agregó amablemente.
Suspiré y regresé al cuarto de baño para ponerme una camiseta y pantalones de franela, mientras Jacob cantaba el tema de La isla de Gilligan en la habitación. No me miró ni siquiera cuando me arrojé sobre la cama jadeando y resoplando de manera agitada.
No había sido siempre así. Jacob y yo tuvimos una química instantánea, lo que supongo que me predispuso positivamente para meterme en su cama sólo una semana después de nuestro encuentro en el seminario de escritores del East Village. Vale, ya sé. Normalmente no me acuesto con hombres tras una semana de conocerlos. Pero con Jacob sentí algo instantáneo, algo entre la atracción animal e intelectual, que no sabía que podía existir. Él tenía ese tipo de hermoso cabello alborotado que parecía gritar «escritor intelectual en lucha» y la forma en que me besaba siempre me dejaba sin aliento.
El seminario, organizado por el Grupo de Escritores del East Side, trataba sobre cómo escribir una novela. Me había impresionado que Jacob estuviera en la mitad de un borrador de lo que él definía como «una rebanada de cultura popular norteamericana, mezclada con otra de suspense y otra de intelectualismo». Todasesas rebanadas me dejaban un poco atontada, más que turbada y hambrienta de saber más. Después de todo, lo más cerca que había estado yo de escribir algún tipo de ficción era un cuento que tuve que escribir para una clase de literatura de la facultad. Saqué un regular. Y aquí estaba el príncipe azul, que podía hacerte muy buenos masajes, podía hablar de cualquier cosa, desde política hasta condimentos para aves, y hacía la única cosa que yo habría querido hacer en mi vida.
Fue amor a primera vista. Lo apoyé cuando, un mes más tarde, decidió renunciar a su trabajo de vendedor de suministros médicos para poder escribir a tiempo completo, y también fui feliz al permitirle, al mes siguiente, mudarse a mi apartamento de alquiler para que no tuviera que preocuparse de llegar a fin de mes mientras escribía la Gran Novela Norteamericana. Ciertamente, me sentía un poco herida por que aún no me hubiera dado a leer nada de su libro. Y me parecía un poco sorprendente que le llevara tanto tiempo. Pero estábamos enamorados. Y sexualmente nos iba muy bien. O así fue, antes de que la frecuencia de nuestras relaciones comenzara a descender, unos meses atrás. Entonces, de nuevo, él pareció cada vez más preocupado por su libro. Y pensé que tal vez le resultara un poco molesto convivir conmigo durante casi un año sin haber sido capaz de contribuir para pagar las cuentas. Las pocas veces que salíamos a comer fuera, cuando él se ofrecía a invitarme su tarjeta de crédito era rechazada y yo terminaba pagando. Sin embargo, no me importaba. Yo sabía que cuando vendiera el libro me lo devolvería.
—Te mereces algo mejor, lo sabes —dijo Alice con gentileza, irrumpiendo en la revisión interior que ocurría a cámara lenta dentro de mi cabeza—. Siempre lo he pensado. Pero sé que piensas que está bien para ti.
—Es que lo está —dije.
Realmente lo estaba. Era guapo, inteligente y agradable. Me hacía reír.
—Tal vez esté pasando por un momento difícil o algo así —añadí—. Estoy segura de que es la falta de coordinación de nuestros ritmos, ¿sabes? Siempre trabaja hasta tarde con su novela y cuando se acuesta yo ya estoy dormida. Por no mencionar que me levanto varias horas antes que él por la mañana.
Me interrumpí.
—A menos que... —Suspiré—. ¿Te parece que he engordado mucho últimamente?
—¿Lo dices en serio? —me preguntó Alice, poniendo los ojos en blanco y sonriendo—. Estás tan guapa como siempre.
—No me siento muy hermosa —murmuré mirando mi estómago, que no estaba tan chato como lo recordaba. Me estremecí y traté de no imaginarme a Jacob mirando la televisión, mientras yo trataba de parecer sexy contra el marco de la puerta.
—Jeffrey piensa que te pareces a Kristen Stewart —dijo Alice triunfante. Arrugué la nariz. No sabía cómo debía tomarme esa comparación cuando procedía del director de arte de Mod.
—¿Antes o después de Twilight? —pregunté escéptica.
—Después —me aseguró Alice—. En su época posterior. Ya sabes, cuando ella era bonita y flaca y tenía el cabello largo.
—¿O sea que me estás diciendo que me parezco a una chica de veinte años del Club Twilight? Hummm, eso no está muy bien en términos de sex appeal.
—Primero, es algo que dijo Jeffrey, no yo.
—Pero estás de acuerdo.
Alice se interrumpió.
—Pienso que te pareces a la Kristen del vídeo música.
Eso sonaba un poco mejor. Pero no totalmente.
—¿Sólo porque tengo problemas con mis mechones?
—No —respondió Alice riéndose.
—¿Es porque me puse esas botas de putilla la última vez que salimos?
—No —contestó con una risita nerviosa—. Pero fue divertido.
—Me alegra que te haya divertido.
En realidad, mi único intento público de los últimos meses por parecer sexy había terminado de manera desastrosa, cuando mi tacón de aguja se atascó en una rejilla del metro y me caí, golpeándome la cara contra la acera.
—No tengo ni idea de qué le está pasando a Jacob, pero en cualquier caso no es culpa tuya —dijo Alice con firmeza. Dudó por un momento y luego agregó—: Tal vez tengas razón y es sólo un problema de ritmos incompatibles.
Sacudí la cabeza y suspiré.
—Estoy segura de que Kristen nunca tuvo tantos problemas para acostarse con alguien —murmuré.
(Nota para mí misma: aprender a bailar como en el vídeo. Y, si hay tiempo, comenzar una contienda pública con Britney Spears.)
Me figuraba que vivir con tu novio era un poco como jugar al póquer por dinero. Las semejanzas que había me surgieron una noche de insomnio cuando miré, con ojos enrojecidos, tres de las seis horas de la maratón del Campeonato de Celebridades del Póquer por el canal Bravo.
Eso era lo mejor de mi trabajo. Como redactora de espectáculos de Mod tenía que estar al corriente, en alguna medida, de lo que ocurría en el reino de los famosos. Y pensé que si no podía dormir, mirar a Ben Affleck, Mathew Perry y Rosario Dawson batallar en un casino de Las Vegas era algo así como estar trabajando. Al menos eso fue lo que me dije a la mañana siguiente cuando no hice caso del despertador y llegué una hora tarde al trabajo.
Por supuesto, nadie lo advirtió. Esa era la otra cosa buena de mi trabajo. La gente siempre llegaba tarde. Nadie se daba cuenta. Eso si la culpa no me obligaba a presentarme poco menos que al amanecer la mayoría de las mañanas.
Volviendo al tema, me imaginaba que, cuando juegas al póquer por dinero, se supone que debes intentar hacer lo mejor e intentar ganar. Es el mismo tipo de situación que ocurre cuando llevas tu relación al siguiente nivel y acuerdas convivir con otra persona. Entregas tu independencia y tu soledad, poniendo todo tu esfuerzo en hacer que funcione y esperando lo mejor. También, si no te tocó una buena mano, no se espera que te levantes y te vayas a otra mesa a jugar a las cartas. Entonces, suponía que yo estaba con Jacob pensando a largo plazo, aunque las cosas de momento no funcionaran bien. Quiero decir, que yo tenía una manocompuesta de pésimas cartas, pero cuando apuestas, la suerte cambia todo el tiempo, ¿no? Y ciertamente yo estaba poniendo en juego todo lo que tenía: mi corazón, mi futuro... pero hasta el momento había funcionado. Quiero decir, había sido un gran año.
Jacob me daba su total apoyo (¡trío!), me mandaba rosas todas las semanas (¡escalera!), me decía que me amaba tras un mes y medio de noviazgo (¡full!) y se mudó a vivir conmigo un mes más tarde (¡escalera real!). Era un buen muchacho. Me amaba. Entonces, ¿qué problema podía haber si había dejado el sexo de lado? Era sólo temporal, estaba segura, y en cualquier momento aparecería con una escalera real de color: el anillo de compromiso que ya había insinuado algunas veces.
Pensándolo bien, tal vez ésa era la razón por la que había actuado de manera tan extraña últimamente. Tal vez estaba planeando declararse. Tal vez sólo estuviera nervioso, a la espera de que llegara el momento oportuno. Eso lo explicaría todo.
Volví al ordenador y traté de organizarme. A esa hora la redacción ya bullía de actividad. Sonaban los teléfonos, las redactoras corrían consultando a los distintos editores, y Esme Platt, la redactora jefe, iba de oficina en oficina hablando con las redactoras y las colaboradoras sobre el número de septiembre. Yo ya le había dicho que debíamos dejar de lado nuestras conversaciones hasta el lunes.
—Tienes que poner toda tu atención en los ligues de una sola noche, ¿no? —me dijo con una sonrisa, colocándose su brillante cabello castaño sobre los hombros. Sabía que compartía con ella mi mala opinión sobre Margaret y sus caprichos inexplicables.
—Hummm —gemí, mientras ella me guiñaba un ojo.
Esme era la tercera jefa editorial de la revista, después de Margaret y la editora ejecutiva, Donna Foley. Cuarenta y tantos y hermosa, Esme había ascendido a fuerza de creatividad y de atenerse escrupulosamente al tono de lo que habían escrito los redactores. Me gustó desde que la vi, y siempre tuvimos una relación cordial.
Volví a mirar mi ordenador tratando de concentrarme, pero tenía problemas para hacer que mis compañeras se callasen. Dos delas redactoras, ambas enfundadas en téjanos Earl y tops negros de Bebe, tan parecidas que apenas podía diferenciarlas, compartían historias sobre citas en la oficina, emitiendo a cada momento sonrisitas nerviosas que sonaban como esos tonos muy agudos de los sonares. Anne Amster, la editora de melenita negra, se peleaba con alguien por teléfono y un grupo de redactoras se reunía alrededor del tablero de noticias, mientras una de ellas apuntaba con el dedo la maqueta ampliada de la portada de agosto, diciendo algo de manera insistente, con voz chillona.
Y por supuesto, también estaba Chloe Michael, la jefa de música y televisión, que siempre estaba escuchando lo último de la música pop en su cubículo. O al menos ella aseguraba que era lo último. Porque juraría que un día la sorprendí escuchando a los New Kids on the Block con el volumen bajo para que nadie se diera cuenta.
De hecho, pensándolo bien, una canción que sonaba sospechosamente parecida a Hangin Tough se oía en ese momento en los pasillos de Mod. Sí, lo sé, debería sentirme avergonzada sólo de conocer ese nombre. Pero, al fin y al cabo, también tuve once años alguna vez. Y también habré tenido más de un póster de Donnie Wahlberg colgado de las paredes de mi habitación. Más aún, empecé a tocar la batería en la secundaria simplemente porque Donnie la tocaba. Y habré estado al menos en dos conciertos de NKOTB, a millas del escenario, convencida de que Donnie me miraba a mí y sólo a mí. Pero ése no es el caso.
Mike Newton, el jefe de arte de la revista y el único hombre de la editorial, había estado caminando por el corredor durante los últimos quince minutos y su nerviosismo comenzaba a hacer mella en mí. Como siempre, estaba impecablemente vestido, con una camisa negra y ajustada de Kenneth Cole y un pantalón gris de Armani que se ceñía perfectamente a sus curvas, como si hubiera sido hecho especialmente para él.
—Es gracias a Trasero de acero —me había confesado una vez—, gracias a esos vídeos de gimnasia, te lo juro. —Parecía salido de una sesión de fotos de la revista GQ. Su cabello rubio estaba salpicado de toques grises, pero en él era como las señales que anuncian a alguien distinguido y sexy.
Incapaz de concentrarme en el ridículo artículo del ligue deuna noche, lo miré mientras sus ojos seguían a Marla, la pasante de verano del departamento de modas. Ella arrastraba los pies por el corredor hacia el almacén de modas con expresión de abatimiento. Se la veía como si quisiera desaparecer. Hacía girar un dedo entre sus rizos marrones. Y estaba claramente excedida de peso.
—Pobre chica —murmuró Mike, terminando al fin su paseo impaciente a la entrada de mi cubículo. Sacudió la cabeza y añadió—: Esas princesas de la moda lo hacen todo el tiempo, ¿no?
—¿Hacer el qué? —pregunté, siguiendo con los ojos a María y luego a Mike.
Intenté dejar de imaginarme el anillo de diamantes que Jacob podría estar eligiendo en ese preciso momento. ¿Corte de princesa? ¿Engarzado en canal? ¿Uno o dos quilates?...
—Torturar a esas pobres chicas —respondió Mike, colocando una mano en la pared de mi cubículo e inclinándose hacia delante, al parecer insensible a la visión decididamente poco realista de anillos de Tiffany's que bailaba en mi cabeza—. Todas vienen a Mod con grandes aspiraciones de convertirse en editoras de moda y se van pensando que para triunfar tendrían que pesar cuarenta y cinco kilos y medir un metro ochenta.
—Lo sé —convine con un suspiro. Pero en Mod realmente tenían que pesar cuarenta y cinco kilos para lograr algo bajo las órdenes de Tanya.
Entonces, el «pobre Marla» era perfectamente justificable. Me preguntaba si ella conocía la regla de diseño de la última temporada («aquellos que reciclen las ropas de la última temporada no merecen caminar por las calles de Nueva York», había resollado una vez Tanya). O cómo contener la respiración para imitar el tono nasal de Tanya.
—Es que se están poniendo peor —dijo Mike en un susurro—. Tendrías que ver cómo le habla Tanya. Y las otras, Kate y Irina. Son como Tanya. Algo está pasando, nena.
—¿Algo está pasando? —repetí escéptica. A veces Mike exageraba.
—No sé de qué se trata, pero algo no está bien en su pequeño mundo de diseño —contestó Mike. Sonrió con picardía—. Tal vez finalmente Tanya se haya dado cuenta de que ni todo el colágeno, los peelings químicos y la silicona de Manhattan pueden hacer que aparente veinticinco.
Reí.
—Al fin —murmuré. Hacía mucho tiempo que Tanya había dejado de aparentar veinticinco, pero tenía la sensación de que no era consciente de ello.
—¿Sabes que ésa es la razón por la que no te soporta? —me preguntó enarcando una ceja. Sonrió—. Eres todo lo que ella quiere ser. Lo que ocurre es que llegó con quince años de retraso.
Volví a reír y sacudí la cabeza.
—No, ella me odia porque soy hermosa —dije, y le guiñé un ojo.
Mike se rió, un poco demasiado enfáticamente, debo admitir, frunció el entrecejo y me miró de manera sombría.
—Realmente, muñeca, yo en tu lugar me cuidaría las espaldas —dijo, repentinamente serio—. Con el puesto de editor ejecutivo vacante, se va a poner histérica y apuñalará a quienquiera que considere una amenaza.
Miré a Mike por un momento, pensando que había entendido mal.
—¿Qué? —pregunté—. ¿El puesto de director?
—¿No te has enterado? —dijo, con los ojos centelleantes de nuevo. Le encantaba ser chismoso—. Donna Foley anunció que se jubila el quince de agosto. Se dice que Smith-Baker decidió que sea Margaret quien elija a su sucesora entre la gente de la casa.
Noté que alzaba las cejas en señal de sorpresa. Con frecuencia las revistas contrataban gente de fuera para ocupar los puestos vacantes. Pero la mayoría de las revistas no tenían al frente a una mujer como Margaret, tan carente de talento para el trabajo editorial. Supuse que eso también ponía a Mod en otra categoría. No era ningún misterio entonces que todavía vendiéramos menos ejemplares que Cosmo.
—Aparentemente, Margaret dijo que había limitado su elección a dos personas —añadió Mike , pestañeando de nuevo y enarcando una ceja—. Está entre Esme y Tanya, y tienen el verano para probar que merecen el puesto, antes de que ella tome una decisión.
Lo miré por un momento, sin poder hablar.
—¿Tanya? —pregunté finalmente con voz ronca. No tenía sentido. Esme Platt era nuestra redactora jefe. Había estado en el negocio durante veinte años y estaba infinitamente más capacitada para el puesto. Claro, Tanya había trabajado en revistas durante más de una década, pero su experiencia era sólo en modas. No estaba segura de que ella fuera capaz de formular una oración entera sin incluir una referencia condescendiente con la moda.
Ya me la estaba imaginando. Probablemente exigiría que todo el personal de Mod se hiciera implantes mamarios y una liposucción, que todas pesáramos menos de cincuenta kilos y que nos pareciéramos a sus dos protegidas del departamento de modas. Me resistí a la necesidad de echar un vistazo a mi propio busto menos que generoso. Pero seguramente me iban a despedir de todas formas. Mi metro sesenta de estatura no encajaba en el modelo ideal de Tanya.
Y por encima de todo, estaba la inquina que me tenía. No me era ajeno el desaire de cierta gente debido a los celos profesionales. Venía con el paquete de ser la redactora más joven en el competitivo y frecuentemente malicioso universo de las revistas femeninas. Pero Tanya lo llevaba al extremo. Ella y las otras Trillizas siempre estaban burlándose de lo que yo llevaba puesto, y Tanya incluso había dicho en la página de chismes que «cierta editora extremadamente joven de la sección espectáculos» de «cierta revista femenina» tenía el hábito de ir al trabajo «borracha como una cuba». Le pedí explicaciones, por supuesto, y ella me hizo ojitos inocentemente argumentando que no estaba hablando de mí.
—Tanya —confirmó Mike, asintiendo con la cabeza y trayéndome de vuelta al presente—. Lo sé. Yo tampoco podía creerlo. Pero aparentemente Margaret pretende orientar Mod más hacia la moda. Ya sabes, algo más en plan Vogue. Es su idea para competir con Cosmo.
—Increíble —murmuré.
—¿Puedes imaginártelo? —continuó Mike, inclinándose más hacia mí—. ¿Puedes imaginártela borracha de poder? Ella manejaría toda la revista. Va a ser una pesadilla.
—Supongo que sí —murmuré, sintiéndome repentinamente incómoda.
—Han pasado cosas extrañas —dijo—. Prepárate para algunas peleas, muñeca. Tanya puede ser muy perversa cuando está detrás de algo que realmente quiere.
Cuando terminé el artículo ya eran cerca de las cuatro de la tarde y, para ser sincera, me sentía bastante orgullosa. No de su contenido, claro. ¿Cómo podría estarlo? Pero estaba orgullosa de haber logrado hacer algo coherente y haber confeccionado una lista de diez razones por las que un ligue de una sola noche podía ser una buena idea. Eh, tú tuviste affaires de una noche, ¿no? Más de lo que yo podía decir del estado actual de mi relación. Alice, persistente aficionada a las comidas, había insistido en incluir como razón número nueve: «Porque es una buena excusa para pedir el desayuno a domicilio.» Mangia, el servicio a domicilio de desayunos gourmet preferido de Manhattan, probablemente tuviera el número de Alice en su listín telefónico. Era sólo cuestión de tiempo que se le agotaran todos los camareros de Manhattan y tuviera que caer sobre los chicos del servicio a domicilio de Mangia.
Mi favorita era la razón número tres: «Porque podrías congeniar con él y empezar a desarrollar una relación.» Alice simuló que roncaba, sofocó la risa y me dijo algo así como que yo vivía en el país de Nunca Jamás. Ambas convinimos en que la razón número diez era atractiva: «Porque todas sabemos que acostarse con alguien te hace sentir maravillosamente bien.» Bueno, de todas formas yo tenía apenas un vago recuerdo sobre si te hacía sentir bien. Pero Alice, amablemente, dio fe de la veracidad de esa afirmación.
No me sentía exactamente bien al tener que escribir varias páginas apoyando eso de acostarse con varios hombres, pero el artículo habría resultado peor en otras manos. ¿A quién estaba engañando? Tal vez debería haberme mostrado firme y rechazado ese artículo basándome en razones morales. Pero tenía otras batallas que librar. O, más precisamente, mejores batallas por evitar, en lo que parecía ser mi plan de combate de entonces.
Además, nuestras lectoras iban a salir y a tener relaciones sexuales, sin importar lo que yo les dijera. Bravo por ellas. Pensé en escribirle a Jacob un artículo sobre «Diez razones por las que tendrías que hacer el amor con tu novia, la que duerme a tu lado todas las noches».
Llamé suavemente a la puerta de Margaret, que estaba entreabierta, y entré en su despacho.
—Aquí está —anuncié de manera grandilocuente, arrojando una copia impresa del último borrador del artículo, sobre su escritorio. Lo miró con expresión de sorpresa. Cogió el artículo por una punta con dos de sus uñas perfectas, volvió a mirarlo por encima de sus gafas de diseño y se limpió unas pelusas invisibles del cuello de su perfecta camisa Chloe.
—Bella, querida —dijo, con una formalidad boba y una pizca de acento inglés que había adoptado recientemente, tras un viaje a París. Por lo visto olvidaba que todos sabíamos que había nacido y se había criado en Ohio—. Debo de haberlo olvidado.
—¿Olvidar el qué? —pregunté intrigada.
Contuve el aliento mientras daba lo que parecía ser una serie de vueltas detrás de su escritorio. En general eran raros los encuentros que una podía tener con Margaret sin que recordara al personal de Mod que su madre, Anabella, había sido primera bailarina. Quienes valorábamos nuestro trabajo nos absteníamos de agregar que Anabella había brillado en el Dayton City Ballet. Nada de qué avergonzarse, como tampoco lo era que hubiese hecho pliés alrededor del mundo con Baryshnikov.
—Finalmente, no voy a necesitar este artículo para agosto, —dijo en tono casual, terminando su giro de bailarina. Me dejó con la boca abierta, mientras contemplaba cómo había desperdiciado dos días de mi vida—. Lo dejaremos para septiembre, por supuesto, querida. Estoy segura de que estará muy bien —añadió, arrojando el artículo sobre una pila de papeles que estaba en un rincón de su inmenso escritorio.
—De acuerdo —dije, mientras mis ojos seguían el artículo, que aterrizaba en la pila y luego volvían a Margaret.
—Pero no te preocupes —prosiguió enérgicamente—. Usaremos el espacio para un artículo sobre Edward Cullen.
La miré confusa.
—Pero no he escrito un artículo sobre Edward Cullen.
Era el actor joven del momento en Hollywood y lo había sido durante los últimos meses. Había compartido pantalla con Juliette Binoche, Reese Witherspoon y Sarah Gadon durante el último año y sus películas atraían a millones de mujeres excitadas, muchas de ellas lectoras de Mod, como la luz atraía a las polillas. Su cuerpo musculoso y esbelto, su cabello castaño, eternamente revuelto, y sus brillantes ojos azules habían provocado muchas fantasías.
Por encima de todas ellas, parecía tener una intensa vida social. En varios tabloides, no precisamente de esos en los que uno confiaría, se lo había relacionado con muchas actrices de primera línea. Y un periodista de la página de chismorreo había escuchado a cierta rubia famosa comentarle a una amiga, durante un almuerzo, cuan espectacular era en la cama. En consecuencia, People lo había nombrado el soltero más codiciado del año.
Margaret nunca me había sugerido siquiera un reportaje con él. Y la mayoría de nuestras historias de famosos eran sobre mujeres. Se trataba de una regla no escrita entre las «Siete Hermanas» de las revistas femeninas: las mujeres querían leer sobre mujeres. Aunque supuse que cualquier mujer con algún tipo de pulsación querría leer sobre el delicioso Edward Cullen.
—Ya sé que no lo has escrito... todavía —dijo Margaret—. Pero su agente de prensa estuvo de acuerdo en dejarnos hablar con él, si lo ponemos en la portada del número de agosto.
Incliné la cabeza hacia un costado y la miré con los ojos entornados.
—Piensa un poco —continuó Margaret mirando hacia ningún lugar, ya en un ensueño—. Este podría ser el artículo que nos permita dejar atrás a Cosmo. Ya lo estoy viendo: «La revista Mod entrevista en exclusiva al soltero más codiciado de Hollywood, Edward Cullen.» El número de agosto se va a vender como rosquillas.
Los ojos de Margaret centelleaban y sus labios rellenos de colágeno se curvaron en una extraña sonrisa.
—Pero cerraremos el número de agosto esta noche —objeté, mirándola sin comprender. Eso significaba que todo el número tenía que estar listo para entonces.
—Pero no se envía a imprenta hasta el lunes a primera hora, querida —dijo Margaret, sonriendo e ignorando mi preocupación—. Y tu entrevista con Edward Cullen está programada para mañana por la mañana. Eso te da dos días.
—¿Mañana por la mañana? —grazné.
Margaret sonrió ligeramente.
—Sí. Mañana por la mañana —respondió—. Eso te da dos días completos —añadió—. Estoy segura de que puedes hacerlo, querida. Al fin y al cabo, no quiero descubrir que mi decisión de hacerte la redactora más joven del negocio fue un error...
Me miró significativamente. Sabía que era una amenaza. No me iba a molestar en disimular que estaba poniendo los ojos en blanco.
—De todos modos, confío en que cuidarás todos los detalles, por lo que no llamaré al departamento de investigaciones durante el fin de semana —dijo en tono casual—. Nunca has descuidado un solo detalle.
Eso era verdad. Mis compañeros bromeaban sobre mí, pero yo era tan neurótica que verificaba cuatro veces cada cita, cada detalle, cada línea de texto. Nunca me había equivocado ni en un minúsculo detalle en toda mi carrera, un hecho de lo que estaba inmensamente orgullosa.
—Y además, ¿sabías que tenemos que pagarles a los investigadores horas extras si los llamamos durante el fin de semana? —agregó Margaret, sonando sorprendida—. Perjudica nuestra economía. —Pareció momentáneamente perturbada. Su tacañería era bien conocida—. Por eso, voy a poner a Tanya Delani a cargo de esto —continuó con tranquilidad—. Será una buena oportunidad para que ella se pruebe como editora.
Podía sentir cómo se me abría la boca.
—¿Tanya? —exclamé, sintiendo una repentina dificultad para respirar.
Margaret no hizo caso de mi perplejidad.
—A muchas mujeres les encantaría estar en tus zapatos, Bella —dijo bruscamente—. Después de todo, Edward Cullen es el soltero más codiciado de Hollywood en este momento.
Lo que probablemente se traduciría en la entrevista más aburrida del año para mí. El brillo de las celebridades hacía tiempo que se había desgastado en mi opinión.
Ignoré la sonrisa de Margaret, que claramente era un intento de convencerme de que éramos camaradas.
—Pero... —comencé.
Margaret cortó mi protesta con un dedo levantado, sacudiendo la cabeza.
—Desayuno en el Atelier a las diez de la mañana —dijo de manera crispada.
Gruñí y puse los ojos en blanco. Desayuno. Fantástico. No existía peor momento para entrevistar a la gente. Imágenes de famosos recuperándose de las resacas, mientras bebían Bloody Marys, ladrando roncas órdenes a los camareros sobre tostadas muy crujientes o huevos bien cocidos.
Además, deseaba pasar el fin de semana con Jacob. Nadie, ni siquiera yo, podía negar que nuestra relación necesitaba ayuda. Lo amaba, a pesar de todo, aun cuando últimamente se comportaba de un modo extraño. Y en lugar de eso, iba a pasar el sábado con Edward Cullen y un cierre en ciernes.
Probablemente fuese la única mujer en Estados Unidos que no suspiraría por eso.
—Por supuesto, necesitamos el artículo para el domingo por la tarde, así el departamento de arte podrá maquetarlo, Tanya revisarlo y estar en imprenta el lunes por la mañana —añadió.
—Pero, Margaret, yo... —comencé, pero otra vez me silenció con el dedo alzado.
—Gracias, Bella, querida —dijo en tono terminante. Abrí y cerré la boca sin emitir sonido alguno porque sabía que iba a ser un desperdicio de aliento—. Espero esa copia el domingo por la tarde. Que tengas un fin de semana encantador.
—Tú también —dije, derrotada.
—¿Edward Cullen? —chilló Alice. Resistí la tentación de taparme los oídos—. ¿Vas a desayunar con Edward Cullen? ¿En el Atelier? ¡Eres la mujer más afortunada del mundo!
Gruñí. No estaba de humor para admitir eso ante Alice, pero comenzaba a darme cuenta de que no había forma de escurrir el bulto. Me desplomé en el sillón y me volví hacia mi ordenador en silencio. Escribí mi clave y abrí la página del servicio de noticias al que estábamos suscritos. Traté de ignorar a Alice, que todavía estaba de pie en la entrada de mi cubículo, esperando a que yo correspondiera a su entusiasmo con la mirada. Me tomémi tiempo, evité su mirada todo lo que pude y escribí «Edward Cullen» en el buscador. Trescientas veintiséis entradas en los últimos seis meses. Ese tipo tenía mucha prensa, lo que significaba que debería quedarme hasta tarde investigando para estar bien preparada. Finalmente miré a Alice.
—¿Y...? —preguntó con un jadeo.
—¿Y, qué? —respondí, porque no sabía realmente sobre qué me estaba interrogando.
—Bueno, ¿no vas a decirme nada? ¿Qué piensas? ¡Es Edward Cullen!
—Ya lo sé —dije. Suspiré y traté de no hacer ningún gesto—. Y no es que no esté entusiasmada. Quiero decir, es genial poder encontrarme con él. Y sí, me gustó en Agua para elefantes.
Bueno, eso era una mentira. Me había encantado en Agua para elefantes. Era una de mis películas favoritas, pero no se trataba de eso, así que traté de explicarme.
—Se trata de... bueno, ya sabes. Ya te lo he dicho —añadí, consciente de que mis palabras no explicaban demasiado. Alice tenía estrellas en los ojos que formaban el nombre de Edward Cullen—. Nunca son lo que esperas cuando los ves en persona. A veces pienso que sólo debería verlos en las películas y no saber cómo son en la vida real. Eso me arruina toda ilusión.
Lo que esta vez era especialmente decepcionante, porque realmente me gustaba Edward Cullen. Sin duda un desayuno en uno de los restaurantes más exclusivos de Manhattan me haría cambiar de opinión. Además, ¿qué pasaría si todos esos rumores sobre que era un mujeriego y un adicto al sexo, que yo no creía del todo —porque en general los rumores no son verídicos—, eran verdaderos?
—No son todos malos —señaló Alice.
—Ya lo sé —convine, ofreciendo una sonrisa como tregua—. Tienes razón.
—Matthew McConaughey, por ejemplo.
—Fue agradable —admití.
—Y Joshua Jackson —agregó.
—¿Y quién esperaría menos de Pacey? —Sonreí, pero Alice se limitó a sacudir la cabeza. Aquello era serio. No había tiempo para bromas ociosas sobre Dawson's Creek.
—Mira, tienes una cita con Edward Cullen mañana por la mañana. ¿Puedes entusiasmarte un poco?
Desgraciadamente, cuando lo dijo yo estaba bebiendo un sorbo de café. A punto estuve de atragantarme.
—¿Una cita? —grité con los ojos abiertos de par en par y las mejillas coloradas—. ¡No es una cita! ¡Voy a hacerle una entrevista durante el desayuno!
—Hummm —rumió Alice. Se cruzó de brazos desafiante y se inclinó hacia delante en actitud conspiratoria. Guiñó un ojo y dijo—: Si estuviera en tu lugar, le diría a la gente que es una cita.
—¿Estás intentando parecerte a Tanya de nuevo? —le pregunté exasperada.
Alice finalmente se rió. El compromiso de Tanya Delani con las revistas de chismorreo era legendario. Tattletale siempre publica alguna historia sobre ella y «su momento especial» con George Clooney. Alice y yo creemos que nunca se vio con él.
—Primera parada: columnas de cotilleo —dijo Alice guiñándome un ojo—. Pero realmente, ¿qué otra cosa tienes que hacer durante el fin de semana? ¿Qué puede ser más importante que desayunar con Edward Cullen?
Suspiré.
—Esperaba hablar con Jacob, ya sabes. Tal vez pasar un tiempo juntos pueda ayudarnos a enderezar las cosas.
Alice sacudió la cabeza un poco decepcionada. Por supuesto, viendo sus ojos enormes y su sonrisa plena de dientes era imposible decir qué emoción trataba de proyectar.
—No cabe duda —dijo—. Estás loca. Prefieres pasar el sábado con un asqueroso desempleado que ni siquiera se acuesta contigo antes que con Edward Cullen. Deberías estar internada.
Contuve la risa.
—Realmente, Alice, hablo en serio. Significa mucho para mí —dije.
Alice parecía escéptica. Cambié de tema antes de que la emprendiera de nuevo contra Jacob. Últimamente sus disparos resultaban muy certeros.
—Eres una buena amiga —dije seriamente—. Y lo aprecio. Ahora bien, ¿vas a traerme más dificultades o me ayudarás a investigar a Edward Cullen?
Alice me miró por un momento.
—¿Investigarlo? —preguntó con una sonrisa—. Ya lo creo que voy a investigarlo —añadió en tono seductor.
—Ve con cuidado —dije con una sonrisa.
—Soy una chica muy prudente —repuso Alice, y soltó una carcajada—. En serio, estás sola en esto. —Miró su reloj—. Conoces mi regla: nunca te quedes los viernes, pasadas las cinco, a menos que sea absolutamente necesario.
—Es una buena regla —murmuré. Si seguía a ese ritmo, estaría allí toda la noche. Y, dado el estado de las cosas, nadie iba a echarme de menos en casa.
—Ahora recuerda —dijo Alice, con una sonrisa picara, apagando el ordenador y poniéndose la chaqueta—. De acuerdo con la revista Mod, que por supuesto debería ser tu primera opción para todo lo que tenga que ver con consejos, es muy bueno para tu autoestima tener un ligue de una noche. Creo que deberías probar esa teoría con Edward Cullen.
Ya estaba en medio del vestíbulo, me volví y le arrojé una bola de papel.
—¡Que te diviertas! —exclamó mientras su voz se perdía por el corredor, antes de desaparecer por la esquina.
Reí y luego volví a mi ordenador suspirando. Hice una impresión y oí cómo la impresora se llenaba de vida, mientras comenzaba a escupir los trescientos veintiséis artículos que había encontrado sobre Edward Cullen. Estaba claro que tendría para rato.
Suspiré de nuevo, cogí el teléfono para llamar a Jacob.
—Quería decirte que voy a llegar un poco más tarde de lo habitual esta noche —dije cuando él atendió.
—Oh —repuso, y parecía decepcionado—. Lo lamento. Había pensado en llevarte a cenar fuera.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. Era incapaz de recordar la última vez que Jacob había sugerido eso.
—Yo también lo lamento. —Suspiré—. Tengo que hacer una entrevista mañana por la mañana y me quedaré aquí unas horas investigando un poco.
—Vaya mierda —dijo Jacob.
—Sí —refunfuñé—. ¡Es viernes! Y sólo quería volver a casa.
—No te preocupes —dijo Jacob, sonando más animado de lo que había estado en semanas—. Podrás llegar a casa a tiempo.
—Eso espero —dije de mal humor. Entonces pensé que su repentino buen ánimo se debía a que había encontrado un anillo de compromiso y ya sabía cuándo se me iba a declarar. Una repentina calidez me inundó el cuerpo y sonreí.
—Si no llegas a casa a tiempo para salir, ¿te importaría traer comida china? —preguntó Jacob.
—Claro —contesté. Repentinamente, se me llenó la cabeza con imágenes de Jacob alimentándome de manera seductora con fideos chinos.
—Bueno. Te veré cuando llegues. Llámame en cuanto dejes la redacción, cariño, ¿de acuerdo?
—Bueno —le dije—. Te veo en unas horas. Te quiero.
—Hasta luego —dijo él, y cortó.
«Sí, yo también te quiero, Bella», pensé colgando el auricular.
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