Se le heló la sangre en las venas cuando se cortó la comunicación. ¿Era aquello una advertencia? ¿Qué vendría después: unas costillas rotas, los riñones dañados, el bazo destrozado? ¿Cuánto tardarían los malones en darles otra lección?, ¿unos días?, ¿una semana?
Su situación económica no iba a modificarse. ¿Quién sabía cuánto lardaría Jacob en volver a trabajar? Sin su sueldo para complementar el de Bella y un montón de facturas médicas… no había nada que hacer.
Bella cerró los ojos. El papel que Jacob le había dado aquella mañana estaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo sacó, marcó el número y esperó a que Edward respondiera. ¿Y si decidía no hacerlo?
—Cullen.
El sonido de su voz le puso los nervios de punta y casi le impidió hablar.
—Soy Bella —¿cómo iba a salir de aquella situación?
Su silencio parecía reverberar en la línea.
—Necesito tu ayuda
—Ven a mi oficina —le indicó como llegar—. Dentro de diez minutos —colgó.
Bella volvió a llamar, pero le salió el buzón de voz. La tenía en un puño. Era terriblemente irritante que así fuera. Sintió la irresistible necesidad de romper algo.
Como no podía estar en tres lugares a la vez, llamó al restaurante, explicó por qué llegaría tarde, prometió que estarla allí en cuanto pudiera y escuchó una respuesta airada, que sólo se dulcificó al expresar su pesar por el accidente de su hermano. Salió a la calle y miró el cielo plomizo. « ¿Va a llover? ¿Por qué no? Para alegrarme la vida», pensó. Como si el cielo hubiera oído sus palabras, cayeron las primeras gotas, gotas gruesas que calan cada vez más deprisa y con mayor intensidad.
«Fantástico», pensó. Así que tenía que enfrentarse a su ex con el aspecto de una rata empapada.
Un periódico la ayudó a protegerse un poco del chaparrón, y diez minutos después entraba en el impresionante vestíbulo de mármol de un edificio de oficinas de diseño, construido con acero y cristal. Tiró el periódico y subió al último piso en ascensor.
La compañía Cullen ocupaba una suite que, a primera vista, abarcaba toda la planta. Bella observó los cristales coloreados, el lujoso mobiliario y los aparatos de tecnología avanzada. Una joven muy arreglada se hallaba en recepción. ¿Trabajaría además como modelo para Vogue? Tenía que dejar a un lado el cinismo. Recordó que la imagen lo era todo y que Edward Cullen podía permitirse proyectar la que le viniera en gana.
—Bella Swan —hacía tiempo que había suprimido la segunda parte de su apellido—. Tengo una cita con… —vaciló durante un instante. Era un asunto de negocios, no personal— el señor Cullen.
La sonrisa de respuesta fue cálida y cortés… ensayada, que se ampliaba o disminuía en función de la importancia del cliente.
—El señor Cullen está reunido —le indicó una silla—. Siéntese, por favor.
Bella sintió que los nervios le encogían el estómago. Ya que habla llegado hasta allí, quería acabar de una vez. Cada minuto transcurrido le parecieron diez, y tuvo que esforzarse para no mirar constantemente el reloj. Hojeó despreocupadamente una revista sin enterarse de nada. ¿Cuánto tendría que esperar? ¿Estaba Edward Cullen dejando que el tiempo pasara para ponerla nerviosa? Si pudiera marcharse… Pero no conseguirla nada al hacerlo. Y no se trataba de ella.
—Bella.
Alzó la vista y vio que la recepcionista abandonaba su escritorio.
—El señor Cullen la recibirá ahora.
«No te asustes y proyecta una imagen de seguridad distante», pensó. Lo segundo iba a ser imposible, dado el estado de nervios en que se hallaba.
Lo habla visto en la televisión, en el periódico y en las revistas del corazón. Pero hacia años que no lo veia en persona. ¿Estaría igual? La pregunta surgió en un momento de histeria total, y la desechó mientras seguía a la recepcionista por un amplio pasillo que conducía a una imponente puerta. Tenía que estar tranquila y no perder el control. Pero era un manojo de nervios y en aquel momento se detestaba a sí misma, lo detestaba a él y, sobre todo, detestaba la situación que la había llevado hasta allí.
La recepcionista llamó suavemente a la puerta, la abrió, anunció a Bella y se retiró. Esta se quedó inmóvil, helada al contemplar la figura de un hombre de traje oscuro que se recortaba contra el ventanal. A aquella distancia, a la luz del atardecer, era difícil definir su expresión. Entonces se volvió hacia ella. Bella se quedó sin respiración. Era alto, ancho de hombros y emanaba de él un aura de poder que la mayoría de los hombres codiciaba, pero pocos poseían. Los huesos de la cara estaban bien definidos, casi cincelados y expresaban una crueldad elemental que advertía de que se trataba de alguien a tener en cuenta.
—Entra y cierra la puerta —su acento contenía un deje de cinismo. Al hombre no le pasó por alto su pelo rubio despeinado y empapado por la lluvia.
¿Y los saludos? Pero ¿qué se podía esperar? ¿Modales amables?
—Sabes que no desearía estar aquí.
—De acuerdo —le indicó una silla de cuero negro—. Siéntate.
—Prefiero quedarme de pie —no quería situarse en una posición inferior.
La expresión de él no se alteró, pero Bella tuvo la fugaz impresión de que se había desatado algo en su interior y estaba dispuesto atacar.
—No tengo mucho tiempo —no quería dar la impresión de que estaba a la defensiva, pero tenía ganas de salir corriendo lo más de prisa posible.
Él cruzó la habitación para situarse a su lado y, a esa distancia, ella observó las pequeñas arrugas en sus ojos oscuros, casi negros. Los surcos de las mejillas le parecieron más profundos de lo que recordaba, y la boca… ¡Dios mío! No debía seguir por ese camino. El hombre elevó una ceja a modo de pregunta y ella comenzó a hablar tartamudeando.
—Jacob está en el hospital —mantenía la barbilla alzada por orgullo—. Estoy segura de que no te será difícil saber por qué.
Cada segundo que pasaba parecía alargarse hasta convertir el silencio en algo palpable.
—Tu hermano no va a poderse ir deprisa a ningún sitio. Tú tampoco.
—¿Cómo dices? —sus ojos color zafiro relampaguearon.
Edward se dio cuenta de que estaba abatida, pero no atemorizada. No le decepcionaba.
—¿Por qué no dejamos de fingir? —a la hora de jugar, él le sacaba una gran ventaja—. Tienes un montón de deudas que no saldarás en toda tu vida. Los matones os han dado la primera lección por retrasaros en pagar. Y sólo puedes recurrir a mí.
—¿Y eso te causa placer? —se le endureció la mirada.
—Si quieres, puedes salir por esa puerta ahora mismo—le dijo con engañosa tranquilidad.
—¿Y si lo hago?
—No volverás a entrar por ella.
Lo definitivo de aquellas palabras la asustó, porque no le cabía duda de que eran ciertas. Se imaginó a Jacob en un ataúd en vez de en la cama de un hospital y no pudo evitar un escalofrío.
—¿Te parece que volvamos a empezar? —preguntó el.
Charlie se la había jugado. A su propia hija. Por aquel entonces, Edward había querido abrazarla y llevársela, y denunciar a su padre por difamación. En lugar de ello, había actuado entre bastidores y conseguido aquello de lo que Charlie lo había acusado falsamente. Se apoyó en su escritorio y observó que ella trataba de recuperar la compostura.
—Jacob me ha dicho que conoces nuestra situación.
Él no se lo iba a poner fácil. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que habían compartido en otra época había desaparecido, había sido destruido por circunstancias difíciles.
—¿Quieres que te ayude? —le preguntó Edward con dulzura al tiempo que captaba un brillo de rabia impotente en sus ojos azules, lo cual no le gustó en absoluto.
—Sí —¿se haría de rogar?, ¿sería ella capaz de suplicarle? Por Jacob. Para poder sobrevivir. Porque no tenía otro remedio—. Necesitamos dinero —¡qué difícil le estaba resultando aquello!—. Para pagar algunas deudas.
—Deudas que pronto se acumularán e incrementarán, y se repetirá la misma situación.
Él lo sabía. Tenía que saberlo. Jacob se lo habría dicho, y no era complicado acceder al verdadero estado de sus finanzas. Tenía ganas de llorar, pero las mujeres fuertes no sucumben a las emociones.
—Por favor—la desesperación le quebró la voz.
—Con ciertas condiciones.
No se esperaba menos.
—¿Qué me propones?
—Liquidaré todas las deudas y pagaré la carrera de Medicina a Jacob.
Aquello suponía millones de dólares y el sueño de su hermano hecho realidad. Pero habría que pagarlo de una forma u otra. Quería que se lo explicara con lodo lujo de detalles.
—¿A cambio de qué?
—Quiero lo que tenía. A ti. Como esposa.
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