Bella palideció. Sentía una mezcla de consternación e incredulidad que se iba transformando en una creciente sensación de miedo.
—¿Crees que me ha resultado fácil rogar a Edward Cullen? —dijo él, furioso y a la defensiva.
Las palabras de Jacob tuvieron el efecto de un martillazo y, por breves instantes, ella vaciló entre la furia y la desesperación.
Edward Cullen. La mención de aquel nombre bastaba para producirle escalofríos. Un hombre malo convertido en un hombre bueno: un empresario multimillonario que tenía casas en varias de las ciudades más importantes del mundo. Era su ex marido y la última persona que la ayudaría a ella o a su hermano.
—¿Por qué lo has hecho?
—No tenía elección —la expresión de Jacob revelaba un tormento que hizo que se le encogiera dolorosamente el estómago.
¡Dios mío! La última vez que Bella había visto a su ex marido había sido en el funeral de su padre. Una ocasión muy dolorosa, a la que acudieron pocos que lo sintieran de verdad, algunos curiosos…, y ella habla estado tan aturdida por la pena que había actuado de forma mecánica. Desde entonces no habla estado en contacto con Edward, ni quería estarlo.
—¡Maldita sea, Jacob! ¿Cómo has podido hacerlo?
Él no respondió. Tampoco era necesario que lo hiciera. No había tiempo de seguir discutiendo ni haciéndose reproches. Fallaban nueve minutos para que saliera su tren hacia la ciudad. Si no subía en él, llegaría tarde. Bella agarró su chaqueta, se puso la correa del bolso en el hombro y se volvió hacia él.
—Ya seguiremos hablando.
—Es el numero de Edward —le dijo mientras le daba un papel—. Llama a mediodía.
Antes, las ranas criarían pelo.
—Por favor —la miró con desesperación mientras ella se guardaba el papel en el bolsillo.
—Pides demasiado —mucho más de lo que ella podía dar.
Salió de la habitación sin pronunciar palabra. Vivían en un edificio sin ascensor de un barrio de las afueras poco recomendable. Las casas se alineaban a lo largo de la calle; todas mostraban diversos grados de decadencia y abandono, algo muy distinto de su antigua vida.
Cinco años antes, la familia Swan habla sido una de las más ricas y famosas de Sidney. A los veintidós años, Bella se habla licenciado en gestión empresarial y ganaba un buen sueldo en un puesto simbólico de la «empresa». Como joven de clase alta, acudía a todas las fiestas de la ciudad, gastaba sumas escandalosas en ropa, viajaba e iba del brazo de un hombre distinto cada semana. Hasta que apareció Edward Cullen.
De treinta y tantos años, sofisticado, en ascenso en el sector financiero de la ciudad y con un pasado que apuntaba a una relación con los bajos fondos de Nueva York. Representaba todo lo que los padres de Bella no querían para su hija, lo cual era un motivo añadido para que ella, en un año de rebeldía, lo pusiera en su punto de mira.
La excitaba, al igual que lo hacía la sensación de lo prohibido. Conseguirlo se transformó en un juego. Resistirse a él implicaba una enorme autorrepresión de la que fue capaz hasta que, en un arrebato de locura, aceptó su propuesta de ir a Hawai y casarse. Tres días después, el matrimonio había terminado, gracias al ultimátum de su padre Charlie Swan, y a la muerte de su madre, Rennee. Un ataque cardiaco le quitó la vida, trágica pérdida de la que Charlie culpaba a su hija, al referirse, en público y en privado, a aquel matrimonio como la «locura de Bella».
La opinión de su padre fue, para ella, como un cuchillo que le atravesara el corazón. La atormentaba la culpa al pensar que su matrimonio pudiera haber contribuido a la muerte de su madre. Como confidente y amiga, su madre siempre la había apoyado y, con frecuencia, había servido de parachoques entre dos personalidades opuestas: la arrogancia de Charlie y la rebeldía de su hija.
Tras el funeral de su madre. Bella, destrozada, apoyó a su padre, consoló a su hermano Jacob y consiguió sobrevivir día tras día mientras anhelaba el consuelo del único hombre que podía aliviar su pena… su esposo.
Los resultados de los análisis médicos indicaron que Rennee tenía problemas cardiacos desde hacia tiempo, pero Charlie se negó aceptarlo en un intento demente de vengarse del hombre al que culpaba de la muerte de su esposa. Fue una época desgarradora, en la que un conflicto de lealtades fue minando los sentimientos de Bella. Se daba cuenta, con dolor, del frágil estado mental de Charlie y de la necesidad de consuelo y estabilidad que tenía Jacob. ¿Cómo podía dar prioridad a su propia vida en semejantes momentos? Pero ¿cuánto duraría la paciencia de Edward? El ultimátum de Charlie: «Si te vas de esta casa, no volverás a ser bien recibida», casi la destrozó. La familia era algo que su madre había considerado sacrosanto.
Charlie estaba empeñado en denigrar a Edward y consiguió pruebas escritas de que la adquisición del imperio Swan formaba parte de sus planes y de que su hija sólo había sido un peón en el juego. Ese día, algo en el interior de Bella se marchitó y murió. Se negó a contestar las llamadas de Edward y accedió a la exigencia de su padre de prohibir su entrada a la casa. Entonces, Edward le lanzó otro ultimátum: «Elige: o tu marido o tu familia». Bella no pronunció palabra, presionada por la ira desbordada de su padre. Se quitó la alianza matrimonial y se la entregó al hombre que le había dado su apellido. Y lo vio darse la vuelta y marcharse.
En los meses que siguieron fue testigo de la adquisición del imperio empresarial paterno por parte de Edward, que se había convenido en un depredador con un único objetivo en mente. Perdió las ganas de ir a fiestas, y sus amigos dejaron de invitarla poco a poco, ya que siempre se negaba a salir. Le parecía que la diversión, el flirteo y la frivolidad se hallaban profundamente entrelazados con el dolor, con un dolor que no quería volver a experimentar en su vida. Sólo acudía a eventos sociales a instancias de Charlie: aburridas cenas de negocios en las que se vela obligada a observar como su padre perdía importancia para sus colegas.
AI cabo de un año, la empresa paterna tenia una lista de contratos incumplidos y problemas sindicales, y fue objeto de una oferta pública de adquisición par parte de Edward Cullen. Para entonces, todo se había subastado: la casa, el Bentley, las joyas de su madre y las obras de arte, todo lo cual fue seguido muy de cerca por los medios de comunicación. Charlie comenzó a jugar hasta declararse en quiebra. A su caída añadió un suicidio final, hecho trágico que destrozó a Bella e hizo caer a Jacob en una espiral de desesperación.
Desde hacía tres años, Bella hacía su jornada normal y luego trabajaba de camarera en un restaurante cinco horas por la noche, incluso los fines de semana, en un intento de tener un techo y contribuir a pagar un montón de deudas. Jacob también trabajaba un número de horas similar Dejó la universidad a los diecinueve años y abandonó toda esperanza de estudiar Medicina. Pero no bastaba. Los prestamistas estrechaban el cerco. Su hermano, guiado por la desesperación, había apostado en el casino y había perdido. Bella no tenía dinero, había vendido todo objeto de valor y trabajaba el máximo número de horas posible.
Apareció la entrada del metro, bajó las escaleras mecánicas, vio el tren y contempló, con fatalismo, cómo se marchaba. Una risa hueca pugnó por salirle de la garganta. ¿Podía empeorar aún más el día?
Había sido una insensata tentando al destino con esa pregunta, pensó mientras respondía a llamadas telefónicas airadas, negociaba una solución pacífica entre dos trabajadores enfrentados y calmaba a un cliente que amenazaba con llevar su negocio a otro sitio a menos que se accediera a sus exigencias.
Comió fruta y un yogur en su escritorio. Por la tarde tuvo varias reuniones. Ya eran más de las cinco cuando cerró el ordenador portátil. Se sintió aliviada de que aquella parte de su jornada hubiera acabado. Sólo tenía tres cuartos de hora para tomar el tren y llegar al restaurante italiano del centro comercial de su barrio. Trabajar allí tenía dos ventajas: que le daban la cena, que normalmente engullía a toda prisa mientras servía a los clientes, y que podía volver andando a su casa.
Sonó el teléfono y dudó en contestar la llamada. A quienquiera que fuese le concedería dos minutos como máximo y se iría.
—Gracias a Dios que te encuentro —una voz masculina conocida suspiró aliviada.
—¿Jacob? —pasaba algo, lo presentía.
—Esta noche no estaré en casa —dijo con voz entrecortada—, sino en el hospital. Me han destrozado la rótula.
—¿En qué hospital? —ahogó un gemido mientras él le decía el nombre de uno al otro extremo de la ciudad—. Llegaré lo antes posible.
—Llama a Edward, Bella. No tengo que decirte para qué.<-->
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