Hola chicas!! Cómo están? Bueno, como les prometí aquí les traigo el otro capítulo.
Espero les guste.
«¡Joder!», pensó Bella.
¿Por qué tenía que ser tan guapo? Lo miró de reojo mientras andaba de un lado para otro. Estuvo a punto de soltar un taco muy vulgar, pero se mordió la lengua. De pequeña solía poner cara de asco y llamarlo «niño bonito» por su pelo dorado. Había conseguido domar los rizos infantiles gracias a un corte conservador, pero algunos mechones le caían por la frente en terca rebeldía. El color había cambiado con el tiempo, pero todavía le recordaba al de los cereales que comía para desayunar, e iba desde el rubio miel hasta el color del trigo. Sus facciones se habían endurecido, y su barbilla parecía esculpida. Le había dejado ver unos dientes blancos y perfectos con esa breve sonrisa. Sus ojos seguían siendo del mismo color azul plateado, y parecían ocultar secretos muy bien guardados bajo siete llaves. En cuanto a su cuerpo. . .
Siempre había sido un chico muy activo, pero cuando cruzó la estancia, la tela de sus elegantes pantalones beige se movió a su antojo, marcando sus musculosas y largas piernas, y un culo muy prieto. El jersey tostado de cuello de pico resultaba informal y apropiado para un sábado en la oficina.
Algunas partes, en cambio, no eran en absoluto apropiadas. Los musculosos brazos. Los anchos hombros y el amplio torso que estiraban el tejido. El bronceado de su piel, como si hubiera estado varias horas al sol. La agilidad felina de sus movimientos. Había crecido, y ya no era un niño bonito. Edward Cullen estaba como un tren. . . y aún la miraba como si ella fuera la niña pequeña que jugaba con Rose. Cuando sus miradas se encontraron, no hubo indicios de que la reconociera, de que la apreciara. Solo atisbó una distante cordialidad, ofrecida a una persona a la que conoció en el pasado.
Pues ni de coña iba a ponerse a babear solo porque era atractivo. Su personalidad seguía dando pena. Era un plomo con mayúsculas. Un soso con mayúsculas. Un mayúsculo. . .
Se obligó a no pensar en lo siguiente.
Bella detestaba el hecho de que su presencia la pusiera nerviosa y de que la excitara un poco. La semana anterior había realizado un hechizo de amor y la Madre Tierra la había escuchado. Tenía el dinero y podía salvar la casa familiar. Pero ¿qué narices le había pasado a su lista?
El hombre que tenía delante desdeñaba todos los valores en los que ella creía. No era un matrimonio por amor. No, se trataba de un matrimonio de conveniencia, simple y llanamente. De un matrimonio muy frío. Aunque el recuerdo de su primer beso había brotado desde el rincón más recóndito de su mente nada más verlo, apostaría lo que fuera a que él lo había olvidado por completo. Sintió que la humillación se apoderaba de ella. Se acabó. ¿Acaso la Madre Tierra no iba a permitirle conseguir un solo punto de su lista? Tomó una honda bocanada de aire y dijo:
— Una cosa más.
— Dime —la instó él.
— ¿Te gusta el béisbol?
— Pues claro.
La tensión le provocó un nudo en el estómago.
— ¿Tienes un equipo preferido?
Él hizo una mueca desdeñosa. Literalmente.
— Solo hay un equipo que merezca la pena en Nueva York.
Bella reprimió las ganas de vomitar e hizo la pregunta:
— ¿Cuál?
— Los Yankees, claro. Es el único equipo que gana. Es el único equipo que importa de verdad.
Bella inspiró y espiró varias veces, tal como le habían enseñado a hacer en clase de yoga. ¿Podía casarse con un seguidor de los Yankees? ¿No sería como renunciar a su moralidad y a su ética? ¿Soportaría estar casada con un hombre que veneraba la lógica como a un dios y que creía que la monogamia era algo de mujeres?
— ¿Bella? ¿Estás bien?
Le hizo callar levantando una mano y siguió paseándose de un lado para otro mientras buscaba respuestas a la desesperada. Si daba marcha atrás en ese momento, no quedaría más alternativa que vender la casa. ¿Podría vivir consigo misma sabiendo que era demasiado egoísta como para sacrificarse por su familia? ¿Le quedaba otra alternativa?
— ¿Bella?
Se dio media vuelta. La impaciencia se reflejaba en la cara de Edward. Ese hombre no toleraba muy bien los arrebatos emocionales. Por muy bueno que estuviera, sería un incordio, al igual que lo fue de pequeño. Seguramente tenía programados los días minuto a minuto. Ni siquiera conocería el significado de la palabra «impulso». ¿Conseguirían vivir un año entero en la misma casa? ¿No se despedazarían antes de que pasaran esos trescientos sesenta y cinco días? ¿Y si los Yankees ganaban la Serie Mundial ese año? Tendría que soportar su cansina arrogancia y sus sonrisas paternalistas. Por Dios. . .
Lo vio cruzarse de brazos.
— No me lo digas, eres seguidora de los Mets.
Se estremeció al escuchar el tono de voz con el que lo dijo.
— Me niego a hablar de béisbol contigo. No te pondrás ni una sola prenda de los Yankees cuando estemos juntos. Me da igual lo que te pongas cuando yo no esté cerca. ¿Entendido?
Se hizo el silencio. Se atrevió a lanzarle una miradita. Edward la miraba como si su pelo se hubiera convertido en el de Medusa.
— ¿Estás de broma?
Negó con la cabeza, encantada de poder hacerlo.
— No.
— ¿No puedo ponerme aunque sea la gorra de los Yankees?
— Tú lo has dicho.
— Estás loca —replicó él.
— Me da igual lo que pienses. Venga, dime lo que sea para no perder más tiempo.
En ese momento Edward hizo algo que la pilló totalmente desprevenida y la dejó pasmada.
Se echó a reír. Y no con una sonrisilla contenida o desdeñosa. No, con carcajadas resonantes y muy masculinas. El sonido llenó la estancia y la hizo vibrar con su vitalidad. Bella tuvo que contener la sonrisa, sobre todo porque la broma había sido a su costa. Joder, estaba para comérselo cuando se sacaba el palo que parecía llevar metido por el culo.
Cuando por fin recuperó la compostura, Edward meditó el asunto y acordó una solución:
— Yo no me pondré nada de los Yankees, pero tú también tienes que ceñirte a las reglas: nada de los Mets. No quiero ver ni una taza de café ni un llavero por mi casa. ¿Entendido?
Eso la irritó. De alguna manera se las había apañado para darle la vuelta a sus palabras.
— No estoy de acuerdo. No hemos ganado un torneo desde 1986, así que yo puedo ponerme mis cosas. Tú ya tienes bastante gloria. . . no te hace falta más.
Lo vio contener una sonrisa.
— Buen intento, pero no soy como los blandengues con los que estás acostumbrada a salir. Si no hay Yankees, no hay Mets. O lo tomas o lo dejas.
— ¡Yo no salgo con blandengues!
Edward se encogió de hombros.
— Me da igual.
Bella cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y le costó la vida misma no apretar los puños. Era como un témpano de hielo. ¿Cómo era posible que se muriera de ganas de darle un mordisco aunque le recordara a la manzana envenenada que le habían ofrecido a Blanca nieves?
— ¿Y bien? ¿Quieres pensártelo durante esta noche o hacer lo que sea que hacéis las mujeres cuando sois incapaces de tomar una decisión?
Se mordió el labio, con fuerza, y se obligó a contestar:
— Vale. Trato hecho.
— ¿Algo más?
— Supongo que eso lo cubre todo.
— No del todo.
Edward hizo una pausa como si estuviera a punto de sacar a colación un tema delicado. Bella se juró que mantendría la calma, pasara lo que pasase. Ella también podía jugar a su mismo juego. Sería una reina de hielo, aunque la torturara verbalmente. Inspiró hondo y volvió a sentarse, tras lo cual cogió la taza de café y le dio un sorbo.
Edward juntó las yemas de los dedos e inspiró hondo.
— Quiero hablarte de sexo.
— ¿Sexo?
La palabra surgió de sus labios y rebotó en la estancia como un tiro. Parpadeó, pero se negó a demostrar emoción en su cara.
Edward se puso en pie de un salto y se echó a andar de un lado para otro, ocupando la posición que ella acababa de abandonar.
— Verás, tenemos que ser muy discretos con. . . en fin. . . con nuestras actividades extramatrimoniales.
— ¿Discretos?
— Sí. Me relaciono con clientes muy exclusivos y tengo que proteger mi reputación. Además, si se pone en entredicho nuestro matrimonio, podrían violarse las cláusulas del acuerdo. Creo que lo mejor sería que accedieras a permanecer célibe durante este año. Es posible lograrlo, ¿no crees?
— O sea que nada de acción.
Él soltó una carcajada que a todas luces era falsa, lo que le llevó a preguntarse si lo que tenía en la frente era sudor o si se trataba de un efecto óptico por la luz. Edward dejó de moverse y la miró con expresión casi incómoda. De repente, el verdadero significado de sus palabras prendió mecha en su cerebro y sintió una especie de fogonazo. Edward quería que fuera la esposa perfecta, lo que incluía mantener su tálamo nupcial casto y puro.
Sin embargo, no había mencionado su propio celibato. Rose le había hablado de Kate, de modo que sabía que Edward mantenía una relación. Bella seguía sin comprender por qué no se casaba con su novia, pero no era quién para juzgarlo. En ese momento lo único que le importaba era el cerdo chovinista que tenía delante y las ganas de mandar el acuerdo a la mierda.
Pero se contuvo.
Aunque ardía de furia, mantuvo una expresión serena. Edward Cullen quería hacer un trato. De acuerdo. Porque cuando ella saliera por esa puerta, Edward firmaría el acuerdo del siglo.
Sonrió.
— Lo entiendo.
La cara de Edward casi se iluminó.
— ¿De verdad?
— Por supuesto. Si todos creen que el matrimonio es real, ¿qué pensarían si se rumorea que tu mujer tiene una aventura tan pronto después de la boda?
— Exacto.
— Además, así no tendrás que lidiar con los vergonzosos interrogantes acerca de tu masculinidad. Si tu mujer anda de cama en cama, es evidente dónde está el problema. En casa no le dan lo que necesita.
Edward cambió de postura. Asintió con la cabeza, pero no con mucho ímpetu.
— Supongo. . .
— Bueno, ¿y qué hacemos con Kate?
Él se quedó pasmado.
— ¿Quién te ha hablado de ella?
— Rose.
— No te preocupes por Kate. Yo me encargo.
— ¿Te acuestas con ella?
Edward dio un respingo, pero después fingió que le daba igual la pregunta.
— ¿Importa?
Ella levantó las manos en un gesto defensivo.
— Quiero aclarar el tema del sexo. Al menos, encajo en los dos primeros puntos. Te aseguro que no estoy enamorada de ti y tampoco nos sentimos atraídos el uno por el otro. Ahora me dices que si quiero tener una aventura loca de una noche, no puedo. Pero ¿qué reglas se te aplican a ti?
Bella frunció los labios y se preguntó cómo pensaba salir Edward de la tumba que acababa de cavarse él solito.
Edward miró fijamente a la mujer que tenía delante e intentó tragar saliva. Su voz ronca evocó escenas muy concretas. Unas escenas en las que estaba desnuda y le exigía una. . . aventura loca. Se mordió la lengua para no soltar un taco y se sirvió más café en un intento por ganar tiempo. Bella lo hacía pensar en el sexo con cada gesto. La inocencia de la juventud había dado paso a una mujer de sangre caliente con necesidades ardientes. Se preguntó qué clase de hombre satisfacía dichas necesidades. Se preguntó qué se sentiría al rodear esos pechos tan generosos con las manos y a qué sabrían sus labios. Se preguntó qué llevaba puesto bajo el ajustado vestido rojo.
— ¿Edward?
— ¿Sí?
— ¿Me has oído?
— Sí. Lo del sexo. Te prometo que jamás te pondré en una situación incómoda.
— Así que me estás diciendo que piensas seguir acostándote con Kate, ¿no?
— Kate y yo tenemos una relación.
— Pero no vas a casarte con ella.
La tensión se podía mascar en el ambiente. Edward retrocedió unos cuantos pasos, desesperado por poner distancia entre ellos.
— No es ese tipo de relación.
— Vaya, qué interesante. Así que me estás diciendo que no puedo acostarme con otros hombres porque ahora mismo no tengo una relación estable.
Si hubiera tenido cubitos de hielo a mano, Edward los habría chupado uno a uno. La acusación le provocó un extraño calor en la piel. Bella había hablado con voz tranquila. Su sonrisa parecía relajada y franca. Edward se sentía al borde de alguna demostración de poder femenino y se dio cuenta de que llevaba las de perder. Intentó ganarle la mano.
— Si mantuvieras una relación estable con alguien, llegaríamos a un acuerdo. Pero los desconocidos son demasiado peligrosos. Puedo garantizarte que Kate sabe guardar un secreto.
En ese momento ella sonrió. Una sonrisa deliciosa y muy femenina que prometía maravillas que desafiaban la imaginación. Y se las prometían todas a él. Se le paró el corazón y al cabo de un segundo se le subió a la garganta. Fascinado, esperó a sus siguientes palabras.
— Ni de coña, guapo.
Intentó concentrarse en lo que decía mientras esos voluptuosos labios formulaban la negativa.
— ¿Cómo has dicho?
— Si no hay sexo para mí, tampoco lo hay para ti. Me importa bien poco que sea con Kate, con una stripper o con el dichoso amor de tu vida. Si yo me quedo a dos velas, tú también. Tendrás que conformarte con este matrimonio tan pulcro y tan estipulado y apañártelas solo. —Hizo una pausa—. ¿Lo has entendido?
Edward lo había entendido. Pero decidió no aceptarlo. Y se dio cuenta de que estaban en un tris de disputar el punto de juego, de set y de partido, y de que necesitaba ganarlo.
— Bella, entiendo que no te parezca justo. Pero los hombres somos diferentes. Además, Kate también tiene que proteger su reputación, así que nunca quedarás en mal lugar. ¿Lo entiendes?
— Sí.
— ¿Eso quiere decir que aceptas las condiciones?
— No.
La irritación se apoderó de él. Entrecerró los ojos y la observó con detenimiento. Decidió entrar a matar.
— Hemos logrado ponernos de acuerdo en todo lo demás. Hemos alcanzado un compromiso. Solo será un año, después podrás tener una puta orgía, a mí me dará lo mismo.
Unos gélidos ojos azules se clavaron en él con un brillo terco y decidido.
— Si tú tienes orgías, yo también las tengo. Si tú quieres pasarte un año célibe, yo también lo pasaré. Me importa una mierda tus chorradas sobre las diferencias entre hombres y mujeres. Si yo tengo que acostarme sola durante trescientas sesenta y cuatro noches, tú también lo harás. Y si quieres un poco de acción, tendrás que apañártelas con tu mujer. — Agitó la cabeza como un semental que acabara de salir de la cuadra—. Y como los dos sabemos que no nos sentimos atraídos el uno por el otro, vas a tener que buscar otra forma de aliviar la presión. Sé creativo. El celibato debería llevarte a descubrir otras formas de desahogo. —Sonrió—. Porque eso es todo lo que vas a conseguir.
Era evidente que Bella desconocía que estaba ante un jugador de póquer magnífico, que se había pasado los últimos años liberando tensión en partidas que empezaban por la noche y acababan al día siguiente, de las cuales salía miles de dólares más rico. Al igual que su antiguo vicio, el tabaco, el póquer lo tenía muy enganchado, más por el placer que le provocaba que por el beneficio económico que conseguía.
Se negaba a que le ganara la partida, y además sentía que la victoria estaba cerca. Se lanzó a la yugular.
— ¿No quieres atenerte a razones? Vale, no hay trato. Despídete de tu dinero. En mi caso, solo tendré que encargarme del consejo de administración una temporada.
Bella se levantó, se colgó el bolso del hombro y se plantó delante de él.
— Me alegro de haberte visto otra vez, niño bonito.
Un golpe certero.
Edward se preguntó si sabía lo mucho que detestaba ese mote desdeñoso. Al escucharlo ardía en deseos de zarandearla hasta que lo retirase. Ya lo odiaba de pequeño y los años no habían mitigado lo hiriente que le resultaba. Tal como hacía en aquel entonces, apretó los dientes y sobrellevó la irritación con una sonrisa.
— Sí, yo también me alegro. Pásate por aquí otro día. No vayamos a perder el contacto.
— Descuida. —Hizo una pausa—. Nos vemos.
En ese instante, Edward supo que se había equivocado. De parte a parte. Isabella Marie Swan podría ganar al póquer: no porque supiera cómo ir de farol, sino porque estaba dispuesta a perder.
También era increíble jugando a ver quién se acobardaba antes.
Edward se dio media vuelta. Caminó hasta la puerta. Giró el pomo. Y. . .
— Vale.
La palabra salió disparada de la boca de Edward antes de que pudiera pensar siquiera. Algo le decía que si ella se iba, no llamaría después para decirle que había cambiado de opinión. Y, joder, era su única candidata. Un año de su vida no era nada comparado con el regalo que suponía un futuro en el que hacer lo que siempre había soñado.
Le resultó admirable que ni siquiera se regodeara de su victoria.
Bella se limitó a volverse hacia él para decirle con tono seco y profesional:
— Sé que el contrato no registra nuestro nuevo acuerdo. ¿Me das tu palabra de que te atendrás a las condiciones?
— Haré que redacten un documento revisado.
— No hace falta. ¿Me das tu palabra?
Su cuerpo vibraba por la energía. Edward se percató de que confiaba en él en la misma medida en que él confiaba en ella. Sintió un aguijonazo de satisfacción.
— Te doy mi palabra.
— Entonces sellaremos el trato con un apretón de manos. Ah, y cuando se disuelva el matrimonio dentro de un año. . . mi familia no sufrirá por este engaño. Diremos que tenemos diferencias irreconciliables y fingiremos una separación amistosa.
— Podré soportarlo.
— Bien. Recógeme a las siete para ir a casa de mis padres y darles la noticia. Yo me ocuparé de todos los detalles de la boda.
Edward asintió con la cabeza, aunque tenía la mente un poco abotargada tanto por la decisión como por la cercanía de Bella. ¿Qué era el sutil aroma que desprendía su piel? ¿Vainilla? ¿Canela? Contempló obnubilado que dejaba una tarjeta de visita en el escritorio de cerezo.
— La dirección de mi librería —dijo ella—. Nos vemos esta noche.
Carraspeó para decir algo, pero era demasiado tarde. Isabella ya se había marchado.
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Y bien que les pareció?? Espero comenten chicas. :D
Nos vemos mañana!! Besos y Cuídense ^_^
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