Destinados

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 08/11/2015
Fecha Actualización: 09/01/2018
Finalizado: SI
Votos: 3
Comentarios: 18
Visitas: 65301
Capítulos: 27

 

La rabia se apoderó de él y lo envolvió en una nube negra que amenazaba tormenta.

 

? ¿Qué pasa, Isabella? ¿Es que no te han bastado los ciento cincuenta mil dólares? ¿O te han entrado ganas de más por el camino?

 

Bella tenía la cara descompuesta por sus palabras, pero él sabía que era un truco, lo sabía muy bien. Cuando habló, lo hizo con voz temblorosa:

 

? ¿Qué dices?

 

? Se ha descubierto el pastel. Se acerca el final del contrato. Joder, ya llevamos cinco meses. Como no sabías qué iba a pasar, has tenido un pequeño accidente para cimentar el trato. El problema es que no quiero el crío. Así que vuelves a la casilla de salida.

 

Bella se dobló por la mitad y se rodeó el cuerpo con los brazos.

 

? ¿Eso es lo que crees?

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer, esta historia está adaptada en el libro Matrimonio por contrato: de Jennifer Probst. Yo solo la adapte con los nombres  de Edward y Bella.

Espero sea de su agrado :)

 

 

 

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Capítulo 23:

— Vete.

El perro lo miró con una expresión vacía. Edward estaba contemplando la nieve caer al otro lado de la ventana y le echó un vistazo al reloj. Locos por los Libros había cerrado unas horas antes y Bella no había llegado todavía a casa. Las carreteras estaban cubiertas de placas de hielo y el informe meteorológico había anunciado que se trataba de una ventisca prenavideña. Todo el mundo estaba encantado con la posibilidad de disfrutar de unas Navidades blancas. Personalmente, a Edward le daba igual siempre y cuando mantuvieran las carreteras despejadas y no hubiera cortes en el suministro eléctrico.

Hizo una mueca al recordar que Bella lo había llamado «señor Scrooge». Su alegría por las celebraciones lo desquiciaba, así como su afán por decorar la casa, su insistencia en conseguir un abeto natural, e incluso su disposición a hornear galletas. Unas galletas muy bonitas pero que no estaban muy buenas. Cuando le dijo la verdad, ella le tiró una a la cabeza. Al menos el perro se encargó de limpiar el suelo.

Edward miró de nuevo hacia la puerta. El delgaducho animal se encontraba en el rincón, mirándolo con sus ojos amarillentos. La semana estaba a punto de acabar, y el chucho se iría por fin. No le gustaba la costumbre del animal de seguirlo a todas horas y de estar pendiente de todos sus movimientos. No se comportaba como un perro normal y corriente que ladraba, meneaba el rabo y bebía agua de forma ruidosa. Ese perro le recordaba a un espectro. Bella lo obligaba a comer, a beber y lo estaba acostumbrando a sacarlo a pasear con correa. El chucho lo aceptaba todo, pero con una mirada distante, como si estuviera esperando la hora de la verdad. Como si esperara que volviesen a dejarlo tirado en la carretera. Solo.

Meneó la cabeza, molesto por el escalofrío que le recorrió la espalda. Llevaba unos días soñando con el perro del que se deshizo Carlisle. Los sueños lo torturaban de tal manera que recurría a su mujer en plena madrugada para alejar esos recuerdos. Era consciente de que se había acostumbrado a hacerlo con frecuencia. Se enterraba en su cuerpo y se perdía en su calor y en su pasión, hasta que el frío gélido que llevaba en el interior se mitigaba un poco y se hacía más llevadero.

Al ver que llegaba el Volkswagen amarillo, lo inundó el alivio. Bella abrió la puerta de la casa y estampó los pies en el suelo para limpiarse la nieve de las botas, riéndose a carcajadas al ver que le caían copos del pelo si sacudía la cabeza.

— ¿A que es genial? ¡La semana que viene habrá otro temporal, así que tendremos una Navidad blanca!

— ¿Por qué llegas tarde?

— ¿Estabas preocupado?

Lo miró con expresión juguetona mientras se quitaba el abrigo.

— No, pero la semana pasada te dije que tu coche necesita un cambio de ruedas. ¿Lo has hecho ya?

— Todavía no.

— No puedes conducir con esta nieve si tienes las ruedas desgastadas. Te dije que cogieras el BMW y que dejaras tu coche aquí. Ella hizo un mohín.

— Odio el BMW, me pone nerviosa. Además, he conducido en condiciones mucho peores que estas y con peores coches. Oooh, qué alegría estar tan cerca de la chimenea. —Se calentó las manos y estornudó—. Dichoso resfriado, no hay manera de librarse de él. ¿Tenemos vino especiado para la cena? Creo que ponen Qué bello es vivir a las nueve.

Edward frunció el ceño, consciente de que había cambiado el tema porque no quería seguir sus consejos.

— Esa película está muy vista. Llevas unos días sintiéndote mal. Deberías ir al médico.

— No tengo tiempo. Las vacaciones son la época más ajetreada en la tienda.

— Yo te acompañaré mañana. Después te dejaré en la librería y llevaré el coche al taller para que le cambien las ruedas. Deberías cambiarlo de todas formas. Comprarte uno nuevo.

Bella resopló.

— Lo que tú digas, don Ricachón. Resulta que ahora mismo no puedo permitirme comprar un coche nuevo y, además, me gusta mi escarabajo.

— Yo te lo compraré.

— No, gracias.

La frustración amenazó con apoderarse de él. Bella proclamaba a los cuatro vientos que se había casado con él por el dinero. En ese caso, ¿por qué no lo aceptaba? Le había ofrecido sus servicios profesionales de forma gratuita para la ampliación de la librería. Un coche nuevo. Ropa nueva, aunque para él estuviera perfecta con un saco de patatas. Todos los demás aceptaban su dinero, algo que para él era lo más sencillo de ofrecer. Pero ella no. Ella se negaba a aceptar un céntimo más de lo acordado en el contrato, y él se sentía culpable. Lo estaba volviendo loco.

— Eres mi mujer y, si quiero, puedo comprarte un coche.

— Un coche nuevo no entra en nuestro contrato.

— El sexo tampoco.

Edward esperó un estallido de mal humor por parte de Bella, pero ella se limitó a reírse. Y después estornudó de nuevo.

— Sí, supongo que tienes razón. Pero que sepas que acepto el sexo y rechazo el coche.

Edward se acercó a ella caminando con brusquedad y el perro se encogió.

— Pues considéralo un regalo.

— Si quieres, puedes comprarme flores, pero no voy a deshacerme de mi coche. Hoy estás de un humorcito maravilloso, ¿eh?

— No estoy de ningún humorcito. —Mientras replicaba, su mal humor empeoró un poco más. Negarlo de esa forma reafirmaba el comentario de Bella—. ¿Por qué no me dejas que tenga un detalle bonito contigo?

Bella se sentó en el suelo, frente a la chimenea, se quitó las botas y lo miró.

— Deja que se quede.

Decidió hacerse el tonto.

— ¿Quién?

— El perro.

— Bella, te he dado tiempo. Me prometiste que se iría el viernes. No quiero un perro. No lo quiero.

Esperó a que Bella se lanzara al ataque y se preparó para ganar la discusión utilizando la lógica.

Sin embargo, ella asintió con la cabeza y sus ojos adoptaron una expresión tristona.

— Vale. Se irá mañana.

Los remordimientos lo asaltaron con fuerza. Lo que quería hacer era coger al perro y llevarlo al refugio esa misma noche. En cambio, su mujer extendió los brazos y llamó al chucho para que se acercara a fin de hacerle carantoñas. El perro se acercó poco a poco a ella, hasta detenerse justo delante. Bella se movió muy despacio y le colocó una mano bajo el hocico, tras lo cual empezó a acariciarle el cuello mientras le murmuraba tonterías. Al cabo de un rato, el animal dejó de temblar, se relajó y bajó las orejas. Bella lo instó a acostarse en su regazo y siguió acariciándolo. Tenía el pelo más suave porque Bella lo había bañado y estaba un poco más gordo, ya que lo obligaba a comer.

Edward observó la escena que se desarrollaba frente a sus ojos y sintió que el pasado y el presente se mezclaban. En su interior se libró una batalla entre la soledad y el riesgo a sufrir. Por primera vez desde que estaba con ellos, el chucho pareció rendirse un instante, pareció permitirse por un instante el lujo de disfrutar del cariño de alguien que aseguraba quererlo.

Y Edward vio que empezaba a menear el rabo.

Su mujer no se percató del leve movimiento, ya que estaba disfrutando de la calidez del fuego con dos almas heridas y descarriadas a su lado. Bella no se entregaba para ganar algo a cambio, no tenía un objetivo en mente. El amor no era un premio, sino algo que llevaba en su interior y que compartía de forma generosa. Todas las noches compartía su cuerpo con él sin guardarse nada. La mujer con la que se había casado era una criatura feroz y orgullosa de la que se enorgullecía y ante la cual se postraba de rodillas. A la cálida luz del fuego, Edward comprendió que la quería.

Estaba enamorado de su mujer.

El descubrimiento fue como una riada que lo arrastró con fuerza, hundiéndolo antes de devolverlo a la superficie tosiendo y magullado, sacudiendo la cabeza mientras se preguntaba cómo narices había podido pasar. Se mantuvo en el centro de la estancia mientras ella pasaba de él, y observó su vida abandonar la autopista y enfilar una carretera secundaria llena de piedras, baches y matorrales. Abrumado por las emociones, retrocedió un paso, como si quisiera alejarse de todo ese lío.

«¡La madre que me parió!», pensó.

Estaba enamorado de su mujer.

— ¿Edward?

Él abrió la boca para contestar, pero se limitó a tragar saliva y tuvo que intentarlo de nuevo.

— ¿Qué?

— Si no quieres ver la película, proponme otra cosa. Se me ha ocurrido que podríamos emborracharnos aquí delante del fuego mientras vemos nevar; pero, si estás de mal humor, estoy dispuesta a escuchar tus sugerencias.

Bella hablaba de películas mientras él acababa de experimentar la mayor crisis de su vida. Cerró los ojos y luchó contra las emociones que habían derribado el último muro de sus defensas, dejándolo tan solo con las ruinas esparcidas a su alrededor. Como si el perro reconociera a una víctima de la guerra, levantó la cabeza y lo miró.

Y en ese momento, Edward supo qué hacer.

Puesto que todo era demasiado nuevo como para expresarlo con palabras y estaba demasiado confundido como para planear de qué forma jugar sus nuevas cartas, las emociones, esas emociones delirantes y caóticas, lo abrumaron hasta dejarlo incapaz de hacer otra cosa que lo que hizo.

Atravesó la estancia y se arrodilló junto a Bella. El perro gruñó, se levantó y se marchó a la cocina. Bella lo miró con expresión interrogante mientras él le colocaba una mano en una mejilla y contemplaba su cara como si la viera por primera vez. Examinó cada uno de sus rasgos y se lanzó por el borde del precipicio.

— Quiero hacerte el amor.

 

 

Al escuchar las palabras de su marido, a Bella le dio un vuelco el corazón, que después siguió latiendo desbocado. No sabía qué era, pero había algo distinto esa vez, como si hubieran llegado a una encrucijada y Edward hubiera elegido el camino menos transitado.

Desde que fueron a la fiesta de Emmett habían hecho el amor todas las noches. A veces, despacio. Otras veces, con pasión y abandono. Edward le susurraba cosas eróticas y la halagaba; le decía que era preciosa y que la deseaba.

Sin embargo, jamás la había mirado a los ojos como si supiera quién era. En ese momento parecía haber arrancado las capas exteriores, de modo que la fruta escondida debajo había quedado expuesta. Así se sentía bajo su mirada. Contuvo el aliento y esperó a que él se apartara.

En cambio, Edward le tomó la cara entre las manos y le dijo, rozándole los labios:

— Eres mi mujer y quiero hacerte el amor.

Y entonces la besó. Fue un beso tierno, lento y abrasador que la derritió por completo, como si fuera caramelo líquido que vertiera sobre unas tortitas, hasta que su cuerpo cedió, separó los labios y sus lenguas se fundieron y comenzaron a moverse en una danza primitiva, bailada en millones de ocasiones por un hombre y una mujer.

Edward la invitó con delicadeza a tenderse en la alfombra y la desnudó, deteniéndose para saborear cada centímetro de piel que quedaba a la vista con una veneración que la excitó, la postró de rodillas y avivó el deseo que sentía por él.

Con una silenciosa orden, le separó los muslos y se arrodilló entre ellos, tras lo cual separó los pliegues de su sexo con suavidad. Y después la acarició con los labios y con la lengua, arrastrándola hasta el borde del abismo y desoyendo sus súplicas para que se apartara. Siguió acariciándola así hasta que se corrió y se arqueó bajo él. Sin embargo, la mantuvo inmovilizada y no se apartó de ella hasta que la escuchó sollozar y le suplicó que. . . que. . .

Se incorporó al instante y se detuvo justo cuando estaba a punto de penetrarla.

— Bella, mírame.

Ebria de placer, ella abrió los ojos y miró al hombre que amaba con toda el alma, aguardando que la poseyera, aguardando para recibir lo que él pudiera entregarle.

— Siempre has sido tú. —Hizo una pausa como si quisiera asegurarse de que lo había escuchado, de que había entendido el significado de sus palabras. Un brillo intenso iluminaba las profundidades de sus ojos. Entrelazó sus dedos con los de Bella, en un intento por comunicarse con ella más allá de las palabras—. Y siempre serás tú.

Se hundió hasta el fondo en ella, arrancándole un grito.

Sin apartar los ojos de los de Bella y con los dedos entrelazados, comenzó a mover las caderas. Cada vez que salía y entraba en ella, reclamaba algo más que su cuerpo. Las apuestas habían cambiado y a esas alturas estaba dispuesto a conquistar su corazón mientras se entregaba a fondo a ella, amándola despacio y con un ritmo constante hasta dejarla al borde del abismo. En esa ocasión, cuando se dejó caer, Edward flotó con ella y ambos levitaron cogidos de las manos. Cuando volvieron a la realidad, la abrazó a la luz del fuego, la besó en una sien y ambos se sumieron en el agradable silencio que cayó sobre ellos como caía la nieve sobre el suelo en el exterior.

Bella fue consciente de que algo había cambiado entre ellos, algo que Edward todavía no estaba dispuesto a compartir, de modo que se aferró a la esperanza, aunque al mismo tiempo se reprendió por pensar que su corazón le perteneciera.

Un rato después, adormecida por su delicioso calor corporal, lo oyó susurrar:

— El perro puede quedarse.

Bella se incorporó de inmediato y se preguntó si lo había escuchado bien.

— ¿Qué?

— Es mi regalo. El perro puede quedarse.

Abrumada, Bella intentó buscar las palabras adecuadas para expresar lo que significaba lo que acababa de hacer, pero al igual que le había sucedido a Edward, fue incapaz. De modo que extendió los brazos, lo instó a bajar la cabeza y se lo demostró de otro modo.

 

Capítulo 22: Capítulo 24:

 
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